Era una gran abeja dorada, llevada por una brisa bondadosa, afortunadamente para mí. Primero zumbó sobre mi cabeza y luego voló hasta Mme M. Ella la ahuyentó una o dos veces, pero la abeja se mostró cada vez más insistente. Finalmente, Mme M. tomó mi ramillete de flores y lo agitó frente a su rostro. En ese momento, la carta cayó entre las flores y se posó directamente sobre el libro abierto. Me sobresalté. Durante un buen rato, Mme M., muda de asombro, observó primero la carta y luego las flores que sostenía en sus manos, como si no pudiera creer lo que veía. De pronto, su rostro se ruborizó, dio un salto y me miró. Pero yo capté su movimiento y cerré los ojos con fuerza, fingiendo dormir. Nada en el mundo me habría hecho mirarla directamente en ese momento. Mi corazón latía con fuerza, saltando como un pájaro atrapado en manos de un niño de pueblo.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí con los ojos cerrados, tal vez dos o tres minutos. Al fin me atreví a abrirlos. Mme M. leía con avidez la carta, y por sus mejillas encendidas, sus ojos brillantes y llenos de lágrimas, su rostro resplandeciente, cada rasgo temblando de emoción jubilosa, supe que la carta traía felicidad y que todo su sufrimiento se disipaba como el humo. Una sensación dulce y dolorosa me desgarraba el corazón, era difícil seguir fingiendo... Jamás olvidaré ese instante.

De repente, desde lejos, escuchamos voces. "¡Mme M.! ¡Natalie! ¡Natalie!" Mme M. no respondió, pero se levantó rápidamente de su asiento, se acercó a mí y se inclinó sobre mí. Sentí que me miraba directamente a la cara. Mis pestañas temblaban, pero me controlé y no abrí los ojos. Intenté respirar de manera más tranquila, pero mi corazón me ahogaba con sus violentos latidos. Su aliento ardiente quemaba mis mejillas; se inclinó aún más cerca de mi rostro, como si quisiera asegurarse. Finalmente, un beso y lágrimas cayeron sobre mi mano, la que descansaba sobre mi pecho. "¡Natalie! ¡Natalie! ¿Dónde estás?" escuchamos de nuevo, esta vez mucho más cerca. "Ya voy," dijo Mme M. en su voz melodiosa, plateada, tan ahogada y temblorosa por las lágrimas, tan suave, que solo yo pude escucharla. "Ya voy." Pero en ese instante, mi corazón me traicionó al enviar toda mi sangre a mi rostro. Y justo en ese momento, un beso rápido y ardiente quemó mis labios. Solté un débil grito. Abrí los ojos, pero enseguida el mismo pañuelo de gasa cayó sobre ellos, como si quisiera protegerme del sol. Un segundo después, ella se fue. No oí más que el sonido de sus pasos que se alejaban rápidamente. Me quedé sola...

Me quité el pañuelo y lo besé, fuera de mí por la dicha. Durante unos momentos, casi estaba fuera de control... Apenas podía respirar, apoyada sobre mi codo en el césped, miraba sin conciencia hacia las laderas circundantes, rayadas de campos de maíz, el río que se torcía y se serpenteaba a lo lejos, hasta donde la vista alcanzaba, entre colinas frescas y pueblos que brillaban como puntos en la distancia bañada por el sol, los bosques azul oscuros que parecían humeantes en el borde del cielo ardiente. Una dulce quietud, inspirada por la paz triunfante del paisaje, gradualmente calmaba mi agitado corazón. Sentí un alivio, respiraba con más facilidad, pero toda mi alma estaba llena de un anhelo mudo, como si se hubiera levantado un velo de mis ojos, como si fuera un anticipo de algo. Mi corazón, temeroso, temblando de expectativa, palpaba tímidamente hacia alguna conjetura... Y de repente, mi pecho se agitó, empezó a doler, como si algo me hubiera atravesado, y lágrimas, dulces lágrimas, brotaron de mis ojos. Me escondí la cara entre mis manos y, temblando como una hoja de hierba, me entregué a la primera conciencia y revelación de mi corazón, al primer y vago atisbo de mi naturaleza. Mi infancia había terminado en ese momento.

Cuando, dos horas después, regresé a casa, no encontré a Mme M. Por un giro del destino, ella había regresado a Moscú con su esposo. Nunca la volví a ver.

En esos momentos de intensa emoción, el alma humana se encuentra en una encrucijada entre lo que se ha vivido y lo que está por descubrir. En un instante, un pequeño gesto, como una abeja que revolotea insistentemente, puede desatar una cadena de eventos que transforma para siempre la percepción que tenemos de las cosas. El cambio en los sentimientos puede ser tan abrupto y profundo que, a veces, es difícil reconocer quiénes éramos antes de esa experiencia. La mente y el cuerpo, en un esfuerzo por procesar lo vivido, reaccionan de maneras tan complejas como la naturaleza misma del ser humano. La carta que cae entre las flores, el beso robado, la mirada furtiva… Todo ello puede desencadenar un despertar del corazón que da paso al fin de una etapa de la vida y al inicio de algo completamente nuevo.

