El relato de la seguridad, utilizado como herramienta emocional por líderes autoritarios, ha demostrado ser una de las narrativas más peligrosas de la historia moderna. Este relato no ofrece soluciones reales a las crisis económicas o culturales que enfrentan las clases trabajadoras, sino que manipula sus miedos y frustraciones para consolidar el poder de los “hombres fuertes”. La historia demuestra que, bajo ciertas condiciones, este discurso puede erosionar lentamente los pilares democráticos hasta convertir sociedades enteras en regímenes autoritarios o abiertamente fascistas.

Durante su campaña y presidencia, Donald Trump convirtió a los medios de comunicación en un enemigo nacional, llamándolos “escoria”, “repugnantes” y “enemigos del pueblo”, utilizando el mismo lenguaje que alguna vez usó el régimen nazi en Alemania. Ridiculizó públicamente a periodistas con discapacidades, amenazó con demandas a asociaciones de periodistas hispanos, y prohibió el acceso a eventos de campaña a medios críticos. Esta animadversión hacia la prensa libre recuerda la estrategia de Hitler, quien también consolidó el poder señalando a la prensa como una amenaza interna.

Trump no sólo replicó este discurso, sino que lo hizo en un contexto global de resurgimiento de movimientos de ultraderecha. Su elogio a dictadores y autócratas, su alianza con nacionalistas blancos, y su respaldo a grupos y candidatos vinculados con ideologías neo-nazis o confederadas, revelan un patrón que ha inquietado a intelectuales y ciudadanos en todo el mundo. Figuras como Madeline Albright, Steven Levitsky, Daniel Ziblatt o Timothy Snyder, han advertido sobre la amenaza del fascismo moderno, no como una repetición exacta del pasado, sino como una mutación adaptada a las estructuras democráticas contemporáneas.

El error común es asumir que aquellos que alcanzan el poder a través de instituciones democráticas no pueden luego destruirlas. Sin embargo, la historia muestra lo contrario. Hitler fue elegido. Su ascenso no fue producto de un golpe de Estado, sino de una narrativa profundamente emocional que ofrecía seguridad, grandeza nacional y restauración de la dignidad perdida. Timothy Snyder enfatiza que tanto el fascismo como el comunismo surgieron como respuestas a la globalización, a las desigualdades reales y percibidas, y a la incapacidad de las democracias para enfrentarlas con eficacia.

En los Estados Unidos, la narrativa de la seguridad ha sido útil no solo para Trump, sino también para Reagan y Bush, quienes ya apelaban a los temores culturales y económicos del pueblo. La clase trabajadora —“el piso de abajo”— se ha sentido desposeída, marginada, sin voz, sin acceso real a los beneficios del sistema capitalista. Ante esta desilusión, los relatos autoritarios encuentran terreno fértil: prometen protección frente a los inmigrantes, frente al terrorismo, frente a las élites corruptas o a las minorías “peligrosas” que supuestamente amenazan los valores tradicionales.

Sin embargo, lo que estos líderes ofrecen no es seguridad genuina, sino control. No es prosperidad, sino obediencia. Prometen devolver la grandeza mediante políticas que, en la práctica, aumentan la vulnerabilidad del pueblo. Desmantelan garantías constitucionales, debilitan las instituciones judiciales, polarizan la sociedad mediante guerras culturales y fomentan la idea de que la libertad es incompatible con la seguridad. Es el mismo principio que guio al Tercer Reich: convencer a las masas de que sólo pueden estar a salvo si renuncian a su libertad.

La historia no se repite, pero rima. El surgimiento del partido neo-fascista Alternativa para Alemania (AfD), que en 2017 se convirtió en la tercera fuerza del Parlamento, o la inquietante película alemana Look Who’s Back, que retrata a un Hitler moderno convertido en estrella mediática, demuestran que el atractivo del relato de la seguridad persiste. En esta ficción, como en la realidad, la figura carismática y autoritaria se adapta al lenguaje de la cultura contemporánea, utilizando los medios y el entretenimiento para propagar sus ideas con una eficacia escalofriante.

