La expansión del neoliberalismo en las últimas décadas ha generado un panorama político y social cada vez más distanciado de los principios democráticos que en su momento prometieron un bienestar para todos. La brecha entre las promesas de la democracia liberal y la realidad de las vidas de muchas personas ha ido ampliándose, haciendo cada vez más evidente que las promesas de una vida mejor para todos se desvanecen. La paradoja del sistema democrático es que, mientras más abstracto y alejado se vuelve el poder, más difícil es su conexión con la participación pública y la responsabilidad. El neoliberalismo, en su forma más expansiva y sin disculpas, ha favorecido a los ricos, excluyendo a los demás, lo que ha incrementado la desconfianza de diversos sectores de la sociedad.

Este cambio ha puesto en evidencia un deslizamiento hacia un autoritarismo más pronunciado, especialmente a partir del verano de 2020. En los Estados Unidos, las manifestaciones masivas contra la violencia policial y el racismo sistémico tras el asesinato de George Floyd, junto con las políticas de la administración Trump, reflejan una polarización cada vez más peligrosa. Trump no solo respondió a las protestas con amenazas y ataques, sino que alimentó el miedo y el odio mediante discursos que retrataban a los manifestantes como "multitudes furiosas", las cuales según él buscaban desatar una ola de crímenes violentos. El presidente utilizó la retórica del miedo para consolidar su base, al mismo tiempo que presentaba a los opositores como enemigos del Estado, contribuyendo a la creciente división en la sociedad.

Al mismo tiempo, el desmoronamiento de la legitimidad de las clases políticas y profesionales también se ha manifestado en la falta de una respuesta efectiva de los movimientos de izquierda, que no han sido capaces de unificarse en torno a una visión de cambio integral. La fractura interna de estos movimientos ha dificultado la construcción de una oposición organizada y global frente a un sistema que parece moverse hacia un autoritarismo cada vez más consolidado. Nancy Fraser destaca que, tras el fracaso de movimientos como Occupy, las posibilidades de unificar a los movimientos laborales y las nuevas luchas sociales han quedado relegadas, separadas por diferencias irreconciliables.

Este vacío ha sido explotado por las fuerzas neoliberales, que se han aliado con el nacionalismo económico y cultural para consolidar un poder regresivo. La política ha sido transformada en una forma de guerra, donde la inmigración y los refugiados son etiquetados como "invasores", mientras que los derechos sociales y humanos son sistemáticamente ignorados en favor de un orden capitalista que persigue la acumulación de riqueza para unos pocos. En este contexto, el concepto de democracia ha sido tergiversado, convirtiéndose en una mera herramienta electoral, incapaz de abordar las desigualdades estructurales que afectan a amplias capas de la sociedad.

El neoliberalismo ha mostrado su rostro más crudo al propiciar un clima de violencia estructural que atraviesa diversos aspectos de la vida cotidiana. Las constantes masacres en lugares como El Paso y Dayton son una manifestación de esta violencia sistémica, que afecta a las comunidades más empobrecidas, a las escuelas y a los vecindarios marginados. La violencia, que podría entenderse como inherente al sistema capitalista, se ha normalizado en todos los rincones de la vida social: en los deportes, el entretenimiento, y especialmente en las fuerzas de seguridad que se han convertido en un aparato represivo al servicio del poder.

Esta violencia se nutre de un sistema que favorece la militarización de la sociedad, y que no solo defiende la acumulación de riqueza mediante la violencia, sino que la perpetúa como un medio legítimo de control social. La creación de una masculinidad militarizada, como argumenta Beatrix Campbell, se ha convertido en un pilar de las nuevas formas de conflicto armado, que operan tanto dentro como entre los estados en un contexto de capitalismo globalizado. En este escenario, el Estado y el ciudadano intercambian roles de agresor y víctima, creando un círculo vicioso donde la violencia no solo se justifica, sino que se vuelve una necesidad para mantener el orden establecido.

