Es curioso cómo algunos casos, aparentemente sencillos, pueden dejar una huella profunda. Mi trabajo de detective me ha enseñado a confiar en mis instintos, a veces más que en las pruebas concretas. Un caso en particular destacó por la rapidez con la que tuve que actuar, y cómo un simple presentimiento me llevó a evitar lo que podría haber sido un asesinato.

Todo comenzó con una mujer llamada Ada Ven, una exitosa bailarina cuya vida estuvo en peligro debido a unos extraños y amenazantes mensajes. Al principio, la policía no pudo entender de dónde venía la amenaza, ni mucho menos cómo podría haberse evitado. Pero algo en mi interior me decía que había una conexión que no se podía pasar por alto.

Ada Ven tenía una melodía característica, una canción que había sido popular en la Segunda Guerra Mundial: "Nevada". Mi instinto me llevó a hacer una conexión curiosa: el nombre de Ada Ven es un anagrama perfecto de Nevada. Al principio, me pareció una mera coincidencia, pero algo me decía que era mucho más. La idea de que un fanático, tal vez de su ciudad natal, pudiera haber tomado su acto como una afrenta hacia el estado de Nevada se instaló en mi mente. La posibilidad de que alguien estuviera dispuesto a matarla por esta razón no era tan remota.

El sentimiento de urgencia fue tal que no me tomé el tiempo para analizarlo con calma. Simplemente actué. Después de investigar más a fondo y de confirmar mi sospecha de que la amenaza era real, fui directo a las autoridades. Todo se resolvió rápidamente, y ese instinto, ese simple "hunch", hizo la diferencia. No fue una deducción de Sherlock Holmes ni un razonamiento lógico al estilo de Edgar Allan Poe, pero funcionó. Y eso, en mi libro, es lo que importa. Cualquier cosa que salve una vida merece ser probada, aunque sea a través de un simple impulso.

Sin embargo, la solución a este caso no fue tan simple en otro de mis trabajos recientes. Me involucré personal­mente en la muerte de Polly Thorne, una secretaria en una empresa exportadora de Madison Avenue, que de repente falleció mientras trabajaba. Su muerte parecía natural, un ataque al corazón en plena jornada laboral, pero algo en su caso me dejó inquieto. Polly era joven, apenas 26 años, y su vida fue arrebatada de manera abrupta. Todo parecía indicar que fue un infarto, pero ella había comentado en varias ocasiones sobre lo extraño que le parecían los negocios de la empresa, y me hizo pensar que podría haber algo más detrás de su muerte.

Decidí investigar más a fondo. A través de mis contactos, logré obtener acceso a la oficina de los dos hombres que gestionaban la empresa, Paul Sweeney y Tom Adams. Fui como un inspector fiscal, con la excusa de revisar los libros y registros. Mi plan era observar sus reacciones, ver si algo no cuadraba. Lo que encontré me dejó aún más confundido: en el escritorio de Polly, los sobres sin enviar estaban perfectamente apilados, pero lo extraño era que no había ninguna esponja o humedecedor de sellos. Polly era una mujer meticulosa, y siempre utilizaba un humedecedor para pegar los sellos a los sobres. Esa ausencia me pareció extraña. Lo que estaba claro era que su muerte no era algo tan simple como un infarto, y no podía dejarlo pasar.

La investigación me llevó a descubrir que la empresa en la que trabajaba Polly estaba involucrada en el tráfico de drogas, específicamente en el envío de grandes cantidades de heroína. Polly había sido asesinada con una droga rara que provocaba síntomas similares a los de un infarto. Al parecer, alguien la había envenenado a través de su lengua, aplicando el veneno en los sobres que ella misma había sellado. La muerte de Polly no fue una simple coincidencia. Fue un asesinato calculado, realizado con la intención de cubrir sus huellas.

La clave para resolver el caso estuvo en esos pequeños detalles: el sobres sin enviar, la falta del humedecedor, y las pistas que Polly había dejado antes de morir. Pero lo más importante fue no rendirse ante la primera explicación lógica. Como detective, mi trabajo es ver más allá de lo obvio, y en este caso, mi persistencia y mi capacidad para hacer conexiones insospechadas llevaron a resolver el caso y a dar justicia a Polly Thorne.

