En la actualidad, la política mundial se enfrenta a un fenómeno alarmante: el auge de movimientos autoritarios de extrema derecha que, además de su capacidad para deslegitimar las instituciones democráticas, son cómplices de una cultura política neoliberal que promueve el fascismo. Este nuevo orden político, que se caracteriza por el espectáculo, la mercantilización y un fervor tecnológico excesivo, contribuye a la erosión de lo que Hannah Arendt definió como "la importancia primordial de lo político". En un contexto como este, surge la necesidad urgente de una oposición unificada, un movimiento anticapitalista que no solo desafíe las opresiones amplificadas por el neoliberalismo, sino que también ofrezca nuevos relatos que cuestionen un sistema que se sustenta en la guerra, la violencia y la muerte.
Es en los movimientos de protesta globales, como aquellos que surgieron tras el asesinato de George Floyd, donde podemos vislumbrar un atisbo de esperanza. Estas manifestaciones no solo reflejaron un creciente descontento con la injusticia racial y económica, sino que también sentaron las bases para una "unión entre movimientos que abarcan el mundo entero". De estas luchas, emerge la posibilidad de una nueva comprensión de la resistencia colectiva, de la política y de la producción de agentes críticos e informados en la lucha por una democracia socialista.
Al mismo tiempo, la pandemia ha dejado al descubierto una crisis de agencia que no solo afecta al ámbito educativo y político, sino también a la democracia misma. En estos tiempos de crisis, como lo señaló Marx, la historia está abierta, y las posibilidades de resistir a la política fascista neoliberal se encuentran al alcance de la mano, siempre y cuando se reconozca la necesidad de un despertar colectivo. Como advirtió Frederick Douglass, solo entonces "la conciencia de la nación podrá ser despertada" y podrá desmantelarse la plaga del fascismo neoliberal.
En medio de este panorama, surge el populismo como una fuerza compleja y ambigua. El populismo de derecha, basado en la xenofobia, el racismo y el autoritarismo, presenta una amenaza directa a los valores democráticos, mientras que las formas más liberales de populismo, aunque en ocasiones alineadas con la democracia, pueden verse contaminadas por certezas ideológicas y políticas de exclusión. A pesar de sus raíces progresistas, el populismo de izquierda, en ocasiones, tropieza con sus propios errores, como la construcción de una falsa unidad que no cuestiona el poder real y que no se enfrenta a la verdad de manera crítica.
En este sentido, el fascismo neoliberal se manifiesta de múltiples formas, desde el discurso de odio de los políticos hasta la legitimación de la supremacía blanca, pasando por la corrupción de los medios de comunicación y la verdad misma. La diferencia entre la verdad y la mentira estatal se ha vuelto cada vez más difusa, alimentada por un sensacionalismo que pone el espectáculo por encima de la razón. Este giro hacia el autoritarismo y la mentira no es solo una cuestión moral, sino que implica una complicidad con un sistema de poder que, bajo el liderazgo de figuras como Donald Trump, ha normalizado el racismo, el antisemitarismo y la violencia política.
La estrategia del presidente estadounidense de atacar la verdad y las instituciones democráticas refleja una nueva forma de fascismo que, lejos de ser una simple retórica, se ha convertido en una amenaza palpable para la integridad de la sociedad y las instituciones democráticas. Trump no solo usó su poder para manipular la opinión pública y difundir teorías conspirativas, sino que también buscó socavar las plataformas de control público, atacando a los periodistas y difundiendo desinformación a través de las redes sociales.
El caso de Trump es solo uno de los ejemplos más visibles de un proceso mucho más amplio, donde el neoliberalismo, al fusionarse con la política autoritaria, crea un sistema que, en nombre de la economía, despoja a las personas de sus derechos básicos. La constante lucha por proteger los intereses de los ultra-ricos ha significado el desmantelamiento de bienes públicos, convirtiéndolos en instrumentos de extracción de beneficios para unos pocos, mientras que la clase trabajadora ve cómo sus condiciones empeoran.
A pesar de las manifestaciones y los movimientos de resistencia, la creciente ola de autoritarismo sigue avanzando. A lo largo de todo el mundo, el populismo de derecha ha alimentado divisiones raciales, ataques contra grupos vulnerables y ha dado paso a una polarización política cada vez más violenta. La respuesta liberal, que insiste en defender un sistema que pone la libertad por encima de la justicia social, ha fracasado en su intento de hacer frente a estas fuerzas destructivas. Mientras tanto, los medios de comunicación, en su afán por complacer al público y garantizar su rentabilidad, han contribuido a distorsionar la realidad, convirtiendo las mentiras en verdades aceptadas por gran parte de la sociedad.
Es crucial, entonces, que los movimientos progresistas encuentren la forma de unirse, de superar las ideologías rígidas y las luchas internas para construir una resistencia colectiva capaz de desafiar un sistema que parece imparable. La movilización popular es más que una respuesta emocional ante las injusticias, es un llamado a repensar la democracia y a reinventar la forma en que entendemos el poder y la justicia social. Solo a través de una política crítica, reflexiva y profundamente comprometida con la transformación estructural será posible revertir el curso de este oscuro período histórico.
