En la sociedad contemporánea estadounidense, el espacio público se ha convertido en un terreno "desnudo", en el que el secularismo domina y la religión —junto con las virtudes históricas del humanismo cristiano— ha sido desplazada. Este fenómeno, conocido en sociología como la teoría de la secularización, refleja la profecía de Max Weber sobre el desencanto del mundo, donde el equilibrio entre materia y espíritu se ha perdido. Antes, ambas fuerzas coexistían como los extremos de un balancín, impulsando el bienestar comunitario, pero hoy una está anclada firmemente en la realidad material y la otra flota inalcanzable en el aire. No se bombea agua para el pueblo porque no hay juego ni cooperación social que sostenga el bien común.
El individualismo desenfrenado, el capitalismo voraz y un gobierno deliberadamente reducido en ambición y capacidad para garantizar justicia social, conforman un paisaje donde la virtud cívica y el capital social han desaparecido del espacio común. En su lugar, dominan las desigualdades profundas, con oligarcas que gobiernan en las sombras y una cultura de entretenimiento que retrata escenarios apocalípticos, donde el héroe solitario surge para salvar un proyecto humano ya condenado al olvido una vez que se apagan las luces del cine.
El materialismo, en sus múltiples formas, ha barrido con la posibilidad de un discurso moral sólido y arraigado en una humanidad virtuosa, tal como advirtió Alasdair MacIntyre. La era del capitalismo tardío ha transferido el control económico de las instituciones sociales y gubernamentales hacia un mercado libre desenfrenado, incapaz de garantizar la justicia social o la sostenibilidad ecológica. Joseph Stiglitz ha señalado la caída del fundamentalismo de mercado y la necesidad de intervención estatal, pero la política y la economía parecen atrapadas en un estancamiento profundo.
En este contexto, el libro propone que la religión, específicamente un evangelio social cristiano renovado, puede actuar como contrapeso a las fuerzas dominantes y como estímulo para una nueva acción social y política. Se trata de una invitación a imaginar y proclamar un nuevo evangelio social, capaz de redimir al cristianismo americano en el tiempo posterior a Trump. Este nuevo movimiento debería recuperar la visión emancipatoria que emergió en otras épocas de crisis, como el movimiento del evangelio social negro al principio del siglo XX y la lucha liderada por Martin Luther King Jr. en los años sesenta, que combinó fe y justicia social en una búsqueda profunda de liberación.
El declive de la razón moral y el debilitamiento de la imaginación social reflejan la crisis de una civilización que ha perdido el sentido de interdependencia, tanto entre los pueblos como con el medio ambiente. El concepto de “los comunes” —espacios sociales, culturales y naturales accesibles para todos— se ha erosionado, haciendo imposible sostener una comunidad justa. Es indispensable comprender que la recuperación del bien común exige reconectar lo sagrado y lo profano, el individuo y la comunidad, materia y espíritu, a fin de restaurar el equilibrio vital que ha sido desplazado por la lógica exclusiva del mercado y el individualismo atomizado.
Para avanzar hacia una sociedad más justa y sostenible, no basta con la crítica al sistema vigente ni con el lamento por el pasado perdido. Se requiere una visión renovada y práctica que articule la ética cristiana con la acción política y social, promoviendo una economía que sirva a la vida humana y a la creación. Esta propuesta implica que el compromiso religioso debe trascender lo privado para involucrarse en la esfera pública, desafiando la separación rígida entre iglesia y estado sin caer en teocracias, sino promoviendo un diálogo público donde la justicia, la solidaridad y el cuidado ambiental sean valores centrales.
El entendimiento de esta transformación exige reconocer que la política y la economía no están desconectadas de la cultura y la espiritualidad. Un nuevo evangelio social no puede ignorar el daño causado por la supremacía blanca, el racismo estructural ni la explotación ambiental; debe enfrentarlos desde una perspectiva que integre liberación, dignidad y cuidado integral de la tierra. La promesa de justicia y redención sólo puede cumplirse en la medida en que se reconstituya un tejido social donde todos los seres humanos puedan reconocerse en su interdependencia y responsabilidad compartida.
