El Estado del bienestar moderno en Estados Unidos se compone de tres categorías separadas de programas de asistencia: los programas contributivos y no contributivos, muchos de los cuales fueron creados por la Ley de Seguridad Social de 1935, y el sistema de gastos fiscales, establecido por el nuevo impuesto federal sobre la renta en 1913 y ampliado con el tiempo.
Programas contributivos
Los programas de bienestar financiados mediante impuestos pueden justificarse como una forma de "ahorro forzado". Estos programas obligan a los trabajadores estadounidenses a contribuir con una parte de sus ingresos para proporcionar pensiones y beneficios a los jubilados actuales, con la idea de que los trabajadores más jóvenes, en algún momento, proporcionarán lo mismo a los futuros jubilados. Estos programas contributivos también son conocidos como seguros sociales. El más reconocido de ellos es el Seguro Social, que se financia mediante una contribución igualitaria del empleado y del empleador. En 1937, la tasa era del 1% de los primeros $3,000 de salario, deducida del salario del empleado y emparejada con la misma cantidad por parte del empleador. Con el tiempo, esta tasa ha ido incrementándose; en 2018, la contribución era del 7.65%, desglosada en 6.2% para el Seguro Social y 1.45% para Medicare.
El Seguro Social puede parecer un enfoque conservador del bienestar, ya que, en cierto sentido, transmite el mensaje de que las personas no pueden confiar en sí mismas para ahorrar voluntariamente para cuidar de sus propias necesidades. Sin embargo, es un sistema con aspectos radicales, pues el Seguro Social no es un seguro real: las contribuciones de los trabajadores no se acumulan en cuentas personales. La fórmula para calcular los beneficios del Seguro Social tiene un enfoque redistributivo, buscando proporcionar a los trabajadores de ingresos bajos una proporción mayor de sus contribuciones que la que reciben los trabajadores de ingresos más altos. El objetivo principal es garantizar un ingreso básico para todos los trabajadores una vez que se jubilen.
Sin embargo, investigaciones han demostrado que, debido a diferencias en las tasas de mortalidad y otros factores, el sistema no redistribuye tanto de los trabajadores más acomodados a los menos acomodados como se pretendía originalmente. El sistema tiende a redistribuir más a las mujeres, quienes, en promedio, ganan menos que los hombres, tienen menos años en el mercado laboral (y por tanto contribuyen menos al Seguro Social) y viven más tiempo que ellos. A corto plazo, el Seguro Social redistribuye dinero de los jóvenes a los viejos: los impuestos de los trabajadores actuales financian los beneficios de los jubilados actuales. No obstante, el Seguro Social también juega un papel crucial para los jóvenes, proporcionando beneficios por fallecimiento para aquellos cuyos padres mueren, se retiran o quedan discapacitados. Los cónyuges sobrevivientes también reciben estos beneficios. Además, en 1956, se creó el Seguro de Discapacidad del Seguro Social (SSDI) para proporcionar un beneficio en efectivo mensual a aquellos que sufren una discapacidad permanente.
La expansión más significativa de los programas contributivos desde 1935 fue la creación de Medicare en 1965, que proporciona servicios médicos sustanciales a los ancianos que ya son elegibles para recibir pensiones del Seguro Social por vejez, sobrevivencia o discapacidad. El seguro de desempleo es otro programa contributivo, financiado por una combinación de impuestos federales y estatales. Los estados fijan los niveles de beneficios y los criterios de elegibilidad para recibir los beneficios de desempleo y exigen que los empleadores financien el programa. En la mayoría de los estados, los beneficios duran un máximo de 26 semanas. En periodos de alta tasa de desempleo, el Congreso puede aprobar beneficios extendidos, autorizando 13 semanas adicionales para aquellos que han agotado sus beneficios regulares. Estos beneficios generalmente están financiados por impuestos federales.