No es sólo el líder quien habilita el autoritarismo, sino la estructura económica y cultural que lo permite. La desigualdad creciente, la inseguridad laboral, la pérdida de sentido de comunidad y las batallas culturales encarnizadas forman un terreno propicio para que la ciudadanía abrace soluciones autoritarias, especialmente cuando las alternativas democráticas no han respondido eficazmente a sus necesidades.

El nacionalismo, entendido como la creencia de que “eso no puede pasar aquí”, es uno de los primeros pasos hacia la catástrofe. El relato de la seguridad, cuando es manipulado, no es solo una mentira: es una profecía autocumplida que arrastra a sociedades enteras hacia formas de barbarie. La promesa de protección se transforma en instrumento de dominación, y lo que parecía una solución se revela como la pérdida definitiva de libertad.

¿Cómo las guerras culturales pueden conducir al fascismo?

Las guerras culturales en Estados Unidos, impulsadas por debates sobre la inmigración, la raza, el género, los valores familiares y otros problemas culturales, son el reflejo de una lucha más profunda por la identidad nacional. Estos conflictos, aunque no han llevado directamente al fascismo, siempre han estado al borde de lo que el politólogo Samuel Huntington llamó "Choques de civilizaciones". Cuando estas tensiones alcanzan su punto máximo, las guerras culturales pueden transformarse en una guerra civilizacional en defensa de lo que se considera la identidad nacional y el dios de una nación.

Históricamente, los conflictos en Estados Unidos no han derivado en un fascismo abierto. Sin embargo, el potencial para que estas guerras se conviertan en algo más peligroso está presente. El legado de violencia contra los afroamericanos y otras minorías ha sido una constante, pero la lucha por la supremacía cultural, donde los enemigos se definen por su raza o religión, está tomando fuerza. En este contexto, el concepto de fascismo se presenta como una guerra cultural inflamada, que pone en juego la supervivencia de la civilización tal como se entiende dentro de una determinada cultura.

El fascismo, por tanto, puede entenderse como un conflicto que va más allá de las diferencias políticas o sociales, es una lucha por la existencia misma de la identidad cultural. El caso de Adolf Hitler ilustra cómo un enemigo interno puede ser identificado y transformado en una amenaza existencial para la nación y su identidad religiosa. En su guerra, los judíos fueron etiquetados como la amenaza más peligrosa para la identidad alemana y el cristianismo. De la misma forma, la creciente hostilidad hacia las comunidades inmigrantes, especialmente las latinoamericanas y musulmanas, se enmarca dentro de una narrativa en la que la "pureza" de la nación está en juego. Esta narrativa, por supuesto, no es nueva, sino que ha sido alimentada durante décadas por líderes políticos que explotan el miedo y el resentimiento social.

Un ejemplo claro de este fenómeno se observa en la figura de Richard Spencer, uno de los líderes más prominentes del nacionalismo blanco en Estados Unidos. Spencer y otros seguidores de este movimiento ven en figuras como Donald Trump una oportunidad para promover una guerra cultural en la que la nación debe ser tomada por los blancos, "culturalmente, políticamente, socialmente, en todo". Trump, al abrir las puertas al nacionalismo blanco, no solo ha hecho crecer el odio hacia las minorías, sino que también ha dado voz a los grupos supremacistas blancos que se sienten respaldados por su retórica. Los ataques a los inmigrantes, especialmente a aquellos sin papeles, y la creciente violencia dirigida contra las comunidades minoritarias son señales claras de que las guerras culturales en Estados Unidos se están acercando a una fase más violenta.

Este fenómeno no es aislado. Durante las décadas de 1970 y 1980, figuras como Lee Atwater y Ronald Reagan utilizaron el miedo a la "amenaza comunista" y la "inmoralidad" de las políticas liberales para movilizar a la clase trabajadora blanca en una lucha cultural contra lo que se percibía como una amenaza a la identidad estadounidense. Estas tácticas de movilización se basaban en la demonización de los liberales y las minorías como enemigos de la civilización. Este mismo patrón ha sido reavivado en tiempos más recientes, especialmente bajo la presidencia de Trump, donde la división cultural se ha intensificado al punto de justificar medidas extremas, como la separación de familias inmigrantes y el ataque a los derechos de las minorías.