En última instancia, este nuevo evangelio social es un llamado a reconstruir la comunidad desde la base, con una ética que no se reduzca a la moral individual sino que abra camino a un compromiso colectivo capaz de renovar el espíritu público y restablecer el equilibrio perdido entre lo espiritual y lo material, lo individual y lo común, el presente y la esperanza de un futuro justo y digno para todos.
¿Qué forma puede tomar una fe humilde en un mundo fragmentado y postreligioso?
La fe religiosa, como toda expresión humana, nace y se desarrolla dentro de un contexto cultural determinado. Por eso, sus afirmaciones teológicas y morales no pueden pretender estar fuera del tiempo ni del espacio. La religión vivida, incluso la imagen que formamos de Dios, siempre se presenta con vestiduras culturales. Las generaciones que heredan una tradición no están llamadas simplemente a repetirla, sino a sumergirla nuevamente en su contexto social para renovarla. Esa es la tarea urgente tras momentos de ruptura como los que dejó el ascenso del populismo político: ¿cómo se configura un nuevo evangelio social? ¿Qué rostro tomará el humanismo cristiano en una época desconcertada y polarizada?
La humildad, entonces, no es un valor accesorio dentro de la experiencia religiosa; es una necesidad epistemológica. La arrogancia doctrinal que se manifiesta en fundamentalismos religiosos –cristianos, musulmanes, hindúes o judíos– no es solo una forma de fanatismo: es una corrupción de la actitud religiosa misma. La pretensión de que nuestras definiciones teológicas reflejan sin mediación la verdad absoluta convierte la fe en idolatría. No podemos reducir a Dios a nuestros conceptos ni fijarlo en los márgenes de nuestras escrituras. Pensar que si Dios hablara lo haría como nosotros, o que si escribiera un libro se parecería al nuestro, es trazar un mapa divino a imagen de nuestros límites.
Una fe sana se acompaña de una duda reverente, de una apertura crítica que consulta la historia, la comunidad y la razón. Esto no implica relativismo moral ni tolerancia ciega, sino reconocimiento del carácter siempre parcial de nuestras afirmaciones. La humildad impide que proyectemos a Dios sobre nuestras naciones, nuestras clases, nuestros géneros o nuestras orientaciones sexuales. También impide que decretemos ausencias divinas desde nuestras fronteras eclesiásticas. El Dios que se revela en lo inesperado puede hablar desde labios no previstos y aparecer en rostros que incomodan nuestras expectativas.
El modelo evangélico es claro: Jesús formó su comunidad alrededor de los excluidos. Las mujeres, los extranjeros, los pecadores públicos, los cobradores de impuestos, los soldados del imperio, todos formaban parte de su mesa. Su gesto no fue meramente hospitalario, sino teológico: el Reino se manifiesta en la inclusión radical. La visión de Pedro en los Hechos de los Apóstoles, que disuelve las barreras étnicas y rituales, anticipa la apertura universal del cristianismo que Pablo llevará a las ciudades del Mediterráneo. En los ojos de un Dios pródigo, todo es puro, todo puede ser cielo.
Una fe que se quiere transformadora debe empeñarse en trazar círculos más amplios. La inclusión no es una estrategia de relaciones públicas, sino un acto de fidelidad al carácter expansivo de Dios. El amor divino desborda siempre las imaginaciones institucionales, y muchas comunidades cristianas aún no han recibido ese mensaje.
El ecumenismo, en su concepción madura, nace de esta intuición: la fe común puede celebrarse incluso desde la diferencia. El movimiento que en el siglo XX impulsó el Consejo Mundial de Iglesias quiso dar expresión histórica a la unidad trascendental del cuerpo de Cristo. Se trataba de imaginar a la Iglesia no como una estructura unívoca, sino como una comunión en la diversidad, un espacio donde se celebran más los vínculos del Espíritu que las formas dogmáticas.
Aunque el catolicismo romano ha oscilado entre la apertura y la reafirmación exclusivista, hoy el impulso ecuménico encuentra una nueva vitalidad. Ya no se trata solo de tender puentes entre confesiones cristianas, sino de establecer vínculos entre religiones. En muchas ciudades, consejos interreligiosos reúnen regularmente a líderes cristianos, judíos, musulmanes, y a veces también budistas, para dialogar y actuar juntos por causas comunes como la justicia social o la sostenibilidad ambiental.
