Clutsam había deshecho su corbata y se disponía a irse a dormir. ¿Qué podría alguien querer en el salón a esa hora? Se colocó el abrigo y subió las escaleras. Frente a la chimenea vio la misma figura cuya aparición y desaparición había alterado tanto al portero.
"¿Sí, señor?" preguntó Clutsam.
"Quiero que vayas a ver al señor Rumbold," dijo el extraño, "y le preguntes si está dispuesto a poner la otra cama de su habitación a disposición de un amigo."
En pocos momentos, Clutsam regresó. "Los saludos del señor Rumbold, señor, y quiere saber quién es."
El extraño se acercó a la mesa en el centro de la sala. Sobre ella descansaba un periódico australiano, algo que Clutsam no había notado antes. El hombre, aspirante a la hospitalidad del señor Rumbold, pasó las páginas. Luego, con un dedo, que incluso a Clutsam, de pie junto a la puerta, le pareció inusualmente alargado, cortó un recorte rectangular del tamaño de una tarjeta de visita, y, alejándose, hizo un gesto al camarero para que lo tomara.
A la luz del gas en el pasillo, Clutsam leyó el extracto. Parecía un tipo de obituario; pero ¿qué interés podría tener para el señor Rumbold saber que el cuerpo de un tal James Hagberd había sido hallado en circunstancias que sugerían que había muerto por violencia?
Tras un largo intervalo, Clutsam volvió, luciendo confundido y algo asustado. "Los saludos del señor Rumbold, señor, pero no conoce a nadie con ese nombre."
"Entonces lleva este mensaje al señor Rumbold," dijo el extraño. "Dile si prefiere que suba yo a verle, o si él quiere bajar a verme."
Por tercera vez, Clutsam fue a cumplir el encargo. No obstante, cuando regresó, no abrió la puerta del salón de fumadores, sino que gritó a través de ella: "El señor Rumbold le desea al infierno, señor, donde pertenece, y dice que suba si se atreve." Luego, se atrancó.
Un minuto después, desde su refugio en el sótano, Clutsam oyó un disparo. Algún instinto antiguo, quizás amante del peligro o que lo despreció, lo impulsó a correr escaleras arriba más rápido de lo que jamás había corrido en su vida. En el pasillo tropezó con los zapatos del señor Rumbold. La puerta del dormitorio estaba entreabierta. Agachando la cabeza, entró corriendo. La habitación, brillantemente iluminada, estaba vacía. Pero casi todos los objetos en ella estaban volcados, y la cama estaba hecha un desastre. La almohada, con sus cinco perforaciones, fue el primer objeto sobre el cual Clutsam notó manchas de sangre. A partir de ahí, parecía verlas por todas partes. Lo que lo nauseó y lo mantuvo largo rato sin bajar a despertar a los demás fue la vista de un carámbano en el alféizar de la ventana, una delgada garra de hielo curvada como una uña china, con un trozo de carne pegado a ella. Esa fue la última vez que vio al señor Rumbold.
Un policía que patrullaba Carrick Street observó a un hombre con capa negra que, por la posición de su brazo, parecía estar cargando algo pesado. Lo llamó y corrió tras él; pero aunque no parecía moverse rápidamente, el policía no pudo alcanzarlo.
Además de los elementos narrativos que se presentan, resulta esencial comprender la complejidad de los gestos y las interacciones entre los personajes. Cada movimiento, cada frase, parece estar cargado de significados ocultos, donde las apariencias se desdibujan y lo que parece trivial adquiere un contexto mucho más profundo. ¿Qué hay detrás de una solicitud tan inusual, como la de pedir una cama para un "amigo"? ¿Por qué el extraño cortó una noticia sobre un obituario aparentemente irrelevante? La relación entre lo evidente y lo oculto crea una atmósfera de intriga y tensión que obliga a los personajes a operar en niveles de comunicación más allá de lo superficial, lo que refleja la complejidad de las relaciones humanas y de la propia naturaleza del miedo y el misterio.
La revelación de estos detalles, tan minuciosamente construidos, permite que el lector se adentre en una percepción diferente de los eventos: la percepción de que a veces lo que más nos afecta no son los hechos visibles, sino los que se esconden en los pliegues de la realidad cotidiana. Al final, el mensaje es claro: a veces, lo que nos confronta más directamente no es lo que vemos con los ojos, sino lo que logramos descifrar detrás de lo que los demás están dispuestos a mostrar.
¿Existe realmente el enigmático señor y su tienda de libros perdidos?