A nivel global, los regímenes autoritarios, bajo el influjo del neoliberalismo, han consolidado una ideología que agrupa a los enemigos "internos" y "externos". Los inmigrantes, refugiados, periodistas críticos, y otros disidentes son considerados amenazas a la unidad nacional, creando una atmósfera de hostilidad que favorece la represión. La retórica de Trump y sus seguidores, centrada en la violencia y el nacionalismo excluyente, ha sustituido cualquier noción de responsabilidad compartida, sumiendo a la sociedad en un clima de desconfianza mutua.

Lo que queda claro es que el neoliberalismo ha fracasado estrepitosamente, no solo por su incapacidad para generar una distribución equitativa de la riqueza, sino por su tendencia a desestabilizar las instituciones democráticas. La reducción de impuestos a los más ricos, la desregulación de las grandes corporaciones, la imposición de controles financieros en los mercados, y los recortes en los programas sociales han debilitado los pilares de la democracia. Además, este sistema ha alimentado las energías políticas, sociales, y económicas de un renacer fascista que ha comenzado a expandirse por todo el mundo.

La violencia estructural que caracteriza al neoliberalismo se ha convertido en una de sus características definitorias. Desde las masacres masivas hasta la militarización de la policía, el Estado y las corporaciones han trabajado juntos para normalizar la violencia como medio de control. En este panorama, la democracia se desvanece y la promesa de una vida mejor para todos se convierte en una quimera cada vez más lejana. En última instancia, lo que está en juego es la supervivencia misma de los principios democráticos en un mundo donde el poder está cada vez más alejado del control popular y en manos de unas élites que no dudan en utilizar la violencia y el autoritarismo para mantener su dominio.

¿Cómo el populismo de derecha y la retórica fascista erosionan la democracia y dividen a la sociedad?

El populismo de derecha, especialmente en su manifestación contemporánea bajo figuras como Donald Trump, representa una profunda amenaza para los fundamentos de la democracia y la cohesión social. Este fenómeno no es simplemente un movimiento político, sino una estrategia deliberada de deslegitimación de la verdad, la diversidad y el compromiso colectivo. La construcción discursiva de un enemigo interno —que incluye inmigrantes indocumentados, políticos de color, mujeres y cualquier grupo que no encaje en una visión estrecha y racializada de la ciudadanía— evoca un pasado oscuro marcado por el autoritarismo y la exclusión sistemática.

Trump, a través de una retórica incendiaria, presentó las protestas masivas por la justicia social y el fin del racismo institucional como una forma de “fascismo de izquierda” diseñado para destruir la historia y el tejido social de Estados Unidos. Esta descalificación no solo deshumaniza a sus opositores sino que también criminaliza la protesta y la disidencia, elementos esenciales en una democracia saludable. El uso constante de términos como “noticias falsas” y la desconfianza hacia la prensa, prácticas habituales en regímenes autoritarios, revelan un intento sistemático de controlar la narrativa pública y silenciar las voces críticas.

El lenguaje empleado por Trump para referirse a los inmigrantes, tachándolos de “plagas”, “animales” y “criminales”, o las acusaciones infundadas contra sus rivales políticos, no son meros excesos verbales sino herramientas calculadas para dividir, generar miedo y justificar medidas represivas. Esta retórica se amplifica en momentos de crisis, como la pandemia de COVID-19 y las protestas contra la brutalidad policial, donde la estrategia fue intensificar la polarización, llamar al “orden” y reprimir la protesta social, todo ello bajo la apariencia de proteger la estabilidad nacional.

El efecto de esta dinámica es la profundización de las fracturas sociales y políticas, un país aún más dividido que se encuentra atrapado en un ciclo de miedo, desinformación y confrontación. Lejos de construir puentes, se alimenta la cultura del enfrentamiento, la exclusión y la negación del bien común. El populismo de derecha, al presentarse como la voz “verdadera” del pueblo, desmantela los mecanismos de juicio crítico, la acción colectiva y la participación democrática real, erosionando así la capacidad del Estado para gobernar con justicia y eficacia.