El conservadurismo religioso, sin embargo, resiste esta apertura por miedo a diluir sus certezas. Pero esa resistencia encierra una contradicción: mientras se evita el diálogo interreligioso para mantener la pureza doctrinal, se forman alianzas estratégicas entre fundamentalismos cristianos y judíos con fines políticos, como la defensa del excepcionalismo israelí o el anuncio de un apocalipsis necesario.
El verdadero ecumenismo no exige fingir que todos creemos lo mismo. Del mismo modo que ignorar la negritud de una persona en nombre de la humanidad común borra una parte esencial de su identidad, así también ignorar las diferencias doctrinales y litúrgicas en nombre de una unidad mal entendida empobrece la experiencia religiosa. Una ecumene auténtica no teme las discrepancias, sino que las acoge como expresión de la riqueza espiritual del mundo. Requiere que hablemos desde nuestras tradiciones sin miedo al conflicto, con la valentía de disentir y el deseo de comprender.
Una teología transformadora para este siglo no se basará en la nostalgia por las certezas pasadas, sino en la praxis esperanzada del presente. Las voces del Sur desafían al Norte, y el Este
¿Qué significa la teosis y cómo redefine la esperanza humana en el cristianismo contemporáneo?
La predicación bíblica, lejos de ser un mero ejercicio informativo, se convierte en una acción transformadora que invita a los oyentes a habitar mundos nuevos. No se trata de juzgar los textos por su historicidad, sino por su capacidad para conmover, desafiar y renovar la vida humana desde una estrategia teológica que despierta el corazón y la mente. En este sentido, la proclamación del Evangelio es una invitación a renunciar al viejo mundo para abrazar alternativas que permitan reconsiderar la existencia en una convivencia solidaria. La predicación, en su naturaleza, no puede evitar ser política: excluir la política de la iglesia implica también excluir a un Cristo revolucionario. Este planteamiento abre la puerta a una reforma y redención profunda del cristianismo, un llamado a devolverlo a su vocación pública y a disputar el espacio social para presentar una narrativa cristiana que ofrezca sentido y esperanza frente al escepticismo y la fragmentación posmoderna.
Este giro demanda un renacer del humanismo cristiano, que reconozca en la persona humana algo más que un ente biológico o un mero producto del materialismo contemporáneo. La antigua doctrina de la teosis —la transformación por la cual Dios se hizo humano para que los humanos pudieran llegar a ser divinos— reaparece como un horizonte audaz y necesario. En un mundo donde la ciencia y el racionalismo han despojado de misterio y propósito al cosmos y al ser humano, esta teología se presenta como una invitación a reencantar la tierra y a reconstruir comunidades justas, interdependientes, que reflejen la intención divina de un cosmos en proceso de devenir.
El ser humano, entendido como "ángel de la tierra", es un actor fundamental en la instauración del reino de Dios en la tierra, y este proceso de divinización no es un mero ideal abstracto, sino una tarea concreta que debe ser edificada por manos humanas. Frente al trauma sociopolítico contemporáneo, la iglesia tiene la oportunidad de funcionar como hospital de campaña, sanando heridas y ofreciendo un horizonte esperanzador. Las propuestas basadas en el miedo, la nostalgia o el desencanto no producen mundos nuevos ni integran a las personas en una plenitud mayor; solo una visión que afirme el devenir hacia la divinidad puede abrir camino a la sanación y a la justicia.
La idea de la teosis, aunque sorprenda a muchos en la modernidad, está profundamente enraizada en los primeros padres de la iglesia. Ireneo de Lyon expresó que Dios "se hizo lo que nosotros somos, para que nosotros pudiéramos llegar a ser lo que Él es". Esta relación de imitación y transformación aparece en la teología paulina donde la inmersión en Cristo implica la participación en su divinidad, un proceso en el que lo corruptible se reviste de incorruptibilidad y la mortalidad se transforma en inmortalidad. Clemente de Alejandría y Atanasio reafirmaron que conocer a uno mismo y a Dios conduce a una transformación semejante a la de Dios mismo. Esta tradición no busca el egocentrismo ni un optimismo ingenuo, sino un desafío audaz a las limitaciones humanas y a la desesperanza impuesta por un mundo secularizado y fragmentado.
