Hay una distancia inmensa entre los discursos que adornan los muros de las instituciones y la vida cotidiana de quienes las sostienen en silencio. La paradoja es tan visible como ignorada: mientras los símbolos de excelencia y progreso académico relucen con prestigio, la existencia de los trabajadores que limpian, descargan, vigilan y mantienen esos espacios transcurre en los márgenes, bajo el peso de turnos interminables y salarios insuficientes.

No se trata simplemente de fatiga física. Es el agotamiento moral de quien sabe que su esfuerzo no será reconocido, de quien entiende que trabajar con honestidad ya no es suficiente. Gente que llega con una sonrisa porque no puede permitirse otra cosa. Gente que, al recibir su sueldo, no puede siquiera comprar una taza de café sin tener que sacrificar el pago de la luz o parte del alquiler. Cada dólar se convierte en una ecuación de supervivencia. La falta de sueño no es una metáfora: son cuatro horas por noche, doce horas de trabajo diarias, y a veces más. Es no ver a los hijos, es perder la vida cotidiana para apenas sostener la vida misma.

Los que sobreviven en este sistema no lo hacen porque son más fuertes, sino porque no tienen alternativa. Los que son inteligentes, a veces, logran ascender. Los mediocres pelean cada día. Los que no tienen habilidades —o más precisamente, los que no tienen las habilidades que este mercado considera valiosas— apenas rozan la superficie. Y aun así, muchos siguen. Porque ya no se trata de aspiraciones, sino de obligaciones. Porque abandonar un trabajo estable después de veinte años, aunque sea mal pagado, sería perder lo poco que se ha conseguido: vacaciones ganadas con una década de constancia, días de enfermedad, un mínimo de cobertura médica.

En este contexto, la idea de "tener una carrera" suena absurda. No todos trabajan para realizarse; muchos trabajan para comer, para no caer. El mercado ha sido rediseñado para rotar, reemplazar, desechar. Contratos temporales, beneficios inexistentes, jóvenes contratados por menos y por poco tiempo. La estabilidad se ha convertido en una amenaza para las empresas. A quien ha resistido más de dos décadas se le mira con sospecha, como un obstáculo financiero, no como un ejemplo de compromiso.

La narrativa del progreso personal se derrumba cuando se confronta con la realidad estructural. ¿Cómo puede alguien avanzar cuando el costo de la vivienda lo obliga a abandonar la ciudad donde ha trabajado toda su vida? ¿Qué significa el mérito cuando la recompensa por la constancia es el estancamiento? Quien alguna vez creyó que la honradez y la fiabilidad bastaban, hoy vive el desencanto de comprobar que el sistema ya no se alimenta de esos valores.

Y sin embargo, estos trabajadores no desaparecen. Permanecen. Son parte de la maquinaria que permite que otros estudien, enseñen, acumulen credenciales. Descargan los libros que otros leerán para construir teorías sobre el mundo. Custodian obras de arte que otros contemplarán para elevar su espíritu. Pero nadie contempla al guardia que, con salario precario y familia hambrienta, protege una pintura de setenta millones de dólares. Nadie reconoce la contradicción brutal que implica esa escena.

La dignidad del trabajador no se mide por su sueldo, sino por la dignidad con la que sigue haciendo su trabajo cuando todo a su alrededor lo empuja a rendirse. Pero hay algo que no se perdona: la falta de respeto. No es el trabajo duro lo que cansa, sino el desprecio. Es ver cómo, año tras año, se recortan derechos, se destruyen sindicatos, se reemplaza a los veteranos por mano de obra barata, se desmantela la idea misma de comunidad laboral.

Este no es un relato de fracaso. Es un testimonio de resistencia. No todos pueden ser exitosos bajo los parámetros del sistema, pero muchos sobreviven a pesar de él. No buscan riqueza. Buscan sostenerse. Y aunque el sistema les repita que no importan, su sola presencia contradice ese mensaje. Porque hablar de ellos, escucharlos, es confirmar que existen. Y que merecen ser vistos.

La transformación de las estructuras laborales ha hecho que trabajos antes considerados decentes ahora sean sinónimo de precariedad. El abismo entre los empleos altamente cualificados y los puestos mal pagados se ensancha cada vez más, dejando fuera a una enorme franja de la población. El relato del “sueño americano” no resiste el análisis cuando una persona con dos empleos no puede permitirse vivir cerca de su lugar de trabajo.

Lo que también es importante entender es que estas historias no son excepciones. Son síntomas. Son el reflejo de una economía que ha dejado de valorar el trabajo por su función social y lo mide exclusivamente por su rentabilidad. El deterioro de las condiciones laborales en lugares emblemáticos como Harvard no es una anomalía: es parte de una tendencia que afecta a trabajadores en todas partes. Y si no se recupera la noción de dignidad en el trabajo, no como una concesión, sino como un derecho fundamental, el sistema seguirá devorando a quienes lo sostienen en silencio.

