En la primera mitad del siglo XX, un profundo cambio tuvo lugar en la medicina, especialmente en los Estados Unidos, con la consolidación de lo que hoy entendemos como "medicina científica". Un proceso que comenzó a fraguarse a principios de 1900, se aceleró tras la publicación del informe Flexner de 1910, que estableció las bases para la medicina moderna tal como la conocemos. A través de este informe, Abraham Flexner criticó las prácticas médicas de la época, especialmente la falta de estandarización en la educación médica, y promovió un modelo basado en la ciencia y en métodos estrictos de investigación científica.

Flexner, quien había observado con creciente desilusión la rigidez de los estándares educativos que él mismo había promovido, expresó su frustración de forma contundente en un discurso en 1929. Aquel discurso fue un reconocimiento anticipado de los problemas que surgirían como consecuencia de la orientación tecnológica y tecnocientífica que la medicina estaba tomando en ese momento. Flexner advirtió que el exceso de especialización y el enfoque puramente técnico estaban perdiendo de vista los valores fundamentales de la profesión médica, valores que se habían forjado durante miles de años. La técnica, dijo, podría cegar a los médicos a la "cultura" de la medicina y al arte de tratar al paciente como un ser humano integral, en lugar de un mero objeto de tratamiento.

A medida que las recomendaciones del informe Flexner se implementaban en las universidades y escuelas de medicina de Estados Unidos, la medicina se transformaba rápidamente en un campo dominado por la ciencia experimental y la investigación de laboratorio. La educación médica se basaba cada vez más en el conocimiento científico, mientras que otros enfoques de la medicina, como los métodos tradicionales o las terapias alternativas, se veían desplazados hacia los márgenes. Esto no solo significaba un cambio en el enfoque educativo, sino también en la forma en que se percibía la medicina misma: ya no era vista como un arte, sino como una disciplina científica pura y controlada.

A mediados de la década de 1920, la medicina científica había ganado un terreno prácticamente imbatible. La financiación de grandes fundaciones como la Rockefeller, que destinó millones de dólares a la investigación médica y la educación en ciencias biomédicas, consolidó aún más este modelo. Las instituciones médicas como la Universidad Johns Hopkins se convirtieron en el epicentro de la nueva medicina científica, y este modelo de educación se replicó rápidamente en otras universidades de Norteamérica. Los modelos médicos basados en enfoques más holísticos, como la homeopatía, la osteopatía y la quiropráctica, se vieron eclipsados, y sus practicantes pasaron a ser vistos, en muchos casos, como marginales.

La influencia de las fundaciones filantrópicas de Carnegie y Rockefeller también fue decisiva en la transformación de la medicina. Entre 1910 y principios de la década de 1930, estas organizaciones invirtieron más de 300 millones de dólares (equivalentes a varios miles de millones en la actualidad) para fortalecer la educación y la investigación médica en todo Norteamérica y Europa. En muchos países, estas fundaciones ayudaron a reconstruir las instituciones médicas destruidas durante la Primera Guerra Mundial, y en gran medida, el modelo de medicina científica estadounidense se exportó a Europa.

El impacto de estos cambios fue tal que la medicina científica, con su énfasis en la investigación experimental, los tratamientos farmacológicos y las intervenciones tecnológicas, se convirtió en la norma en el mundo occidental. La figura del médico se transformó: ya no era solo un sanador, sino un experto en la aplicación de métodos científicos de diagnóstico y tratamiento. Este enfoque favoreció el descubrimiento de nuevos fármacos y técnicas, y las grandes compañías farmacéuticas vieron un crecimiento exponencial en su poder y en su influencia.

Sin embargo, mientras la medicina científica se consolidaba como el modelo dominante, muchas otras formas de curación, que se habían demostrado efectivas a lo largo de la historia y en diversas culturas, quedaron relegadas. Modalidades como la medicina tradicional, que en muchos casos habían demostrado su eficacia durante siglos, pasaron a ser vistas como alternativas menos válidas. En este proceso, la medicina se despersonalizó, y el contacto humano entre el médico y el paciente fue sustituido, en muchos casos, por la intervención tecnológica y la medicina basada en la evidencia científica.

Aunque la medicina moderna ha logrado avances notables, como el desarrollo de tratamientos para infecciones bacterianas y enfermedades crónicas, el costo de esta evolución fue el distanciamiento de los principios más humanos de la medicina. La visión de Flexner, que anticipaba que el exceso de especialización y el enfoque meramente técnico podrían hacer que los médicos perdieran su conexión con la humanidad del paciente, se fue haciendo cada vez más evidente con el paso de los años.

Es importante reconocer que, aunque la medicina científica ha logrado grandes éxitos en términos de salud pública y avances farmacológicos, no debemos olvidar que la medicina no es solo una cuestión de ciencia, sino también de arte. El trato humano, la empatía y la capacidad de ver al paciente como un ser integral son elementos esenciales que no deben perderse en el camino hacia la tecnificación de la medicina.

¿Cómo se redefine la medicina en el contexto de la medicina holística y complementaria?