Por tanto, la recuperación de la teosis y un nuevo humanismo cristiano deben invitar a comprender que la existencia humana está destinada a una plenitud que trasciende la mera supervivencia o el control material. En medio de una sociedad posmoderna y secularizada, la iglesia que retoma esta visión puede ofrecer un relato potente y coherente, capaz de reubicar al ser humano como protagonista de un proceso de redención cósmica. La esperanza cristiana, entonces, no es una evasión sino una responsabilidad: la de construir con la gracia y la libertad otorgadas, un mundo más justo, solidario y divinizado.
Importa comprender que este llamado no es solo espiritual sino profundamente político y social. La teosis no es una doctrina abstracta, sino una práctica que se traduce en acción comunitaria, en la defensa de los pobres y en la recuperación del espacio público para la ética y la justicia. El humanismo cristiano que propone este horizonte desafía la fragmentación, la deshumanización y la apatía, proponiendo un futuro en el que la humanidad y la divinidad convergen en la historia y en la experiencia concreta.
¿Cómo se realiza la transformación humana hoy?
La idea de una transformación humana sostenida y profunda ha estado presente en la visión cristiana desde sus inicios, pero hoy nos enfrentamos a la cuestión de cómo este concepto se lleva a cabo en la práctica. Los primeros teólogos cristianos, en un momento en que el Imperio Romano comenzaba a declinar y la civilización clásica se desintegraba, mostraban una visión sorprendentemente confiada sobre el futuro de la humanidad. ¿Acaso presagiaban que la imaginación cristiana tomaría raíces en la naturaleza humana y en la cultura? Este es un diálogo que podría ser pertinente reabrir al comienzo del tercer milenio, un momento en el que los procesos de transformación humana siguen siendo objeto de reflexión y esfuerzo.
La doctrina ortodoxa, tanto en el Oriente como en el Occidente latino, entendía que la transformación humana no era un evento mágico, ni algo que sucediera de inmediato en el bautismo, sino un proceso largo que implicaba prácticas espirituales continuas. Estas prácticas incluían no solo el encuentro con Cristo a través de los sacramentos, como el bautismo y la eucaristía, sino también la oración contemplativa, la ascética, la unión mística y movimientos como el monacato. De este modo, el contacto constante con lo divino era considerado un medio para realizar la transformación del ser humano. Sin embargo, surge la pregunta: ¿Dónde se encuentra esta idea en la actualidad?
En los primeros tiempos del cristianismo, los santos eran considerados como garantías de la encarnación persistente de Dios en la Tierra, depositarios de la presencia divina que actuaban como señales para mostrar que el Espíritu de Dios seguía presente entre los seres humanos. Tal vez podríamos pensar en ellos como migas de pan dispersas para guiarnos hacia nuestras posibilidades y nuestro destino, activando la teleología inscrita en nuestro ser. Aunque esta visión no ha sido ampliamente desarrollada en el protestantismo, los cuáqueros imaginaban que la presencia de Dios en la Tierra, junto con la transformación que la acompaña, podía lograrse simplemente "quedándose quietos en la Luz". De esta manera, se lograba una transformación interior sin necesidad de grandes gestos externos, una invitación a la contemplación de lo divino que, paradójicamente, podría desembocar en una acción radical.
La continua encarnación de Dios en Cristo representa una esperanza fundamental para el mundo y para nuestra vida juntos aquí, en la Tierra. La visión cristiana del futuro humano está profundamente influida por relatos primordiales como el éxodo, la comunidad de la alianza soñada por los profetas hebreos y el paradigma de Dios-hombre que se expresa a través del ministerio de Jesús. Juntas, estas historias muestran lo que podría ser el futuro de la humanidad: una nueva evangelización social, que nos habla de un horizonte posible incluso después de momentos de oscuridad, como los que ha representado la figura política de Trump en los Estados Unidos.