Esta tendencia no surge en un vacío; se inscribe en una larga tradición de militarismo, neoliberalismo y racismo que ha ido minando las bases de la democracia estadounidense durante décadas. La lógica excluyente de “amigo/enemigo” promueve una política de violencia y una lealtad ciega al líder, dejando poco espacio para la pluralidad o la disidencia. Esta división es particularmente peligrosa en un contexto donde la memoria histórica está siendo borrada y la ignorancia se combina con el poder para expandir sistemas de opresión.

El fenómeno se manifiesta en una política de la crueldad como espectáculo, que distrae y moviliza a través del odio, el miedo y la polarización constante. La pandemia y la crisis económica no hicieron más que exacerbar estas tensiones, mostrando cómo un liderazgo basado en la fragmentación y la negación de la realidad puede conducir a un desastre social y humano. La repetición constante de mentiras, el desprecio por la responsabilidad social y la deshumanización de “los otros” forman parte de una estrategia deliberada para mantener el control y perpetuar una agenda política que busca destruir los cimientos mismos de la democracia.

Es fundamental comprender que este tipo de populismo no es un accidente, sino el síntoma y resultado de una crisis profunda del sistema político y social, que requiere una respuesta crítica, informada y colectiva. La resistencia a estas formas de fascismo moderno pasa por rescatar la memoria histórica, promover el pensamiento crítico y fortalecer las prácticas democráticas inclusivas, que valoren la diversidad y el respeto mutuo como pilares irrenunciables del bien común.

¿Cómo enfrentar la crisis política y social que revela la pandemia?

La pandemia de COVID-19 ha dejado al descubierto no solo una crisis sanitaria, sino una crisis política, ideológica y social de gran profundidad. Lejos de limitarse a un problema médico, esta emergencia sanitaria ha desnudado las fallas estructurales de un sistema neoliberal que, desde hace décadas, ha socavado los bienes públicos, debilitado el estado de bienestar y erosionado los principios democráticos fundamentales. La pandemia se ha convertido en un espejo que refleja la precariedad de nuestras sociedades, la desigualdad rampante y la crisis de agencia política en un mundo que parecía encaminado hacia la destrucción de valores comunes y solidaridad social.

En este contexto, la idea de agencia individual debe expandirse hacia una noción de agencia social colectiva, entendida como una resistencia compartida frente a las lógicas del poder que perpetúan la exclusión, el sufrimiento y la muerte. La respuesta a la crisis no puede limitarse a acciones fragmentadas o aisladas, sino que exige la construcción de un movimiento social internacional que defienda los bienes públicos, la justicia social y los principios de una sociedad democrática y socialista.

La pandemia también ha revelado el fracaso de los discursos autoritarios y fascistas, que no han encontrado lenguaje para explicar la extensión de la muerte ni la crisis sistémica que enfrentamos. El fascismo, aunque debilitado, sigue siendo una amenaza latente que se nutre del miedo, el odio y la desinformación. Para contrarrestar este fenómeno es imprescindible desarrollar un nuevo lenguaje político y una pedagogía crítica que conecte la crisis de la ciudadanía con la crisis de la educación, situando ambas dentro de la crisis global del poder. La educación emerge así como una herramienta fundamental para formar ciudadanos informados, conscientes y comprometidos con la democracia.

El retroceso de las democracias bajo el impacto de movimientos autoritarios y la deslegitimación de las responsabilidades sociales y éticas ha llevado a que muchos sientan que la agencia política se ha diluido. Esta sensación de impotencia y desencanto ha impedido que se reconozca la fragilidad de la democracia como modo de vida. La pandemia ha demostrado que la democracia solo puede sostenerse si existe una cultura política que cultive la justicia, la equidad y una participación social activa. La educación crítica es, por lo tanto, el cimiento para sostener una sociedad democrática que se resista a las tendencias autoritarias y al neoliberalismo fascista que ha permeado diversas esferas del poder.