Programas no contributivos
Los programas no contributivos, a los que los beneficiarios no tienen que contribuir previamente, también son conocidos como "programas de asistencia social" o más comúnmente como "welfare" (asistencia pública). La elegibilidad para estos programas de asistencia social se determina mediante una prueba de medios, un proceso mediante el cual los solicitantes deben demostrar una necesidad financiera para recibir la asistencia. La Ley de Seguridad Social de 1935 fundó la asistencia en efectivo para familias con hijos (más tarde conocida como AFDC) y asistencia en efectivo para ancianos, ciegos y discapacitados (más tarde transformada en el Ingreso Suplementario de Seguridad o SSI). Durante las siguientes décadas, el gobierno también creó programas para proporcionar asistencia en vivienda, vales de alimentos y almuerzos escolares.
La expansión más importante de los programas no contributivos fue la creación de Medicaid en 1965, un programa que proporciona servicios médicos extendidos a los estadounidenses de bajos ingresos. Al igual que los programas contributivos, los programas de asistencia social no contributivos también hicieron sus avances más significativos en las décadas de 1960 y 1970. La creación de SSI en 1974 hizo que los beneficios para ancianos, ciegos y discapacitados fueran uniformes en todo el país. En la década de 1970, el número de personas que recibían los beneficios de AFDC aumentó significativamente, en parte debido a la creación de nuevos programas de bienestar a mediados de la década de 1960, como Medicaid y el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP), también conocido como vales de alimentos. Estos programas proporcionan a los beneficiarios una tarjeta de débito para comprar alimentos en la mayoría de los supermercados.
Importante comprensión adicional
Además de lo ya mencionado, es fundamental que el lector comprenda la interconexión y dependencia de estos sistemas de bienestar. Mientras que los programas contributivos, como el Seguro Social, son diseñados con la intención de ser sostenibles a largo plazo y ofrecen una red de seguridad básica para todos los trabajadores, los programas no contributivos dependen en gran medida de las políticas gubernamentales y los presupuestos anuales, lo que puede hacerlos más vulnerables a cambios políticos. Por otro lado, la eficiencia de los programas no contributivos, como los de asistencia nutricional o la vivienda, también está determinada por la efectividad de los sistemas de distribución y la capacidad administrativa del gobierno. Sin duda, estos sistemas no son perfectos y tienen áreas de mejora que requieren una constante evaluación, especialmente en cuanto a la igualdad de acceso y la reducción de la pobreza.
¿Cuáles son las limitaciones y atribuciones constitucionales del poder ejecutivo y legislativo en Estados Unidos?
La Constitución de los Estados Unidos establece de manera precisa un marco riguroso para el ejercicio del poder tanto en el ámbito legislativo como en el ejecutivo, delimitando con claridad sus competencias y restricciones. En el terreno legislativo, el Congreso tiene atribuciones específicas que incluyen la facultad de establecer normas relacionadas con la captura de bienes en tierra y agua, la regulación y financiación de las fuerzas armadas, así como el control y disciplina de la milicia. Sin embargo, estas potestades están sujetas a límites temporales y condiciones claras, por ejemplo, ninguna asignación de fondos para mantener ejércitos podrá extenderse más allá de dos años.
Asimismo, la Constitución prohíbe a cualquier persona que ocupe un cargo público aceptar títulos nobiliarios, regalos o cualquier beneficio de potencias extranjeras sin el consentimiento del Congreso. De igual manera, a los estados se les imponen restricciones fundamentales para evitar la fragmentación del poder federal: no pueden celebrar tratados, emitir moneda propia, imponer impuestos sobre importaciones o exportaciones sin consentimiento, ni mantener fuerzas militares en tiempos de paz sin autorización congresual. Estas limitaciones buscan preservar la unidad y soberanía del gobierno federal frente a los intereses particulares estatales.
En cuanto al poder ejecutivo, la Constitución confiere al Presidente amplias facultades, pero también establece controles rigurosos. El Presidente, elegido por un sistema de electores designados por los estados, ejerce el mando supremo de las fuerzas armadas y de la milicia cuando esta es convocada en servicio activo. Además, puede solicitar opiniones escritas de sus principales colaboradores, ejercer el derecho de indulto en delitos federales (excepto en casos de juicio político), y negociar tratados con la aprobación de dos tercios del Senado. Su capacidad para designar embajadores, jueces y otros funcionarios se encuentra condicionada al consentimiento del Senado, aunque el Congreso puede delegar la designación de ciertos cargos menores a otros órganos o al propio Presidente.