Este horizonte de esperanza está directamente relacionado con el principio de que la voluntad de Dios se haga en la Tierra como en el cielo, tal como lo reza la famosa petición del Padre Nuestro. Esto implica que la Tierra debe ser capaz de reflejar el cielo, de algún modo compartir sus características divinas. Para activar esta esperanza radical, es necesario crear un espacio donde se interfieran el "espacio de Dios" y el "nuestro", y donde la agencia humana sea entendida de manera renovada, como un lugar donde las aspiraciones de Dios para la humanidad y el mundo puedan materializarse. Esto es visible en la lucha por la justicia social, incluso en las situaciones más desesperadas, como las que viven los trabajadores migrantes o los sin techo.
La historia bíblica está llena de ejemplos de cómo los seres humanos, guiados por la presencia divina, han sido capaces de cambiar el curso de los acontecimientos. La idea de la "nueva creación" que el apóstol Pablo defendía, y que él creía que debía comenzar con la cosecha escatológica, es precisamente un recordatorio de que la esperanza cristiana es una fuerza transformadora, que genera capital social para la revolución. Sin embargo, para que esto ocurra, necesitamos recuperar la confianza en nuestra propia capacidad de generar un cambio real, alejándonos de una mentalidad pasiva que espera que todo se resuelva por intervención divina. Las visiones del futuro en la tradición cristiana requieren una participación activa de los seres humanos, quienes, como los profetas en la antigüedad, son los encargados de construir los espacios donde lo divino se manifieste.
La historia cristiana nos ofrece también el ejemplo de Pelagio, quien a principios del cristianismo pretendía transformar la sociedad a través de su habilidad administrativa, al tiempo que se comprometía con el cristianismo. Frente a su entusiasmo, Agustín de Hipona respondía que la iglesia nunca debe ser más que un hospital para pecadores. Este enfoque, aunque importante, a menudo ha sido interpretado como un freno a la acción humana, disminuyendo el papel de los individuos en la creación de un mundo mejor. Sin embargo, esta visión parece reducir el potencial transformador del ser humano, al considerar que el cambio solo depende de la iniciativa divina.
Es importante recordar que, según la visión hebrea, Dios está "entronizado sobre las alabanzas de Israel". Esto significa que la presencia divina depende de la participación activa de los seres humanos, de su alabanza y sus esfuerzos. La creación de un espacio para Dios en la Tierra no es solo una cuestión de recibir la gracia divina, sino de hacerla efectiva mediante nuestra acción. Las historias divinas en las escrituras a menudo carecen de drama si no hay personajes humanos que actúen dentro de ellas. Dios, para mostrarse plenamente, necesita de la intervención humana, y de hecho, es en la acción de los seres humanos donde se manifiesta el propósito divino.
Para que la justicia se establezca sobre la Tierra, para que la humanidad sea restaurada, para que el planeta sea salvado, es necesario que los seres humanos se involucren en estos esfuerzos, empoderados por la acción divina. Esto no significa que debamos esperar pasivamente que las cosas cambien, sino que debemos asumir nuestra responsabilidad de contribuir activamente a la transformación del mundo. Cada decisión, cada acción que tomamos, contribuye al desarrollo de la conciencia cósmica y al devenir divino. Al comprometernos con los grandes proyectos sociales, o al declinarlos, tenemos la capacidad de contribuir o de frenar el proceso de transformación que está inscrito en la historia y en la naturaleza misma de Dios.
¿Cómo ha cambiado el evangelicalismo estadounidense y qué significa para la sociedad?
En las últimas décadas, el movimiento evangélico en Estados Unidos ha experimentado un giro tan drástico que incluso sus propios adherentes se han visto obligados a reconsiderar su significado, tanto teológico como político. A partir de libros como Still Evangelicals? Insiders Reconsider Political, Social, and Theological Meaning, varios autores han señalado el profundo distanciamiento entre la identidad evangélica tradicional y las manifestaciones contemporáneas del movimiento. En particular, Michael Spencer en su ensayo The Coming Evangelical Collapse ha alertado sobre el colapso inminente del evangelicalismo, y se ha preguntado si este sería un fenómeno que afectaría a toda la cristiandad.
