La sociedad feudal medieval representa una estructura profundamente jerárquica y desigual, en la que la seguridad, el honor y el beneficio estaban indivisiblemente ligados a la posesión y el control del poder económico y político. En este sistema, la figura del señor feudal concentraba un poder absoluto que abarcaba no solo la tierra y los recursos, sino también las vidas y libertades de sus subordinados. Cada feudo, compuesto de manors o señoríos, funcionaba como una unidad económica y social autárquica, donde el señor controlaba directamente los recursos del dominio —el “demesne”— y extraía tributo y trabajo de los campesinos que habitaban los tenements, pequeñas parcelas agrícolas subordinadas al señor.

El dominio del señor sobre su feudo era total. Su autoridad no se limitaba a la administración de la tierra sino que se extendía a funciones judiciales y fiscales: tenía la facultad de imponer impuestos, exigir servicios laborales y administrar justicia, incluyendo el poder de encarcelar y castigar. Esta concentración de poderes en una sola figura, que fundía el control político con el económico, es una forma primitiva y abierta de absolutismo, que no admitía ni la noción de igualdad ni la posibilidad de movilidad social.

El orden feudal no se sustentaba en un contrato social, sino en la idea de un vínculo natural y sagrado entre superiores e inferiores, sellado a través de ceremonias como el “homenaje” y la “fealdad”, en las que el vasallo juraba lealtad al señor con la mano sobre los Evangelios, reconociendo así la legitimidad divina de esa relación de subordinación. La visión medieval del mundo estaba atravesada por la creencia en una “Gran Cadena del Ser”, un orden cósmico y social que asignaba a cada individuo un lugar fijo, inmutable e intocable, aceptado como voluntad de Dios y de la naturaleza.

Esta estructura era tan rígida que, a diferencia del trabajador asalariado moderno, el siervo estaba atrapado de por vida en su condición, sin posibilidad real de ascenso ni de cambio de destino. Su dependencia era absoluta y su vida se definía por una subordinación no solo política y económica, sino existencial. Sin embargo, esta dependencia implicaba también un tipo de seguridad muy distinta a la precariedad actual: el siervo no podía ser despedido ni abandonado arbitrariamente por el señor; su condición estaba garantizada mientras cumpliera con su servicio, aunque esta “protección” estuviera basada en una autoridad incuestionable y muchas veces brutal.

El símbolo de esta relación feudal era la imagen del vasallo arrodillado entregando sus manos al señor, un acto cargado de significado que reflejaba una entrega total y una aceptación de la desigualdad como algo natural y justo. Así, la justicia y la autoridad no se concebían como derechos universales, sino como privilegios inherentes a una clase social que se consideraba elegida por Dios para gobernar.

Es importante comprender que este esquema medieval no desapareció, sino que evolucionó y se transformó en nuevas formas de poder absoluto, que a lo largo de la historia han encontrado expresión en monarquías absolutistas y, en tiempos más recientes, en regímenes autoritarios y en ciertos rasgos del capitalismo contemporáneo. La amalgama de poder político y económico en una sola persona o élite sigue siendo la base de muchas desigualdades actuales, aunque ahora revestidas de discursos democráticos o populistas que buscan legitimar el control bajo nuevas formas.

El modelo feudal nos enseña que la seguridad, tal como se entendía en esa época, no consistía en igualdad ni en libertad, sino en la certeza de un orden social cerrado, jerárquico y sacralizado. Esta seguridad era la contraparte de la servidumbre y la dependencia absoluta, una estructura en la que la dignidad y la vida de millones estaban sometidas a la voluntad de unos pocos.

Además, el contraste entre el “arriba” y el “abajo” del feudo, la casa señorial y la vida campesina, es un espejo temprano de las desigualdades estructurales que hoy atraviesan las sociedades capitalistas, donde las diferencias económicas y políticas se traducen en brechas profundas de poder y acceso a recursos. La percepción de la superioridad natural o divina de ciertas élites sigue siendo un obstáculo para la construcción de sociedades más justas y libres.

Para entender cabalmente el legado del feudalismo y sus resonancias contemporáneas, es necesario reconocer que la historia del poder es también la historia de cómo se construyen y legitiman las desigualdades. La noción de seguridad ha sido desde siempre un mecanismo que puede servir tanto para proteger como para someter, dependiendo de quién la detente y cómo la ejerza.

¿Cómo la narrativa de seguridad de Trump afectó a la clase trabajadora y qué nos enseña sobre las tensiones políticas en EE. UU.?

