El poder y la riqueza de Estados Unidos, durante muchas décadas, le otorgaron una posición dominante para fomentar y respaldar el sistema internacional. El país proporcionó al mundo una serie de recursos y garantías, como la ayuda del Plan Marshall y la protección de la OTAN para Europa, o el apoyo económico y de seguridad a Japón mientras reconstruía su economía en las décadas de 1950 y 1960. A cambio, Washington mantenía el control sobre la política de alianzas y protegía sus sectores políticamente sensibles, como la agricultura y la industria textil. Este balance, aunque imperfecto, era generalmente aceptado por la comunidad internacional. Sin embargo, en la actualidad, esa deferencia hacia los deseos de Washington se ha reducido considerablemente.

El mandato de Donald Trump ha acelerado esta tendencia. La falta de compromiso con los valores liberales, que tradicionalmente caracterizaban a Estados Unidos como líder del orden mundial, ha sido uno de los aspectos más problemáticos de su administración. La ineptitud diplomática de Trump solo ha exacerbado este fenómeno. A lo largo de los años, los líderes de otros países solían confiar en que Estados Unidos actuara correctamente en el ámbito internacional, ya que el gobierno estaba compuesto por personas que parecían comprender la diplomacia y la geopolítica, a pesar de los fracasos evidentes de la política exterior de Washington en los últimos 25 años.

Ahora, muchos países, incluidos algunos aliados tradicionales de Estados Unidos, están reconsiderando su dependencia de Washington. Ante las amenazas de Trump de renegar de los compromisos de seguridad estadounidenses o sus intentos de obtener tributos por ofrecer protección, estos países están buscando alternativas para sus estrategias de seguridad. Un ejemplo claro de este cambio de paradigma es la propuesta de Emmanuel Macron y Angela Merkel, quienes abogaron por la creación de un ejército europeo independiente de Estados Unidos. La declaración de Merkel en 2018 refleja esta preocupación: "Los tiempos en los que podíamos depender de otros han terminado. Esto significa que los europeos debemos tomar nuestras riendas en nuestras manos."

Este movimiento no está impulsado únicamente por el comportamiento errático y beligerante de Trump. La creciente desconfianza en la competencia de Washington y su capacidad para desempeñar su rol de hegemonía global está llevando a una reevaluación de cómo se debe abordar la seguridad global. Muchos están cansados de la costumbre estadounidense de iniciar nuevos conflictos o avivar los ya existentes, esperando que otros se encarguen de la limpieza. Otros países, por tanto, pueden estar dispuestos a demostrar que saben cómo mantener su propia seguridad sin depender del liderazgo de Estados Unidos.

En lugar de tratar a los aliados de Estados Unidos como adolescentes irresponsables que no pueden ser confiables sin la constante supervisión de "Tío Sam", la política exterior estadounidense debe adaptarse a una nueva realidad en la que se espera, y en algunos casos se exige, que los estados responsables resuelvan los desafíos cercanos antes de que estos se conviertan en crisis regionales o globales.

El poder militar estadounidense, que fue un factor clave para la configuración del orden mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial, sigue siendo una herramienta relevante, pero no la única. Factores como la creciente interdependencia económica, el intercambio cultural y las normas emergentes que privilegian la diplomacia sobre la violencia también han desempeñado un papel importante. De hecho, la humanidad es menos propensa a la guerra ahora que hace 70 años o 500 años. Steven Pinker, de la Universidad de Harvard, ha documentado la disminución dramática de la violencia humana a lo largo de la historia.

Algunos temen que, si los aliados de Estados Unidos se vuelven más independientes, mostrarán menos deferencia y serán menos dispuestos a cumplir con las demandas de Washington. Sin embargo, es posible que esta independencia impulse a los países a ser más cautelosos y responsables. Además, esta mayor independencia podría beneficiar tanto a los Estados Unidos como a sus aliados, ya que la cautela de los unos podría evitar errores costosos de los otros.

