La historia está llena de figuras que, a lo largo de los siglos, han deslumbrado por su poder, influencia y capacidad para moldear las naciones que lideraban. Sin embargo, en algunos casos, el ejercicio de ese poder ha ido acompañado de características y comportamientos que rayan en lo absurdo o lo aterrador. Tal es el caso de Donald Trump y el emperador romano Calígula, cuyas figuras, a pesar de ser separadas por más de dos mil años, presentan sorprendentes paralelismos.

Trump, al igual que Calígula, cultivó un culto a la personalidad dentro de su círculo cercano. No es un secreto que los colaboradores de Trump, como Stephen Miller, lo elogiaban públicamente de manera exagerada, llamándolo incluso un "genio político", algo que provocaba burlas y comparaciones con dictaduras autoritarias. Un ejemplo claro de esta actitud se vio en una reunión del gabinete en 2017, cuando el vicepresidente Mike Pence expresó su devoción hacia Trump de una manera tan efusiva que fue difícil de tomar en serio, tanto para observadores internos como externos. Esta sobrecarga de adulación no solo era molesta para quienes la presenciaban, sino también sintomática de un patrón en el que el líder no solo buscaba la obediencia, sino la adoración.

Calígula, en su reinado errático y sanguinario, también destacó por su relación patológica con el poder y la humillación pública de aquellos que le rodeaban. Su obsesión por la sexualidad y el control sobre sus súbditos lo llevó a tratar a las mujeres de la corte con un desprecio cruel, invitándolas a cenas donde las evaluaba físicamente como si fueran esclavas, para luego despojar a sus maridos de ellas de manera humillante. Trump, en este sentido, no se queda atrás. Según relatos, se jactaba de sus conquistas amorosas, incluso a expensas de las esposas de sus amigos. Con una actitud que rozaba la falta de escrúpulos, el expresidente utilizaba sus encuentros personales para humillar a quienes lo rodeaban, mientras se exhibía como una figura capaz de seducir y destruir relaciones ajenas.

Ambos personajes compartieron también una inclinación hacia la autoidealización y la creencia de que, de alguna manera, eran figuras predestinadas o divinas. Calígula, tras un conflicto con reyes clientes en Roma, proclamó "Que haya un solo señor, un solo rey", dejando claro quién se consideraba a sí mismo como esa figura suprema. En su reinado, además, empezó a exigir que lo trataran como un dios, llegando incluso a reemplazar las cabezas de estatuas de deidades como Júpiter por su propio rostro. Trump, por su parte, no dudó en hacer referencias mesiánicas, como cuando se autodenominó "el elegido" en 2019 durante una rueda de prensa sobre la guerra comercial con China. Aunque algunos trataron de restarle importancia a esa declaración, lo cierto es que encajaba en una narrativa mayor que lo posicionaba como un líder único, incapaz de ser comparado con otros.

En cuanto a la religión, Calígula comenzó a introducir elementos de la divinidad en su gobierno, apareciendo en público vestido como diferentes dioses, mientras exigía que los romanos, incluyendo senadores, lo veneraran como una deidad viviente. Trump, aunque no tan explícito en su devoción religiosa, aprovechó las tensiones sociales y políticas para mostrarse como un defensor de la fe. Un ejemplo claro de esto fue en 2020, cuando, en medio de protestas por la brutalidad policial, Trump hizo despejar una multitud pacífica para posar frente a una iglesia sosteniendo una biblia, gesto que, aunque superficial, buscaba conectar con un electorado cristiano que veía en él una especie de protector de la moral religiosa.

Otro punto en común entre Trump y Calígula es su propensión a utilizar el poder para su beneficio personal. Mientras Calígula era conocido por convertir sus caprichos en negocios lucrativos, como la apertura de un burdel en el palacio imperial para obtener ingresos adicionales, Trump no fue menos astuto. Durante su presidencia, la falta de separación entre sus negocios y su rol político le permitió seguir haciendo crecer su fortuna personal, a pesar de las numerosas denuncias de conflictos de interés.

Por último, tanto Calígula como Trump demostraron una obsesión por el control y la victoria a toda costa, incluso cuando eso implicaba hacer trampa. Calígula era conocido por hacer trampa en el juego de los dados, mientras que Trump, en su afición por el golf, también adquirió fama de hacer trampas, moviendo la pelota o mintiendo sobre las jugadas. Este comportamiento, en ambos casos, revelaba una visión del poder como algo que debe ser ganado a toda costa, sin importar la moralidad o la honestidad.

Es crucial entender que, aunque Trump y Calígula operaban en contextos históricos completamente distintos, ambos representaban el mismo tipo de poder absoluto: un poder basado en la manipulación de la imagen, la humillación de los demás y el control personal. Mientras que Calígula utilizaba su poder para cimentar su divinidad en Roma, Trump recurrió a la política y a los medios de comunicación para crear una imagen de sí mismo como una figura única e indispensable para la nación. La fascinación con el culto a la personalidad, la sexualización del poder y la utilización del gobierno para fines personales no solo fueron características comunes, sino también herramientas para consolidar y mantener el control.

¿Cómo la crisis económica y el desencanto social impulsaron el ascenso de Trump?