La narrativa de seguridad que Donald Trump desplegó a lo largo de su campaña y presidencia se centra en la idea de un país amenazado desde todos los frentes. Según esta visión, la violencia en las calles y el caos en las comunidades estadounidenses son síntomas de una crisis nacional. En sus discursos, Trump afirmaba que una de las principales responsabilidades de su gobierno sería restaurar la seguridad a través de la eliminación inmediata de los "enemigos" internos y externos, aquellos que, según él, estaban destruyendo la nación. Esta promesa de seguridad se haría realidad, según Trump, a partir del 20 de enero de 2017, cuando asumiera la presidencia.

Sin embargo, la historia de seguridad de Trump no es del todo innovadora ni propia. En muchos aspectos, refleja un discurso que ya habían adoptado tanto presidentes republicanos como demócratas, siendo la seguridad nacional y la protección contra amenazas exteriores una constante en la política estadounidense desde la Guerra Fría. Lo que sí marcó la diferencia en el caso de Trump fue la incorporación de un tono populista económico y una crítica al capitalismo global que resonó profundamente entre los trabajadores estadounidenses. Este enfoque logró conectar con aquellos que se sentían abandonados por las élites políticas y económicas y que veían en la globalización y las políticas comerciales liberales la causa de la pérdida de empleos y la desindustrialización del país.

La narrativa de seguridad de Trump se destacó por su retórica populista, que apelaba a los sentimientos de agravio de muchos trabajadores blancos que enfrentaban desafíos económicos reales. Sin embargo, también estuvo impregnada de elementos autoritarios y racistas. Las amenazas no solo provenían de actores extranjeros, como los "terroristas islámicos radicales" o las pandillas como MS-13, sino también de los sectores internos que Trump consideraba peligrosos: inmigrantes mexicanos, activistas de Black Lives Matter, el "estado profundo" de la burocracia gubernamental, los medios de comunicación y los liberales progresistas.

Es importante entender que, a pesar de su retórica agresiva, Trump incorporó algunos puntos que tradicionalmente han sido parte del discurso de la izquierda, como la crítica a los acuerdos de libre comercio que, según él, habían despojado al país de sus empleos y riqueza. La defensa de los trabajadores estadounidenses y la crítica al capitalismo global fueron algunos de los ejes de su discurso, especialmente cuando acusaba a los "globalistas" y a las élites políticas de ser responsables de la explotación de la clase trabajadora y de las políticas que favorecían a las grandes corporaciones a expensas de la gente común.

El discurso de Trump también estuvo marcado por un enfoque de "nosotros contra ellos", creando una distinción clara entre los estadounidenses que trabajaban duro y las élites corruptas que estaban supuestamente arruinando el país. Este tipo de discurso, aunque popular entre sus seguidores, también contribuyó a profundizar las divisiones sociales y políticas en el país. En su lucha por devolver la grandeza a América, Trump usó su narrativa de seguridad para atacar a los inmigrantes, a las comunidades de color y a los activistas sociales, presentándolos como los enemigos internos del orden y la prosperidad.

Además, la política de Trump sobre inmigración y seguridad también estuvo marcada por una retórica xenofóbica y un claro rechazo a la diversidad. Al referirse a los inmigrantes mexicanos, los calificaba de "violadores" y "traficantes de drogas", mientras que las comunidades musulmanas eran descritas como una amenaza existencial para la nación. Este enfoque no solo alienó a millones de personas en el país, sino que también fomentó un clima de división y polarización que perdura.

Lo que esta narrativa muestra es una transformación en el discurso político estadounidense, donde la seguridad y la protección se convirtieron en elementos clave para movilizar a la clase trabajadora, aunque al mismo tiempo se utilizaron como justificación para políticas más autoritarias y divisivas. Si bien Trump presentó su historia de seguridad como una respuesta legítima a los problemas económicos y sociales que enfrentaban muchos trabajadores, sus soluciones a menudo agravaron esos mismos problemas.

Es fundamental reconocer que, aunque la crítica de Trump al capitalismo global y a la desindustrialización tocó temas importantes que habían sido ignorados por las élites políticas, sus políticas económicas, como los recortes de impuestos a los ricos y las reducciones en los programas de bienestar social, no solo no resolvieron los problemas subyacentes, sino que probablemente los empeoraron. La historia de seguridad de Trump no solo buscaba proteger a los trabajadores estadounidenses, sino que también defendía fervientemente un sistema económico que favorecía a los más poderosos, aumentando las desigualdades y la concentración de riqueza en manos de unos pocos.

En conclusión, la narrativa de seguridad de Trump es un reflejo de las profundas tensiones y contradicciones en la sociedad estadounidense. Si bien apeló a los temores y agravios de los trabajadores y las clases medias bajas, también amplificó las divisiones raciales, económicas y políticas que caracterizan al país. Este enfoque no solo buscaba restaurar la seguridad, sino también redefinir quiénes son los "buenos" y los "malos" en la nación, estableciendo un orden social basado en la exclusión y el miedo.

