La distinción entre libertad negativa y libertad positiva, planteada por Isaiah Berlin en la década de 1950, sigue siendo relevante en los debates políticos contemporáneos. La libertad negativa, o la libertad de intervención, se refiere a la ausencia de la acción del Estado sobre el individuo, permitiendo que las personas vivan sus vidas sin la interferencia de gobiernos u otras fuerzas externas. Esta noción de libertad ha sido defendida, sobre todo, por conservadores, quienes argumentan que el papel del gobierno debe limitarse al mínimo necesario para garantizar que no se interfiera en las decisiones individuales. En contraposición, la libertad positiva se entiende como la capacidad de los individuos o grupos para actuar conforme a sus propios ideales, buscando imponer su visión del mundo sobre otros a través de la intervención estatal.

Berlin argumentaba que los movimientos anticoloniales en África y el movimiento por los derechos civiles en los Estados Unidos no eran, en realidad, una expresión de la libertad de los oprimidos, sino un intento de imponer una visión del mundo particular sobre otro grupo. Para los conservadores, este tipo de intervención es una distorsión de la verdadera libertad. Desde su perspectiva, los esfuerzos por garantizar derechos a grupos marginados, como la prohibición de la discriminación en lugares privados de negocio, son una violación de la libertad individual, que debería proteger el derecho a la propiedad privada y la autonomía empresarial.

Los conservadores insisten en que el propósito debe ser preservar un espacio donde cada individuo pueda vivir sin la imposición de valores ajenos, lo que los lleva a rechazar legislaciones que busquen la justicia social como la Ley de Derechos Civiles en los Estados Unidos, tal y como lo argumentó Ayn Rand, quien veía tal legislación como un atentado contra la propiedad privada. Para Rand y otros, el verdadero peligro radica en reemplazar una tiranía por otra, manteniendo el principio de libertad negativa como la única forma legítima de libertad.

Sin embargo, este marco de libertad negativa presenta limitaciones importantes. En primer lugar, hay una tendencia a ignorar las maneras en que las acciones de los grupos mayoritarios afectan la libertad de los grupos minoritarios. Los conservadores insisten en que el único problema es la intervención del gobierno, pero a menudo no toman en cuenta cómo las decisiones de los individuos, las corporaciones o los grupos más poderosos pueden restringir la libertad de otros. La libertad de evitar impuestos, por ejemplo, socava los recursos que se destinan a servicios públicos esenciales en las ciudades, afectando a quienes más dependen de ellos, como los habitantes de barrios empobrecidos o las personas desempleadas. Asimismo, la libertad para contaminar o para pagar salarios bajos impacta negativamente a las personas vulnerables.

Una de las manifestaciones más evidentes de esta contradicción es la movilidad de las familias blancas en respuesta a la llegada de familias negras a barrios antes homogéneos. Este acto, aparentemente espontáneo, en realidad es el resultado de un comportamiento colectivo, organizado, y respaldado por políticas públicas, como el acceso a créditos hipotecarios y la intervención del mercado inmobiliario, lo que permite la segregación sin necesidad de leyes explícitas que impongan la exclusión. Este fenómeno muestra cómo la libertad negativa, cuando se interpreta de manera superficial, oculta las estructuras de poder que perpetúan las desigualdades.

Por otro lado, el declive urbano, un fenómeno que a menudo se presenta como un resultado de decisiones políticas mal concebidas o de la falta de intervención estatal, también está vinculado a esta visión de la libertad negativa. Si bien los esfuerzos por mejorar la vida en barrios deteriorados, como la renovación de espacios públicos o la contratación de residentes locales para mantener áreas verdes, pueden ofrecer mejoras inmediatas, estas iniciativas no resuelven el problema estructural de fondo. En lugar de atacar las raíces de la pobreza o de la exclusión, estas medidas son, en muchos casos, pequeñas soluciones temporales que dependen de la filantropía y la buena voluntad, pero que no cuentan con un plan de acción a gran escala.

Este enfoque fragmentado y limitado no es suficiente para revertir el daño causado por políticas económicas y sociales que favorecen a los más ricos a expensas de los más pobres. Para lograr un cambio significativo, se requiere una transformación profunda en la manera en que se conciben y aplican las políticas públicas. Solo mediante un esfuerzo colectivo y coordinado, que considere las necesidades de todas las partes, se podrá avanzar hacia una sociedad más equitativa y libre.

En definitiva, la libertad negativa es un concepto que se ha utilizado históricamente para justificar la preservación de las estructuras de poder existentes. Si bien es importante reconocer el valor de la autonomía individual, no se puede pasar por alto cómo las acciones de unos afectan la libertad de otros. El desafío es entender que la libertad para algunos no puede ser a expensas de la libertad de otros.

¿Qué enseñanzas nos deja la historia de Detroit y su declive?