¿Por qué el reconocimiento y la dignidad laboral son esenciales en las instituciones académicas?

La lucha por el reconocimiento y la justa valoración del trabajo en instituciones tan prestigiosas como Harvard refleja un conflicto profundo entre los ideales humanísticos proclamados y la realidad económica y social que viven muchos de sus empleados. La experiencia de quienes trabajan en tareas de limpieza, mantenimiento y servicios en estos espacios pone en evidencia una contradicción insoportable: mientras se educa a las nuevas generaciones en valores de justicia, ética y respeto al ser humano, en la práctica se desatienden las condiciones de quienes hacen posible el funcionamiento diario de la universidad.

El acceso a la educación y al conocimiento, en particular a los recursos bibliográficos que permiten comprender y apreciar el arte y la cultura, debería ser un derecho básico para todos los trabajadores dentro del campus. La formación no puede ni debe limitarse a quienes ocupan cargos académicos o administrativos, sino que debe extenderse a todos aquellos que con su trabajo sostienen las estructuras de estas instituciones. Este acceso es más que un privilegio: es una herramienta para empoderar y dignificar al trabajador, para que pueda participar plenamente de la comunidad intelectual que le rodea.

La relación entre estudiantes y trabajadores puede ser enriquecedora cuando se da un intercambio respetuoso y genuino. La experiencia acumulada en la observación detallada de obras de arte puede ayudar a los estudiantes a profundizar en su entendimiento, y esta interacción genera un ambiente de respeto mutuo y aprendizaje compartido. Sin embargo, el reconocimiento debe ir más allá de la mera interacción: debe traducirse en condiciones laborales justas, salarios dignos y beneficios que reflejen el valor real del trabajo realizado.

La realidad social y económica de muchos trabajadores en la universidad revela un panorama de desigualdad y sacrificio. Historias como la de los custodios que trabajan largas jornadas en condiciones agotadoras, con la responsabilidad de cuidar a sus familias y aspirar a una vida mejor para sus hijos, ilustran el costo humano detrás de la imagen prestigiosa de la universidad. La lucha por un salario digno y beneficios justos no es un capricho, sino un derecho fundamental que refleja la dignidad de cada persona y el compromiso moral de la institución con sus empleados.

La moralidad y la ética no pueden ser solo discursos académicos ni teorías abstractas, deben traducirse en prácticas concretas que respeten la humanidad de todos los integrantes de la comunidad universitaria. La forma en que se trata a los trabajadores menos poderosos revela la verdadera índole de una institución. Negar condiciones justas y apropiadas no solo afecta a esos individuos, sino que contamina el prestigio y la coherencia ética de toda la comunidad educativa.

Es imprescindible comprender que las luchas laborales en estos contextos forman parte de una historia más amplia de construcción social y económica. Las generaciones anteriores, que trabajaron en las minas, fábricas y en condiciones precarias, allanaron el camino para las condiciones que hoy algunos pueden dar por sentadas. Reconocer ese sacrificio y continuar su legado implica defender la justicia social y la dignidad en el trabajo, sin importar el lugar que uno ocupe en la jerarquía institucional.

En última instancia, la educación no solo debe formar profesionales y académicos, sino ciudadanos conscientes de la realidad que los rodea y comprometidos con la justicia social. La coherencia entre los valores enseñados y las prácticas internas de las universidades es un paso necesario para que esas instituciones cumplan realmente con su misión humanista.

Además, es vital entender que el trabajo invisible o poco valorado en estas instituciones no solo sostiene su funcionamiento material, sino que es parte fundamental del entramado social que permite el desarrollo académico y cultural. Reconocer y respetar esa labor es reconocer la interdependencia que sostiene toda comunidad. La lucha por condiciones laborales dignas es una lucha por el respeto a la persona en su totalidad, por la equidad y por una sociedad más justa.

¿Cómo una protesta universitaria transformó la relación entre estudiantes y trabajadores?

En un momento donde todo parecía estar en contra de los estudiantes que participaron en el sit-in, ocurrió algo inesperado y extraordinario. Otros estudiantes, que normalmente solo aspiraban a alcanzar un éxito académico y profesional individual, comenzaron a unirse a la protesta. Docentes que, aunque no impartieran cursos de ética, vivían esos principios, también se solidarizaron con los jóvenes. La prensa detectó una historia auténtica y la difundió, logrando que la sociedad en general tomara nota del movimiento. Los custodios, quienes eran el corazón de la protesta, sintieron un renovado vigor y esperanza. La administración universitaria, que hasta ese momento había mantenido una postura inflexible – con el presidente amenazando incluso con renunciar antes que negociar – finalmente cedió. Se lograron concesiones significativas y se celebró una victoria realmente heroica. Más allá del triunfo, lo relevante fue que era algo sin precedentes: los estudiantes y los trabajadores manuales habían unido fuerzas y triunfado juntos.

