El cristianismo, en su origen, no fue solo una tradición religiosa; fue una nueva forma de entender la relación entre Dios y la humanidad, una reinterpretación radical de los viejos conceptos de la salvación y el pueblo elegido. En los primeros días del movimiento cristiano, la figura de Jesús representaba la culminación de una serie de promesas divinas, donde lo humano y lo divino se encontraban en un punto crucial de la historia. Dios, en la persona de Jesús, se hace completamente accesible, una presencia tangible que no solo redime a un pueblo, sino que ofrece una salvación sin distinción de etnias o estatus. Este mensaje universal, que se despliega en los textos de la nueva iglesia, se convierte en el eje central de la teología cristiana primitiva, especialmente en la visión de Pablo.

Cuando Pablo habla de la nueva creación, de la reconciliación de todos los seres humanos con Dios a través de Cristo, no está solo hablando de un cambio abstracto. Está describiendo un nuevo paradigma de vida, un modo de ser en el mundo que transciende las fronteras de la cultura, la raza y las tradiciones religiosas. En este sentido, la muerte y resurrección de Jesús se presentan como los momentos culminantes de una historia cósmica de liberación. La crucifixión de Jesús no solo fue un sacrificio individual, sino una demostración de la solidaridad de Dios con el sufrimiento humano, una respuesta radical contra el mal que define la condición humana. La resurrección, por su parte, asegura que esa lucha contra el mal no es en vano, que la vida que Jesús ofrece tiene la última palabra frente a la muerte.

Pablo, en su incansable misión de expandir el evangelio, introduce una ruptura con el pensamiento tradicional del pueblo judío. Al afirmar que “no hay distinción entre judío y griego”, está proponiendo que la salvación no depende de las normas externas de la ley judía ni de la pertenencia a una comunidad étnica específica. El evangelio no pide una conversión a un modo de vida cultural específico, sino una incorporación a una nueva humanidad en Cristo. Esta revelación de un Dios sin fronteras se presenta en las cartas de Pablo como un llamado a todos los pueblos de la tierra a convertirse en parte de una creación renovada, donde las divisiones humanas pierden su relevancia frente a la unidad que Cristo ofrece.

Este concepto de "ser uno en Cristo" representa la disolución de las estructuras jerárquicas que, históricamente, han dividido a los seres humanos. En la carta a los Gálatas, Pablo declara que “ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, hombre ni mujer”, lo que no solo subraya la igualdad fundamental ante Dios, sino que plantea una nueva forma de convivencia humana, basada en la fraternidad universal que se origina en el amor divino. Esta visión radical de la comunidad cristiana como una sociedad sin distinciones externas está lejos de ser un simple ideal teórico. Más bien, es un mandato ético que define la forma en que los creyentes deben vivir en el mundo, llevando a cabo una justicia social que surge de la gratitud hacia Dios.

El cristianismo, entonces, no es solo una religión de salvación personal, sino también un desafío a las estructuras sociales existentes. El "cuerpo de Cristo" es, para Pablo, una metáfora de la iglesia extendida por todo el mundo, una iglesia que está llamada a involucrarse activamente con la diversidad humana. El evangelio de Cristo debe ser vivenciado no solo en el ámbito privado, sino que debe manifestarse de manera concreta en las estructuras sociales, económicas y políticas de cada comunidad. La invitación que Pablo hace a los gentiles a participar en este movimiento no implica un adoctrinamiento cultural o una sumisión a rituales externos, sino una transformación interior, un “nacimiento” a una nueva creación.

Esta nueva creación es un acto de gracia: Dios no se limita a actuar dentro de las fronteras de Israel, sino que se extiende a todos los pueblos. La gracia divina, en este contexto, no es solo un favor personal, sino una fuerza cósmica que transforma la realidad humana en su totalidad. Al ofrecer su amor sin distinciones, Dios abre las puertas a una humanidad renovada, en la que cada individuo, independientemente de su origen o estatus, es llamado a experimentar la redención y a vivir en el amor activo que emana de Cristo.

