En los últimos 50 años, el enfoque tradicional sobre los contratos ha sido profundamente cuestionado. A lo largo de este tiempo, las empresas han buscado acuerdos contractuales, pero los individuos dentro de esas mismas organizaciones a menudo no los desean, o al menos no en su forma actual. Las teorías que exploran el comportamiento social, económico y psicológico de los contratos son cada vez más relevantes, especialmente cuando se considera la necesidad de adaptarse a los cambios en el panorama económico global.

En el año 1963, Stewart Macaulay llevó a cabo un estudio que cambiaría el rumbo de la teoría y la práctica del derecho contractual. A través de la investigación de las prácticas contractuales en empresas como General Electric, S.C. Johnson y Harley Davidson, Macaulay descubrió una verdad incómoda: los contratos, tal como se conocen en el ámbito legal, son de poca importancia para las relaciones comerciales reales. En lugar de ser la piedra angular de las interacciones empresariales, los contratos formales eran, en muchos casos, considerados innecesarios o, en el mejor de los casos, secundarios.

Macaulay, quien en ese entonces era un académico de la Facultad de Derecho de la Universidad de Wisconsin, se adentró en la naturaleza de los acuerdos empresariales más allá del ámbito legal. En su estudio, que se convertiría en uno de los más citados del siglo XX, puso en duda la eficacia y el valor de los contratos tal como se entienden tradicionalmente. Su artículo, titulado "Non-Contractual Relations in Business: A Preliminary Study", desafió la idea convencional de que los contratos eran herramientas vitales en la resolución de disputas o en la planificación de relaciones comerciales. Según Macaulay, los contratos no solo no eran indispensables, sino que, a menudo, se basaban más en relaciones personales y confianza mutua que en los términos formales del acuerdo.

El concepto de "contratos relacionales" surgió de este estudio. Macaulay descubrió que muchas empresas, a pesar de utilizar documentos contractuales, tendían a no seguir los términos de estos acuerdos. En muchos casos, las partes involucradas preferían resolver cualquier desacuerdo fuera de los tribunales, en lugar de depender de la letra del contrato. Macaulay señaló que, a menudo, las cláusulas contractuales no eran ni siquiera legalmente ejecutables, pero se usaban de todos modos por la conveniencia de las relaciones personales entre las partes involucradas. Esas relaciones eran el verdadero motor de los acuerdos, no los términos legales escritos.

De hecho, uno de los hallazgos más sorprendentes del estudio fue que, en muchos casos, los empresarios preferían resolver disputas de forma informal, sin involucrar a abogados ni a contadores. Esto reflejaba una realidad que muchos contratistas no querían admitir: la dependencia excesiva de los contratos formales era en realidad un obstáculo para las relaciones comerciales genuinas. Las personas de negocios preferían mantener el espíritu de la negociación en un nivel más humano y personal, sin la rigidez de las cláusulas contractuales que podían distorsionar el verdadero sentido de los acuerdos.

Además, muchos de los acuerdos contractuales que se analizaban, aunque en principio parecían detallados, en la práctica no cubrían todos los aspectos que los empresarios realmente necesitaban. Por ejemplo, en muchos contratos comerciales no se incluían especificaciones claras sobre los productos o servicios a entregar, lo que podía dar lugar a malentendidos o conflictos. En estos casos, los contratos no eran suficientes para garantizar el cumplimiento de los términos, y las empresas se veían obligadas a confiar en la palabra del otro, en lugar de en los términos formales escritos.

Lo que Macaulay descubrió fue una contradicción inherente: las empresas querían contratos, pero las personas dentro de esas empresas no los valoraban de la manera en que los contratistas legales esperaban. Las personas de negocios valoraban más las relaciones interpersonales y las normas sociales implícitas que los contratos estrictos. A través de su investigación, Macaulay introdujo la idea de que los contratos deben verse no solo como un acuerdo legal, sino como una forma de establecer expectativas y relaciones a largo plazo entre las partes involucradas.

A medida que el panorama de los negocios se vuelve cada vez más dinámico y arriesgado, las investigaciones recientes continúan desafiando las prácticas contractuales obsoletas que prevalecen en muchas organizaciones. Aquellos que se aferran a la vieja forma de negociar, a través de contratos formales rígidos, corren el riesgo de perder relevancia. En cambio, la adopción de "contratos relacionales" que se basan en la confianza y en la flexibilidad frente a lo inesperado se considera cada vez más como una práctica esencial para las empresas modernas.

El cambio hacia este tipo de acuerdos contractuales, que integran las normas sociales en su estructura, puede ser difícil para muchas organizaciones, especialmente para aquellas que todavía dependen en gran medida de la seguridad legal proporcionada por los contratos tradicionales. Sin embargo, como muestran las investigaciones de pensadores contemporáneos, ignorar estos cambios puede ser costoso. Los contratos relacionales permiten una mayor flexibilidad y adaptabilidad, características esenciales para navegar en el entorno empresarial actual, marcado por la incertidumbre y el cambio constante.

Es fundamental comprender que la ciencia detrás de la contratación no se limita solo al ámbito legal. Los factores sociales, económicos y psicológicos juegan un papel crucial en la creación de acuerdos que realmente funcionen. La investigación de los economistas que han estudiado estos fenómenos, como el trabajo premiado con el Nobel, también demuestra la importancia de considerar estos aspectos al negociar y establecer acuerdos. Al integrar estos elementos en las prácticas contractuales, las empresas pueden estar mejor equipadas para enfrentar los desafíos del siglo XXI.

¿Por qué es crucial la integridad en las relaciones contractuales?