Durante la convulsa y apasionante década de los sesenta, los jóvenes universitarios participaron en movimientos por los derechos civiles y en contra de la Guerra de Vietnam, pero siempre mantuvieron una distancia notable de la clase trabajadora, y esta distancia era recíproca. La brecha social y cultural entre ellos era palpable. Sin embargo, lo que sucedió en Seattle y posteriormente en Harvard marcó el inicio de un cambio profundo. Fue en Harvard donde la protesta alcanzó su punto culminante, y donde la convergencia de estas dos realidades encontró su expresión más clara.

Greg Halpern, uno de los cincuenta participantes del sit-in, no solo fue testigo sino también cronista excepcional de ese momento. Gracias a su mirada como entrevistador y fotógrafo, ha capturado las voces, las esperanzas y los sueños de aquellos que tradicionalmente han permanecido invisibles. Los custodios de Harvard dejaron de ser meros personajes anónimos para convertirse en narradores elocuentes y naturales, contando sus historias desde la autenticidad de sus vidas cotidianas. Carol-Ann Malatesta, por ejemplo, describe la dureza de su trabajo y las razones profundas que la motivan: el amor por sus hijos y el deseo de que ellos puedan tener un futuro mejor, uno donde las circunstancias sean distintas a las suyas.

Las imágenes que acompañan esta historia son poderosas y reveladoras. Una fotografía emblemática muestra al presidente Larry Summers en una conferencia, mientras Jean Phane, un custodio, lo observa atentamente al otro lado de la mesa. La imagen simboliza la tensión y la distancia entre dos mundos que raramente se cruzan, pero también la curiosidad y el reconocimiento mutuo que pueden abrir camino a la transformación.

En Harvard, la vida de los trabajadores que mantienen la universidad funcionando está llena de esfuerzo invisible. Más de mil personas trabajan incansablemente para que la imagen de riqueza y poder que proyecta la institución se mantenga impecable. Sin embargo, con frecuencia sus historias no son vistas ni escuchadas por los estudiantes ni por los académicos. Esta invisibilidad es un reflejo de una sociedad que, en su mayoría, no reconoce la dignidad ni la importancia del trabajo manual y de los empleos más humildes.

La lucha por un salario digno en Harvard surgió en un contexto de enorme crecimiento financiero para la universidad. Entre 1994 y 2001, su fondo de dotación se triplicó, pasando de 7 a 20 mil millones de dólares, mientras al mismo tiempo los salarios y beneficios de los trabajadores más humildes eran recortados a través de la subcontratación a empresas privadas. Esta contradicción desató un movimiento que reveló las tensiones profundas que existen dentro de la misma institución, entre el progreso económico y la justicia social.

La experiencia del autor, que trabajó en diversas tareas manuales dentro del campus, le permitió entender desde dentro las complejidades de la clase trabajadora universitaria. Su propia historia familiar, marcada por la migración, el esfuerzo y la precariedad, es un reflejo de muchas otras vidas que están detrás de la imagen pública de Harvard. Este relato conecta la experiencia individual con una historia colectiva más amplia, que habla de desigualdad, resistencia y esperanza.

Es fundamental comprender que el éxito de estas luchas no solo reside en las conquistas materiales o en las victorias puntuales, sino en el reconocimiento mutuo entre diferentes sectores sociales, en la visibilización de aquellos que han sido sistemáticamente ignorados y en la construcción de una comunidad más justa y solidaria. La unión entre estudiantes y trabajadores demuestra que la transformación social es posible cuando se superan las divisiones y se construyen puentes desde la empatía y el compromiso.

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¿Qué revela Harvard sobre el poder, la economía y la moral en su trato con el mundo?

La historia contemporánea de Harvard no puede separarse de su imbricación con las élites económicas y políticas que han marcado el rumbo del capitalismo global. La inclusión de Robert E. Rubin, exsecretario del Tesoro de EE.UU. y figura prominente en Goldman Sachs, Ford y Citigroup, como miembro de la Harvard Corporation, constituye un ejemplo paradigmático. Rubin, quien según HarvardWatch ganó $16 millones en 2001, estuvo vinculado a acuerdos secretos entre Citigroup y Enron que inflaron fraudulentamente el valor bursátil de esta última. A pesar del escándalo, Rubin permaneció intocable. Junto a él, otros actores como Hanna Gray (ligada a J.P. Morgan), James R. Houghton (ExxonMobil, MetLife) o Lawrence Summers (Banco Mundial, Tesoro de EE.UU.) completan un cuadro de conexiones que desenmascaran la íntima relación entre Harvard y los núcleos más opacos del poder financiero.

