La administración de Donald Trump en muchos aspectos ha continuado con las políticas exteriores de sus predecesores, aunque con un enfoque claramente más confrontacional y nacionalista. En particular, la relación de EE. UU. con América Latina sigue marcada por una serie de intereses estratégicos que incluyen la seguridad, la lucha contra el narcotráfico, la contención de influencias extranjeras y el fortalecimiento de alianzas militares. A pesar de sus declaraciones sobre la retirada de las tropas estadounidenses de algunas regiones, la realidad es que Trump no ha retrocedido en su postura militar global. Las bases y el despliegue de fuerzas continúan, y los compromisos con los aliados internacionales no se han modificado.
Uno de los aspectos más destacados de su política hacia América Latina fue el fortalecimiento de las relaciones militares con los países de la región. Bajo la administración de Trump, se siguió entrenando y equipando a las fuerzas armadas de países latinoamericanos, una política que ya había sido implementada por administraciones previas. Esta colaboración se justifica con el objetivo de combatir el narcotráfico, hacer frente a los grupos insurgentes locales, y contrarrestar lo que se percibe como la penetración de actores internacionales como Rusia, China e Irán en la región. Esta postura ha llevado a un aumento en la presencia militar de EE. UU. en Latinoamérica, al igual que en otras partes del mundo.
En cuanto a la relación con Cuba, Trump revertió algunas de las aperturas diplomáticas que Barack Obama había logrado al final de su mandato. Tras décadas de embargo económico, la política de Obama había buscado normalizar las relaciones con la isla, restablecer los lazos diplomáticos y permitir un mayor intercambio comercial y de personas. Sin embargo, Trump regresó al enfoque anterior, restaurando las restricciones y reafirmando la postura de aislamiento hacia el régimen cubano, una postura que había prevalecido desde los días de John F. Kennedy.
Un tema recurrente en la política de Trump hacia América Latina fue su discurso sobre la inmigración. En particular, su retórica xenófoba hacia los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos se convirtió en uno de los pilares de su agenda política. La construcción de un muro fronterizo y la intensificación de las políticas de control migratorio se presentaron como medidas fundamentales para la seguridad nacional de EE. UU. Sin embargo, los datos no respaldan la magnitud de la amenaza que Trump describía. La probabilidad de que un terrorista ingrese ilegalmente a EE. UU. desde la frontera sur es mínima, y la mayoría de las drogas que llegan a EE. UU. lo hacen a través de puertos de entrada legales, no por pasos fronterizos ilegales. La criminalidad relacionada con los inmigrantes indocumentados es también notablemente menor que la de los ciudadanos nacidos en EE. UU.
Por otro lado, la administración Trump no escatimó esfuerzos en aumentar las tensiones con Venezuela, un tema clave en su política hacia América Latina. Frente a la crisis política y económica del país, Trump no solo adoptó una postura beligerante, sino que amenazó abiertamente con una intervención militar en varias ocasiones. Las sanciones económicas impuestas a Venezuela fueron una parte central de esta estrategia, aunque muchos expertos consideran que las acusaciones de terrorismo contra el régimen de Nicolás Maduro carecen de fundamento. De hecho, la política de Trump hacia Venezuela refleja una continuidad con las políticas previas de EE. UU., que en el pasado también apoyaron intentos de golpe de Estado contra el gobierno de Hugo Chávez, aunque sin éxito.
En general, la administración de Trump continuó con una política exterior que priorizaba la defensa de los intereses de EE. UU., con un énfasis en la seguridad, el control de fronteras y la influencia militar. Aunque las formas y el tono de la retórica cambiaron, las acciones en gran parte se alinearon con las estrategias previas. La diferencia fundamental radicó en el enfoque más agresivo y la retórica polarizadora de Trump, que buscaba movilizar el apoyo popular a través de temas como la inmigración y el “peligro” representado por ciertos países y grupos en la región.
Es fundamental entender que la política exterior de Trump no se alejó significativamente de la de sus predecesores en cuanto a los objetivos, aunque sí marcó una diferencia en las tácticas y en el estilo de gobernar. La percepción de una política exterior agresiva y aislacionista es parcialmente errónea, ya que EE. UU. mantuvo y en algunos casos intensificó su presencia militar en la región y en el mundo. También es importante tener en cuenta que, más allá de las promesas de cambio, muchas de las políticas implementadas por Trump se basaron en las estructuras y dinámicas creadas por administraciones anteriores.
¿Cómo la política estadounidense en Oriente Medio ha condicionado el mundo actual?
La intervención de Estados Unidos en Oriente Medio, particularmente en los años posteriores a la Guerra Fría, ha dejado una huella profunda en la dinámica geopolítica mundial. Aunque la caída del Muro de Berlín marcó el fin de una era, el comienzo de la unipolaridad estadounidense transformó el panorama global de manera irreversible. A lo largo de los años, las decisiones estratégicas tomadas por los Estados Unidos han influido de manera significativa en el rumbo de las naciones de la región, desde la guerra en Irak hasta las intervenciones en Libia y Siria.
En este contexto, la relación entre Estados Unidos e Irak ha sido una de las más complejas y contradictorias. Durante la guerra entre Irán e Irak (1980-1988), Washington no solo se mostró indiferente ante las violaciones de derechos humanos cometidas por Saddam Hussein, sino que, en muchos casos, apoyó al régimen iraquí en su lucha contra Irán. Este apoyo incluyó la provisión de inteligencia, así como el suministro de equipos y materiales que facilitaron el uso de armas químicas por parte del régimen de Saddam, una de las atrocidades más infames de la guerra. Sin embargo, a pesar de esta colaboración, la relación se deterioró después de la invasión de Kuwait por parte de Irak en 1990, lo que llevó a la intervención militar de la coalición liderada por Estados Unidos en la Guerra del Golfo.
La invasión de Irak en 2003, bajo el pretexto de que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva (ADM), marcó otro punto de inflexión. A pesar de que los informes posteriores demostraron que estas armas no existían en la cantidad que se había afirmado, la intervención se justificó como una medida preventiva para evitar que Irak se convirtiera en una amenaza para la estabilidad global. Sin embargo, la caída de Saddam Hussein no trajo consigo la estabilidad prometida, sino una serie de problemas más complejos. La guerra resultó en una devastación sin precedentes para el país y en el surgimiento de grupos extremistas como el Estado Islámico, lo que provocó aún más inestabilidad en la región.
La constante intervención de Estados Unidos en los asuntos internos de Oriente Medio ha llevado a un ciclo de violencia y desconfianza, con consecuencias a largo plazo tanto para la región como para la propia política estadounidense. La promesa de "democratizar" naciones con regímenes autoritarios no solo se ha mostrado como una tarea difícil, sino también como una de las causas de los conflictos prolongados y la radicalización en la región. Esta paradoja de querer imponer la democracia mientras se socavan los principios democráticos mediante el apoyo a dictadores y regímenes represivos ha sido una constante en la política exterior estadounidense, lo que genera cuestionamientos sobre la efectividad de su enfoque.
Al mismo tiempo, la expansión de la OTAN y el constante intento de evitar la reemergencia de

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