Iowa, considerado por muchos estadounidenses como territorio de paso, se revela ante los ojos del observador político como un laboratorio electoral de notable complejidad. Su reputación como estado oscilante, su alto porcentaje de votantes independientes, su geografía política diversa y su sistema de redistribución de distritos no partidista constituyen un microcosmos que desafía las simplificaciones típicas del análisis electoral nacional. Iowa no es simplemente el escenario inaugural de las primarias presidenciales; es un territorio cuya singularidad institucional y demográfica ofrece claves para entender fenómenos políticos de alcance nacional.

La elección presidencial de 2016 fue, en este sentido, un campo de observación privilegiado. La candidatura de Hillary Clinton parecía, en sus inicios, exenta de amenazas serias dentro del Partido Demócrata. Sin embargo, la irrupción de Bernie Sanders, un senador septuagenario de Vermont identificado como "socialista democrático", desestabilizó el tablero desde las primeras etapas del proceso. En la noche de los caucus, Sanders logró igualar prácticamente a Clinton en delegados, una señal clara de que el electorado demócrata estaba dispuesto a cuestionar el establishment tradicional del partido.

Del lado republicano, la dinámica fue aún más sorprendente. Si bien Ted Cruz contaba con una maquinaria de campaña sofisticada y enfocada en la victoria de los caucus, Donald Trump emergió como una figura disruptiva que desafió y eventualmente superó a candidatos con trayectorias políticas consolidadas como Jeb Bush, Marco Rubio y Chris Christie. La derrota inicial de Trump en Iowa frente a Cruz no anticipó la magnitud de su posterior avance, pero sí evidenció su capacidad para captar una atención mediática sin precedentes y movilizar sectores del electorado tradicionalmente apáticos o descontentos.

Una vez aseguradas sus respectivas nominaciones, tanto Trump como Clinton dirigieron sus campañas hacia Iowa con intensidad renovada. El envío de representantes, visitas personales y estrategias de comunicación adaptadas al contexto local reflejaron la importancia estratégica del estado y sus seis votos del Colegio Electoral. Finalmente, Trump ganó Iowa por un margen cercano al 10%, una diferencia que no solo sorprendió a analistas y observadores, sino que también tuvo consecuencias tangibles en las elecciones a nivel estatal, modificando correlaciones de fuerza en competencias legislativas y locales.

Este resultado plantea preguntas fundamentales: ¿cómo logró un empresario multimillonario de Manhattan conectar con un electorado rural y mayoritariamente blanco del Medio Oeste? ¿Qué factores explican el vuelco electoral respecto a 2012, año en que Barack Obama había ganado en el estado? Las explicaciones meramente mediáticas o basadas en la personalidad del candidato resultan insuficientes ante la complejidad de los datos. Es necesario recurrir a un enfoque empírico que articule análisis cualitativos y cuantitativos para trazar una narrativa coherente sobre los determinantes del voto.

La investigación combinó entrevistas con élites políticas del estado y encuestas originales a funcionarios de partidos en los condados, aportando una textura narrativa que permite comprender los factores simbólicos, culturales y organizativos que intervinieron en la campaña. A su vez, estos datos cualitativos informaron modelos estadísticos diseñados para captar patrones de comportamiento electoral tanto a nivel individual como a nivel de condado. Esta estrategia metodológica mixta permitió contrastar las hipótesis derivadas de la teoría política con la realidad empírica del electorado iowense, revelando alineamientos ideológicos inesperados, efectos de desafección institucional y respuestas a discursos anti-establishment.

Más allá de su valor académico, el caso de Iowa en 2016 constituye una advertencia para quienes insisten en interpretar las elecciones exclusivamente a través de lentes nacionales. La política, incluso en sus manifestaciones federales, se articula desde lo local. Los votantes de Iowa no respondieron a una lógica uniforme, sino a un conjunto de factores idiosincráticos que modificaron la trayectoria de la contienda presidencial. La resonancia del mensaje de Trump se vinculó con preocupaciones concretas: desindustrialización, sentimiento de abandono por parte de las élites costeras, crisis de representación política y cambios culturales percibidos como amenazas identitarias.

Es indispensable entender que estos fenómenos no se limitan a Iowa. Son representativos de una transformación estructural en el comportamiento electoral de grandes segmentos del electorado estadounidense. La elección de 2016 no fue una anomalía; fue la manifestación visible de un cambio más profundo en el vínculo entre ciudadanos y sistema político, cuyas consecuencias aún siguen desplegándose.

¿Qué factores explican el cambio de voto hacia Trump en 2016?

