La presidencia de Donald Trump ha sido marcada por una retórica racista explícita y una estrategia política que apela a temores y prejuicios de sectores específicos de la población. Su discurso, que incluye declaraciones infames como la acusación falsa de que todos los inmigrantes haitianos tienen sida o la defensa de símbolos confederados, ha servido para legitimar una visión excluyente y divisiva de la sociedad estadounidense. El testimonio de Michael Cohen, exabogado personal de Trump, ante el Congreso reveló que Trump no solo promueve estas ideas públicamente, sino que también las mantiene en privado, señalando que incluso preguntó si existía algún país gobernado por una persona negra que no fuera un "agujero de mierda". Esta crudeza revela un patrón sistemático de racismo que se inserta en el núcleo mismo del poder.

El análisis histórico no es menos grave: Jon Meacham, historiador galardonado, sitúa a Trump a la par con Andrew Johnson, uno de los presidentes más racistas de la historia estadounidense, quien defendió la incapacidad de los afroamericanos para gobernarse y la necesidad de una supervisión estricta para evitar su supuesta regresión hacia la barbarie. A lo largo de la historia, presidentes como Nixon y Reagan también han mostrado actitudes racistas, evidenciando que este fenómeno trasciende partidos políticos y épocas, pero el estilo y la crudeza de Trump marcan un nuevo nivel en la expresión política de estos prejuicios.

La estrategia de Trump es consciente y calculada: sabe que su base electoral se compone principalmente de votantes blancos que reaccionan negativamente a la creciente diversidad demográfica del país. Este segmento de la sociedad se siente amenazado por la pérdida de hegemonía cultural y demográfica, lo que Trump capitaliza fomentando la percepción de un "nosotros" amenazado por un "ellos" distinto, usando el miedo y la xenofobia para mantener su apoyo. Su incapacidad o falta de voluntad para discutir logros políticos se compensa con ataques personales y simplificaciones populistas que apelan a la identidad y al resentimiento. Esto no solo polariza la sociedad, sino que erosiona las bases mismas de la democracia y los derechos humanos, al etiquetar a los opositores como "el otro" no merecedor de consideración.

En Europa, la situación presenta paralelismos significativos. El fenómeno populista ha emergido como respuesta a la llamada "invasión migratoria" desde África y Medio Oriente, que ha sido instrumentalizada para alimentar el nacionalismo de derecha y la defensa de una identidad cultural percibida como amenazada. El caso del Brexit ejemplifica esta dinámica: el referéndum de 2016 simplificó problemas complejos en una elección polarizada entre permanecer en la Unión Europea o abandonar la institución, utilizando el miedo a los migrantes y la nostalgia por un pasado nacional idealizado para movilizar votos. La idea de "Britain first" no solo busca preservar una identidad, sino que también se traduce en un rechazo hacia aquellos considerados extranjeros o diferentes, una actitud que alimenta divisiones internas y tensiones sociales.

La elección de Boris Johnson como primer ministro británico consolidó el rumbo populista, con un liderazgo carismático pero cuestionado, elegido por una minoría privilegiada dentro de su partido. Su llegada al poder coincidió con el avance del Brexit y la confrontación con la UE para definir los términos de la salida. Esto ejemplifica cómo movimientos populistas, al basarse en sentimientos de exclusión y miedo, pueden acceder al poder sin un respaldo popular amplio y representativo, lo que cuestiona la calidad democrática del sistema.

En Polonia, el ascenso del partido Ley y Justicia (PiS) ha alarmado a la Unión Europea debido a sus políticas autoritarias y su retórica populista que denuncia una supuesta élite corrupta y desvinculada del pueblo. La vuelta al poder del PiS en 2015 fue una sorpresa para muchos, pero reflejó el descontento con las élites tradicionales y el deseo de afirmación nacionalista. Este fenómeno no es aislado, sino parte de una tendencia en Europa que, bajo la bandera del populismo, está erosionando los valores liberales y democráticos en nombre de la defensa de la soberanía y la identidad.

La convergencia de estos movimientos en Estados Unidos y Europa revela que el racismo y el populismo están siendo utilizados como herramientas políticas para canalizar el malestar social, pero también para consolidar estructuras de poder excluyentes. La apelación a la identidad étnica, cultural o nacional, combinada con un discurso de victimización y amenaza, crea un terreno fértil para el autoritarismo y la discriminación institucionalizada. Este contexto obliga a entender que la defensa de la democracia no puede limitarse a la formalidad electoral, sino que debe incluir la protección activa de los derechos humanos y la promoción de una convivencia basada en el respeto y la diversidad.

