El relativismo epistemológico sostiene que el conocimiento consiste en conceptos contextualizados cultural, histórica y lingüísticamente; son objetos del pensamiento, no reflejos directos del mundo. Sin embargo, esos conceptos buscan entender una realidad que existe independientemente de nuestras mentes. La realidad, como dominio intransitivo, es el objeto de estudio; mientras que las conceptualizaciones y teorías que generamos –el dominio transitivo– son nuestras herramientas para aproximarnos a ella.
Esta separación fundamental permite comprender que, aunque nuestras teorías están cargadas de presupuestos, no están determinadas por ellos. Existen criterios epistémicos –como la coherencia, la robustez, la generalizabilidad y, sobre todo, la adecuación práctica– que permiten distinguir entre teorías más o menos válidas. Una teoría no es verdadera por convención; si lo fuera, bastaría con violar convenciones sin consecuencias reales, como manejar en sentido contrario o tocar cables eléctricos expuestos.
El conocimiento se prueba en la práctica. Por ejemplo, la capacidad para construir o reparar un reloj demuestra no sólo la validez conceptual de lo que se enseña, sino también la necesidad de una comprensión común entre maestro y aprendiz. Esta necesidad se manifiesta en cualquier contexto: desde comunidades indígenas recolectoras hasta las complejidades de la vida urbana moderna.
Las ciencias sociales, a diferencia de las naturales, tratan con objetos que también son conceptos: motivaciones humanas, estructuras ideológicas, valores culturales. Por eso, la doble hermenéutica es inevitable: los investigadores interpretan un mundo que ya está interpretado por sus actores. No obstante, esto no significa que todo sea igualmente válido o que todas las interpretaciones sean inconmensurables.
La proliferación de enfoques que celebran la diversidad epistemológica, como el pluriversalismo y el giro ontológico, ha conducido a una fragmentación del conocimiento bajo la premisa de que existen múltiples realidades inconmensurables. Esta postura, aunque bien intencionada al defender la legitimidad de los saberes indígenas y no occidentales, termina por impedir cualquier crítica coherente a sistemas como el capitalismo o el colonialismo. Si toda ontología es relativa, ninguna puede ser cuestionada; si todo es cultura, nada puede ser verdad.
La consecuencia es una parálisis crítica: no se puede aprender de otras formas de vida si no existe una base común de entendimiento. La incapacidad de integrar y unificar los conocimientos sobre los sistemas socioecológicos y económicos resulta problemática tanto científica como políticamente. En un contexto de crisis globales múltiples, la insistencia en “acordar en desacuerdo” se transforma en un lujo ideológico que ya no puede sostenerse. La necesidad de marcos integradores se vuelve urgente.
El pluralismo estructurado emerge como alternativa: un enfoque que reconoce la diversidad metodológica sin caer en el relativismo absoluto. Las comunidades científicas requieren puntos de referencia comunes, formas compartidas de conceptualización y canales de comunicación entre escuelas de pensamiento. Sin estas estructuras, la colaboración se vuelve inviable, y el avance del conocimiento queda estancado.
El realismo crítico ofrece una base para esta integración. Reconoce la imposibilidad de conocer la verdad con certeza –el falibilismo– pero no por ello renuncia a la búsqueda de explicaciones causales realistas. Rechaza la idea de verdades infalibles sobre las cuales construir teorías axiomáticas, pero defiende que no todas las teorías son igualmente falibles ni todas las prácticas igualmente eficaces. En la mayoría de los contextos, solo existen unas pocas explicaciones causales viables, y los investigadores compiten entre sí por ofrecer las más convincentes.
El desafío es cómo operacionalizar marcos de comprensión integradores que reflejen la interdependencia radical y los entrelazamientos estructurales del sistema civilizatorio actual. Es en esta dirección donde la teoría crítica, la economía ecológica y las alternativas económicas deben avanzar si quieren ser relevantes. Lo que está en juego no es solo la validez del conocimiento, sino la capacidad misma de transformar el mundo en que vivimos.
