El clima previo al primer debate presidencial entre Donald Trump y Joe Biden en 2020 estuvo marcado no solo por la tensión política, sino también por una lucha interna en el entorno inmediato del entonces presidente. Mark Meadows, jefe de gabinete, intentaba preparar a Trump para preguntas agresivas que abarcaran desde la pandemia hasta asuntos familiares. Su objetivo era mantener alejado a Rudy Giuliani, cuya fijación con los negocios internacionales del hijo de Biden ya había contribuido al primer juicio político contra Trump. Sin embargo, Giuliani logró infiltrarse en las sesiones de práctica, desvirtuando los ensayos con teorías y acusaciones sin sustento claro, mezcladas con insinuaciones sobre el consumo de drogas de Hunter Biden. El resultado fue evidente durante el debate. Cuando Biden evocó la memoria de su hijo fallecido, Beau, y su servicio militar, Trump lo interrumpió con un ataque dirigido a Hunter, hurgando con frialdad en su historial de adicción. Esta agresión personal fue percibida como una demostración de crueldad más que de fuerza, y para muchos marcó un punto bajo en la retórica presidencial reciente.

La noche del debate se convirtió en un espectáculo de interrupciones, insultos y descontrol, en el que Trump pareció más concentrado en su animadversión hacia los Biden que en articular una visión política coherente. Cuando fue cuestionado por su ambigüedad frente a los grupos supremacistas, Trump respondió con su ya infame frase: “Proud Boys, stand back and stand by”, legitimando indirectamente a una milicia violenta ante una audiencia nacional. Rechazó la caracterización del FBI sobre Antifa como un movimiento no organizado, y prefirió redirigir la culpa hacia la izquierda, en una maniobra que reflejaba más una estrategia de distracción que una comprensión real de la amenaza extremista.

El desconcierto no terminó en el escenario. La noche siguiente, tras un mitin en Minnesota, Trump mostró una imagen inusual: dormido en su silla durante el vuelo de regreso. Poco después se supo que Hope Hicks, asesora cercana, había dado positivo por coronavirus. Trump, con voz congestionada, participó por teléfono en un acto de campaña, sugiriendo que Hicks pudo haberse contagiado al abrazar a veteranos. En una entrevista televisiva esa misma noche, mencionó que estaba esperando los resultados de su propia prueba. Horas más tarde, anunció que él y la primera dama también eran positivos.

La reacción dentro de la Casa Blanca fue de parálisis. Mientras el público permanecía en la oscuridad, Jared Kushner pedía oraciones y Meadows gestionaba con la FDA la autorización de tratamientos experimentales con anticuerpos monoclonales. Trump, con su habitual fobia a la enfermedad, rechazaba la hospitalización. Solo cuando su nivel de oxígeno cayó notablemente accedió a ser trasladado al centro médico militar de Walter Reed. Caminó hacia el helicóptero con un maletín que no logró sostener hasta la puerta. Su aspecto, con ojos enrojecidos y cabello desarreglado, contrastaba violentamente con la imagen de fortaleza que intentaba proyectar.

En Walter Reed, los médicos diagnosticaron neumonía asociada al COVID-19 y le administraron esteroides de alta potencia, conocidos por afectar el estado de ánimo. Desde su habitación presidencial, Trump comió McDonald’s y llamó a aliados políticos, pero reconocía a algunos cercanos que los médicos le habían dicho que podría ser “uno de los que no sobreviven”. A pesar de su resistencia previa, la gravedad del momento lo obligó a procesar la posibilidad de su propia muerte.

El equipo de comunicación enfrentaba una situación sin precedentes: un presidente gravemente enfermo, bajo tratamiento agresivo y con poca credibilidad pública. El médico personal, Sean Conley, fue presionado para evitar preguntas de la prensa, temiendo que cualquier declaración sincera socavara la narrativa de control que la Casa Blanca intentaba mantener.

La secuencia de eventos revela más que una cadena de errores políticos o estratégicos. Pone al descubierto una presidencia gobernada por impulsos personales, teorías infundadas, y un rechazo profundo a la percepción de debilidad. La adicción de Hunter Biden se convirtió en una herramienta política porque encajaba con una visión del mundo donde el sufrimiento humano es una vulnerabilidad explotable. La reticencia a la hospitalización no fue solo una decisión médica, sino un acto ideológico: ir a un hospital era, para Trump, rendirse a la imagen de fragilidad que tanto despreciaba.

Importa entender que detrás de las decisiones erráticas y las declaraciones incendiarias había una visión de liderazgo incompatible con la gestión de crisis reales. La negación de la enfermedad, el desprecio por la empatía, la manipulación de la información médica, y la instrumentalización del dolor ajeno no fueron accidentes del carácter de Trump, sino manifestaciones coherentes de una forma de ejercer el poder basada en el control de la narrativa a cualquier costo, incluso el de la salud pública o la suya propia.

¿Cómo superó Trump sus dificultades financieras en la década de 1990?