Es fundamental destacar que la Constitución establece rigurosamente que el Presidente solo podrá recibir una compensación fija durante su mandato, sin posibilidad de incremento o percepción adicional, para evitar influencias indebidas o corrupción. Antes de asumir el cargo, debe prestar juramento de preservar y defender la Constitución, lo que refleja el compromiso con la legalidad y el orden constitucional como fundamento del sistema republicano.
Además, el proceso de elección presidencial está diseñado para evitar el dominio absoluto de un solo estado o facción, garantizando representación equitativa mediante la elección de electores y procedimientos para resolver empates o falta de mayoría, involucrando a la Cámara de Representantes y al Senado según corresponda. Esto asegura que el ejercicio del poder ejecutivo se mantenga equilibrado y sometido a mecanismos democráticos.
Más allá del texto constitucional, es crucial para el lector comprender que este entramado de limitaciones y atribuciones no solo define formalmente el poder en Estados Unidos, sino que también refleja una filosofía política profunda: la de un gobierno limitado, donde cada rama controla a la otra, y donde la unidad nacional se preserva frente a posibles abusos tanto federales como estatales. La separación de poderes, la distribución equilibrada entre gobierno federal y estados, y la supremacía de la Constitución como norma suprema, constituyen los pilares que permiten la estabilidad y la continuidad del sistema democrático norteamericano.
Además, es importante reconocer que estas disposiciones, aunque rígidas en apariencia, han sido sujetas a interpretaciones y ajustes mediante enmiendas y jurisprudencia, lo que implica que el equilibrio entre poderes y competencias es un proceso dinámico y en constante evolución. Por ello, el lector debe considerar que el estudio de la Constitución debe ir acompañado del análisis histórico y político que permita entender cómo se aplican y modifican estas normas en la práctica, y cómo ello impacta en la gobernabilidad y en la protección de los derechos fundamentales.
¿Cómo las creencias políticas y sociales se ven influenciadas por la genética y el entorno?
Las creencias políticas y sociales han sido objeto de numerosos estudios, muchos de los cuales sugieren que tanto factores genéticos como ambientales juegan un papel crucial en su formación. En este sentido, se han presentado argumentos que apuntan a la idea de que algunas de nuestras inclinaciones políticas podrían estar, de alguna manera, "cableadas" en nuestros cerebros. Aunque estos enfoques a menudo provocan controversias, se apoyan en una amplia gama de investigaciones que exploran la relación entre los genes y el comportamiento social.
Por un lado, investigaciones sobre gemelos han proporcionado evidencia de que existe una considerable concordancia en las actitudes políticas entre individuos que comparten el mismo material genético. En particular, estudios realizados en los Estados Unidos han destacado que los gemelos monocigóticos (gemelos idénticos) tienden a compartir opiniones políticas más similares que los gemelos dicigóticos (no idénticos), lo que sugiere que la herencia genética podría influir en nuestras opiniones políticas. Aunque el componente hereditario no explica todo, los hallazgos apuntan a una base biológica que predispone a ciertos individuos hacia una ideología política particular.
Además, los estudios sobre el comportamiento electoral y las actitudes sociales indican que, incluso cuando las influencias genéticas son fuertes, el entorno juega un papel igualmente significativo. Factores como la educación, la clase social, el entorno familiar y las experiencias personales son determinantes clave en la formación de creencias políticas. Por ejemplo, la exposición a redes sociales, grupos de pares y los medios de comunicación contribuyen a dar forma a la visión del mundo de los individuos y, por ende, a sus opiniones políticas.
Un aspecto particularmente interesante que ha surgido en la investigación política es el cambio en las actitudes de grupos que, tradicionalmente, han sido escépticos frente a ciertos derechos, como el matrimonio entre personas del mismo sexo. En este caso, investigaciones indican que las creencias que antes parecían firmemente arraigadas en sectores conservadores han comenzado a cambiar, en parte debido a la influencia de factores sociales y culturales. Las actitudes cambiantes pueden reflejar una dinámica compleja en la que tanto los elementos genéticos como las experiencias adquiridas interactúan para formar la visión política de un individuo.