Importa comprender que la exigencia de diversidad no puede sustituir el trabajo crítico ni la necesidad de fundamentación racional. La lucha contra el colonialismo epistémico no se gana multiplicando relatos inconmensurables, sino desarrollando formas de conocimiento capaces de dialogar, de articularse y de orientarse hacia fines comunes. El pluralismo no puede ser infinito; la unidad no implica uniformidad, sino posibilidad de acción coordinada. Frente a un mundo en crisis, el relativismo radical es una forma de capitulación.
¿Es posible una ciencia unificada en un mundo de pluralismos ontológicos?
La propuesta de una ciencia unificada, enraizada en los trabajos del Círculo de Viena y defendida por figuras como Otto Neurath, buscaba conectar los diversos campos del conocimiento a través de un lenguaje común de observación pública. Esta idea no pretendía imponer divisiones metodológicas entre ciencias naturales y sociales, sino al contrario, integrar los saberes para abordar los problemas complejos del sistema socio-ecológico. La economía ecológica social, con su énfasis en sistemas abiertos e interdependientes, encuentra afinidad con este enfoque, aunque reconoce los límites prácticos del ideal de confirmabilidad pública defendido por Rudolf Carnap.
Carnap trató de reducir las afirmaciones científicas a enunciados lógicos testables, basados en una fuente primaria simplificada. Neurath, en cambio, abogó por un enfoque enciclopédico, acumulando las complejidades del lenguaje científico y social en una obra colectiva y multivolumen. Sin embargo, el proyecto se transformó en una colección diversa de escritos sobre filosofía de la ciencia, reflejando tensiones internas entre el empirismo lógico, el pragmatismo americano y una sociología de la ciencia emergente.
Hoy, en una era postmoderna donde se prefiere la inclusión sin exigencia de coherencia, la noción de unidad científica puede parecer arcaica. Se promueve un relativismo radical en nombre de la pluralidad y la tolerancia, donde la cohesión del conocimiento queda supeditada a la diversidad irreconciliable. Esta postura enfrenta contradicciones internas, sobre todo en movimientos como el decrecimiento o el pluriversalismo, que proclaman ontologías inconmensurables mientras intentan construir una comunidad de entendimiento común. En la práctica, sus estrategias de vocabularios compartidos y diccionarios terminan replicando los esfuerzos de Neurath, aunque bajo nombres distintos.
La necesidad de una comunicación unificada prevalece sobre el discurso de “todo vale”. Un lenguaje común con conceptualización compartida es esencial para cualquier colaboración significativa. Kapp, ya en los años 60, cuestionaba la viabilidad del proyecto del Círculo de Viena por la diversidad intrínseca del lenguaje. Temía que un análisis lógico-semantico llevase a una ciencia dominante que absorbiera o redujera las demás formas de saber, algo opuesto a las intenciones de Neurath y otros miembros izquierdistas del Círculo.
A pesar de su escepticismo, Kapp no rechaza completamente el proyecto. Reconoce la necesidad de evitar la metafísica especulativa, pero defiende la intuición como forma válida de conocimiento, complementaria a la lógica occidental. Propone una forma ampliada de empirismo lógico que permita la incorporación de saberes no científicos y no occidentales, basándose en su experiencia en China e India, y en su defensa de enfoques participativos para definir mínimos sociales. En lugar de una ciencia unificada por reducción, sugiere una visión preanalítica ontológica como base para el razonamiento empírico.
La diferencia central entre Neurath y Carnap radica en la actitud frente al lenguaje científico: mientras Carnap buscaba un lenguaje lógico totalizante, Neurath rechazaba la existencia de un sistema verdadero de enunciados aplicable indefinidamente al futuro. Su enfoque, el fisicalismo, pretendía establecer conexiones entre términos de distintas ciencias, permitiendo una traducción conceptual fluida. El mismo término –por ejemplo, "hombre"– debía tener coherencia semántica tanto en frases relacionadas con la óptica como en aquellas relacionadas con el orden económico o la producción. Esta idea de conexión transversal continúa vigente como aspiración de comunicación entre disciplinas.