A mediados de los años 90, Donald Trump se encontraba en una situación financiera delicada. Tras la disolución de su matrimonio con Ivana Trump y enfrentando cuatro quiebras empresariales, Trump se vio obligado a ceder muchas de las propiedades que había acumulado en la década de 1980. El yate Trump Princess fue confiscado por uno de sus prestamistas y vendido a un príncipe saudí; su mansión en Greenwich fue entregada a Ivana. Incluso su sueño de construir un complejo residencial alrededor del rascacielos más alto del mundo en la zona oeste de Manhattan se desmoronó. Sin embargo, pese a estos reveses, Trump mantenía una notable presencia en los medios de comunicación, lo cual, para él, resultaba más valioso que cualquier activo tangible. Su nombre, su marca personal, seguían siendo símbolos de poder y éxito. Aunque sus planes ambiciosos se redujeron considerablemente, la proyección de fortaleza y éxito que daba al público era fundamental para mantener su relevancia.

En 1992, Trump trató de reposicionarse como una figura imparable dentro de los negocios y el espectáculo. La presencia de Marla Maples, su nueva pareja, en el escenario de Broadway representó no solo un intento de revivir una carrera artística, sino también una estrategia para restablecer su imagen pública. Maples debutó en The Will Rogers Follies con gran pompa, y Trump, fiel a su estilo, no escatimó esfuerzos para convertir el evento en una exhibición de poder, asegurando la presencia de personajes famosos en la audiencia y dando a la velada una atmósfera de exclusividad.

Aunque su incursión en el mundo del entretenimiento y el teatro no le garantizó el éxito esperado, Trump continuó usando su figura pública como una herramienta para reestructurar su imperio empresarial. Los proyectos en sectores como la aviación y los deportes, que en su momento parecían estar destinados a ser el futuro de su fortuna, se desplomaron con la misma rapidez con que habían nacido. A medida que se enfrentaba a la realidad de una economía recesiva, Trump comenzó a centrarse en adquisiciones más modestas y seguras. Compró propiedades como un campo de golf en Westchester y un edificio histórico cerca de la Bolsa de Nueva York. Pero en esta época, lo que realmente estaba en juego era la estabilidad de su imagen y la reconstrucción de su reputación ante los prestamistas y los medios de comunicación.

La relación de Trump con la prensa fue clave en esta etapa. Si bien en los años 80 su figura estaba asociada al éxito ostentoso, en los 90 su enfoque cambió. En lugar de resaltar sus logros financieros, optó por enfocarse en su imagen como víctima de un mundo empresarial corrupto. Esto le permitió mantener su lugar en la conversación pública, a pesar de los fracasos empresariales y los escándalos personales. La narrativa de un "hombre honesto atrapado en un mundo corrupto" resonaba con una audiencia que seguía su vida de cerca, en especial después de sus quiebras y su divorcio mediático. Su habilidad para manipular a los medios y convertir cada desafío en una oportunidad de rebranding personal fue clave para mantenerse en la cima de la mente pública.

A nivel familiar, los problemas de salud de su padre, Fred Trump, también jugaron un papel importante en su vida y en la evolución de su empresa. Fred, quien había sido una figura clave en la construcción del imperio familiar, comenzó a sufrir de Alzheimer en los años 90, lo que permitió a Donald consolidar aún más su control sobre los negocios de la familia. Durante este tiempo, Trump contó con un círculo más cercano de asesores que lo ayudaron a mantener el rumbo en un panorama empresarial cada vez más complicado.

El negocio inmobiliario de Trump, que ya había estado en dificultades, comenzó a cambiar de enfoque. Los cambios en las regulaciones y en el clima económico hicieron que Trump se interesara por ofrecer acciones de algunas de sus propiedades en la Bolsa. En 1993, con la ayuda de bonos basura, pudo recuperar el control de Trump Plaza y Trump Castle. Estos movimientos no solo ayudaron a salvar sus empresas de la quiebra, sino que también sentaron las bases para una futura oferta pública de acciones en 1995. A pesar de su caída en desgracia, Trump encontró la manera de renacer, adaptando su imperio a las nuevas realidades económicas y sociales.

Durante este proceso de recuperación, Trump mantuvo su figura como un líder solitario, rechazando unirse a las asociaciones de empresarios de Nueva York y subrayando su independencia. En lugar de buscar la validación en los círculos tradicionales de poder, Trump prefería seguir una ruta más solitaria, confiando en su propia capacidad para generar cobertura mediática y resurgir de sus fracasos. El hombre que antes era sinónimo de grandes construcciones y adquisiciones ahora se transformaba en un experto en la reconstrucción de su propia imagen y en el uso de los medios para mantener su relevancia, aún cuando las bases de su imperio se habían tambaleado.

El proceso de reconstrucción fue largo y lleno de obstáculos, pero su habilidad para controlar la narrativa y para mantenerse presente en la mente del público le permitió superar los momentos de mayor dificultad. Si bien la imagen de Trump en la década de 1990 era muy distinta a la de los años 80, su capacidad para adaptarse a las circunstancias y para mantener viva su marca personal le permitió sobrevivir en un mundo empresarial cada vez más competitivo y desafiante.