Estados Unidos seguirá siendo la nación más poderosa del mundo debido a su economía robusta y su poder militar formidable. No obstante, los defensores de una política exterior más contenida también consideran su geografía favorable, sus vecinos débiles y su arsenal nuclear devastador como factores que permiten una estrategia de contención más optimista respecto a los equilibrios de poder regionales. Esta estrategia de contención se basa en la idea de que la paz surge de la realización generalizada entre los estados de que la guerra no tiene beneficios. A pesar de la crítica papel que Estados Unidos desempeñó en la creación de las instituciones globales tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo ya no necesita de su liderazgo constante en estos ámbitos. La mayoría de los países han llegado a la conclusión por sí mismos de que la paz es preferible a la guerra y de que un sistema económico relativamente abierto beneficia a todos.

Por otro lado, la intervención militar ha demostrado ser una herramienta poco eficaz para resolver los problemas globales. El uso de la fuerza, más allá de la legítima defensa, a menudo causa más problemas de los que resuelve. La intervención militar, además de ser un instrumento torpe para imponer ideologías extremistas o expandir la democracia, suele agravar los conflictos, convirtiendo pequeños problemas en crisis de mayor escala. A lo largo de la historia, las intervenciones de Estados Unidos han generado nuevas enemistades y han complicado aún más las relaciones internacionales.

Reforzar la supremacía de Estados Unidos, al tiempo que se desalienta una mayor autosuficiencia de sus aliados, sería una tarea monumental y poco probable de tener éxito. En última instancia, la política exterior estadounidense ya estaba lista para una revisión fundamental mucho antes de que Trump llegara al poder. El camino hacia una política exterior más moderada y consciente de los límites del poder militar sigue siendo una opción viable, aunque no se haya adoptado con la seriedad que merecería.

¿Cómo se define la visión mundial de Trump y qué implicaciones tiene para la política exterior?

Desde sus primeras incursiones en la política, Donald Trump ha exhibido una confianza desmedida en su propio conocimiento y capacidad para resolver problemas complejos, especialmente en materia de seguridad nacional y economía. En 1984, ya señalaba que bastaría una hora y media para aprender todo sobre misiles, y se presentaba como la solución frente a las negociaciones con la Unión Soviética. Sin embargo, su desconocimiento de conceptos clave, como el significado de la “tríada nuclear”, revelado durante su campaña de 2016, desmonta esta imagen autoconstruida de experto. A lo largo de su presidencia, Trump ha tendido a exagerar sus logros económicos, proclamando récords que no se sostienen con los datos históricos, y parece no percibir la incongruencia de estas afirmaciones frente a audiencias críticas, como ocurrió en la Asamblea General de la ONU en 2018, cuando sus palabras fueron recibidas con risas.

La propensión de Trump a promover teorías conspirativas es otra característica destacada. Desde impulsar el movimiento “birther” sobre la ciudadanía de Barack Obama, hasta acusar sin pruebas a figuras políticas como Ted Cruz o inventar relatos sobre escuchas ilegales ordenadas por la administración anterior, su discurso ha estado marcado por la desinformación y la paranoia. Este patrón se fusiona con una visión del mundo profundamente autoritaria y desconfiada, donde enemigos ocultos conspiran contra su figura y política. Tal actitud ha generado preocupaciones internas sobre su estabilidad mental y su capacidad para ejercer la presidencia con la responsabilidad requerida. Altos funcionarios y aliados republicanos han calificado públicamente a Trump con términos como “mentiroso patológico”, “narcisista”, “desquiciado” o incluso “clínicamente discapacitado”. La posibilidad de aplicar la 25ª Enmienda, que contempla la remoción de un presidente incapaz para el cargo, ha sido discutida entre miembros de su gabinete, reflejando la gravedad de la situación.

En política exterior, la visión de Trump resulta especialmente problemática, dado que el poder presidencial en este ámbito suele ser amplio y menos supervisado. Su imprevisibilidad y temperamento errático han obligado a que exista un grupo interno de “adultos en la sala” cuya función es contener sus impulsos y evitar decisiones que puedan desencadenar crisis internacionales, incluso un conflicto global. Esta dinámica refleja una tensión constante entre la autoridad formal del presidente y la necesidad práctica de supervisión para preservar la estabilidad.

