Trump, para muchos, es un mago. No de los que hacen trucos con varitas o desaparecen conejos, sino uno cuya magia radica en su asombroso dominio de la persuasión. Según el pensador Scott Adams, lo que distingue a Trump es su capacidad para manejar la verdad de tal forma que se vuelve el centro de atención, mientras él permanece en el foco. Con esta habilidad, Trump logra que ideas absurdas, como la alegación de que las elecciones de 2020 fueron robadas, parezcan no solo plausibles, sino necesarias de considerar. Este tipo de manipulación de la verdad no es accidental, sino intencional, y funciona como una especie de juego en el que sus seguidores, de manera similar a un niño con su amigo imaginario, aceptan una realidad que no corresponde a los hechos, pero que es suficiente para darles sentido a sus creencias y emociones.
Lo fascinante de esta transmutación de la verdad es que, al igual que un niño que juega en un área intermedia entre la realidad y sus deseos, los seguidores de Trump no esperan que todo lo que dice sea verdadero en un sentido literal. Lo que buscan, en cambio, es la validación de sus propios temores y deseos más profundos, de la misma manera que un niño imagina un mundo en el que su amigo imaginario cobra vida. Esto es lo que explica por qué muchas personas no se ven afectadas por las evidentes distorsiones en las palabras de Trump. Para ellos, no importa la correspondencia entre sus palabras y la realidad externa, sino entre sus palabras y la realidad interna que esos seguidores ya tienen construida.
El papel de Trump como entertainer refuerza esta dinámica. Los antropólogos Kira Hall, Donna M. Goldstein y Matthew Bruce Ingram, en su análisis, destacan cómo el humor y la transgresión de los tabúes verbales no solo sirven como una forma de entretenimiento, sino que cumplen una función ideológica más profunda. El humor de Trump es una herramienta de validación, una manera de hacer que lo absurdo parezca plausible, que lo erróneo se sienta como una verdad revelada. Las risas que provoca no solo sirven para desarmar a sus oponentes, sino que también proporcionan una sensación de certidumbre a sus seguidores, quienes, a través de este humor, ven sus prejuicios y teorías conspirativas reflejadas en un lenguaje que parece verdadero, aunque esté lleno de falacias.
Pero la transmutación de la verdad que realiza Trump no se limita solo a sus declaraciones. También tiene un impacto profundo en la moralidad de la sociedad. A través de lo que se ha denominado la "inversión de la pendiente moral", Trump y sus seguidores logran darle la vuelta al sentido común, subvirtiendo la moral tradicional y mostrando a los opositores como moralmente corruptos y a sus propios valores como los verdaderos. La alegoría del "drenaje de la ciénaga" (draining the swamp) es emblemática de este proceso: Trump no está luchando contra una élite corrupta, sino que está limpiando un sistema que, según sus seguidores, ha acumulado valores erróneos en las alturas morales.
En este proceso, Trump se convierte en el símbolo de una lucha revolucionaria, una figura que está dispuesta a desafiar el orden establecido y devolver el poder a quienes se sienten marginados. Para sus seguidores, cualquier acusación de corrupción se convierte en una conspiración orquestada por el "Establecimiento", un término que Trump y sus aliados han aprendido a usar para deslegitimar a sus críticos. A lo largo de este proceso, la verdad misma se reconfigura, y las narrativas de quienes desafían a Trump se invierten y se convierten en "noticias falsas", un término tan flexible como conveniente.
Este enfoque tiene resonancias bíblicas para muchos de sus seguidores, especialmente dentro de la comunidad evangélica. Trump no es solo un presidente; es una figura casi mítica, comparable con héroes bíblicos como Jehu, cuyo papel era purificar a Israel. Al hacer esta analogía, sus seguidores logran darle un significado trascendental a sus actos, interpretando cualquier comportamiento normativamente cuestionable como parte de un plan divino. Esta visión de Trump como un agente del bien no tiene lugar para los matices: si alguien critica a Trump, esa crítica es rechazada de inmediato como parte de una lucha entre el bien y el mal, en la que Trump es visto como el último baluarte de la moralidad en un mundo corrompido.