Incluso ahora, al transcribir esta descripción, me sorprendo cuestionando si aquel anciano y su tienda pueden existir realmente. Tal vez esta incertidumbre sea la razón por la que continúo regresando a ese lugar, buscando convencerme de que no he imaginado todo. La historia que me relató el señor Bunstable una tarde otoñal se inicia en el interior recóndito de su santuario, acompañado por el familiar trino del pinzón, y concluye en la puerta de su tienda, mientras me despide con una reverencia bajo la niebla de la calle. Un título adecuado para esta narración sería “La tragedia perdida”.
El señor Bunstable confesaba su devoción por la lectura, aunque señalaba con ironía que muchos colegas del comercio de libros solo se interesaban por los detalles que aumentaban el valor monetario: encuadernaciones, primeras ediciones, errores tipográficos o prólogos suprimidos. El contenido real del libro parecía importarles poco. Pero, para él, un libro debía leerse; esa era la esencia, la razón de su existencia.
En contraste, su maestro, el viejo señor Trumpett, un verdadero experto en raridades y un formidable negociador en subastas, no compartía ese enfoque. Para Trumpett, el contenido era irrelevante; bastaba con conocer los títulos para saber qué libros merecían la pena. Este enfoque práctico se reflejaba en su habilidad para reconocer tesoros entre montones caóticos de libros en casas de campo, sin necesidad de catálogos ni listados. Su talento parecía casi sobrenatural, capaz de detectar ejemplares valiosos en minutos, mientras muchos otros pasaban desapercibidos.
Una vez, en una venta de libros de una propiedad rural, el joven heredero quería venderlo todo sin discriminación, ya que la biblioteca estaba en completo desorden. La instrucción para la subasta era vender los libros en lotes, sin separar ni catalogar, porque la mayoría eran solo sermones, historias locales y textos comunes sin valor aparente. El viejo Trumpett marcó algunas pilas con el único objetivo de cubrir los gastos de viaje, pero rechazó revisar una estantería encima de una puerta que yo, insistente, quise explorar.
Al regresar solo a la biblioteca fingiendo haber olvidado un estuche, encontré a un caballero inexplicable encaramado en una silla, revisando apresuradamente los libros en esa estantería. Vestía una capa que recordaba a las usadas en Escocia, y calcetas toscas que sugerían que era un golfista. Al notar mi presencia, se giró y su rostro pálido y delgado me resultó familiar, aunque no pude identificarlo. No respondió cuando le expliqué mi visita, pero continuó inspeccionando libros hasta que de repente sacó un viejo cuaderno encuadernado en cuero y lo escondió bajo su capa, para luego bajarse de la silla con un suspiro.
Su actitud era demasiado fría y calculadora. Le reclamé, recordándole que no podía llevarse ese libro sin pagar. Su respuesta, cargada de una misteriosa autoridad, fue que el libro era suyo y que, de hecho, jamás debería haber sido impreso. Tal afirmación me hizo cuestionar su cordura, aunque no justificaba su intento de apropiación. Le advertí que debía devolver el libro o informaría al subastador, señalándole el cartel con la indicación del lote correspondiente para adquirirlo legalmente. Pareció desconcertado por un momento, pero finalmente desistió de escapar, evidenciando nerviosismo y precaución.
Este encuentro, envuelto en la niebla y el misterio de aquel otoño, sugiere que hay realidades que escapan a la lógica común en el mundo de los libros y sus custodios. La relación entre el valor material y el valor intrínseco de un libro, la obsesión por los detalles superficiales frente al significado profundo, y la existencia de guardianes de secretos olvidados, constituyen un entramado que trasciende la mera comercialización. La historia muestra la tensión entre lo que es visible y tangible y lo que se oculta en el interior de las páginas y la memoria.
Además de lo narrado, es esencial comprender que el mundo de los libros raros y antiguos no se limita a un comercio de objetos; es un territorio donde el pasado, la cultura y la identidad se entrelazan. La pasión por la lectura y el conocimiento genuino puede entrar en conflicto con los intereses comerciales, y en ese choque se generan leyendas y mitos que dan vida a personajes y lugares que parecen sacados de otro tiempo o dimensión. Por ello, el lector debe reconocer que más allá de la apariencia y la codicia, los libros son portales de historia y misterio, y que cada ejemplar puede encerrar secretos tan valiosos como cualquier joya.
¿Qué ocurre cuando lo sobrenatural se mezcla con la realidad cotidiana?