Detroit, otrora la joya industrial de Estados Unidos, ha pasado por una serie de transformaciones complejas que han moldeado su presente. La ciudad, famosa por ser la cuna de la industria automotriz y un modelo de prosperidad durante gran parte del siglo XX, comenzó a enfrentar un colapso económico que parecía impensable en su apogeo. Diversos factores han jugado un papel en esta debacle, y uno de los principales ha sido el abandono de políticas públicas efectivas, influenciadas por diversas ideologías neoliberales.

A lo largo de las décadas, las narrativas sobre las causas del declive de Detroit han sido muchas y diversas. Una de las interpretaciones más comunes entre economistas y pensadores de la corriente neoliberal, como Edward Glaeser, sostiene que las ciudades como Detroit se ven arrastradas hacia el abismo debido a la intervención estatal. Glaeser, en su libro Triumph of the City, argumenta que la sobreregulación y el peso de los sindicatos contribuyeron a desmantelar una industria una vez robusta. Según esta visión, Detroit, al igual que otras ciudades del país, cayó víctima de un excesivo control gubernamental que sofocó la creatividad empresarial y la innovación.

Por otro lado, la ciudad ha sido vista a menudo como un ejemplo de la mala gestión urbana, la que, en términos más coloquiales, se ha reducido a una suerte de desastre urbano. Sin embargo, no hay consenso entre los expertos sobre qué factores exactos provocaron su caída. Algunos sostienen que la globalización fue una fuerza principal al deslocalizar la manufactura, mientras que otros argumentan que fueron los propios líderes de la ciudad y sus políticas, centradas en la expansión y el apoyo a la clase trabajadora, quienes llevaron a Detroit a la ruina.

Lo cierto es que la historia de Detroit es también una historia de segregación racial y social. La ciudad, marcada por una fuerte división entre blancos y afroamericanos, sufrió durante los años 60 y 70 los efectos de políticas públicas que reforzaron esta segregación. La exclusión de la comunidad negra de los procesos económicos y políticos significó una limitación en las oportunidades para una gran parte de la población. Mientras los suburbios crecían y se desarrollaban, el centro de la ciudad caía en un abandono progresivo.

Además, Detroit se convirtió en un campo de pruebas para diversas ideas neoliberales que pretendían aplicar soluciones rápidas y eficaces a los problemas urbanos. A menudo, las recetas económicas que se aplicaron no fueron acompañadas de un análisis profundo sobre las realidades sociales y culturales de la ciudad. Uno de los enfoques que se utilizó fue el de priorizar grandes instituciones como universidades y hospitales como motores de desarrollo económico, lo que ha generado una visión contradictoria sobre el futuro de la ciudad. A pesar de las inversiones, algunas de estas propuestas no lograron transformar realmente la ciudad o su economía.

En cuanto a los movimientos más recientes, la llamada "urbanología popular" se ha instalado como una forma de lucha por el renacimiento de Detroit. Aquí se destacan los esfuerzos de la ciudadanía para reconstruir la ciudad mediante acciones de base, como el cultivo urbano, la reutilización de edificios y el fortalecimiento de comunidades locales. Este enfoque, que a menudo se define como "hazlo tú mismo" o DIY urbanism, ha sido un intento de devolverle a los ciudadanos el control sobre el destino de sus barrios. Sin embargo, el riesgo de este enfoque es que puede terminar siendo una forma de parche, sin abordar las raíces profundas de los problemas estructurales de la ciudad.

Los líderes conservadores también han adoptado un enfoque crítico hacia el papel del gobierno en el declive de Detroit. En este sentido, figuras como Michael Tanner, del Cato Institute, sostienen que el colapso de la ciudad fue provocado no tanto por la globalización o la competencia internacional, sino por una administración local incapaz de lidiar con los desafíos sociales y económicos. Según esta perspectiva, Detroit es un ejemplo de lo que ocurre cuando las políticas públicas intervienen demasiado en los mercados locales y la economía.

Es esencial entender que el futuro de Detroit no está determinado solo por la suma de sus problemas pasados. La ciudad sigue siendo un campo de experimentación para muchas ideas sobre el urbanismo, la economía y la política. Mientras algunos siguen apostando por las soluciones neoliberales que buscan reducir la intervención estatal, otros abogan por un enfoque más inclusivo que considere las necesidades de todos sus habitantes, especialmente de aquellos que han sido históricamente marginados.

Es crucial que los lectores comprendan que la historia de Detroit no es una mera advertencia sobre los peligros del declive económico; es también un recordatorio de la importancia de entender las dinámicas políticas, sociales y raciales al analizar el futuro de las ciudades. El caso de Detroit subraya la necesidad de adoptar enfoques integrales que no se centren únicamente en la economía, sino también en la justicia social, la equidad y la participación ciudadana.