La lógica de transmutación, entonces, no solo actúa sobre los hechos o las ideas, sino que se extiende a la percepción moral y religiosa. La verdad se distorsiona y la moralidad se invierte en un juego que solo los "iniciados" entienden. Este fenómeno se asemeja a la teoría de la apofenia, en la que los seguidores de Trump buscan conexiones entre hechos no relacionados, llenando los vacíos con explicaciones que se ajustan a sus premisas previas, sin importar si esas conexiones tienen algún fundamento real. Es esta visión del mundo la que da forma a su percepción de la política y de la lucha por el poder, creando un ecosistema donde la verdad se convierte en un instrumento flexible y manipulable.
El impacto de este proceso no se limita a la política. La forma en que Trump y sus seguidores construyen y manipulan la verdad tiene consecuencias profundas en la manera en que se perciben las realidades sociales y culturales. Esta capacidad para redefinir lo que es "verdadero" y lo que no lo es crea un ambiente en el que las creencias se fijan no en hechos objetivos, sino en la construcción narrativa de los actores políticos y sus seguidores. La política, bajo esta lógica, deja de ser un espacio de intercambio y confrontación de ideas basadas en hechos, para convertirse en un espectáculo donde la realidad se moldea a través de las palabras y las interpretaciones de quienes ostentan el poder.
¿Cómo las élites sombrías reconfiguran el poder y la política global?
En las últimas décadas, varios desarrollos transformadores han dado paso a una nueva clase de élites, conocidas como "élites sombrías". Estas no se definen por su posición familiar, riqueza o estatus institucional, sino por su modus operandi y sus redes de influencia (Wedel 2009, 2016, 2017). Entre los factores que han contribuido a este fenómeno destacan la privatización y la desregulación que comenzaron en los años 80, el fin de la Guerra Fría, el ascenso de internet, y la financiera globalizada que multiplicó las posiciones intermedias lucrativas (Carroll 2008; Savage y Williams 2008). Estos cambios no solo abrieron nuevos campos para el ejercicio del poder, sino que reconfiguraron el paisaje organizacional, dando forma a una nueva dinámica en la que las élites operan a través de redes informales, mucho más flexibles y, a menudo, menos visibles.
Las élites tradicionales, como las descritas por C. Wright Mills en los años 50, operaban dentro de una estructura jerárquica y burocrática donde el poder estaba concentrado en un número limitado de actores interconectados: funcionarios gubernamentales, líderes militares y ejecutivos corporativos (Mills 1956). En contraste, las élites sombrías aprovechan el poder de las redes para coordinar sus actividades a nivel global, fusionando sectores públicos, privados y no gubernamentales sin estar atados a una estructura institucional formal. Esta forma de operar les permite acceder a una considerable capacidad de influencia sin las restricciones de la visibilidad o la responsabilidad que tradicionalmente recaían sobre las élites del poder.
Una característica clave de las élites sombrías es su capacidad para actuar de manera informal, desplazando los procesos y estructuras formales cuando estos no les son convenientes, pero aprovechándolos cuando lo requieren. Este modus operandi les permite ser mucho más ágiles y adaptables que sus predecesores de élite, quienes dependían de posiciones fijas y jerárquicas dentro de instituciones tradicionales. En lugar de seguir una línea clara de mando, las élites sombrías se mueven dentro de un sistema de conexiones informales y roles superpuestos que les permiten alcanzar sus objetivos estratégicos con mayor flexibilidad.
Otro aspecto importante es su habilidad para movilizar organizaciones como consultorías, grupos de reflexión y organizaciones no gubernamentales (ONG), que actúan como vehículos para el ejercicio de su poder. Estas entidades, en muchos casos, operan como intermediarios entre los sectores público y privado, asegurando que los intereses de las élites sombrías se mantengan al margen de la mirada pública. La opacidad y la falta de responsabilidad que caracteriza a estas redes informales refuerzan la percepción de que las élites priorizan sus propios intereses privados por encima del bien común.
Una de las manifestaciones más claras de esta práctica es el llamado "lobbying sombrío". Aunque los lobbistas registrados siguen siendo influyentes, el aumento de los lobbistas no registrados, también conocidos como "lobbistas sombríos", ha transformado radicalmente la forma en que se ejercen las influencias políticas. Estos actores actúan en las sombras, utilizando términos como "consultores" o "especialistas en relaciones gubernamentales" para evitar la necesidad de registrarse como lobbistas, lo que les permite operar fuera del radar de las leyes de transparencia y rendición de cuentas. Estos lobbistas, generalmente pagados, buscan influir en los legisladores y otros funcionarios públicos para beneficiar a grupos específicos, industrias o incluso gobiernos extranjeros.