¿Es posible una "pistola para mujeres" o cuál es el elemento clave que la hace una "pistola femenina"?

La percepción de que ciertas armas están especialmente diseñadas para mujeres es una construcción social que se enmarca dentro de los estereotipos culturales. Si bien algunos defienden la idea de una "pistola para mujeres", hay que entender que este concepto es más una estrategia de mercado que una realidad basada en diferencias físicas o psicológicas innatas. En este contexto, las mujeres, que a menudo son vistas como más sensibles o menos interesadas en la violencia, están desafiando las expectativas tradicionales asociadas a su género.

El caso de las revolveres es un ejemplo claro de cómo las mujeres pueden escoger lo que les resulta más conveniente según sus preferencias personales, no solo por razones de género. Muchos modelos de revolver, como los números 11 y 12, son populares entre las mujeres debido a su facilidad de uso, especialmente cuando el arma se lleva en un bolso de uso oculto, que es una modalidad de transporte común. A pesar de esta elección, es crucial no reducir a las mujeres a una categoría única de consumidores, ya que, como cualquier otra persona, tienen diversas necesidades y capacidades a la hora de seleccionar un arma.

Además, la narrativa sobre la necesidad de "protegerse" y "armarse" en la sociedad estadounidense está directamente relacionada con una visión de la vida como un campo de batalla. El capitalismo estadounidense ha promovido un entorno en el que se presenta la militarización como un medio para asegurar el dominio global y la defensa de los intereses nacionales, lo que a su vez alimenta la idea de que cada individuo debe estar preparado para luchar contra un enemigo. Esta narrativa ha calado profundamente, hasta el punto de que los ciudadanos comunes se ven como "héroes" potenciales en la guerra doméstica, pues se les ha enseñado que la defensa personal es una obligación moral. Así, la constante exposición a la idea de que el mundo es un lugar peligroso fomenta la necesidad de armarse y protegerse, creando un ambiente de desconfianza donde todos se perciben como posibles amenazas.

El individualismo extremo que promueve el capitalismo estadounidense contribuye a este clima de desconfianza. A través de figuras como Ayn Rand, se cultiva la idea de que la moralidad más alta es la de perseguir el interés propio, sin importar las necesidades de los demás. En este contexto, los ciudadanos aprenden a ver a los demás no como aliados sino como competidores o incluso como amenazas potenciales. Este sistema de valores promueve un ambiente en el que la cooperación o la solidaridad se perciben como débiles, mientras que la autosuficiencia y la protección personal son consideradas virtudes. La noción de que "cada quien se salva a sí mismo" no solo refuerza la competencia, sino que también fomenta un sentimiento de vulnerabilidad que, a su vez, justifica la necesidad de estar armado.

La historia de seguridad en el contexto del capitalismo estadounidense, finalmente, se puede entender como una narrativa construida para evitar la solidaridad entre las clases sociales más bajas. La estructura de poder, al mantenerse separada del resto de la sociedad, perpetúa la desconfianza y el miedo entre los individuos. Mientras más atomizado y aislado esté cada individuo, menos probable será que se unan para desafiar a la élite gobernante. Esta falta de cohesión social facilita que las élites mantengan el control, pues un pueblo dividido y aterrorizado se encuentra menos inclinado a cuestionar la injusticia o la distribución desigual del poder.

A través de este aislamiento social inducido, se garantiza que los ciudadanos, temerosos y desconfiados, busquen en el gobierno la solución a sus inseguridades. Así, los llamados a "protegerse" se transforman en pedidos por más control, más vigilancia y un gobierno con poderes más amplios. Esta dinámica, alimentada por el miedo, es el caldo de cultivo perfecto para el ascenso de un régimen autoritario. En este contexto, la seguridad pública y la protección personal dejan de ser una cuestión de derechos individuales y se convierten en la justificación para la acumulación de poder en manos de unos pocos.

La lección que se debe extraer de este análisis es que la narrativa de la seguridad, tan presente en el discurso capitalista, es en última instancia una herramienta diseñada para dividir a la sociedad y evitar que se forme una resistencia sólida contra las élites. Al considerar a todos como posibles enemigos, se perpetúa el miedo y la desconfianza, lo que facilita el control social y justifica la centralización del poder.

¿Cómo el capitalismo militarizado alimenta la cultura de la violencia y el ascenso del autoritarismo en Estados Unidos?