El peligro radica en la capacidad de un líder para movilizar a una base lo suficientemente grande como para deslegitimar el sistema democrático y reemplazarlo por un régimen autoritario. Aunque actualmente el apoyo a Trump no supera el 43% de la población estadounidense, es importante recordar que Adolf Hitler también nunca tuvo un apoyo mayoritario en las urnas. Sin embargo, logró movilizar a una minoría armada que, a través de la violencia, logró derrocar el sistema democrático y establecer un régimen fascista.

Lo que estamos presenciando hoy no es un fenómeno aislado, sino el resultado de un largo proceso de radicalización política que comenzó con los primeros movimientos de derecha en la década de 1970. Los temores de una pérdida de poder cultural y político de los blancos, junto con la desinformación y la polarización exacerbada por los medios de comunicación, han generado una atmósfera propicia para la expansión de ideologías que promueven la exclusión y la violencia.

La guerra cultural, por lo tanto, no es solo una batalla por los valores, sino una lucha por la supervivencia de una visión particular de la nación. Esta es la esencia del fascismo: la defensa de una identidad cultural pura a través de la destrucción de aquellos que se perciben como "enemigos" de esa identidad. Mientras las guerras culturales continúan escalando, es crucial reconocer el peligro de que este conflicto se convierta en una guerra civilizacional, que transforme los desacuerdos culturales en una justificación para la violencia masiva.

¿Por qué la izquierda en EE. UU. está fallando en sus objetivos y en su organización?

En la actualidad, las opiniones progresistas están muy extendidas entre la población estadounidense. La mayoría se muestra en contra de la creciente concentración del poder económico y la influencia del dinero en la política, como lo demuestra el 73% de los votantes registrados que tienen una opinión desfavorable sobre la decisión de la Corte Suprema en el caso Citizens United. Este fallo permitió que las grandes corporaciones y los súper ricos tuviesen una influencia aún mayor en las elecciones, lo que ha generado desconfianza entre la ciudadanía.

En temas económicos, la gran mayoría considera que los más ricos deben pagar más impuestos (76%) y apoya un aumento del salario mínimo federal, con un 59% a favor de un salario de $12 por hora y un 48% que favorece la cifra de $15 por hora. Estas propuestas se enmarcan dentro de un creciente apoyo a los derechos de los trabajadores, ya que el 61% de los estadounidenses, incluidos un 42% de republicanos, aprueban la existencia de sindicatos laborales y el 74% apoya la obligatoriedad de que los empleadores ofrezcan licencia médica y parental remunerada.

Sin embargo, en un sistema político como el estadounidense, marcado por la prevalencia de los intereses de las élites, estos posicionamientos no parecen traducirse en avances significativos. Es importante entender que, a pesar del apoyo popular a estas ideas progresistas, la estructura del sistema político y la fragmentación de los movimientos de izquierda impiden que este apoyo se convierta en una acción efectiva que desafíe realmente el statu quo.

La situación sanitaria también refleja estas contradicciones. El 60% de los estadounidenses creen que el gobierno federal debe garantizar la cobertura de salud para todos y un porcentaje igual apoya la expansión de Medicare para cubrir a toda la población. A pesar de este apoyo generalizado, la implementación de un sistema sanitario universal sigue siendo un desafío debido a la falta de unidad y liderazgo dentro de los sectores progresistas.

En cuanto a la educación, la mayoría de los votantes (63%) también apoya la idea de que las universidades públicas deberían ser gratuitas. La educación infantil temprana, con un 59% a favor de su gratuidad, refleja una profunda preocupación por el acceso equitativo a oportunidades educativas desde las primeras etapas de la vida.