Es vital entender que, aunque no todas las pistas en un crimen parecen tener sentido en un principio, la verdadera habilidad del detective radica en hacer las conexiones correctas, incluso cuando todo parece indicar lo contrario. Un solo instinto puede salvar una vida, y un solo detalle puede cambiar el rumbo de una investigación. No todo tiene una explicación inmediata, pero los detalles siempre hablan, y aprender a escucharlos es lo que marca la diferencia entre un buen detective y uno mediocre.

¿Cómo descubrir a un policía falso en Nueva York?

Había suficiente veneno en el reverso de uno de los sellos en la parte superior de la hoja para asegurar la muerte de la mujer. Sin embargo, también se habían asegurado de que ellos mismos morirían en la silla caliente, a través del correo directo. No enviar los sobres de inmediato fue un error monumental. Todo por pensar que una secretaria era una mujer que sabía demasiado. Lo que no sabían era que ella me conocía a mí, el detective privado más inquieto del negocio.

Las cosas en la vida no siempre son lo que parecen, especialmente cuando el crimen tiene algo que ver. El caso que quiero contarte comenzó a las horas más oscuras de la madrugada, en la ciudad que nunca duerme. Había salido de Times Square y decidí dar un paseo por el Central Park, alejándome de las luces y del bullicio. Fue entonces cuando la vi: una mujer en un abrigo de piel de zorro plateada, siendo atacada por dos maleantes que se bajaron de un Oldsmobile azul oscuro. Era una escena común en Manhattan, pero no me quedé quieto. Saqué mi arma, un .45, y me dirigí rápidamente hacia la escena.

La mujer luchaba con toda su fuerza, arañando y retorciéndose. Sus muñecas estaban llenas de costosas joyas, lo que la hacía un objetivo aún más atractivo para los ladrones. Uno de los asaltantes la sujetaba por la boca para que no pudiera gritar, mientras su compañero le quitaba las joyas. En ese momento, mi mano golpeó la cabeza del ladrón con el cañón de mi pistola y cayó al suelo. El otro, armado con un cuchillo largo, intentó atacarme, pero lo dejé fuera de combate con otro golpe.

La mujer, después de recuperar el aliento, lanzó un grito de terror que alertó a un policía que, de alguna forma, apareció de la nada. Era un oficial pequeño, su voz estridente llenó la calle. "¿Qué pasa aquí, señor?" Al mostrarle mi placa, se calmó, pero la mujer no lo hizo. Desbordada por el miedo, comenzó a llorar, lamentando no haber tomado el coche. Me agradeció con efusividad, pero no me quedé mucho tiempo; antes de irme, le recomendé al oficial que se encargara del caso y me alejé rápidamente.

Sin embargo, algo no cuadraba. Decidí hacer una llamada a la central y, al volver a la esquina, vi algo que me dejó intranquilo: el policía estaba ayudando a los ladrones a levantarse, y la mujer había desaparecido. El Oldsmobile todavía estaba allí. Apreté el paso, no podía dejar que se escaparan.

La historia dio un giro interesante cuando me escondí tras un muro, y un disparo desde mi posición derribó la pistola del "oficial". Los dos criminales intentaron huir, pero no fueron capaces de moverse rápido. Los cubrí con mi .45 y, cuando llegaron más patrulleros, el juego había terminado. La mujer, quien había sido secuestrada por los ladrones, estaba ahora a salvo.

La policía lo manejó, pero antes de que me marchara, vi algo que me confirmó mis sospechas: el policía no era realmente un oficial. ¿Cómo lo supe? Un simple detalle que los criminales no conocían. Para ser parte del Departamento de Policía de Nueva York, no puedes medir menos de 5 pies 8 pulgadas. El hombre que se hacía pasar por oficial no llegaba ni a esa altura.

El hombre que había ayudado a los ladrones a escapar no era más que un criminal disfrazado de policía. Los criminales habían planeado secuestrar a la mujer, pero confiaron en un cómplice con autoridad falsa, que se disfrazaba como oficial para hacer que el atraco pareciera legítimo.