¿Cómo el neoliberalismo y la desigualdad estructuran la crisis democrática y social en la era de las pandemias?
El proceso de destitución política en Estados Unidos expuso una forma de ilegalidad intrínsecamente vinculada a instituciones neoliberales que perpetúan un pasado colonial, fomentan la violencia imperialista y operan como fortalezas excluyentes que encarcelan a los más vulnerables. Este mecanismo de poder se manifiesta a través de una política de negación que legitima la hegemonía capitalista y facilita la transferencia de riqueza hacia las élites privilegiadas. Esta lógica está integrada en las infraestructuras americanas más diversas, desde los sistemas educativos y electorales hasta los sectores bancarios y de vivienda.
Las rebeliones masivas que pusieron en evidencia la violencia policial contra las personas negras también revelaron la intersección entre el racismo sistémico y el capitalismo, configurando un sistema de desposesión, exclusión y desigualdades agobiantes que debe ser derrotado. El cambio radical y significativo exige una transformación sistémica que abarque no solo la redistribución política y económica del poder, sino también una revolución en los valores sociales, como señaló Martin Luther King Jr. La conciencia colectiva y la educación son claves para construir un movimiento de resistencia que vaya más allá de reformas liberales superficiales, hacia un cambio revolucionario.
King comprendió que el racismo, el materialismo extremo y el militarismo son «los gigantes trillizos» que se alimentan mutuamente dentro de una estructura más amplia de violencia y opresión. Por ello, la transformación social implica derribar de manera simultánea y conjunta las formas fragmentadas y aisladas de opresión que sostienen este sistema. La solidaridad debe ser una conquista activa, pues no puede darse por sentada entre individuos y grupos enfrentados por ideologías y condiciones materiales que los fragmentan y despolitizan.
La construcción de comunidad y de una esfera pública sólida no puede basarse en el miedo común ni en la opresión, sino en la lucha conjunta contra los gobiernos autoritarios que buscan contener la política democrática y cualquier intento de transformación profunda. El poder real reside no solo en comprender y desestabilizar el orden vigente, sino en imaginar un futuro que rompa con el presente y en la valentía de luchar colectivamente para materializar una visión socialista democrática radical.
La desigualdad bajo el capitalismo neoliberal es una violencia lenta y persistente que destruye el tejido social, el estado de bienestar y la cohesión política. La crisis pandémica solo ha agudizado esta realidad, exponiendo a trabajadores, personas con discapacidades, indigentes, pobres, niños, personas racializadas y trabajadores esenciales a una vida de ansiedad, miseria e incluso muerte. Las políticas de austeridad se han convertido en instrumentos de sufrimiento y desplazamiento, despojando a los trabajadores de empleos dignos, ingresos estables y acceso a una alimentación nutritiva, y condenando a muchos a sobrevivir al día a día. En algunos casos, la incapacidad para pagar servicios médicos resulta en encarcelamiento.
Las estadísticas globales sobre desigualdad son escandalosas: el 1% más rico posee más riqueza que el 60% más pobre del planeta. Mientras tanto, millones viven en pobreza extrema, y el sistema fiscal beneficia a las élites que pagan los impuestos más bajos en décadas. La desigualdad económica y racial no es un fenómeno marginal en Estados Unidos, sino el cimiento que alimenta las pandemias médica, económica y racial. Pese a su gravedad, esta brecha se ha invisibilizado o naturalizado, mientras el mundo sigue concentrando riquezas en manos de unos pocos y aumentando las desigualdades extremas.
Esta situación se legitima y reproduce en formaciones políticas que deben ser desnaturalizadas y cuestionadas para no aceptar como sentido común un régimen de desposesión, control y exclusión. La crisis sanitaria evidenció cómo la pérdida de bienes públicos, la desinversión en instituciones esenciales y la concentración de riqueza en una élite financiera están interconectadas. Bajo el neoliberalismo, la justicia económica y el bien común quedan desvinculados del crecimiento económico, mientras el Estado se transforma en un régimen corporativo racializado que rechaza invertir en educación pública, salud y modelos económicos más igualitarios y sostenibles.
Como consecuencia de esta concentración de poder y riqueza, las instituciones científicas, los programas de investigación y los expertos médicos sufren una devaluación peligrosa, afectando la capacidad social para responder a las crisis y perpetuando un sistema que prioriza el lucro sobre las necesidades humanas.
Es fundamental entender que la lucha contra estas estructuras no puede ser fragmentada ni parcial. La interdependencia entre racismo, desigualdad económica y la militarización de la sociedad exige una respuesta integral y radical. El cambio real requiere desmontar simultáneamente estas formas de violencia que se alimentan mutuamente, construir solidaridad activa y una nueva conciencia colectiva que enfrente el autoritarismo y promueva una democracia socialista basada en la justicia social, la igualdad y el bienestar común.
¿Cómo la pandemia reveló las profundidades del neoliberalismo y sus consecuencias sociales?