Intentar encasillar la política exterior de Trump en una doctrina coherente es una tarea compleja. Su agenda se caracteriza por posiciones fluctuantes, respuestas volátiles a eventos y ausencia de una ideología fija. Sin embargo, es posible identificar ciertos ejes que conforman su cosmovisión: un enfoque transaccional que ve las relaciones internacionales como negociaciones de suma cero; un nacionalismo jacksoniano que enfatiza la fuerza militar y el orgullo nacional; la importancia otorgada al honor, estatus y respeto en la arena global; y una mentalidad autoritaria que promueve la concentración del poder y desconfía de las instituciones democráticas.

En particular, la idea de un mundo regido por acuerdos bilaterales centrados en su persona —una especie de “bilateralismo puro”— refleja cómo Trump concibe la política internacional, no como un sistema complejo de normas y alianzas, sino como un tablero para sus tratos personales y beneficios inmediatos. Esta visión ignora las estructuras multilaterales tradicionales y desvaloriza los compromisos a largo plazo, poniendo en riesgo la estabilidad global.

Más allá de estos aspectos, es fundamental que el lector entienda que la personalidad y el estilo de liderazgo de Trump tienen un impacto tangible en la política, no sólo por sus decisiones, sino por cómo su temperamento influye en la conducta institucional y en las relaciones diplomáticas. La volatilidad, la falta de empatía, y el desprecio por los hechos objetivos configuran un contexto donde la incertidumbre se convierte en la norma, tanto para aliados como para adversarios.

Es igualmente importante considerar las implicaciones del culto a la personalidad y la desconexión de la realidad que exhibe Trump, pues estas características erosionan la confianza en las instituciones democráticas y promueven una cultura política polarizada y fragmentada. La comprensión de su visión mundial requiere no solo analizar sus políticas y discursos, sino también reconocer cómo sus rasgos psicológicos y su estilo autoritario moldean la toma de decisiones y la percepción global de Estados Unidos.

¿Cómo la política exterior de Trump ha reconfigurado el panorama mundial?

El panorama global de la política exterior de Estados Unidos, bajo la administración de Donald Trump, se caracteriza por una ambigüedad estratégica que no solo desafía las alianzas tradicionales, sino que también reorienta los intereses en función de una interpretación pragmática y a veces errática de lo que constituye la seguridad nacional. En varias ocasiones, la Casa Blanca bajo Trump ha tomado decisiones que no solo han profundizado el compromiso militar de Estados Unidos en diversas regiones, sino que también han multiplicado los riesgos de involucrarse en conflictos que, en última instancia, no aportan valor significativo a los intereses clave del país.

Un ejemplo de esta ambigüedad se encuentra en la intervención militar de Estados Unidos en Afganistán. Aunque durante su campaña Trump prometió una retirada de las tropas americanas, el aumento en el número de efectivos en 2017 muestra cómo las presiones del entorno geopolítico y las recomendaciones de su equipo de seguridad nacional, en especial el secretario de Defensa, James Mattis, le llevaron a revertir esta postura. El refuerzo militar se vio acompañado de una intensificación de los bombardeos, lo que generó un trágico aumento en las bajas civiles. A pesar de la presencia de tropas extranjeras en el país durante casi dos décadas, el régimen afgano sigue siendo extremadamente frágil, con un control territorial muy limitado y uno de los índices más altos de corrupción y violaciones de derechos humanos en el mundo. En contraste, el Talibán sigue expandiendo su influencia, algo que pone en duda la efectividad de la estrategia de Washington en la región.

En este contexto, el gobierno de Trump también procuró iniciativas diplomáticas, como las conversaciones de paz con los talibanes, con la esperanza de asegurar una salida estratégica de Afganistán. Sin embargo, la insistencia estadounidense en la permanencia del régimen de Kabul ha sido un obstáculo importante, dado que los talibanes lo consideran ilegítimo. A pesar de ello, las medidas de presión sobre Pakistán, como la suspensión de la ayuda de 300 millones de dólares, reflejan un enfoque más firme, aunque probablemente ineficaz, dado que Pakistán ha sido acusado de apoyar a los insurgentes a lo largo de los años.