Desde que los evangélicos se alinearon tan fuertemente con figuras políticas como Donald Trump, el movimiento ha sido criticado por muchos, incluidos aquellos que en su día fueron sus defensores más fervientes. Michael Gerson, un evangélico devoto, denunció en un artículo para The Atlantic la rendición de los líderes evangélicos ante la política de Trump, argumentando que estos sacrificaron sus principios por el acceso sin precedentes a la Casa Blanca. La imagen de los evangélicos como un grupo comprometido únicamente con el poder político ha sido fortalecida por la retórica de líderes como Franklin Graham y Jerry Falwell Jr., quienes, junto con cadenas como Fox News, se han convertido en los nuevos pilares de la "Derecha Cristiana", desplazando a la National Association of Evangelicals en influencia.
El punto más crítico aquí es cómo el evangelicalismo, que históricamente se había visto como una fuerza de moralidad y justicia social, ha llegado a estar asociado con actitudes como el racismo, el nativismo y la misoginia. Esto no es solo una crisis interna, sino una crisis de credibilidad ante la sociedad estadounidense y el mundo entero. Gerson resume el fenómeno de manera desoladora: "Vendemos nuestras almas para comprar nuestras victorias". Esta "victoria" parece haberse convertido en un objetivo tan primordial que los evangélicos, en su desesperada búsqueda de poder político, han renunciado a su autenticidad espiritual.
Sin embargo, esta no es la primera vez que los evangélicos se enfrentan a dilemas similares. A comienzos del siglo XX, un movimiento conocido como el social gospel o evangelio social propuso una reinterpretación del cristianismo, invitando a los fieles a ver la fe no solo como un asunto de salvación individual, sino también como un motor para el cambio social. Movimientos como el de Washington Gladden y Walter Rauschenbusch creyeron que el cristianismo debía ser una herramienta para la reforma social, buscando soluciones a los problemas de pobreza, derechos laborales, racismo y justicia económica. Estos movimientos, que a su vez influyeron en las políticas del New Deal y en el surgimiento de los sindicatos, compartían una visión postmilenialista: creían que la salvación social podría alcanzarse en la Tierra, a través del esfuerzo colectivo y la intervención política.
El evangelio social también se encontró con la oposición de otros grupos dentro del cristianismo, como los seguidores del evangelismo conservador. Dwight Moody, una figura clave en la historia del evangelicalismo, creía que las preocupaciones sociales desviaban la atención del mensaje salvador del evangelio, y que la caridad cristiana debía centrarse en el individuo y no en la transformación de las estructuras sociales. Sin embargo, a lo largo de la historia, esta confrontación ideológica ha sido una constante, y es un tema que sigue siendo relevante hoy en día.
Un aspecto fundamental del evangelio social que se ha olvidado a menudo es su vinculación con el movimiento de los derechos civiles y la lucha contra la supremacía blanca. Figuras como Martin Luther King Jr., inspirados por la tradición del evangelio social negro, llevaron adelante un activismo cristiano que unía la justicia racial con la enseñanza social de Jesús. La lucha por la dignidad de los afroamericanos y la oposición al racismo institucionalizado fueron pilares fundamentales de este movimiento. King y sus predecesores como W. E. B. DuBois entendieron que la fe cristiana genuina no podía coexistir con el prejuicio racial, y por tanto, el cambio social era una extensión natural del mensaje evangélico.
Este enfoque integrador del cristianismo y la justicia social, sin embargo, ha sido marginalizado en las últimas décadas, especialmente en el evangelicalismo blanco. El giro hacia una política más conservadora ha desplazado el llamado a la acción social, en favor de una identidad política centrada en la defensa de valores tradicionales, muchas veces asociados con la protección de intereses económicos y sociales privilegiados. Los evangélicos que siguen este camino, y que han abandonado las causas sociales a favor de un enfoque más individualista, están perdiendo de vista el legado original de su fe, que apuntaba a la redención no solo del individuo, sino de la sociedad en su conjunto.
Es esencial que los cristianos, y en particular los evangélicos, recuerden que la transformación social no es solo un asunto de política o de causas sociales, sino un mandato integral de la fe cristiana. El llamado a la justicia y la equidad no puede ser reducido a un objetivo partidista ni a una visión individualista. El cristianismo, en su forma más auténtica, debe desafiar las estructuras de poder que perpetúan la desigualdad y la opresión. Esto no es solo un reclamo ético, sino también un imperativo teológico, pues el reino de Dios que los cristianos esperan no es solo espiritual, sino también social y político.

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