La historia reciente de Estados Unidos revela un aumento alarmante del autoritarismo, en el cual tanto presidentes demócratas como republicanos han actuado con un poder casi dictatorial en nombre de la seguridad nacional. Desde la orden de asesinato con drones de un ciudadano estadounidense hasta la vigilancia masiva de llamadas telefónicas, se ha ido cimentando un Estado cada vez más represivo. Donald Trump ha llevado esta tendencia a niveles sin precedentes, despertando comparaciones inquietantes con figuras autoritarias como Hitler. A pesar de contar con el apoyo de solo una minoría de la población, Trump representa un paradigma emergente de un “Querido Líder” al estilo fascista, que podría consolidar su poder si persiste la profunda desigualdad social que divide la sociedad entre una élite privilegiada y una mayoría desposeída. Este desequilibrio plantea una disyuntiva fundamental: democracia o concentración extrema de riqueza.

La esencia del fascismo, tal como la entendió Hitler, radica en una cultura que exalta la fuerza bruta y la voluntad implacable, condenando la debilidad como el mal supremo. En la actualidad, Estados Unidos muestra signos claros de adoptar esa misma lógica cultural, anclada en una historia de militarización y capitalismo agresivo. La nación ha desarrollado una cultura del acoso y la intimidación, donde el poder y la violencia se vuelven valores dominantes. Trump, el máximo exponente del acoso a nivel presidencial, ha legitimado y difundido estas conductas, que se encuentran profundamente arraigadas en instituciones que glorifican la fuerza y el dominio. El racismo y la desigualdad intensifican estas dinámicas, reforzando un modelo social donde la brutalidad se normaliza y se convierte en parte del entramado cotidiano.

El ataque sistemático a los derechos laborales es parte fundamental de este proceso. Desde la era Reagan, se ha promovido la precarización del trabajo, sustituyendo empleos estables y sindicalizados por contratos temporales e inestables, con una pérdida sustancial de beneficios y protecciones. Esta guerra contra la clase trabajadora va acompañada de políticas de austeridad que privilegian el gasto militar sobre el bienestar social, configurando un capitalismo que mira hacia un modelo fascista. Este sistema busca un pueblo laborioso y combativo, capaz de defenderse sin recurrir a apoyos colectivos como sindicatos o movimientos socialistas, que son perseguidos y desmantelados por representar una amenaza para la cultura de la fuerza individual.

El militarismo se extiende más allá del ejército y las guerras externas, infiltrándose en la sociedad civil, la policía y la vida cotidiana. El aumento de la violencia institucional, ejemplificado en casos emblemáticos de brutalidad policial contra afroamericanos y migrantes, refleja una cultura donde la violencia es no solo tolerada, sino incentivada. La militarización de las fuerzas del orden, equipadas con armamento pesado, y la cruel represión en la frontera sur evidencian esta tendencia hacia un Estado que utiliza la fuerza para imponer su autoridad y dividir a la sociedad mediante el miedo y la violencia.

La militarización también afecta a las escuelas, que, frente al aumento de tiroteos masivos, se transforman en fortalezas armadas. Esto genera un ambiente donde la violencia se integra en la educación misma, fusionando valores militares con el ámbito pedagógico. El mensaje implícito es que la seguridad depende de la fuerza y la agresividad, valores que se naturalizan y reproducen en la cultura general. Este proceso contribuye a la consolidación de una sociedad fascista, donde la brutalidad y la dureza se vuelven virtudes morales fundamentales.

La violencia se extiende a las relaciones interpersonales, reflejándose en fenómenos como el “road rage” o ira en el tráfico, que ejemplifican un ambiente social enrarecido, donde la agresión cotidiana está justificada y hasta moralmente valorada. La proliferación de armas entre civiles, motivada por la desconfianza mutua, alimenta este clima de miedo y hostilidad. La creciente normalización de estas conductas violentas, junto con la influencia de líderes políticos que incitan a la confrontación y la represión de disidentes, son indicadores claros de un desplazamiento hacia un modelo de vida fascista.

El ascenso de grupos de extrema derecha y neonazis que se manifiestan con violencia en las calles es una manifestación política directa de esta cultura de fuerza y exclusión. Este fenómeno representa un rechazo explícito de la pluralidad democrática y una apuesta por un régimen autoritario que se impone mediante el miedo, la fuerza y la subordinación total.

Es esencial comprender que este proceso no es un accidente ni una casualidad aislada, sino el resultado de una evolución estructural en la que el capitalismo militarizado y la cultura de la violencia se retroalimentan. La legitimación social de la fuerza bruta, la deshumanización del “otro” y la pérdida de los derechos colectivos crean un terreno fértil para el autoritarismo y la erosión de la democracia. El peligro real radica en aceptar estas dinámicas como normales, olvidando que la verdadera fortaleza de una sociedad reside en la justicia, la igualdad y el respeto mutuo, valores que quedan desplazados cuando se glorifica la brutalidad y se tolera la exclusión violenta.