Es crucial entender cómo pequeñas reglas pueden ser fundamentales para resolver crímenes en una ciudad como Nueva York. A veces, la diferencia entre un delincuente y un oficial legítimo puede ser tan simple como la altura, pero eso es suficiente para marcar la diferencia entre la justicia y el caos.

La historia no termina con la captura de los criminales. A lo largo de las calles de Nueva York, la diferencia entre lo que es real y lo que no, es más difícil de discernir de lo que parece.

¿Qué puede llevar a un crimen perfecto a la derrota?

El día en que Bartree fue condenado a ser electrocutado, su actitud no dejó lugar a dudas sobre su futuro. Su amenaza resonó con fuerza en la sala del tribunal, dirigida al juez que había emitido el veredicto, un hombre de cabello gris que a pesar de su apariencia venerable, se convertiría en el objetivo de un asesino. La amenaza fue clara, y muchos la consideraron solo una bravata de un hombre desesperado. Pero el tiempo demostró que, en este caso, las palabras de Bartree no eran solo ruido vacío. De hecho, había dejado tras de sí un rastro de sangre, comenzando con el asesinato de los hermanos zapateros, por una cantidad ínfima: dieciocho dólares con cincuenta centavos.

Cuando el capitán Monks me pidió que lo acompañara al Palacio de Justicia de Temple para estar al tanto del caso, lo hice sin dudar. El viejo juez Sloane presidía esa jornada y, según Monks, Bartree podría intentar hacerle daño. La posibilidad de que un hombre tan desequilibrado como él actuara contra el juez era más que real. Monks había dispuesto un operativo con agentes de paisano y uniformados, con la esperanza de anticiparse a cualquier intento de Bartree por cumplir su amenaza.

El ambiente en la sala era tenso. A pesar de que el tribunal estaba lleno como de costumbre, esta vez la mirada de todos estaba centrada en el juez Sloane. Era un hombre carismático, conocido por su capacidad para tomar decisiones rápidas y justas. Los asistentes a la corte estaban distraídos, como siempre, pero nosotros nos concentrábamos en detectar cualquier indicio de la presencia de Bartree entre la multitud. A medida que los testigos pasaban y los casos se sucedían, algo en el aire me decía que Bartree podría estar cerca, al acecho.

Mientras observábamos, vi a una mujer cerca del pasillo central. Llevaba un abrigo color beige, con los botones del lado derecho, lo que llamó mi atención inmediatamente. Una mujer siempre abotonaría su abrigo a la izquierda, como dicta la tradición. Eso fue lo que Bartree no tuvo en cuenta al disfrazarse de mujer. Él, al igual que muchos hombres, desconocía ese pequeño pero significativo detalle. Fue su error fatal. En un instante, me lancé hacia ella y la derribé, despojándola de su peluca y maquillaje, revelando la verdadera identidad del atacante: Steve Bartree. El asesino había intentado pasar desapercibido con un disfraz impecable, pero fue su propio hábito el que lo traicionó.

Este pequeño detalle no solo me permitió salvar la vida del juez, sino que también resaltó una verdad irrefutable: el crimen, a pesar de su meticulosidad, está lleno de errores humanos. Bartree, en su desesperación, no pensó en lo más básico, en un acto tan común como abotonarse un abrigo. La lección es clara: el crimen perfecto es, en realidad, una fantasía. Siempre hay un detalle que lo echa todo a perder. Como dijo W. R. Burnett en The Asphalt Jungle: "El crimen es una forma de esfuerzo torpe".

En otro caso que investigué, el asesinato del hijo de un millonario llamado Fairfax, la riqueza fue un factor crucial, pero no lo suficiente como para evitar la fatalidad. Richard Jr., un joven que gozaba de su fortuna, fue brutalmente asesinado en su biblioteca. Aunque su padre sospechaba de las amantes celosas de su hijo, la verdad resultó ser más compleja. El asesino usó un objeto pesado, un pequeño statuette de caballo, para cometer el crimen, pero fue la falta de escrúpulos de los involucrados lo que llevó a la tragedia. Al igual que en el caso de Bartree, el dinero y el poder no siempre protegen a las personas de los errores humanos, ni del destino que se les impone.