En Europa, la administración de Trump ha adoptado un enfoque igualmente contradictorio. Por un lado, ha reforzado su compromiso con la defensa de Europa, incrementando el despliegue de tropas y realizando ejercicios militares en territorios de la ex Unión Soviética, como los Balcanes y el Mar Negro. Trump también ha expresado apoyo por la expansión de la OTAN, incorporando nuevos miembros como Montenegro en 2017, lo que contrasta con sus repetidas críticas a los aliados europeos por no cumplir con sus compromisos de defensa. La relación entre Estados Unidos y sus socios europeos se ha visto además tensada por la política proteccionista de Trump, que implementó aranceles sobre las importaciones de acero y aluminio europeos, además de sanciones a empresas europeas que operan en Irán, lo que ha generado desconfianza en el continente.

Por otro lado, Trump ha sido acusado de incoherencia en sus políticas hacia Rusia y China. A pesar de su retórica elogiosa hacia Vladimir Putin, la administración ha identificado a Rusia como un adversario geopolítico clave. La retirada del Tratado INF en 2019, un acuerdo de control de armas nucleares de la Guerra Fría, y el aumento de las tensiones en Europa del Este, donde Estados Unidos ha aumentado su presencia militar, son indicios claros de una política exterior agresiva hacia Moscú. Sin embargo, esta confrontación solo ha fomentado una mayor inseguridad en Rusia y ha impulsado esfuerzos de contrarrestar el poder estadounidense, además de empujar a Rusia y China hacia una relación más estrecha, lo que podría perjudicar aún más los intereses de Estados Unidos.

Este enfoque de confrontación no se limita a Europa y Rusia. En Asia, la intervención estadounidense en el conflicto ucraniano, suministrando ayuda letal a Ucrania, solo ha aumentado el riesgo de una escalada peligrosa, especialmente dado que Ucrania no es un aliado formal de Estados Unidos y está más en la esfera de interés de Rusia que en la de América. La prolongación de esta guerra no parece un medio eficaz para contener la agresión rusa, sino más bien una estrategia que podría llevar a un estancamiento peligroso.

Es crucial que el lector entienda que, a pesar de la retórica de "aislacionismo" de Trump, su administración no ha escatimado esfuerzos para mantener o incluso ampliar el compromiso militar de Estados Unidos en diversas partes del mundo. Aunque algunas de estas políticas parecen estar dirigidas a limitar el gasto militar y asegurar que los aliados contribuyan de manera más activa a su propia defensa, la lógica subyacente de la política exterior de Trump sigue siendo la de asegurar que Estados Unidos se mantenga como el principal jugador en la arena global, incluso si eso implica nuevas tensiones con aliados tradicionales y una mayor carga financiera para los contribuyentes estadounidenses.

¿Por qué la política exterior de Trump, aunque prometió ser radicalmente diferente, sigue siendo similar a la de sus predecesores?

La administración de Donald Trump desafió de manera radical las normas tradicionales de la política exterior estadounidense, llevando a muchos a esperar que su enfoque fuera un parteaguas en la historia diplomática del país. Sin embargo, a pesar de las promesas de un enfoque de "América Primero" y de la retórica de confrontación, la política exterior de Trump no se desvió de manera tan pronunciada de la que predominaron durante décadas. A pesar de su actitud y estilo provocadores, muchas de sus acciones no fueron tan diferentes de las políticas previas, especialmente en lo que respecta a la primacía de Estados Unidos en el orden mundial.

Una de las explicaciones clave para esta aparente contradicción radica en la naturaleza misma de la política exterior estadounidense. Aunque durante la campaña Trump se presentó como un outsider dispuesto a transformar radicalmente la política exterior, en varias cuestiones sus posturas reflejaron el consenso dominante entre los republicanos y, en muchos casos, las tradicionales políticas de primacía. Por ejemplo, su decisión de retirarse del acuerdo nuclear con Irán no fue más que una continuación de una línea política republicana bien establecida, donde se prioriza la confrontación directa para obtener respeto y estatus en la arena internacional.