El enorme éxito de la biomedicina en áreas como la mortalidad infantil, el control de infecciones y la creación de tecnologías avanzadas de diagnóstico e imagen ha generado un entorno intelectual y moral que prácticamente exige la adhesión a un enfoque cuya eficacia se considera superior a todo lo anterior. Sin embargo, a medida que las limitaciones de la biomedicina se han hecho cada vez más evidentes y con la creciente disponibilidad y aceptación cultural de enfoques alternativos, otras perspectivas sobre la naturaleza de la salud y la enfermedad empiezan a cobrar relevancia. Nos encontramos en un momento en el que los rígidos límites que antes definían la medicina “aceptable” se están suavizando, y somos testigos de una creciente aceptación de ideas que, durante la mayor parte del siglo XX, fueron consideradas heréticas.

Aunque algunos siguen debatiendo la viabilidad de filosofías curativas subyacentes a modalidades como la homeopatía, la acupuntura o la medicina de bio campos, otros adoptan una actitud más pragmática de “esperar y ver”, observando por sí mismos los efectos de terapias diferentes a las respaldadas por la medicina científica occidental. Ningún sistema tiene todas las respuestas. Cada uno tiene sus cualidades y fortalezas particulares. El trabajo por delante requiere una evaluación cuidadosa y sensible de esas cualidades para que los pacientes puedan elegir, o ser guiados mejor, hacia enfoques que les permitan satisfacer y realizar de manera más plena sus propias necesidades.

Los enfoques holísticos aceptan inherentemente la complejidad y diversidad. Reconocen plenamente la naturaleza revolucionaria de los entendimientos científicos del cuerpo y su funcionamiento que han surgido en los últimos siglos, pero también aceptan el profundo misterio contenido en la vida misma, entendiendo que tanto la mente como la conciencia están implicadas en la existencia del cuerpo. La práctica de la medicina holística invita a que el paciente se convierta en algo más que un receptor pasivo de tratamiento. Su comprensión de la enfermedad y sus posibles orígenes, así como su conciencia de las opciones disponibles, influirán directamente en el proceso de curación. A veces, incluso la medicación más cuidadosamente seleccionada y el tratamiento más hábilmente aplicado no logran el cambio deseado. La actitud mental y emocional de la persona puede determinar si puede aceptar la perspectiva del dolor o la limitación continuos con resignación consciente o si, por el contrario, cae en la pasividad o la desesperación. Y es precisamente aquí donde el terapeuta puede jugar un papel catalítico. Una aceptación informada de la limitación permite a la persona mantenerse abierta a otros enfoques que puedan aliviar el peso o profundizar el significado de la experiencia.

La medicina holística no se limita al tratamiento de enfermedades o síntomas físicos. A medida que enfrentamos enfermedades crónicas o limitaciones asociadas con el envejecimiento, la medicina integral debe trabajar no solo con las necesidades del cuerpo, sino también con las del alma. A veces, las medicinas dejan de ser curativas y solo sirven para gestionar síntomas. En estos casos, el rol del médico cambia, y se requiere algo más que el monitoreo de signos vitales y análisis de laboratorio. El cuerpo, aunque pueda ser visto como una máquina y tratado en términos mecánicos, también es vehículo de la conciencia humana y del ser experimentador. Las enfermedades, en muchos casos, no solo requieren intervención física, sino que están imbuidas de un significado profundo que a menudo no es abordado por los sistemas médicos dominantes. La medicina holística no huye de estas preguntas existenciales: ¿por qué sufrimos? ¿Por qué algunos enferman a pesar de los esfuerzos preventivos? ¿Qué nos enseña el sufrimiento?

Este enfoque exige una restauración del ideal tradicional del médico universal: el doctor-sacerdote, el chamán-curandero, aquel que conoce al paciente y sus circunstancias, que comprende tanto los mundos físico como no físico, que está capacitado para atender las necesidades del cuerpo, atento a las influencias causales sutiles en la vida del paciente y sensible al papel de la mente y el espíritu en el proceso curativo. La realización de este ideal no pertenece a un solo sistema médico, sino que requiere apertura y disposición para apoyar y, en ocasiones, guiar al paciente en su propio camino hacia un conocimiento más profundo y una mayor autosuficiencia. La práctica de la medicina podría ser mucho más amplia que la mera identificación de enfermedades y la corrección de síntomas. Muchos pacientes estarían dispuestos a participar en programas terapéuticos que busquen aumentar su vitalidad y sus poderes de resistencia.

A lo largo del último siglo, la medicina reduccionista ha cumplido su tarea histórica de desentrañar los detalles minuciosos de la anatomía humana, la fisiología y la bioquímica. Ha descrito con gran precisión la naturaleza de los procesos patológicos y las intervenciones físicas y químicas que pueden ayudar a restablecer el equilibrio y la libertad del organismo. Pero la medicina que se concentra exclusivamente en el cuerpo físico y su tratamiento sigue siendo necesariamente incompleta, aunque pueda marcar la diferencia entre la limitación y la libertad, y, en algunos casos, entre la vida y la muerte. El desafío que enfrenta la medicina hoy en día es ampliar aún más su campo de acción, reconociendo que, aunque el conocimiento del cuerpo y sus enfermedades está en gran parte dominado, aún queda mucho trabajo por hacer en el perfeccionamiento de la aplicación de ese conocimiento.