Era una tarde tranquila cuando el señor Templeton decidió revisar el dormitorio tras un largo día. Las cortinas de crema se movían levemente por la ventana, mientras que la silla de abuelo, con su respaldo alto y tapizada en un rep con patrones, se encontraba junto a la chimenea. Frente a ella, la cama doble. Había trabajado en ella la noche anterior, rodeado de papeles, y el recuerdo de esas horas aún pesaba en su mente. Se acercó a la silla, metió las manos en los bolsillos y miró fijamente a su alrededor. Luego se dirigió al tocador, abrió uno de los cajones y vio la ropa de su esposa, Hettie, doblada con esmero: camisas de dormir y prendas de algodón, perfectamente ordenadas. Sin embargo, algo en el lado izquierdo del cajón le llamó la atención: unos vestidos de noche arrugados, sin planchar.
"Pruebas, pruebas", murmuró al mirar las arrugas sobre la seda. No podía evitar pensar que algo había sucedido en esa habitación después de su partida esa mañana. Los sirvientes decían haber encontrado una bata de dormir extraña en el suelo, aunque, al observarla bien, era evidente que era de Hettie. "Supongo que un doctor diría que fui yo quien la dejé allí en un trance", continuó para sí mismo. Había pasado ya dos noches complicadas, y el miedo lo invadió mientras recordaba lo sucedido antes.
La noche anterior, mientras trabajaba en la cama, no había movido la silla, dejándola como estaba, con el respaldo hacia él. A las dos de la mañana, cuando levantó la vista, algo le pareció extraño. Al principio, pensó que era producto de su imaginación cansada, pero algo no encajaba. Sus ojos se posaron en las manos que colgaban sin dueño sobre el respaldo de la silla. Estaba solo, pero esas manos no deberían estar allí. Sintió un escalofrío que recorrió su espina dorsal, y la sensación de frío se intensificó. A pesar de su miedo, intentó racionalizar, convencido de que era solo el cansancio. Sin embargo, la imagen no se desvaneció, y la inquietud lo mantuvo en vela hasta el amanecer.
Al despertar a las cinco de la mañana, sintiendo el cansancio y la confusión, decidió salir de la habitación y caminar por el césped empapado de rocío. Necesitaba claridad, y el aire fresco era su única esperanza. La noche siguiente fue similar, pero su mente ya estaba preparada para racionalizar lo sucedido. Pensó que la visión anterior había sido una alucinación provocada por el agotamiento. Sin embargo, mientras trabajaba en la cama, esa misma silla parecía cobrar vida de nuevo. Esta vez, los movimientos no dejaban lugar a dudas: algo se estaba moviendo.
“¿Quién está ahí?”, gritó, pero la respuesta fue un silencio inquietante, solo interrumpido por un ruido sordo, como si un objeto hubiera caído al suelo. El terror lo invadió cuando un objeto se apareció sobre el respaldo de la silla, un corsé con un tirante colgando de él. Cuando el señor Templeton reconoció lo que había visto, su corazón comenzó a latir con fuerza, y la confusión le nubló la mente. Faintó. El cuarto estaba oscuro cuando despertó, y un leve sonido de porcelana lo hizo girarse hacia el lavabo. Allí, en la penumbra, vislumbró a una figura femenina que parecía estar desvistiendo. La idea de que alguien, una mujer, estuviera allí, le heló la sangre.
Hettie, su esposa, llegaría a las doce y media de la noche, y él esperaba no estar solo cuando eso sucediera. Había colocado la silla mirando hacia él, como si quisiera estar preparado para lo que vendría. Las horas pasaban lentas, el dolor de cabeza se intensificaba, y cuando finalmente Hettie llegó, él trató de mantenerse tranquilo. Su cabeza le daba vueltas, pero su mente no dejaba de recordar el extraño comportamiento de la silla, los ruidos y la visión que lo había perseguido. Cuando ella entró en la habitación, él intentó dormir, aunque las sensaciones extrañas no lo dejaban en paz.
La presencia que había sentido esa noche no podía ser explicada. El frío, la quietud, la incomodidad en la cama… todo apuntaba a algo más allá de lo racional. El sueño se mezclaba con la vigilia, y él sintió una desconcertante sensación de que, al menos esa noche, su esposa no estaba completamente con él. Como si algo estuviera ocupando su lugar, frío y distante. A pesar de su estado de agotamiento, la sensación de ser observado no desapareció.
La noche se alargó. Un pensamiento cruzó la mente de Templeton mientras miraba la silla una vez más, antes de caer en un sueño profundo, perturbado por sus propios pensamientos y miedos. ¿Qué ocurría cuando lo sobrenatural se filtraba en la realidad cotidiana? ¿Hasta qué punto la mente humana es capaz de racionalizar lo inexplicable? El señor Templeton no estaba seguro de qué había sucedido exactamente en esa habitación, pero sabía que su vida había cambiado. Ahora solo quedaba esperar la respuesta que solo él podría encontrar.
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