En estos casos, lo que se puede aprender es que los crímenes más elaborados no son inmunes a la torpeza o la imprudencia. Los detalles más pequeños, aquellos que parecen irrelevantes, son los que a menudo determinan el curso de los eventos. Mientras que en las películas y en los libros el crimen perfecto parece alcanzable, la realidad es que cualquier criminal, por más astuto que sea, está siempre al borde del error.

¿Cómo resolvieron el misterio del asesinato de Santell?

El ambiente era tenso y pesado, como el aire en una cervecería. A pesar de esto, la casa de los Santell mantenía una frescura inmaculada, limpia como el diente de un perro. Sin embargo, lo que llamó mi atención fue un pequeño bote de arsénico, marcado en grandes letras rojas con la palabra "POISON". No había forma de confundir su contenido. El arsénico, comúnmente usado para exterminar ratas, estaba en la alacena. Y ratas, en este caso, había muchas en el vecindario.

Tomé el bote de arsénico, la pequeña brocha y los sales aromáticas que había encontrado en el gabinete, y los llevé al salón. Monks estaba teniendo dificultades para reanimar a la esposa desconsolada de Santell. Le entregué las sales. "Despiértala, Mike", le ordené. "Cuando salga de su desmayo, le voy a dar esto." Le mostré la brocha extraña y el arsénico.

"¿Qué has estado haciendo, Ed?" gruñó Monks. "Esta mujer estuvo aquí todo el día. Lo probamos con el vecino de abajo. Ni siquiera estuvo en el estadio de Shea. Y ahí fue donde mataron a Santell, ¿no? Tú estabas justo allí." Sonreí. "Es cierto que no estaba en el estadio, Mike. Pero mató a su marido, como Hank Aaron rompió el récord de jonrones de Babe Ruth. Y ahora te voy a contar cómo lo hizo."

No me costó mucho descifrar el crimen, especialmente al recordar la increíble capacidad que tenía Santell para beber cerveza y lo que tipo de hombre era. De hecho, tú también lo sabes, estuviste allí conmigo.

Carlos Santell había bebido cinco latas de cerveza en cinco entradas de un partido de béisbol. Además, tenía un gran bigote y era inevitable que, al beber cerveza, se limpiara la espuma de él con la lengua, algo muy común entre los hombres bigotudos. La pequeña brocha que había encontrado en el gabinete del baño de los Santell no era otra cosa que un cepillo para bigotes. Estaba claro que la esposa de Santell, probablemente atrapada con un hombre lo suficientemente viejo como para ser su abuelo, cumplía religiosamente con el ritual de cepillarle el bigote todos los días antes de que él saliera de casa. Los hombres corpulentos disfrutan que los sirvan en todo.

Sin embargo, la mañana en que Santell fue al estadio, no se dio cuenta de que su esposa no solo le estaba cepillando el bigote, sino que estaba impregnando los pelos con arsénico mortal. Sabiendo que él lamería la espuma de la cerveza de su bigote, su esposa lo estaba cepillando para matarlo, sacándolo de su vida y de este mundo para siempre. A veces, las cosas son más fáciles de lo que parecen.

Al final, y en un giro interesante, esa misma tarde los Mets ganaron su juego contra los Dodgers. Kranepool conectó un jonrón en la novena entrada con un hombre en base para hacer el marcador 9-7 a favor de los Mets.

El truco estuvo en la simplicidad de un acto aparentemente cotidiano. Y muchas veces, esos actos triviales, que podrían parecer inofensivos, tienen consecuencias fatales. El lector debe entender que las soluciones a los misterios no siempre están en lo obvio o en lo espectacular. A veces, el asesino se esconde detrás de lo más cotidiano, como una simple rutina matutina.

Al resolver crímenes o misterios, es esencial no descartar los detalles pequeños o aparentemente insignificantes. En ocasiones, los asesinos confían en que esos detalles pasen desapercibidos, mientras que los detectives más astutos encuentran en esos mismos detalles la clave para resolver el caso. Aquí radica el interés del misterio: en cómo una pequeña acción puede alterar por completo una vida y cómo una mente observadora puede descubrir la verdad que se oculta en lo invisible.