El neoliberalismo ha dejado al descubierto una grieta profunda en la sociedad estadounidense, visibilizada en cifras alarmantes como los treinta y cuatro millones de trabajadores sin un solo día de baja por enfermedad remunerada; treinta millones de personas sin seguro de salud y más de quinientos mil personas sin hogar. Además, casi la mitad de la población estadounidense enfrenta dificultades para pagar sus facturas mensuales, y muchos no podrían cubrir un gasto inesperado de 400 dólares. La pandemia de COVID-19 demostró que el neoliberalismo ya no puede ocultar las divisiones sociales y raciales mediante los medios conservadores que buscan normalizar y despolitizar la sociedad. Lo que la crisis sanitaria global reveló de manera cruda es que el pensamiento neoliberal no puede seguir borrando las desigualdades de clase y raza, y que los viejos hábitos de pensamiento deben cambiar. En palabras de Min Li Chan, la pandemia nos despojó de la ilusión de invencibilidad individual, dejando claro que las estructuras sociales y políticas existentes debían ser transformadas.
Uno de los aspectos más crueles del neoliberalismo en los Estados Unidos es el ascenso del estado carcelario racializado, marcado por la mayor población carcelaria del mundo. Durante la crisis del COVID-19, las cárceles y centros penitenciarios se convirtieron en focos de contagio letales. La mayoría de los internos, en su mayoría personas de color, enfrentaban una sentencia de muerte debido a las condiciones de hacinamiento. El país, con solo el 4% de la población mundial, alberga el 21% de los prisioneros a nivel global. La situación se hizo más evidente en prisiones como la de Marion, en Ohio, donde más del 78% de los internos dieron positivo por COVID-19, lo que reveló la magnitud de la crisis sanitaria en estos espacios. Este contexto de explotación y deshumanización del neoliberalismo se convierte en una forma de terrorismo de estado, un mecanismo que legitima la muerte y el sufrimiento bajo la apariencia de justicia y control social.
El capitalismo neoliberal se presenta como un virus, no solo en su forma económica, sino también en la lógica de su funcionamiento: la privatización imparable y el mercado desbordado. Este capitalismo destruye la solidaridad humana, permitiendo que las crisis se gestionen de manera que se priorice la economía por encima de la vida humana, especialmente la de aquellos que siempre han sido considerados expendibles, como los pobres, los ancianos o las personas sin hogar. La llamada de los defensores del neoliberalismo durante la pandemia fue la de sacrificar a los más vulnerables en aras de salvar una economía enferma. Este enfoque revela una brutalidad que, en sus peores formas, recuerda a las prácticas de eugenesia del pasado, pues, como señala Brian Massumi, las personas más vulnerables, aquellos con discapacidades o condiciones preexistentes, son vistas como "héroes no reconocidos" de un sistema que los ha condenado al sacrificio.
La pandemia evidenció la falacia de que los intereses económicos deben prevalecer sobre los derechos humanos. En un sistema neoliberal, las instituciones esenciales, como los hogares de ancianos, los hospitales y las cárceles, se convirtieron en espacios de abandono y sufrimiento, poblados principalmente por personas negras y latinas, quienes fueron sacrificadas en nombre de la economía. La deshumanización de estos sectores vulnerables no es una consecuencia de la ignorancia, sino una manifestación palpable de la indiferencia hacia la vida humana en un sistema basado en la maximización de los beneficios económicos. Esta indiferencia se extendió incluso a la respuesta del gobierno, que estuvo marcada por la incompetencia y el negacionismo, características que definieron la administración Trump frente a la pandemia.
El neoliberalismo no solo funciona como una máquina que produce desigualdad, sino que también es una máquina de desimaginación, un sistema que promueve la desconexión social y el individualismo. Este sistema perpetúa la idea de que el mercado es la única vía para el progreso, y que las estructuras colectivas, como la solidaridad social o el bien común, son anticuadas y deben ser reemplazadas por un culto a la autosuficiencia. Es en este contexto donde se produce una despolitización de las cuestiones sociales más profundas: el sufrimiento humano se convierte en un costo aceptable para la perpetuación de un sistema económico que está destinado a beneficiar solo a unos pocos.
Sin embargo, lo que la pandemia y las protestas contra la brutalidad policial y el racismo sistémico nos enseñaron es que el futuro de la humanidad depende de la solidaridad social. La crisis sanitaria global y las tensiones raciales revelaron la necesidad de formas nuevas y vibrantes de solidaridad colectiva que vayan más allá de los intereses individuales y que busquen el bienestar común. La construcción de una sociedad basada en la compasión, la ayuda mutua y la responsabilidad compartida es clave para transformar las estructuras sociales existentes. Tal transformación debe ser guiada por una visión ética de la interconexión humana, como observa Judith Butler, quien nos recuerda que estamos constituidos en relaciones, y nuestras vidas dependen de un mundo social que nos precede y nos sustenta.
El neoliberalismo ha mostrado sus límites de manera evidente, y la crisis global actual es una oportunidad para cuestionar profundamente las lógicas de exclusión, opresión y explotación que este sistema perpetúa. La crisis de la pandemia, junto con el movimiento por la justicia racial, subraya que la única forma de avanzar es a través de la construcción de un mundo social que valore el bienestar colectivo por encima de los intereses económicos egoístas.
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