En términos de "América Primero", aunque Trump implementó políticas de cambio en áreas como comercio e inmigración, sus esfuerzos en otras áreas clave, como la retirada de tropas de las "guerras sin fin" y la reconfiguración de alianzas en Europa y Asia, fueron notablemente escasos. Su crítica a las intervenciones militares prolongadas, que a menudo describía como "costosas" y "innecesarias", no se tradujo en una retirada significativa de las tropas estadounidenses, ni en un reajuste importante de sus relaciones diplomáticas, como se había anticipado. De hecho, aunque cuestionó el valor de algunas alianzas, como la OTAN, no hubo cambios sustanciales que reflejaran un real "aislacionismo" o una ruptura con la política exterior del establecimiento.

La razón detrás de esta falta de acción significativa se encuentra en la compleja estructura del poder presidencial en Estados Unidos. A lo largo de la historia, los presidentes han acumulado una gran cantidad de poder en la esfera de la política exterior, lo que les permite una considerable libertad de acción. Aunque el Congreso sigue siendo la instancia con la que el presidente debe interactuar y negociar, la realidad es que la capacidad de los legisladores para influir en las decisiones de política exterior se ha visto reducida por el control ejecutivo sobre la información, el análisis de inteligencia y la toma de decisiones estratégicas.

Además, la estructura institucional de Estados Unidos favorece al presidente. Aunque el Congreso es el encargado de la autorización de la guerra y tiene ciertas competencias sobre las ventas de armas y los tratados internacionales, históricamente ha delegado en el ejecutivo una gran parte de estos poderes, a menudo sin ejercer un control efectivo. Por ejemplo, el Congreso ha permitido que el presidente tome decisiones unilaterales en cuestiones clave como la venta de armas y la autorización del uso de la fuerza militar, lo que otorga una flexibilidad que muchos no entienden o no cuestionan activamente. En momentos de crisis, como ocurrió después de los atentados del 11 de septiembre, el poder del presidente se expandió considerablemente bajo la justificación de la "guerra contra el terrorismo", una expansión que se consolidó aún más con la aprobación de la Ley Patriota.

Este escenario de "presidencia imperial", como lo describió el historiador Arthur Schlesinger Jr., se ha visto reforzado por la falta de una oposición efectiva en el Congreso. Por más que algunos intentos legislativos, como la Ley de Poderes de Guerra de 1973, hayan intentado frenar el poder presidencial, estos esfuerzos rara vez tienen éxito en limitar la capacidad de los presidentes para tomar decisiones unilaterales en asuntos de política exterior. En este contexto, las críticas a la política exterior de Trump no se pueden separar del marco estructural que favorece al presidente en cuestiones internacionales.

Un ejemplo claro de los límites de la política exterior de Trump fue la situación con Arabia Saudita. A pesar de las múltiples pruebas que indicaban la implicación directa del príncipe heredero saudí en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi, Trump mantuvo una postura protectora hacia el régimen saudí, citando el valor estratégico de la alianza y los contratos de armas como justificación. Este incidente subrayó no solo las tensiones internas entre el Congreso y la Casa Blanca, sino también la dificultad de cambiar políticas profundamente enraizadas, como las relacionadas con el apoyo a regímenes autoritarios a cambio de beneficios económicos o geopolíticos. Aunque el Senado intentó frenar la intervención estadounidense en Yemen, las presiones económicas y diplomáticas prevalecieron, demostrando que el poder presidencial es a menudo capaz de superar las limitaciones impuestas por otras ramas del gobierno.

Es esencial reconocer que las políticas de Trump, aunque disruptivas en su retórica y enfoque, no lograron alterar significativamente las dinámicas de poder tradicionales en la política exterior de Estados Unidos. Su administración mostró que, incluso con un estilo único y un enfoque aparentemente radical, los intereses geopolíticos fundamentales y las estructuras de poder en Washington siguen desempeñando un papel crucial en la determinación de las políticas exteriores. A pesar de la promesa de cambio, las continuidades con el pasado fueron más marcadas de lo que muchos esperaban.

¿Cómo debería Estados Unidos redefinir su estrategia global en un mundo cambiante?