Para el cristiano, la salvación no se experimenta solo como una cuestión espiritual individual, sino como una respuesta ética y social a la vida en comunidad. La fe se traduce en acciones concretas de amor y justicia, donde cada acto de generosidad, de empatía, y de lucha por la igualdad se convierte en una manifestación de la nueva creación que ya ha comenzado en Cristo. Es aquí donde el cristianismo, lejos de ser un refugio para unos pocos, se convierte en una fuerza transformadora que busca sanar las heridas de la sociedad y promover una convivencia más justa y equitativa.

La tarea del cristiano, por tanto, no es simplemente esperar la salvación como un futuro prometido, sino ser un agente activo de la transformación que ya está en marcha. La nueva creación no es solo un estado futuro, sino una realidad presente, una invitación a vivir el amor y la justicia de manera tangible en el mundo.

¿Puede renacer el evangelio social en la América contemporánea?

En las últimas décadas, la interacción entre fe cristiana y política social ha sufrido altibajos que reflejan tensiones profundas entre el compromiso religioso y las corrientes ideológicas contemporáneas. La tradición del evangelio social, que en su origen supo articular una visión cristiana de la justicia social y el bien común, parece estar en un proceso incierto de reaparecimiento, enfrentando retos tanto internos como externos.

Históricamente, la socialdemocracia europea encontró en el pensamiento cristiano una base sólida, como lo muestran los trabajos de Gary Dorrien, quien rastrea las raíces teológicas y políticas de ese movimiento. Teólogos como Rauschenbusch, Tillich, Moltmann, y Gutierrez aportaron visiones de un socialismo cristiano no marxista, que buscaba armonizar la libertad individual con el bien común, el reino de Dios con la praxis histórica. Estas reflexiones son vitales para entender que la justicia social no es ajena a la tradición cristiana, sino que surge de sus fundamentos más profundos.

Sin embargo, en Estados Unidos, el panorama es más complejo. Mientras que en la primera mitad del siglo XX el evangelio social tuvo un auge notable, con protestantes y católicos involucrados activamente en la promoción de reformas estructurales, en las últimas décadas la narrativa ha cambiado. El resurgimiento del ala derecha cristiana, a partir de los años ochenta, introdujo una visión centrada en el individualismo, la piedad personal y una estrecha alianza con el capitalismo corporativo, desacreditando la justicia social como discurso legítimo dentro del cristianismo bíblico.

Este giro dejó a la izquierda religiosa con dificultades para conectar con amplias capas sociales que, por razones culturales o económicas, se alejaron o fueron cooptadas por mensajes anti-socialistas, marcados por un nacionalismo que mezcla aspiraciones estadounidenses con una idea de Dios ligada a la “mano invisible” del libre mercado. Así, el evangelio social fue desplazado, no sólo del espacio público, sino también del imaginario colectivo cristiano dominante.

La posibilidad de un nuevo evangelio social requiere un replanteamiento radical. No se trata de instaurar una teocracia, sino de recuperar un espacio público plural y dialogante donde las tradiciones cristianas puedan aportar su visión histórica de un Dios que actúa en la historia a favor de los oprimidos, el marginalizado y el pobre. La proclamación de Jesús sobre el Reino de Dios no puede reducirse a lo individual ni a lo espiritual desconectado de la justicia social.

Este resurgimiento implica que las iglesias principales y las comunidades evangélicas reexaminen sus alianzas y enfoques, superando la polarización que ha dividido a la sociedad y el campo religioso. No es casual que en 1973 los evangélicos impulsaran una renovada preocupación social con la Declaración de Chicago, planteando la responsabilidad cristiana frente a la injusticia estructural. Sin embargo, la resistencia cultural y política a estas propuestas muestra que aún queda un largo camino para una síntesis fecunda entre fe y justicia social.

Importa reconocer que el cristianismo no debe identificarse ni con la derecha ni con la izquierda política, sino con una visión ética que desafía tanto el totalitarismo como el individualismo radical. La fidelidad bíblica reclama un compromiso público que integre amor, justicia y cuidado del prójimo, especialmente los más vulnerables, sin renunciar a la libertad y autonomía personal.

Este proceso de renovación exige recordar el Dios del éxodo y de los profetas, reencontrar la experiencia original de la fe y proyectar una comunidad renovada que encarne el sueño de un pueblo en pacto para el bien común y la paz con la creación. La reformulación del evangelio social puede ser una llamada para que los cristianos actuales, desde sus diversas tradiciones, contribuyan a una sociedad más justa y solidaria, sin perder de vista que la transformación social va acompañada de una renovación espiritual profunda.