El ascenso de las élites sombrías se ha visto facilitado por la legislación que, en un intento por aumentar la transparencia en el lobbying, ha logrado precisamente el efecto contrario: el auge del lobbying sombrío. A partir de la Ley de Liderazgo Honesto y Gobierno Abierto de 2007, que buscaba hacer más estrictos los requisitos de registro y las reglas sobre el "puente giratorio" entre la política y el sector privado, muchos lobbistas han optado por operar de manera más encubierta, anticipándose a una aplicación laxista de las nuevas normativas.
La redefinición del poder global también se observa en la forma en que las élites sombrías están interconectadas a través de redes transnacionales. En muchos casos, estos actores desempeñan un papel como "conectores", uniendo actores gubernamentales, corporativos y no gubernamentales, creando una red compleja en la que las influencias fluyen sin las restricciones o la visibilidad de los sistemas de poder tradicionales. Esta forma de organización les permite actuar con mayor eficacia, alcanzando sus objetivos de manera más eficiente que las élites del poder de antaño, al mismo tiempo que eluden las reglas de responsabilidad y transparencia propias de una democracia moderna.
Es fundamental entender que este tipo de élites no es sinónimo de una corrupción tradicional. Aunque sus métodos son difíciles de detectar a través de los medios convencionales, su capacidad para actuar con impunidad y sin el escrutinio adecuado representa un nuevo tipo de corrupción más difícil de identificar, pero igualmente perjudicial. Los intereses privados que protegen y promueven a través de estas redes pueden estar en conflicto directo con los intereses del público, pero debido a la falta de transparencia y la manipulación de las estructuras formales, resulta casi imposible para el público identificar y responsabilizar a los responsables.
Además, es esencial comprender que la flexibilidad y adaptabilidad de las élites sombrías no son limitaciones del sistema, sino ventajas estratégicas que les permiten evolucionar con las dinámicas del poder global. Este tipo de poder "híbrido", que fluye a través de redes interconectadas y no está restringido por las jerarquías tradicionales, puede ser más difícil de desafiar y desmantelar, ya que las estructuras mismas que deberían proporcionar mecanismos de control están siendo reconfiguradas para servir a estos nuevos intereses. La resistencia a este fenómeno requiere un entendimiento profundo de cómo las élites sombrías han transformado los mecanismos de poder y qué pasos se pueden tomar para restaurar un equilibrio más equitativo en la toma de decisiones políticas y económicas globales.
¿Cómo el caso de Jeffrey Epstein refleja la corrupción en la política estadounidense?
Durante treinta y tres días del verano de 2019, la caída del presidente Donald J. Trump pareció inminente. Su antiguo amigo, Jeffrey Epstein, un conocido financiero y delincuente sexual condenado, fue arrestado en la pista de un aeropuerto en Nueva Jersey el 6 de agosto y fue detenido en Manhattan mientras esperaba su juicio por cargos federales de tráfico sexual. Más de ochenta mujeres se presentaron con acusaciones de que Epstein las había molestado cuando eran niñas, algunas tan jóvenes como catorce años. Varias de las acusadoras alegaron que Epstein las había obligado a tener relaciones sexuales con celebridades, políticos y académicos, quienes asistían a las fiestas que él organizaba en sus propiedades apartadas, desde la década de 1990.
El hecho de que Trump y Epstein hubieran sido conocidos durante los años 90 y 2000, y que Trump también hubiera sido acusado repetidamente de acoso sexual y agresión durante esos mismos años, generó una intensa investigación periodística. Pronto se encontraron pruebas de una relación más turbia de lo que se había imaginado. El libro negro incautado a Epstein incluía al menos catorce nombres relacionados con Trump. Un video grabado en noviembre de 1992 mostraba a Epstein y Trump juntos en Mar-a-Lago, el club privado, resort y propiedad de Trump en Florida, observando a una joven mujer que Trump señalaba y llamaba “atractiva”. Además, se descubrió que Trump estuvo presente en una fiesta aún más exclusiva ese mismo año en Mar-a-Lago, donde veintiocho “chicas de calendario” entretenían solo a dos invitados: Trump y Epstein.