En las organizaciones, los mismos hechos pueden llevar a decisiones diferentes, lo que genera desconfianza entre las partes involucradas. Las decisiones inconsistentes, que no siguen un patrón claro, desestabilizan la confianza. Esto se ve con claridad cuando las acciones de una persona no coinciden con sus palabras. De forma instintiva, las personas entienden lo que significa la integridad: desean poder confiar en los demás, saber que sus decisiones serán coherentes y que las expectativas se mantendrán constantes a lo largo del tiempo. La integridad genera previsibilidad y, por lo tanto, promueve la confianza entre las partes. Cuando las decisiones y los resultados siguen una lógica coherente, las personas se sienten más seguras y las relaciones comerciales se fortalecen.

La integridad se convierte, por tanto, en una herramienta para reducir tanto el riesgo como la complejidad en las relaciones. Aunque rara vez se menciona explícitamente en los contratos, el principio de integridad se encuentra implícito en conceptos como el "espíritu del contrato". Si alguna vez has mirado un contrato y has pensado "puede que estés en lo correcto si te ciñes a la letra, pero eso no significa que la decisión tomada sea la correcta", has comprendido la esencia de la integridad en los negocios. El cumplimiento del espíritu del contrato y la toma de decisiones basadas en la integridad son esenciales para ganarse la confianza de aquellos con los que se tiene que trabajar a largo plazo.

Muchas organizaciones instan a sus empleados a actuar con integridad, pero a menudo surgen prioridades contradictorias que envían señales confusas. Un claro ejemplo de esto lo encontramos en una compañía petrolera que, a pesar de tener una estricta política que requiere una orden de compra antes de realizar cualquier trabajo, envía un mensaje mixto a sus proveedores. Un gerente de proveedores solicita reemplazar un sistema de aire acondicionado en una filial local, pero le pide al proveedor que demore la facturación hasta enero, cuando inicie el nuevo presupuesto. Este tipo de situaciones crea un conflicto entre las normas formales y las necesidades prácticas inmediatas. Es natural que las personas busquen justificaciones para no tomar las mismas decisiones al enfrentarse a hechos similares, apelando a la necesidad de ser ágiles y responder a objetivos explícitos.

El propósito de discutir y definir la integridad es mantener a todos los involucrados comprometidos con sus roles y responsabilidades, actuando siempre en función del mejor interés de la relación. El concepto de "principios rectores" en las relaciones contractuales cobra relevancia aquí. La adopción de estos principios no solo tiene bases legales y económicas sólidas, sino también psicológicas. Investigadores como Macaulay, Macneil, Ellickson y North han identificado cómo las normas sociales ayudan a las organizaciones a evitar conflictos de intereses. Las normas de reciprocidad y solidaridad (lo que aquí denominamos lealtad) son fundamentales para mitigar los riesgos que implican las relaciones contractuales.

Estudios en economía conductual, como los realizados por Thaler y Fehr, demuestran que los seres humanos no actúan únicamente en función de su beneficio económico, sino que poseen una fuerte inclinación hacia la equidad y la cooperación. Por ejemplo, el Juego del Ultimátum ha mostrado que las personas tienden a adoptar comportamientos retaliatorios cuando son tratadas de manera injusta, incluso si esto va en contra de su propio interés económico. Además, la teoría de la autodeterminación de Ryan y Deci resalta la importancia de la autonomía para generar motivaciones intrínsecas, mucho más poderosas que las motivaciones externas.

Oliver Hart, premio Nobel de Economía, también ha subrayado que los contratos a menudo fracasan en cumplir las expectativas de las partes, especialmente cuando surgen cambios imprevistos. La clave para evitar este fracaso es alinear las expectativas de todos los involucrados. Según Hart, cuando los intereses están alineados pero las expectativas no lo están, es probable que se presenten comportamientos de "sombreado", donde la cooperación se ve obstaculizada. La adopción de principios rectores puede ayudar a superar este problema, asegurando que las partes actúen con equidad y sigan el espíritu del contrato, incluso cuando se presenten situaciones imprevistas.

En lugar de confiar únicamente en el poder estatal o de mercado, que pierde efectividad a medida que aumentan los riesgos y dependencias, los contratos relacionales basados en principios rectores promueven una alineación continua de intereses y expectativas a lo largo del tiempo. Esta idea tiene un respaldo significativo en la investigación, que demuestra que el uso de normas sociales en lugar de poder formal puede mitigar los conflictos de interés de manera más efectiva. Además, el abuso de poder tiende a generar desconfianza y reduce la motivación para cooperar.

Aunque algunos profesionales del derecho y de la contratación se muestran escépticos ante la idea de hacer que los principios rectores sean vinculantes legalmente, la experiencia demuestra que no incorporarlos de forma explícita en los contratos puede generar confusión y malentendidos. En lugar de adoptar enfoques informales o poner cláusulas que excluyan la obligatoriedad legal de estos principios, es recomendable incorporarlos de manera clara y vinculante en los contratos. De lo contrario, las partes se enfrentan a la disyuntiva de tomar decisiones basadas en la letra del contrato, perdiendo el enfoque de la cooperación y el cumplimiento del espíritu contractual.

Para evitar estos problemas y garantizar relaciones comerciales duraderas y de confianza, es esencial que los principios rectores sean considerados no solo como normas informales, sino como elementos esenciales de la estructura legal del contrato. De esta forma, las organizaciones pueden fortalecer su compromiso mutuo, mejorar la toma de decisiones y crear un entorno en el que la integridad y la cooperación prevalezcan sobre las dinámicas de poder y riesgo.