En ese contexto, las ideas de Kapp sobre conceptos comunes tienen puntos de contacto con el objetivo de Neurath: la necesidad de una comprensión conceptual compartida que permita la comunicación interdisciplinaria. Sin embargo, el término “interdisciplinariedad” suele utilizarse con ligereza. En la práctica, la mayoría de los proyectos que se autodenominan interdisciplinarios no trascienden el nivel de multidisciplinariedad, en el que representantes de diversas disciplinas simplemente coexisten sin un verdadero entendimiento mutuo. La especialización excesiva, incentivada por la lógica neoliberal de la academia –basada en métricas de rendimiento, financiamiento competitivo y privatización del conocimiento– refuerza esta fragmentación.
La verdadera interdisciplinariedad requiere formación específica, habilidades particulares y un compromiso con la traducción conceptual profunda entre disciplinas. Esto implica aceptar que los objetos de estudio están incrustados en estratos ontológicos distintos (físico, químico, biológico, social), lo cual justifica la especialización, pero también exige mecanismos de articulación entre niveles de análisis.
La crítica de Kapp al rechazo total de la metafísica sugiere que el conocimiento debe sustentarse en una base ontológica comprensible, accesible tanto desde la razón lógica como desde la intuición cultural. Solo así puede construirse un puente entre las ciencias sociales y naturales, entre lo empírico y lo ético, entre Occidente y otras formas de saber. La unificación del conocimiento, por tanto, no es una imposición, sino una necesidad comunicativa y epistémica que demanda tanto claridad conceptual como respeto a la diversidad ontológica.
¿Cómo la ortodoxia económica moldea nuestra comprensión de la crisis ambiental?
El análisis ecológico de la economía ha mostrado ser sumamente engañoso debido a la constante lucha paradigmática sobre el contenido heterodoxo y la dirección que debe tomar (Spash, 2013a). Por ejemplo, las afirmaciones de Silva y Teixeira (2011) sobre que la economía ecológica ahora es una ciencia post-normal parecen basarse en la antítesis de la epistemología post-normal, redefinida como una conformidad convencional y pragmatismo (por ejemplo, la proliferación de formalismos matemáticos, modelos abstractos de expertos y cuantificación monetaria de baja calidad y sin crítica). De manera similar, el análisis de citas de Hoepner et al. (2012) redefine la economía ecológica como no diferente y quizás como una rama de las disciplinas ortodoxas tradicionales, como la economía agrícola, de recursos y ambiental (véase la crítica de Spash, 2013a). El difuso entendimiento de lo que constituye la economía ecológica, que destaca por su heterodoxia, es algo que se repite constantemente en publicaciones académicas, donde la frontera entre ortodoxia y heterodoxia parece cada vez más borrosa.
El objetivo de esta reflexión es aclarar las divisiones en la economía entre la ortodoxia y la heterodoxia y cómo esto ha influido en la comprensión de la crisis ambiental. Se introducirá el concepto de disidencia ortodoxa, opuesta a una disidencia radical, y se describirá el concepto de conformidad paradigmática. Lo que se revela es cómo los disidentes ortodoxos aparecen dentro de las escuelas heterodoxas y cómo justifican su postura como moderada, presentándose como pragmáticos y evitando lo que consideran posiciones demasiado radicales. Argumentaré que la lucha por un cambio paradigmático en la economía es socavada por dicha conformidad y pragmatismo.
El pensamiento heterodoxo sobre el medio ambiente se revisa críticamente en cuatro escuelas económicas: marxista/socialista, institucionalista, feminista y postkeynesiana. Lo que unifica estas visiones heterodoxas es su enfoque común sobre la realidad. A lo largo del análisis, se desvela la lucha paradigmática e ideológica en la que la heterodoxia en general está inmersa y cómo esto se manifiesta específicamente en la economía ecológica.