Además, es fundamental reconocer que estos fenómenos no ocurren en un vacío histórico o social; son el resultado de procesos económicos, culturales y políticos complejos, incluyendo la globalización, la desigualdad creciente y la crisis de representación política. Ignorar estas causas subyacentes solo servirá para profundizar la polarización y el conflicto social, mientras que abordarlas requiere un compromiso real con la justicia social y la inclusión.

¿Por qué persiste la resistencia a las vacunas y cómo afecta la salud pública global?

En varias ciudades del mundo, el resurgimiento de enfermedades prevenibles por vacunación, como el sarampión y la varicela, evidencia un problema profundo relacionado con la difusión de desinformación y el rechazo irracional a la ciencia médica. Un caso notable es la reciente ola de sarampión en Nueva York, atribuida en parte a la influencia de publicaciones como The Vaccine Safety Handbook, una revista producida por un grupo anónimo que desacredita sistemáticamente las vacunas, acusándolas sin fundamento de contener “toxinas” y relacionándolas con trastornos como el autismo, el TDAH o incluso la muerte súbita infantil. Además, esta revista ha propagado falsedades sobre la supuesta incompatibilidad de las vacunas con ciertas creencias religiosas, un argumento que carece de base real y contribuye a la resistencia en comunidades específicas.

Esta oposición a las vacunas no es un fenómeno aislado ni reciente. En Estados Unidos, grupos que buscan restablecer exenciones religiosas a las vacunas emergen a pesar del consenso científico que respalda la eficacia y seguridad de las inmunizaciones. La eliminación de dichas exenciones en varios estados se ha realizado justamente para combatir brotes epidémicos que amenazan la salud pública. El rechazo a la vacunación, por motivos religiosos o ideológicos, ha provocado la peor epidemia de varicela en décadas en estados como Carolina del Norte, subrayando cómo decisiones individuales pueden desencadenar consecuencias colectivas severas.

La irracionalidad y el rechazo a la ciencia constituyen una amenaza global. La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha identificado la “vacilación ante las vacunas” como uno de los diez principales riesgos para la salud mundial, dada su capacidad para revertir décadas de avances en la erradicación de enfermedades. Las vacunas salvan millones de vidas anualmente, y el aumento de casos de sarampión —un 30 % a nivel global según la OMS— demuestra el costo de la desconfianza y la ignorancia.

Ejemplos internacionales ilustran la gravedad del problema. Italia, tras imponer una ley que requería la vacunación obligatoria para ingresar a guarderías y escuelas, la eliminó un año después bajo presiones políticas y sociales, a pesar de la evidencia científica y la fuerte oposición de la comunidad médica. Esto se tradujo en un incremento alarmante de casos de sarampión, posicionando al país como uno de los más afectados en Europa. La polémica fue exacerbada por una sentencia judicial que, aunque posteriormente anulada, vinculó erróneamente la vacuna triple viral con el autismo, avivando el movimiento antivacunas en Italia y más allá.

En África, países como Uganda y Madagascar enfrentan rebrotes masivos de sarampión, con miles de casos y cientos de muertes, principalmente debido a bajas tasas de vacunación y problemas logísticos, pero también por la decisión de algunas comunidades de rechazar las inmunizaciones. En Asia, el regreso de la poliomielitis en Pakistán es un ejemplo de las consecuencias letales del rechazo a las vacunas, influenciado por rumores, desconfianza en el sistema médico y barreras culturales. El incremento de casos en un país que estaba cerca de erradicar esta enfermedad devastadora resalta cómo el avance científico puede verse comprometido por la resistencia social.

Esta situación pone de manifiesto que el problema no es solo técnico o sanitario, sino también cultural, social y político. La difusión de noticias falsas, la politización de la salud pública y la falta de educación científica contribuyen a la persistencia de esta crisis. En muchas regiones, el acceso a información confiable y la educación en ciencia son limitados, lo que facilita que mitos y teorías infundadas ganen terreno. La responsabilidad colectiva para proteger a las comunidades exige no solo la provisión de vacunas, sino también el combate efectivo a la desinformación y la promoción de la confianza en la ciencia.

La lucha contra la vacilación ante las vacunas debe entenderse como un componente crucial para preservar los logros en salud pública y evitar la reaparición de enfermedades controladas. Es fundamental reconocer que las decisiones individuales tienen un impacto comunitario y que la inmunidad colectiva depende de la cooperación y el compromiso social con la ciencia y la prevención. La educación, la transparencia y la comunicación honesta y accesible con el público son herramientas esenciales para enfrentar esta problemática.

Además, es importante comprender que la negación científica no se limita a la vacunación; también se refleja en la negación del cambio climático y en la resistencia a adoptar medidas necesarias para enfrentar crisis globales. Esta actitud pone en riesgo el bienestar futuro de las sociedades y requiere un esfuerzo coordinado desde todos los ámbitos: gobierno, educación, medios y organizaciones internacionales.