La evidencia más condenatoria que vinculaba a Trump con el acusado traficante de sexo, sin embargo, fue la propia declaración del presidente. En una entrevista para una revista de Nueva York sobre Epstein en 2002, Trump declaró: “Es muy divertido estar con él. Se dice que le gustan las mujeres hermosas tanto como a mí, y muchas de ellas son de la parte más joven”. Dado el historial bien documentado de Trump de presuntas agresiones sexuales y mala conducta, y el hecho de que una de las acusadoras más destacadas de Epstein fuera reclutada en el círculo de Epstein mientras trabajaba como camarera de toallas en Mar-a-Lago, parecía inevitable que surgieran más escándalos que vincularan a los dos millonarios lujuriosos.
En los meses previos al arresto de Epstein, Trump había sido acusado públicamente de violación por primera vez. Inspirada por los esfuerzos del movimiento #MeToo para hacer responsables a los hombres poderosos por acoso y abuso sexual, la columnista de consejos E. Jean Carroll publicó un ensayo en la revista New York, en el que revelaba que Trump la había inmovilizado contra la pared de un vestidor en la tienda Bergdorf Goodman y la había forzado a tener relaciones sexuales. Cuando Epstein fue acusado, el ensayo seguía siendo discutido en los medios de comunicación. El supuesto asalto ocurrió a mediados de la década de 1990, cuando Trump se codeaba con Epstein y vivía lo que él mismo describía como su propio “Vietnam”, “follándome a muchas mujeres”.
Epstein fue finalmente arrestado en julio de 2019, justo cuando las acusaciones contra Trump se estaban multiplicando. La periodista Julie K. Brown del Miami Herald había realizado una serie de investigaciones que documentaban el abuso de Epstein y que le dieron a las víctimas la plataforma para contar sus historias. A pesar de que la mayoría de las víctimas no eran famosas ni ricas, sino que provenían de contextos de violencia doméstica, abuso de sustancias o situación de calle, el trabajo de Brown permitió que las historias de las víctimas fueran finalmente escuchadas, lo que desató un miedo palpable en el círculo de Epstein, donde se temía que más figuras poderosas fueran identificadas como cómplices en los crímenes de abuso y tráfico de Epstein.
Trump y su equipo intentaron distanciarse rápidamente de Epstein una vez que fue arrestado. Como era habitual, Trump comenzó a forjar una nueva narrativa, afirmando que él y Epstein nunca fueron cercanos. Tres días después del arresto de Epstein, Trump declaró en una conferencia de prensa: “Lo conocí como todo el mundo en Palm Beach lo conocía. Todo el mundo en Palm Beach lo conocía. Era una figura habitual en Palm Beach”. Añadió: “Tuve una pelea con él hace mucho tiempo. Diría que tal vez hace quince años”. Sin embargo, esta nueva versión de los hechos no logró mitigar el principal dolor de cabeza que causó el arresto de Epstein en la Casa Blanca: el secretario de trabajo recién nombrado por Trump, R. Alexander Acosta, había negociado un acuerdo de culpabilidad con Epstein en 2008, cuando Acosta era fiscal en Florida. Como revelaron los informes de Brown, el acuerdo permitió a Epstein escapar de las acusaciones de tráfico sexual y agresión, delitos que podrían haberle valido una pena de prisión de por vida. A cambio de declararse culpable de cargos estatales de solicitud de prostitución y registrarse como delincuente sexual, Epstein recibió una sentencia de prisión indulgente de trece meses, la mayor parte de la cual pasó en sus propias propiedades con permisos para trabajar. Lo más inusual de este acuerdo fue que otorgaba inmunidad a Epstein y a sus posibles cómplices, muchos de los cuales aún no habían sido nombrados, ante posibles cargos federales.
Este acuerdo de trato preferencial significó el fin de una larga investigación que podría haber implicado a numerosos hombres poderosos vinculados a Epstein, pero que se vio interrumpida gracias a la intervención de Acosta. Mientras tanto, la relación de Trump con Epstein, a pesar de sus intentos por desmentirla, se convertía en un tema de escrutinio constante en los medios y en la opinión pública.

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