En economía microeconómica, las ideas teóricas centrales han dominado durante más de un siglo, fundamentadas en una teoría de precios que ha establecido una visión restringida del mundo ortodoxa y convencional. En macroeconomía, los temas dominantes (como el crecimiento económico, el comercio, la oferta de dinero, el pleno empleo y la inflación) parecen estar totalmente divorciados de la realidad biofísica. Esto ha dado lugar a que los economistas que se atreven a cuestionar conceptos fundamentales, como el crecimiento económico y la eficiencia del mercado, sean fácilmente descalificados como irrelevantes. Incluso dentro de las escuelas heterodoxas, donde se esperaría escuchar con mayor atención estas voces críticas, muchas veces ha faltado una reflexión profunda. La mayoría de los economistas, sin importar la escuela, han logrado ignorar la evidencia de los problemas ambientales y la crisis ecológica, viéndolos como fracasos del mercado, fácilmente corregibles mediante un impuesto o la extensión de los derechos de propiedad privada (Spash, 2021b). Este dogma económico se consolidó en la década de 1980.
Las problemáticas ambientales en economía eran vistas como anomalías menores, dejadas a los especialistas en economía ambiental, mientras que otros economistas las ignoraban por completo. No obstante, desde los años 90, podemos preguntarnos si ha habido algún cambio en esta visión. Economistas ganadores del Premio Nobel, como Kenneth Arrow, Daniel Kahneman, William Nordhaus, Elinor Ostrom, Amartya Sen, Robert Solow y Joseph Stiglitz, han comenzado a abordar cuestiones ambientales. Algunos han interactuado directamente con la economía ecológica (como Arrow, Ostrom y Sen) y han comentado sobre su posición antagónica al crecimiento económico (Solow, 1997; Stiglitz, 1997). Esto parece indicar un cambio progresivo en la visión de los economistas sobre el medio ambiente.
Por ejemplo, en 2018, Nordhaus recibió el Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas por integrar el cambio climático en su análisis macroeconómico a largo plazo mediante un modelo desarrollado en la década de 1990. Durante décadas, Nordhaus ha defendido una política de mínima intervención, argumentando que los gases de efecto invernadero son demasiado costosos de controlar significativamente, y que los daños no representan un problema para "la economía". Su trabajo se ha basado en modelos irrealistas que han ignorado los impactos ecosistémicos y de salud, o los han reducido a cifras monetarias sin fundamento (Spash, 2002c). A pesar de esto, su enfoque ha sido adoptado sin cuestionamiento dentro del discurso económico ortodoxo, y sus conclusiones han sido populares entre los lobbies de los combustibles fósiles y las élites capitalistas.
Otro economista que ha utilizado cálculos de costos y beneficios sociales para el cambio climático es Nicholas Stern, quien ha promovido el control óptimo de los gases de efecto invernadero, el comercio de carbono y la economía "verde". Aunque sus propuestas han sido celebradas como un éxito en políticas, subyace en su trabajo un modelo utilitario esperado, que descuenta a las generaciones futuras y utiliza el crecimiento del PIB como justificación para la acción o inacción humana (véase las críticas de Baer y Spash, 2008; Spash, 2007b). Stern ha promovido la falacia de tratar la crisis climática como un simple fallo del mercado, corregible mediante medidas convencionales de política económica.
A pesar de que economistas como Sen parecen menos alineados con la defensa política del capitalismo de acumulación de crecimiento que Nordhaus o Stern, su compromiso con las realidades de la crisis ambiental sigue siendo superficial. Incluso en su intervención en la conferencia de la ISEE en 2006, sus comentarios sobre el medio ambiente fueron vacíos. Más aún, en respuesta a preguntas posteriores, legitimó el análisis global de costos y beneficios de Stern, una postura que contradice sus propias visiones en otros campos.
Lo que queda claro es que, incluso cuando se habla de economía ambiental desde la academia ortodoxa, las propuestas y modelos frecuentemente siguen siendo reduccionistas, desligados de las implicaciones sistémicas de la crisis ecológica y las desigualdades globales. Estos enfoques tienden a simplificar un fenómeno complejo a términos monetarios y de eficiencia de mercado, obviando las interconexiones vitales entre la economía y los sistemas ecológicos. Mientras tanto, el paradigma dominante sigue intacto, limitando así las posibilidades de una verdadera transformación económica capaz de afrontar los desafíos ambientales de manera adecuada.
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