Es crucial comprender que la reconstrucción de un compromiso cristiano con la justicia social no es un retorno nostálgico al pasado ni una imposición dogmática, sino un diálogo abierto que incorpora diversidad de voces y se nutre de una reflexión teológica madura. La tensión entre autonomía individual y bien común, libertad y justicia, debe ser abordada con honestidad y creatividad, evitando extremos que paralicen el actuar colectivo.

Además, la relación entre el reinado de Dios y la praxis histórica no es un mero ideal utópico, sino un horizonte ético que impulsa la acción concreta en el presente. Esta visión sostiene que la fe cristiana, lejos de aislarse en lo privado, tiene una vocación pública que busca transformar estructuras sociales para que reflejen dignidad, equidad y fraternidad.

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¿Por qué muchos rechazan el mensaje liberador de Dios como si fuera una carga demasiado pesada?

La negativa tajante, sin remordimientos, sin vacilación, se ha vuelto una forma común de responder al llamado divino: la religión es una vergüenza pública, Dios es un invento, y ninguna persona pensante —mucho menos un científico o racionalista— puede tomar en serio la posibilidad de que Dios, la humanidad y el universo estén embarcados en una misión conjunta. Somos lo que somos. Bajo esta lógica, cualquier llamado a transformación profunda se percibe como un delirio, una ilusión romántica sin lugar en un mundo regido por la certeza fría y la eficiencia calculada.

Pero incluso entre los que no rechazan abiertamente a Dios, hay una aceptación tibia, un “tal vez” que parece más una evasión que una respuesta. Ese “tal vez” camufla una conclusión tácita: el mensaje de liberación es irreal, demasiado exigente, incompatible con la vida moderna. La espiritualidad se relega a una esquina íntima y silenciosa de la conciencia, lejos del compromiso político o social. No estamos hechos para la revolución. No queremos reformar el mundo; apenas podemos reformar nuestras rutinas.

Las antiguas comunidades monásticas que una vez fueron faros de la presencia de Dios en la tierra, cuando perdieron su voluntad de renovarse, cayeron en lo que los antiguos llamaban acedia, una forma de pereza espiritual difícil de detectar pero devastadora. Hoy esa misma pereza se manifiesta como desapego irónico, una renuncia disfrazada de lucidez filosófica. El evangelio, con sus demandas de justicia, misericordia y humildad, exige demasiado: atención, tiempo, entrega, vida cambiada. Preferimos una fe que no moleste, un Jesús encerrado en un compartimento del piso superior de nuestras ocupadas existencias.

Y sin embargo, el rechazo no viene solo del secularismo. Muchos cristianos —no pocos, sino una mayoría significativa— rechazan la idea de un Dios que libere, que ponga a los pobres en el centro, que derribe estructuras. Esa gracia les parece un riesgo moral: atraería a los oportunistas, desestabilizaría el orden, amenazaría la respetabilidad. En su lugar, prefieren sistemas religiosos jerárquicos que reparten salvación en cuotas, privilegian la virtud individual y evitan las implicaciones sociales del mensaje bíblico.

Para estos creyentes, la teología de la liberación no es buena noticia, sino noticia falsa. No pueden aceptar que la justicia social, que incluye a las mujeres, a las personas LGBTQ+, a los marginados, sea parte del llamado de Dios. Un Dios que “va demasiado lejos” no puede ser el verdadero. Porque si lo fuera, amenazaría la estabilidad del estilo de vida americano, ese que idolatra el mérito, el éxito individual, la propiedad privada, el mercado sin restricciones.

El otro evangelio que siguen no es el de Jesús, sino el del capitalismo estadounidense convertido en teología: el éxito material como signo de elección divina, el esfuerzo individual como vía de redención, la prosperidad como recompensa moral. En esta narrativa, el cristianismo verdadero no es comunidad, no es bien común, no es justicia estructural; es una relación privada con Jesús que produce virtud personal… y acceso al cielo. Mientras tanto, en las calles, ese cristianismo se alinea con ideologías conservadoras que niegan la interdependenci