No es solo la carta la que cambia el curso de los eventos, sino la consciencia de estar a punto de perder algo valioso, lo que hace que el momento se vuelva indeleble en nuestra memoria. Las emociones, tanto el dolor como la dicha, se entrelazan y nos definen de formas que no siempre podemos anticipar, pero que nos constituyen como individuos.

¿Cómo los recuerdos y las decisiones transforman nuestras vidas en la ciudad eterna?

El bullicio de Roma es inconfundible, un constante eco de la modernidad que se mezcla con la historia milenaria de la ciudad. Los cascos de los caballos golpean las piedras del pavimento, los tranvías resuenan en la Piazza Barberini, y el agua de las fuentes se alza en el aire como un reflejo de la vida que no cesa. Todo parece seguir su curso, mientras las personas se desplazan sin un destino claro, sin siquiera reparar en los pequeños detalles que dan forma a la existencia. En medio de este ajetreo, un hombre camina con prisa, cargando su valija como si con ella pudiera cargar todo el peso de su pasado y de sus decisiones. Se enfrenta a la pregunta de si debe quedarse en Roma o regresar a Tivoli, donde la memoria de una vida pasada lo espera, plagada de nostalgia y arrepentimiento.

Cada paso por la ciudad le recuerda algo perdido, algo irrecuperable. En la Piazza di Termini, los niños juegan bajo los árboles mientras la ciudad sigue su danza frenética. Las ruinas de los baños de Diocleciano se bañan en la luz dorada de la tarde, pero la belleza de la escena no logra disipar la tormenta interna que lo consume. ¿Qué hacer con su vida? ¿Seguir vagando por estas calles, atrapado en la red de sus recuerdos? La presencia de ella, la mujer que había amado y que había cambiado el curso de su existencia, lo persigue aún.

Al llegar a una cafetería, intenta escapar del ruido de la ciudad, pero pronto se da cuenta de que este lugar no le ofrece el refugio que busca. Es un café destinado a los turistas, un refugio de lo falso, lleno de voces y caras conocidas que no le ofrecen consuelo. Pero en ese momento, cuando la desesperación ya lo había alcanzado, la ve. La ve en la forma de una camarera, tan diferente a la imagen idealizada que había conservado de ella, pero igualmente real, tan real que su corazón late con fuerza al reconocerla. María, la mujer que había amado, la mujer que lo había dejado atrás, aparece ante él como un espectro de un pasado del que nunca pudo liberarse.

El encuentro no es lo que había imaginado, no es un reencuentro romántico ni una salvación. Ella, con su rostro cansado y sus ojos marcados por el sufrimiento, le revela que ha estado en Roma durante meses, y que su vida ha cambiado, pero de una manera que él no esperaba. Se casó con Ferrari en Nápoles, pero el matrimonio terminó en tragedia. Ahora, después de la muerte de su esposo, ella parece perdida, aún atrapada en los recuerdos y la dolorosa realidad de su vida.

En ese momento, Michele, quien había adorado a María desde la distancia, toma una decisión audaz. Se levanta, la toma de las muñecas y le promete que él será quien la cuide, que él será quien la ayude a encontrar un camino hacia la felicidad, aunque este camino no esté claro ni sea fácil de recorrer. La invita a dejar su trabajo en el café, a comenzar una nueva vida con él, lejos de las sombras de su pasado. Es un acto de valentía, impulsado por un amor que no ha muerto, que se ha mantenido vivo a pesar del tiempo y las circunstancias.

Esa noche, Michele regresa a Tivoli, a la casa de su infancia, en busca de consuelo en el pasado. Pero no es el pasado lo que lo sostiene, sino la promesa de un futuro que puede construir con María. En su regreso a Tivoli, habla con la gobernante del albergo, buscando trabajo para ella, para que puedan comenzar una nueva vida. La conversación sobre el trabajo en Roma y el futuro inmediato es breve, pero es suficiente para que Michele empiece a ver un camino hacia adelante.

Antes de encontrarse con María en el Pincio, Michele hace una última tarea, entregando una carta a la señora Hayes en el hotel de la Via Sistina, un gesto simbólico de cierre, un acto que le permite liberar su alma de las ataduras de su pasado.

El encuentro con María en el Pincio es un punto de inflexión. Aún con todas las dificultades que han marcado sus vidas, Michele y María se enfrentan a un futuro incierto, pero juntos. La ciudad de Roma, con su caos y belleza, ha sido el escenario de sus vidas rotas, pero ahora, tal vez, sea el punto de partida de una nueva vida, de una nueva historia que escribir.

Es fundamental que el lector entienda que, en medio del caos de la vida y de las decisiones que tomamos, siempre existe la posibilidad de redención. El encuentro de Michele con María no es solo una oportunidad de reavivar un amor perdido, sino también de mirar hacia adelante, de entender que la vida no está marcada solo por lo que hemos perdido, sino también por lo que podemos aún ganar, si estamos dispuestos a tomar las riendas de nuestro destino.

Roma, con su ruido incesante y su belleza desgarradora, no es solo el lugar de sus recuerdos, sino también el escenario de la posibilidad de un nuevo comienzo. La ciudad eterna, con su historia infinita, se convierte en un espejo de las vidas de aquellos que la habitan: vidas llenas de amores rotos, decisiones difíciles y momentos de claridad que, aunque fugaces, nos permiten vislumbrar el camino hacia lo que podríamos ser.