Este tipo de cambios de actitud también puede observarse en otros campos, como el debate sobre la inmigración o el cambio climático. La creciente aceptación de los derechos de los inmigrantes y las políticas medioambientales entre sectores que previamente se habían mostrado reacios puede atribuirse no solo a la evolución de los contextos sociopolíticos, sino también a un proceso de reevaluación impulsado por una nueva generación que se enfrenta a desafíos distintos. Los jóvenes, al ser más sensibles a las cuestiones sociales y globales, tienden a desarrollar posturas más abiertas y progresistas, lo que refuerza la idea de que el entorno social y cultural tiene una capacidad formativa importante.
Es esencial comprender que las creencias políticas y sociales no son estáticas ni predestinadas por la genética. Si bien las predisposiciones biológicas pueden inclinar a una persona hacia ciertos valores, la experiencia social sigue siendo un agente formador crucial. La interacción entre el individuo y su contexto es lo que, en última instancia, define sus opiniones y decisiones políticas. Así, la política se convierte en un fenómeno multidimensional en el que las influencias biológicas y sociales se entrelazan de maneras complejas y, a menudo, difíciles de descifrar.
Además, es relevante destacar que las creencias políticas no solo se manifiestan en elecciones o actitudes hacia políticas específicas, sino que también reflejan una cosmovisión más amplia sobre la sociedad, la moralidad y el futuro. La polarización política que se observa en muchas partes del mundo, incluida América Latina, refleja un fenómeno que no se puede reducir a simples debates ideológicos, sino que involucra una interacción dinámica entre predisposiciones individuales, factores históricos y un entorno mediático que constantemente refuerza ciertas narrativas.
Los cambios en la opinión pública sobre temas como el matrimonio homosexual, el derecho al aborto o la justicia racial no son simplemente el resultado de la evolución en las creencias individuales. Estas transformaciones también reflejan el crecimiento de movimientos sociales que logran modificar, incluso de manera gradual, las actitudes de la sociedad en su conjunto. De este modo, el estudio de las creencias políticas debe considerar no solo los factores personales y genéticos, sino también las presiones sociales, culturales y económicas que influyen en la evolución de dichas creencias.
¿Cómo transformó el New Deal el federalismo estadounidense y el uso de subvenciones categóricas?
El New Deal, impulsado por la administración de Franklin Roosevelt, marcó un cambio profundo en la relación entre el gobierno nacional y los estados en Estados Unidos, señalando el auge de un gobierno nacional más activo y presente. Antes de esta época, el sistema de federalismo era predominantemente dual, caracterizado por una clara separación de responsabilidades entre el gobierno federal y los gobiernos estatales, una división a la que Morton Grodzins denominó “federalismo de pastel de capas”. Sin embargo, con el desarrollo de los programas federales de subvenciones condicionadas, conocidos como grants-in-aid, comenzó una nueva etapa en la que la cooperación e interdependencia entre niveles de gobierno se intensificó, dando lugar al “federalismo cooperativo” o “federalismo de pastel marmolado”.
Estas subvenciones categóricas, que el Congreso otorga a estados y gobiernos locales con la condición de que el dinero sea utilizado para fines específicos establecidos por la legislación federal, se convirtieron en la principal herramienta mediante la cual el gobierno nacional incentivaba a los estados a cumplir con objetivos definidos a nivel federal, sin necesidad de imponer mandatos directos. A través del New Deal, estas subvenciones se expandieron para incluir programas sociales, como la asistencia financiera para niños pobres, y posteriormente, después de la Segunda Guerra Mundial, se diversificaron para cubrir áreas como la alimentación escolar y la construcción de autopistas. En algunos casos, la contribución federal llegaba a cubrir hasta el 90 % del costo total de los programas, como en el desarrollo del sistema interestatal de carreteras.