El liderazgo estadounidense está en proceso de renovación, con una generación más joven que cuestiona la supremacía americana y adopta una postura más cautelosa frente al uso del poder militar en defensa de los intereses nacionales. A pesar de las expectativas y temores ante la presidencia de Donald Trump, la opinión pública estadounidense no se ha volcado en masa hacia la visión aislacionista y nacionalista del “America First”. De hecho, los estadounidenses hoy muestran un apoyo mayor a la cooperación internacional, al libre comercio y a una participación activa en los asuntos globales que cuando Trump asumió el poder. Este fenómeno, aunque en parte podría ser un efecto temporal ligado a su figura, indica que su influencia no ha creado una nueva mayoría que respalde plenamente sus políticas.

La existencia de un segmento significativo de la población que respalda políticas poco liberales y contraproducentes, como las promovidas por Trump, alerta a los líderes políticos sobre la fragilidad del apoyo público hacia una política exterior prudente y responsable. Las justificaciones tradicionales de la política exterior estadounidense ya no gozan del mismo respaldo, lo que obliga a la generación actual y futura de dirigentes a articular una visión renovada que reconozca las preocupaciones ciudadanas, pero que al mismo tiempo explique con mayor claridad la necesidad de que Estados Unidos mantenga un compromiso activo con el mundo.

Este desafío se presenta en un contexto de transformaciones profundas: la globalización, la automatización, el auge del populismo y otras tendencias estructurales que moldean la política tanto interna como internacionalmente. Estas dinámicas son esenciales para entender tanto el éxito de figuras como Trump como las divisiones que persisten en el debate sobre el futuro del país en la arena global. Una parte considerable de la población sigue inquieta ante la competencia económica externa, el terrorismo, la inmigración y la influencia cultural extranjera, factores que alimentan el apoyo a propuestas políticas que apelan a la identidad nacional y la seguridad interna.

La presidencia de Trump, marcada por la controversia y la imprevisibilidad, ha demostrado las limitaciones de una política exterior impulsiva y descoordinada. Aunque algunas acciones han intentado modificar el rumbo, en muchos casos se ha continuado con un enfoque tradicional de primacía, aunque sin la coherencia estratégica necesaria y enfrentando una creciente resistencia tanto de aliados como de adversarios. Esta resistencia, unida al deterioro de la imagen internacional de Estados Unidos, complica la defensa de sus intereses y disminuye su capacidad para superar los retos globales.

En consecuencia, es urgente promover una estrategia más mesurada que renuncie a la idea de gestionar el orden mundial a través de la fuerza y la coerción militar. En su lugar, la apuesta debe centrarse en reducir compromisos militares globales y enfatizar la seguridad y prosperidad estadounidenses mediante el comercio, la cooperación internacional y la diplomacia efectiva. Aunque los defensores de la primacía argumentan que el orden liberal bajo liderazgo estadounidense ha traído paz y prosperidad al mundo, sus costos y la falta de sintonía con las percepciones ciudadanas actuales exigen un replanteamiento profundo.

La realidad es que la generación más joven, que ha crecido en el contexto posterior al 11 de septiembre y las guerras contra el terrorismo, cuestiona la eficacia de la supremacía militar para garantizar seguridad. Desean una mayor participación global, pero rechazan que ésta se base principalmente en intervenciones militares. El cambio global es innegable y en gran parte positivo: la esperanza de vida ha aumentado, la pobreza ha disminuido y los conflictos interestatales han disminuido notablemente. Sin embargo, estos avances no pueden atribuirse exclusivamente al poder militar estadounidense, sino también a factores como la disuasión nuclear y la evolución de las relaciones internacionales.

La dinámica global actual no solo exige una reevaluación del papel militar de Estados Unidos, sino también un entendimiento más profundo de las causas estructurales de la seguridad y la estabilidad. La coexistencia pacífica entre grandes potencias desde 1945 se debe en gran medida a la capacidad nuclear de disuasión, que ha reducido la posibilidad de conflictos abiertos. Así, el futuro de la estrategia estadounidense debe combinar prudencia militar con una inversión significativa en la diplomacia multilateral y la promoción de intereses a través de medios no coercitivos.

Es fundamental que la narrativa sobre el compromiso global de Estados Unidos refleje esta complejidad y reconozca las inquietudes internas sobre la identidad, la seguridad y la competencia económica. De esta forma, será posible construir una política exterior capaz de adaptarse a los desafíos del siglo XXI sin sacrificar los valores y el bienestar que sustentan la posición del país en el mundo.