El modelo de cambio de voto hacia Trump en las elecciones de 2016 presenta una serie de predictores interesantes que ayudan a comprender cómo algunos votantes, en particular de Iowa, decidieron apoyar al candidato republicano tras haber votado por Obama en 2012. A pesar de que muchos analistas sostenían que el descontento económico y las promesas de cambio eran los principales factores, los resultados del análisis muestran que otros elementos, como la identificación partidaria y las actitudes raciales, jugaron un papel crucial.

En primer lugar, el comportamiento de los votantes republicanos y su relación con Trump es fundamental para entender el panorama. Aproximadamente el 90% de los republicanos que votaron por Romney en 2012 no cambiaron su voto en 2016, sino que se mantuvieron fieles a la línea republicana, lo que sugiere que el cambio de voto no fue masivo entre estos votantes. Sin embargo, la clave del cambio de voto estuvo en los votantes no alineados con ningún partido y en los demócratas. Estos dos grupos mostraron una alta probabilidad de cambiar su apoyo a Trump, alcanzando probabilidades significativamente mayores en comparación con los votantes republicanos. De hecho, la probabilidad de que un votante demócrata cambiara su voto a Trump en 2016 fue del 20,3%, mientras que para los votantes sin partido fue del 5,2%.

Un factor que no tuvo el impacto esperado en el modelo fue la actitud respecto a la inmigración. Si bien se pensaba que los votantes blancos de Iowa que adoptaban una postura más dura sobre la inmigración serían más proclives a cambiar su voto a Trump, los resultados mostraron que este factor no fue estadísticamente significativo. Aunque las actitudes sobre la inmigración eran un predictor importante para el apoyo a Trump en general, no determinaron directamente el cambio de voto en aquellos votantes que habían apoyado a Obama o a un candidato de tercera parte en 2012. Es probable que los votantes con posturas rígidas sobre la inmigración ya fueran en su mayoría votantes de Romney en 2012 y, por lo tanto, apoyaron a Trump en 2016 sin necesidad de un cambio significativo de actitud.

Los resultados también revelaron que la desaprobación de la gestión de Obama fue un factor crucial en el cambio de voto hacia Trump. Aquellos votantes blancos que desaprobaban el desempeño de Obama tenían una mayor probabilidad de cambiar su voto. En contraste, los votantes que aprobaban la gestión de Obama solo tenían un 1,9% de probabilidad de cambiar su voto a Trump, mientras que aquellos que desaprobaban su mandato tenían una probabilidad del 12,2%. La diferencia es aún más evidente al considerar la identificación partidaria. Para los votantes republicanos, la probabilidad de cambio era mínima, incluso entre aquellos que desaprobaban a Obama. En cambio, los votantes sin partido y los demócratas mostraron un cambio mucho mayor en sus probabilidades de votar por Trump.

Uno de los hallazgos más reveladores fue la relación entre las actitudes raciales y el cambio de voto. Aquellos votantes con opiniones más conservadoras sobre cuestiones raciales eran mucho más propensos a cambiar su voto hacia Trump. La diferencia en la probabilidad de cambio entre los votantes más liberales y los más conservadores en términos de actitudes raciales era notable: los votantes más liberales tenían solo un 2,1% de probabilidad de votar por Trump, mientras que los votantes más conservadores llegaban a un 22,7%. Este patrón también variaba significativamente según la afiliación partidaria. Para los republicanos, la probabilidad de cambiar de voto aumentaba solo ligeramente, mientras que para los votantes sin partido y los demócratas, el aumento era mucho más pronunciado.

El análisis revela que, en términos generales, las elecciones de 2016 en Iowa no fueron solo un reflejo de un descontento económico generalizado, como muchos afirmaron, sino que también fueron una elección centrada en el "cambio". Los votantes que desaprobaban a Obama en 2012 y 2016 fueron más propensos a cambiar su voto a Trump, buscando una alternativa que representara un cambio frente a la administración del presidente demócrata. Sin embargo, este cambio no fue homogéneo y estuvo mediado en gran medida por la identidad partidaria, lo que refuerza la idea de que el apoyo a Trump no fue solo una cuestión de insatisfacción económica, sino también de factores ideológicos y partidarios.

Es esencial comprender que las actitudes hacia cuestiones como la inmigración y las razas, junto con la identificación partidaria, no solo fueron factores aislados, sino que intervinieron en la formación de una coalición de votantes dispuestos a cambiar su preferencia hacia Trump. Las actitudes raciales y la desaprobación de Obama fueron determinantes cruciales, especialmente en un contexto en el que el votante promedio, en especial el votante blanco sin partido, anhelaba un cambio de dirección. La elección de 2016, por tanto, puede interpretarse como una elección de "cambio", en la que los votantes buscaron una alternativa que ofreciera una ruptura con el statu quo, aun cuando sus motivaciones exactas seguían siendo complejas y multifacéticas.