Durante los años 60, el aumento en la cantidad y el alcance de estas subvenciones fue exponencial, consolidando la expansión del papel del gobierno federal. El programa Medicaid, por ejemplo, surgió como uno de los más emblemáticos y costosos, proporcionando fondos para la atención médica de personas en situación de pobreza, discapacitados y residentes de hogares de ancianos. En este periodo, las subvenciones no solo se incrementaron en términos económicos, sino que también adquirieron un carácter más prescriptivo, estableciendo categorías y condiciones claras para su uso, reflejando un rol nacional mucho más activo en asuntos antes reservados exclusivamente a los estados.
El cambio hacia un federalismo cooperativo también implicó un grado significativo de superposición y cooperación entre los niveles de gobierno, lo que dificultaba la identificación precisa de las fronteras entre las responsabilidades federales, estatales y locales. La imagen del “pastel marmolado” ilustra esta mezcla compleja, en la que la política pública se desarrolla y financia en una constante interacción entre diferentes niveles de gobierno.
No obstante, el crecimiento de las subvenciones federales no siempre transitó únicamente a través de los estados. Durante la Guerra contra la Pobreza en la década de los 60, ciertos programas federales comenzaron a canalizar recursos directamente a los gobiernos locales y organizaciones sin fines de lucro, esquivando el nivel estatal. Esta decisión estuvo marcada por una profunda desconfianza hacia algunos gobiernos estatales, especialmente en el sur de Estados Unidos, donde la defensa abierta de la segregación racial y las políticas de exclusión alimentaron la percepción de que los estados no cumplían con los objetivos nacionales en materia de derechos civiles y justicia social. Este contexto político y social llevó a una redefinición de la relación federal-estatal, con un rol más protagónico para el gobierno nacional en la supervisión y ejecución de programas sociales.
Las fluctuaciones en la cantidad de ayuda federal a estados y localidades también reflejan cambios políticos y económicos a lo largo del tiempo. Por ejemplo, durante la década de 1980, con la administración de Ronald Reagan, se observó una caída en la ayuda federal, motivada por una intención de devolver responsabilidades a los estados. Sin embargo, en los años posteriores, especialmente en la década de 1990 y en respuesta a crisis económicas y sociales, el financiamiento federal volvió a incrementarse, manteniéndose en niveles elevados para cubrir necesidades crecientes en áreas como la salud y el transporte.
Este modelo de federalismo cooperativo ha generado un complejo entramado institucional en el que las líneas entre los gobiernos federal, estatal y local se difuminan, permitiendo que las políticas públicas se diseñen, financien y ejecuten a través de redes de cooperación e intercambio de recursos. Sin embargo, también implica retos importantes en términos de control, rendición de cuentas y autonomía estatal. La historia de estas subvenciones categóricas revela cómo el federalismo estadounidense ha evolucionado no solo en respuesta a las necesidades sociales y económicas, sino también a presiones políticas y demandas de justicia social, mostrando que la dinámica intergubernamental es profundamente contextual y cambiante.
Es fundamental comprender que, más allá del aspecto financiero, estas relaciones de cooperación implican un constante proceso político en el que convergen intereses nacionales y locales, derechos ciudadanos y estrategias de gobernanza. La evolución del federalismo estadounidense a partir del New Deal y el auge de las subvenciones categóricas ilustran cómo la estructura del poder público se adapta a las transformaciones sociales, económicas y culturales, evidenciando que el federalismo es una construcción dinámica y en permanente negociación.
¿Cuál es el impacto de la segregación escolar en las políticas públicas de integración racial?
El debate sobre la segregación escolar en Estados Unidos ha sido uno de los puntos más sensibles y polémicos en la historia de los derechos civiles. A pesar de los esfuerzos para integrar las escuelas, las tensiones raciales en barrios como Roxbury, en Boston, y en la comunidad blanca de clase trabajadora de South Boston, no solo no desaparecieron, sino que se intensificaron. Durante la administración de Richard Nixon, se intentaron medidas para cortar fondos federales a los distritos escolares que no cumplieran con las leyes de desegregación, pero incluso muchos liberales criticaron los esfuerzos del juez Garrity al considerar su plan poco adecuado, ya que involucraba a dos comunidades vecinas con una historia de resentimiento mutuo. Si bien el plan funcionó relativamente bien a nivel de las escuelas primarias, en las secundarias la situación se tornó explosiva, lo que generó una crisis continua, tanto para la ciudad de Boston como para el país en su conjunto.