Este entramado no es neutro. Aunque durante años economistas, inversionistas y periodistas prefirieron mirar hacia otro lado, las inversiones de Harvard suscitan interrogantes éticos y legales de gran envergadura. La universidad, ícono del saber y de la meritocracia, transmite valores no solo desde sus cátedras sino también desde sus alianzas corporativas. Durante la segunda mitad de los años noventa, mientras proliferaban la avaricia y la corrupción empresarial, Harvard no solo no se mantuvo al margen, sino que participó activamente de esta lógica.

En los mismos años en que su fondo de dotación se triplicó, el número de conserjes contratados directamente por Harvard y que ganaban menos de $10 por hora se cuadruplicó, pasando del 20% al 82%. El modelo fue claro: externalizar todo lo posible hacia contratistas conocidos por ofrecer los salarios más bajos del área de Boston. Los nuevos trabajadores ganaban en promedio un 20% menos que los empleados internos a quienes sustituían. A los trabajadores que permanecieron se les impuso la aceptación de estas condiciones degradadas o la pérdida de su puesto. Las pruebas eran humillantes: supervisores escondían monedas para "evaluar" la eficacia del personal, y el fracaso en detectarlas se traducía en sanciones formales. La dignidad fue sistemáticamente erosionada.

En muchos casos, los trabajadores tercerizados eran privados de derechos elementales: días de enfermedad, vacaciones, permisos de maternidad. En la actualidad, cerca del 90% de los guardias de seguridad, el 55% de los conserjes y el 30% de los empleados del comedor están subcontratados. Como resumió Barbara Ehrenreich, estos trabajadores son los verdaderos filántropos de la sociedad: sacrifican su bienestar para sostener el de otros, se ausentan de sus propios hijos para cuidar a los ajenos, aceptan la precariedad para mantener baja la inflación y altos los precios de las acciones.

De forma no oficial, aunque evidente, los trabajadores externalizados también perdieron libertades fundamentales. En ambientes no sindicalizados, la inseguridad laboral era palpable. La desaparición súbita de compañeros era una constante sin explicación. Las salas de descanso, cuando un forastero preguntaba por testimonios, se llenaban de silencio y miradas esquivas. El miedo se había institucionalizado.

Es en este contexto que nace la Campaña por un Salario Digno en Harvard, en el otoño de 1998. Iniciada por un pequeño grupo de estudiantes, culminó en 2001 con una ocupación de tres semanas y miles de manifestantes frente a la oficina del presidente. Solo cuando se ocupó el espacio físico del poder, surgió el respaldo masivo de la comunidad. Hasta entonces, convencer incluso a sectores moderados requería un esfuerzo titánico. La economía dominante enseñada en Harvard, representada por el profesor Martin Feldstein —exasesor de Reagan y director de J.P. Morgan—, menospreciaba la noción de un salario digno por no responder a lógicas de mercado.

Los estudiantes replicaron que no deben ser los mercados, sino los principios éticos, los que fijen el umbral mínimo de la dignidad económica. Difundieron testimonios de trabajadores, desmontaron mitos —como la supuesta amenaza de despidos o aumentos de matrícula si se adoptaba un salario digno— y presentaron estudios que mostraban que el impacto sobre los costos totales era inferior al 2%. Con el tiempo, casi un centenar de organizaciones estudiantiles en Boston apoyaron la causa. Las estrategias se multiplicaron: desde grandes manifestaciones hasta acciones dirigidas contra los miembros del consejo directivo, ante la negativa de dialogar.

Lo que se puso en juego no fue solamente una mejora salarial, sino la lucha por redefinir el lugar que ocupa la ética en una institución que moldea a quienes posteriormente liderarán gobiernos, bancos y corporaciones. Los estudiantes comprendieron que cambiar Harvard significaba disputar los valores fundacionales del poder contemporáneo.

Es esencial comprender que la subordinación del trabajo a la lógica financiera, lejos de ser accidental o periférica, está arraigada en la estructura institucional de las universidades de élite. La aparente neutralidad académica encubre un alineamiento profundo con los intereses del capital. El conocimiento, cuando se divorcia de la justicia, se vuelve cómplice del sufrimiento. Harvard, al reflejar el modelo económico global, también lo legitima. La lucha por el salario digno es, en última instancia, una lucha por rescatar la universidad del cinismo de los mercados.