¿Cómo las elecciones de 2016 explican la política actual en Estados Unidos?

La elección presidencial de 2016 marcó un punto de inflexión en la política estadounidense. Las dinámicas electorales que definieron este evento, caracterizado por una polarización sin precedentes, revelan factores fundamentales que siguen influyendo en las elecciones posteriores, como la de 2020. Al estudiar los votantes que apoyaron a Donald Trump, se observan patrones recurrentes de resentimiento racial, tensiones económicas y una creciente aversión hacia las políticas tradicionales. Estas variables, lejos de ser incidentales, se han transformado en elementos determinantes en la política estadounidense contemporánea.

Uno de los aspectos más relevantes es cómo las actitudes raciales, aunque a menudo disimuladas bajo el lenguaje de la economía y la seguridad, tuvieron un impacto profundo en las decisiones electorales. Investigaciones como las de Filindra y Kaplan (2016), así como las de Schaffner et al. (2018), muestran que la percepción de amenaza racial desempeñó un papel central en la elección de Trump, especialmente en distritos con una alta proporción de votantes blancos. La retórica xenófoba y antiinmigrante de Trump no fue un simple discurso populista, sino una manifestación de un resentimiento racial que ya había estado en el aire durante años.

Al mismo tiempo, la noción de que las preocupaciones económicas —como la falta de empleos bien remunerados y el descontento con el libre comercio— fueron las principales motivaciones detrás del voto a Trump también ha sido cuestionada. Diversos estudios, incluidos los realizados por McElwee y McDaniel (2017), sugieren que el temor a la inmigración y el resentimiento racial fueron más determinantes que los problemas económicos, como los analizados por Lewis (2017). A pesar de la retórica económica de Trump, su apoyo se basó, en gran medida, en la idea de restaurar el poder y la identidad de los votantes blancos, frente a lo que percibían como una amenaza a su cultura y estilo de vida.

Otro elemento esencial para entender los resultados de 2016 fue la polarización ideológica creciente entre los votantes. Investigaciones como la de Iyengar y Westwood (2015) indican que la división entre las distintas facciones políticas se ha intensificado con el tiempo, llevando a un entorno en el que los votantes no solo están motivados por la política económica, sino por su afiliación a identidades culturales y sociales. La percepción de los votantes sobre los partidos políticos ya no es solo una cuestión de ideologías opuestas, sino de la identidad misma de quiénes son como ciudadanos.

La presencia de un electorado altamente emocional también debe ser considerada. La retórica de Trump, que apeló abiertamente al miedo, alimentó una percepción constante de crisis y de una América "perdida". A pesar de los datos económicos que mostraban avances bajo la administración Obama, una gran parte del electorado no veía estos beneficios reflejados en su vida diaria. Las promesas de Trump de restaurar el "gran país" apelaban a un imaginario colectivo que tenía poco que ver con las estadísticas económicas, pero mucho con la sensación de desarraigo social y cultural.

Además, el análisis de los votantes muestra que el llamado "voto femenino" en 2016 fue también un factor crucial. Las mujeres blancas, en particular, se inclinaron por Trump en números significativos. Como analizan McThomas y Tesler (2016), las actitudes de género, sumadas a la retórica anti-feminista de Trump, contribuyeron a la polarización y a la expansión de la brecha de apoyo entre hombres y mujeres. Este fenómeno continuó siendo relevante en las elecciones de 2020, donde el discurso sobre la identidad de género y los derechos reproductivos jugó un papel central.

Por último, los estudios de votantes independientes y su comportamiento en las elecciones de 2016 sugieren que, lejos de ser un bloque homogéneo y racional, estos votantes responden a factores emocionales y culturales. La polarización ideológica no solo ha transformado el comportamiento de los votantes, sino que ha hecho más difusas las líneas entre las identidades políticas tradicionales, como demócratas o republicanos. Según el trabajo de Klar y Krupnikov (2016), la aversión hacia los partidos tradicionales y la falta de claridad ideológica han generado un electorado más volátil y propenso a decisiones impulsivas.

En resumen, la elección de 2016 no fue solo el resultado de una combinación de factores económicos y políticos. Fue, fundamentalmente, el reflejo de una profunda transformación en las percepciones de identidad, raza, género y cultura en Estados Unidos. Estos elementos, lejos de haber sido fenómenos aislados, siguen marcando la pauta en las dinámicas políticas del país.