Este escenario evidenció la complejidad de los esfuerzos por lograr una verdadera integración racial en las escuelas estadounidenses. En 1991, una decisión de la Corte Suprema recortó las posibilidades de continuar con la integración escolar, permitiendo que los tribunales federales terminaran con la supervisión de las juntas escolares locales si podían demostrar que cumplían de buena fe con las órdenes judiciales de desegregación. El estándar establecido resultó ser ambiguo, ya que permitir que las comunidades locales decidieran por sí mismas si habían eliminado "los vestigios de la discriminación pasada" generó un terreno de incertidumbre. Esta decisión marcó un retroceso respecto a las iniciativas de integración y comenzó a abrir la puerta para que, en el futuro, se pudiera revertir o flexibilizar la supervisión judicial sobre las escuelas.
El caso Parents Involved in Community Schools v. Seattle de 2007 marcó otro punto de inflexión, pues terminó con los esfuerzos por usar la raza como uno de los criterios para asignar a los estudiantes a las escuelas, lo que fue percibido como el fin de la era de Brown y el comienzo de un periodo más incierto en cuanto a las políticas de integración. Si bien las ciudades de Seattle y Louisville implementaron medidas para promover un equilibrio racial en sus escuelas, la Corte Suprema dictaminó que tales prácticas eran inconstitucionales, ya que no existía un interés gubernamental de peso que justificara el uso de la raza como criterio.
Este retroceso en las políticas de integración escolar se produjo en un contexto más amplio de avances en otras áreas de los derechos civiles, especialmente en lo que respecta a la igualdad de derechos laborales y el voto. En 1964, con la aprobación del Título VII de la Ley de Derechos Civiles, se prohibió la discriminación laboral basada en la raza, color, religión, sexo o nacionalidad, y se establecieron mecanismos para hacer cumplir estas disposiciones, como la Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo (EEOC, por sus siglas en inglés). Esto permitió que se dieran importantes avances, aunque el proceso para probar la discriminación laboral no siempre fue fácil. La jurisprudencia en este ámbito ha evolucionado, permitiendo que las partes agraviadas pudieran demostrar que las prácticas de contratación excluían a ciertos grupos sin necesidad de probar discriminación intencional.
La Ley de Derechos Electorales de 1965 también supuso un avance significativo para la inclusión política de los afroamericanos, al eliminar pruebas de alfabetización y otros obstáculos a la participación electoral en los estados del sur. Con el tiempo, esta ley promovió una mayor participación política de las comunidades negras, alterando el panorama político de los Estados Unidos. Aunque en los primeros años la tasa de registro de votantes negros era mucho más baja que la de los blancos, la ley permitió una reducción significativa de esta brecha, y en algunos estados, el registro de votantes negros superó el de los blancos.
No obstante, el progreso logrado en áreas como el voto y el empleo no puede considerarse suficiente si no se toma en cuenta la persistencia de la segregación de facto en muchas áreas de la vida estadounidense, especialmente en lo relacionado con la vivienda. A pesar de que las leyes de derechos civiles han logrado avances en muchos aspectos, la separación en términos de clases sociales y raciales sigue siendo una característica predominante en muchas comunidades. La segregación en las escuelas no se reduce simplemente a un problema legal; es un reflejo de tensiones históricas, económicas y sociales más profundas que se entrelazan con cuestiones de vivienda, empleo y acceso a servicios públicos.
Es fundamental, por lo tanto, reconocer que la desegregación no solo debe centrarse en la educación. Las políticas públicas deben abordar de manera integral las causas estructurales de la segregación racial y económica en los Estados Unidos, prestando atención a la relación entre las políticas de vivienda, empleo y la calidad de la educación. Solo de esta manera se podrá avanzar hacia una verdadera igualdad de oportunidades para todas las personas, independientemente de su raza o estatus socioeconómico.
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