A pesar de estos claros apoyos, la política de izquierda parece estar fragmentada. Desde los años 60, los movimientos sociales han crecido y diversificado en una serie de luchas específicas, como los derechos civiles, los derechos de las mujeres, los derechos LGBT+, y más recientemente, los movimientos por la justicia climática y la equidad racial. Aunque estos movimientos han logrado importantes avances, el conjunto de la izquierda estadounidense ha dejado de centrarse en las cuestiones económicas fundamentales que dieron origen a su lucha: el capitalismo y la explotación del trabajo.

La transformación del movimiento de izquierda en un conjunto de luchas centradas en la identidad ha alejado a muchos de la crítica estructural del sistema económico capitalista. Esto se debe en parte al desmantelamiento de la crítica al capitalismo que surgió en las décadas de los 60 y 70, cuando figuras como Martin Luther King asociaron la lucha por los derechos civiles con la lucha contra la explotación económica. Para King, la pobreza y la opresión racial eran el resultado de un sistema económico injusto que debía ser desafiado radicalmente. Sin embargo, desde los años 80, esta visión ha sido cada vez menos prevalente dentro del movimiento progresista.

El colapso de una crítica unificada al capitalismo ha dado paso a movimientos fragmentados que, en muchos casos, parecen centrarse más en lograr representaciones diversas en las élites del poder económico que en cuestionar las estructuras de fondo que perpetúan la desigualdad. Esta forma de pensar es satirizada por programas como "Los Simpsons", que parodian la idea de que la solución a los problemas del capitalismo es simplemente tener más mujeres de color en la cima de las grandes corporaciones, mientras se sigue aceptando el mismo sistema económico explotador.

Los movimientos progresistas actuales también enfrentan otro desafío crítico: la desconexión entre las élites políticas y los votantes de base, especialmente los trabajadores y las clases más desfavorecidas. Estos votantes, que deberían ser el núcleo del apoyo de la izquierda, a menudo no ven que sus intereses sean representados por los líderes progresistas, que parecen más enfocados en cuestiones de identidad que en la transformación económica profunda que los trabajadores necesitan.

El panorama actual muestra que la izquierda en Estados Unidos no está simplemente en una crisis de identidad, sino en una crisis estructural. Sin un análisis coherente del capitalismo como sistema que perpetúa la pobreza, la guerra y el racismo, los movimientos progresistas corren el riesgo de convertirse en luchas fragmentadas que no logren un cambio profundo ni unificar a los sectores más desposeídos de la sociedad. Este contexto invita a replantear qué significa realmente ser progresista en el siglo XXI y cómo las luchas por la justicia social pueden fusionarse con una crítica real al sistema económico que las sustenta.

¿Cómo las cooperativas locales y los impuestos progresivos pueden transformar la economía y la democracia?

En el vecindario de Glenville, en Cleveland, un área empobrecida y predominantemente negra, ha surgido un modelo de economía cooperativa que desafía las estructuras tradicionales del capitalismo. Allí, un grupo de empresas de propiedad colectiva ha tomado la iniciativa de transformar la economía local y la vida de las personas que viven en la zona. Este conjunto de empresas, conocido como las Cooperativas Evergreen, no es simplemente un grupo de pequeñas cooperativas; estas empresas están unidas en una red de cooperación y están estructuradas en torno a una organización sin fines de lucro que las conecta. El modelo ha creado un ecosistema de empresas que generan empleo para los residentes locales, transformando el lugar de manera significativa.

Entre estas empresas destaca Green City Growers, la mayor huerta urbana en invernadero de Estados Unidos, que produce millones de cabezas de lechuga al año. También está Evergreen Cooperative Laundry, una lavandería industrial que atiende hospitales y residencias de ancianos, utilizando un tercio de la energía y el agua que consumiría una lavandería convencional. Además, se encuentra Evergreen Energy Solutions, una empresa dedicada a la instalación de paneles solares, que emplea a personas del centro de la ciudad y recientemente instaló un sistema solar de 42 kilovatios en el techo de la Cleveland Clinic.

Lo interesante de estas iniciativas es su capacidad para vincular a las empresas locales en una red interdependiente, fortaleciendo la economía local y creando un modelo de cambio que se basa en la cooperación y la sostenibilidad. La clave está en la creación de alternativas locales a las grandes corporaciones, gestionadas por los propios trabajadores y organizadas dentro de un marco de responsabilidad ecológica.