En las últimas décadas, la economía estadounidense ha atravesado una transformación estructural que ha desbordado las expectativas más optimistas. Desde 1965, el empleo manufacturero se había mantenido relativamente estable en alrededor de 17 millones de puestos, pero entre 2000 y 2010 sufrió un retroceso alarmante, cayendo en un tercio, con una pérdida de 5.8 millones de empleos. En 2010, el número de trabajadores en este sector era de menos de 12 millones, una cifra que apenas llegó a los 12.3 millones en 2016. Aunque la recesión de 2007-08 aceleró esta disrupción, los problemas estructurales, como la falta de inversión en capital, la baja productividad, la disminución de la producción y los crecientes déficits comerciales, tuvieron un papel fundamental.

Contrario a lo que muchos pensaban, los avances en productividad impulsados por la robótica o la automatización no fueron los principales causantes de la disminución del empleo manufacturero. Más bien, el sector comenzó a "vaciarse", un proceso de desindustrialización que afectó principalmente a los trabajadores de clase baja y media, especialmente aquellos en empleos manufactureros que tradicionalmente habían servido como una vía de ascenso hacia la clase media. Esta situación reveló un problema creciente de desigualdad de ingresos. Entre 1990 y 2013, el ingreso medio de los hombres sin diploma de secundaria cayó un 20%, mientras que para los hombres con un diploma de secundaria o estudios universitarios incompletos, la caída fue del 13%. La pérdida de empleos bien remunerados en el sector manufacturero afectó particularmente a estos grupos.

El impacto de esta disrupción económica también se reflejó en un aumento del malestar social. Aunque muchas personas pensaban que Estados Unidos estaba caminando hacia una homogeneización social donde la clase media predominaba, la realidad era muy diferente. Un nuevo espectro social surgió, el de una clase trabajadora cuyas perspectivas económicas se desplomaban. Esta clase, ahora empobrecida y resentida, fue vista de manera clara y furiosa durante la campaña presidencial de 2016, según el análisis de la OCDE.

Para entonces, muchos ya pensaban que la clase obrera estadounidense había sido absorbida en la clase media. Sin embargo, las elecciones de 2016 demostraron lo contrario: una gran parte de esta clase, especialmente los hombres blancos de clase baja, con educación limitada, se encontraron en la base de apoyo de Donald Trump. Este fenómeno no fue exclusivo de los menos educados, aunque este grupo fue una parte sólida de su base. De hecho, los votantes de Trump incluían también a personas con niveles educativos superiores, y su apoyo no se limitaba a los más pobres, sino que también abarcaba a aquellos con mayores ingresos. En las primarias republicanas de 2016, por ejemplo, Trump obtuvo el 61% de los votos en Nueva York, una victoria notable que se repitió en otros estados, lo que reveló un apoyo que trascendía las barreras de clase social y nivel educativo.

Para muchos, la simplista fórmula de Trump de "Hacer América grande de nuevo" resonó de manera profunda en un electorado cansado de ver cómo las generaciones futuras parecían tener menos oportunidades que las anteriores. De acuerdo con el Pew Research Center, dos tercios de los votantes de Hillary Clinton pensaban que la próxima generación estaría mejor, mientras que el 69% de los votantes de Trump temían que esta fuera a estar peor. Este contraste de perspectivas, que el escritor Andrew McGill definió como una "brecha de esperanza", fue explotado con destreza por Trump, quien pudo conectar con un amplio espectro de votantes a través de su mensaje cargado de emoción, nostalgia y desconfianza hacia la élite política.

Lo cierto es que la campaña de Trump no se sustentó en hechos concretos, sino en sentimientos crudos, apelando a un sentido profundo de pérdida, frustración y rechazo hacia el statu quo. Esta desconexión con la realidad se reflejó en su retórica, que a menudo evadía la verdad objetiva y favorecía un lenguaje que hablaba directamente a los temores e inseguridades de muchos estadounidenses.

La cuestión de la legitimidad fue también crucial en la figura de Trump. Siempre sintió que, a pesar de sus riquezas, nunca fue parte del círculo de la élite de "dinero viejo" que dominaba la sociedad estadounidense. Esta sensación de estar fuera de lugar, de no ser considerado uno de los suyos por la clase alta, alimentó una gran parte de su retórica. A lo largo de su vida, Trump cultivó un resentimiento hacia esa élite que nunca lo aceptó como igual, a pesar de su fortuna y su estatus social.

En última instancia, el ascenso de Trump no puede explicarse únicamente por su habilidad para movilizar a los menos educados o a los más desfavorecidos. La dinámica de su apoyo fue compleja, abarcando a personas de diversas clases sociales y niveles educativos. A través de un mensaje emotivo y polarizador, Trump consiguió capitalizar la frustración y el malestar de una parte importante de la sociedad estadounidense, que se sentía desplazada en un mundo cada vez más globalizado y centrado en la élite económica.

A lo largo de su mandato, Trump utilizó una serie de tácticas políticas para mantener energizada y movilizada a su base, garantizando que sus votantes no se desilusionaran o cuestionaran las políticas que en realidad favorecían a los más ricos. Mientras sus seguidores seguían apoyando sus mensajes populistas, la agenda neoliberal, que impulsó la deslocalización de empleos y el recorte de impuestos para los más adinerados, permaneció intacta.