La transición política que significó la derrota de figuras como Trump no debe interpretarse como el fin de la amenaza autoritaria ni del neoliberalismo depredador. La persistencia de las condiciones estructurales que permitieron su ascenso obliga a un análisis crítico de las fuerzas políticas y económicas que sostienen estas dinámicas. Solo un proyecto democrático radical, que integre justicia social, representación política amplia e igualdad económica, puede contrarrestar las fuerzas que perpetúan la crisis.

Esta tarea no es únicamente política, sino educativa. La movilización global contra la violencia estatal y por la construcción de democracias socialistas ha mostrado la vitalidad de una juventud que, a pesar de la precariedad y la amenaza, sigue dispuesta a luchar por un mundo diferente. La supervivencia de la democracia depende de estas energías renovadas, capaces de construir sociedades donde la solidaridad y el respeto mutuo sean la norma, y no la excepción.

La pandemia y sus consecuencias deben entenderse también como una llamada urgente a repensar la relación entre educación y democracia, y a reconocer que los espacios públicos y sociales donde se desarrolla la educación deben ser lugares para que los individuos se realicen como ciudadanos críticos y comprometidos. En este sentido, es indispensable comprender que la crisis actual no es un hecho aislado, sino parte de una trama más amplia de desigualdades y exclusiones que requieren una transformación profunda y colectiva.

Es fundamental no olvidar que la pandemia se enmarca en una era donde la mercantilización, el racismo, el nacionalismo excluyente y la destrucción ambiental convergen para formar un escenario adverso para la vida democrática. Por ello, la resistencia frente a la pandemia debe ser también una resistencia frente a estas fuerzas destructivas, proponiendo alternativas que defiendan los bienes comunes y promuevan una justicia social radical.

La comprensión de esta compleja realidad exige una mirada que trascienda la superficie del conflicto sanitario y reconozca la importancia de la educación crítica como motor de cambio. Solo a través de la formación de sujetos sociales conscientes y activos será posible articular movimientos capaces de enfrentar la crisis global y construir sociedades más justas y democráticas.

El futuro de la democracia y la justicia social dependerá de la capacidad de articular estas experiencias de resistencia en proyectos políticos y educativos que no se conformen con el statu quo. Es necesario mantener viva la lucha por una democracia socialista que no solo enfrente las consecuencias de la pandemia, sino que también se anticipe a las crisis futuras, preservando la vida humana y la del planeta.

¿Cómo la pandemia de Covid-19 reveló la magnitud de la desigualdad y la crisis ideológica en las sociedades capitalistas?

La pandemia de Covid-19 desnudó no solo una crisis económica global, sino también una profunda crisis de ideas, de lenguaje y de moralidad en las sociedades capitalistas. Este fenómeno expuso la incapacidad de dichos sistemas para abordar problemas sociales y económicos esenciales. Durante esta crisis sanitaria, la desigualdad racial y económica se convirtió en una presencia palpable, visible en el impacto directo sobre los cuerpos humanos, las mentes y la capacidad de agencia de los individuos. Las clases sociales más bajas, especialmente aquellas con menos acceso a recursos y servicios de salud, fueron las más afectadas. Mientras tanto, los trabajadores de cuello blanco con mayores ingresos pudieron escapar en gran medida de los contactos directos mediante el teletrabajo, una modalidad que redujo significativamente el riesgo de contacto con personas infectadas.

El distanciamiento social y las restricciones, aunque necesarios desde un punto de vista sanitario, no fueron abordados adecuadamente desde una perspectiva estructural. Las medidas de protección, como el confinamiento y las restricciones de movilidad, afectaron más a las poblaciones vulnerables, como los migrantes, los trabajadores de la salud, las personas de color, los ancianos y los presos, que ya vivían en condiciones precarias. A pesar de las campañas de prevención, como el uso de mascarillas y el lavado de manos, lo que se pasó por alto fue la manera en que la desigualdad estructural minaba la efectividad de dichas medidas. Quienes más necesitaban protección eran, paradójicamente, los menos capaces de acceder a ellas.