El objetivo de este modelo cooperativo es responder a una de las grandes preguntas que atraviesan nuestras crisis actuales: ¿quién controla la riqueza? A lo largo de la historia, controlar la riqueza ha sido fundamental para controlar la política y, en consecuencia, las decisiones sobre el futuro. En Estados Unidos, los 400 individuos más ricos poseen más riqueza que los 180 millones más pobres, lo que pone de manifiesto el desequilibrio en la distribución de los recursos. Sin embargo, iniciativas como las de Cleveland comienzan a reconfigurar este panorama, proponiendo un modelo de propiedad más distribuido y democrático.

Este enfoque se lleva a cabo a nivel local y regional, a través de las cooperativas, pero con un claro objetivo de alcanzar un cambio estructural a nivel nacional. Los movimientos progresistas están construyendo desde abajo hacia arriba, buscando desafiar el monopolio de poder que ejercen las grandes corporaciones y el dinero de la derecha sobre la política federal. Aunque las historias de seguridad real se están escribiendo a nivel local, deben ser defendidas y amplificadas a nivel nacional y global para lograr un cambio significativo.

Otro avance importante se da en la forma en que los grupos progresistas están aprendiendo a ganar el apoyo de aquellos estadounidenses que desconfían del “gran gobierno” o de los “aumentos de impuestos”. A pesar de que la mayoría de los ciudadanos estadounidenses se declaran en contra del “gran gobierno”, la mayoría también apoya programas gubernamentales como la Seguridad Social y Medicare, que son pilares de la verdadera seguridad. La desconfianza en el gobierno refleja en gran parte el fracaso del mismo para proporcionar esa seguridad básica. Sin embargo, los progresistas están comenzando a entender que si proponen gravar a los ricos para financiar programas gubernamentales muy específicos, como la educación universitaria gratuita o la atención médica asequible, pueden ganar un apoyo genuino entre la población.

Un ejemplo claro de este tipo de propuestas es la iniciativa de Massachusetts, que propuso un impuesto a los millonarios con el fin de financiar la educación pública, el transporte público y la infraestructura. Aunque la Corte Suprema de Massachusetts bloqueó la propuesta, el concepto de imponer impuestos a los más ricos para financiar necesidades sociales específicas sigue siendo una estrategia brillante para movilizar a la población. Los movimientos progresistas en todo el país están promoviendo iniciativas similares, enfocándose en crear un relato progresista que pueda arraigar y generar un cambio en el régimen político estadounidense.

Sin embargo, el verdadero cambio sólo llegará cuando se logren implementar impuestos progresivos a gran escala, como los que propone Thomas Piketty en su famosa propuesta de un impuesto global sobre el capital. Piketty señala que si la democracia quiere recuperar el control sobre el capitalismo globalizado de este siglo, debe inventar nuevas herramientas fiscales. Según él, un impuesto progresivo sobre el capital proporcionaría una forma de frenar la espiral de desigualdad y, al mismo tiempo, sería un paso hacia el “control democrático del capital”, esencial para la supervivencia de la democracia misma.

El enfoque de Piketty resalta la importancia de permitir que los ciudadanos decidan democráticamente cómo gastar los recursos comunes en áreas como la educación, la salud, la reducción de desigualdades y el desarrollo sostenible. La verdadera seguridad depende de este control democrático sobre la riqueza de la sociedad. Piketty no aboga por poner al gobierno a cargo de toda la riqueza, sino por una gestión del sistema fiscal que, a través de diversos canales (locales, estatales, federales y globales), pueda garantizar derechos universales y financiar adecuadamente las necesidades básicas de todos.

Es fundamental entender que la seguridad verdadera no solo se logra mediante una política fiscal que busque redistribuir la riqueza, sino también mediante la creación de una cultura democrática que permita a las personas decidir activamente sobre el destino de los recursos comunes. Solo a través de un control más equitativo de la riqueza, que también implique una participación activa en los procesos políticos, será posible avanzar hacia un sistema económico y social más justo y seguro para todos.