La crisis de legitimidad, como la describe el filósofo Jürgen Habermas, refleja la incapacidad del sistema capitalista para abordar los bloqueos y disfunciones que generan tales desigualdades. En este contexto, las instituciones de poder y los aparatos culturales no solo legitiman ideas, sino que las transforman en narrativas que aseguran el statu quo, donde la riqueza y el poder siguen concentrados en manos de una élite minoritaria. La crítica debe ir más allá de la simple denuncia de estas injusticias; debe involucrar una transformación de la conciencia crítica, que no solo cuestione las ideas, sino también las relaciones de poder que las producen y legitiman. Las estructuras que sostienen la desigualdad, lejos de ser inevitables, son el producto de un entramado de poder que debe ser desmantelado.

En medio de la pandemia, la imagen de las largas filas para obtener alimentos, la sobrecarga de cuerpos sin vida en camiones refrigerados, y el colapso de los sistemas de salud, visibilizó una realidad innegable: la desigualdad es un mecanismo letal que permea todos los aspectos de la sociedad. Las políticas neoliberales, que promueven la desregulación y la privatización de servicios esenciales, fueron parte del caldo de cultivo para una crisis sanitaria sin precedentes. Mientras tanto, el sistema económico siguió defendiendo las ganancias de las grandes corporaciones y los intereses de la élite política, mientras las clases más desfavorecidas fueron abandonadas a su suerte. Esta situación se vio exacerbada por la falta de un sistema de salud pública robusto y accesible para todos, especialmente en países como Estados Unidos.

El impacto más devastador de la pandemia no fue solo la crisis sanitaria, sino la manera en que las políticas neoliberales consolidaron aún más la disparidad social, al hacer de la vida humana algo prescindible para la lógica del mercado. Los trabajadores esenciales, incluidos aquellos en el sector salud, no solo fueron sometidos a condiciones laborales extremas, sino que a menudo carecieron del equipo de protección adecuado. En cambio, los más ricos pudieron mantenerse a salvo en sus hogares, trabajando a distancia y minimizando los riesgos de contagio. Este "distanciamiento social" no fue solo físico, sino profundamente desigual, ya que las clases altas pudieron permitirse medidas de seguridad mientras las clases bajas debían seguir enfrentando el riesgo diario de la pandemia.

La crisis de la pandemia, además de ser una tragedia sanitaria, ha desvelado la fragilidad del sistema capitalista, cuyo modelo de producción y consumo no está diseñado para priorizar el bienestar colectivo. En este contexto, la noción de responsabilidad individual, tan promovida por los discursos neoliberales, se mostró como un engaño: un intento de desviar la atención de las verdaderas causas estructurales de la crisis. Se hizo énfasis en las prácticas personales, como el uso de mascarillas y el distanciamiento social, sin abordar adecuadamente las condiciones de desigualdad que impedían que estas medidas fueran efectivas para todos.

Esta pandemia también dejó al descubierto las grietas en la política global y en las estructuras internacionales de poder. Los gobiernos, en su mayoría, respondieron con medidas superficiales que no tomaban en cuenta las realidades de las poblaciones más vulnerables, como los trabajadores informales en sectores como la agricultura y la construcción. Muchos de estos trabajadores quedaron varados sin ingresos, sin acceso a servicios de salud y sin protección alguna frente al virus. A nivel global, la crisis mostró cómo la falta de políticas de redistribución y de redes de protección social contribuyó a una exacerbación de las desigualdades.

Es esencial que, en medio de esta crisis, se impulse una nueva forma de pensar que permita cuestionar la ideología neoliberal y las instituciones que perpetúan la injusticia. No basta con señalar los fallos del sistema; es necesario construir nuevas formas de solidaridad y justicia social que pongan a las personas en el centro de la política y no al mercado. La reflexión sobre las causas estructurales de la desigualdad debe ir más allá de las respuestas sanitarias y abordar las profundas asimetrías económicas y políticas que subyacen a la crisis.