El reencuentro entre Robert Harby y Thomas Pargiton revela más que la simple historia de dos amigos separados por el tiempo y la evolución personal. La narrativa transcurre en un ambiente cargado de tensiones no dichas, silencios pesados y una sombra de culpa que envuelve a Pargiton, quien ha cambiado de manera radical tanto en su situación como en su carácter. La ambición, que en la juventud despertaba admiración en Harby, se había transformado en desdén y sospecha debido a las decisiones y actividades dudosas de Pargiton en Londres. Años después, ese carácter ambicioso reaparece, pero marcado por el desgaste físico y moral: la cojera, el cambio de residencia, la herencia del negocio familiar y, sobre todo, una soledad palpable.
El relato pone en primer plano la complejidad del alma humana cuando está condicionada por la culpa y la búsqueda de redención. Pargiton, al mencionar a Harby como su “mejor yo”, expresa no solo un deseo de reconciliación, sino una lucha interna contra la parte oscura de sí mismo que le ha llevado por caminos tortuosos. Esta identificación con el amigo como un ideal representa un anhelo de pureza, un intento de rescatar una identidad perdida o deteriorada.
Además, la historia muestra cómo el tiempo no solo transforma a las personas en lo externo sino también en lo interno, moldeando las relaciones, los recuerdos y los juicios. La distancia, la ausencia y el silencio se vuelven muros invisibles que dificultan el entendimiento y la comunicación genuina, haciendo que la nostalgia se mezcle con la decepción. La dinámica entre ambos refleja un dilema universal: la tensión entre la lealtad hacia el pasado compartido y la cruda realidad presente.
No menos importante es el simbolismo del detalle aparentemente trivial pero cargado de significado: las marcas en los libros, las palabras subrayadas, que actúan como testigos mudos de la vigilancia, el miedo y la paranoia que Pargiton experimenta. Estos signos revelan la intrusión de la culpa en la vida cotidiana, convirtiendo los objetos ordinarios en símbolos de la ansiedad y el desasosiego.
La comprensión del lector se enriquece al captar que la culpabilidad no es solo un peso ético o moral, sino también un fenómeno psicológico que se manifiesta en la percepción alterada del entorno, la sensación de estar constantemente observado y la dificultad para confiar en los demás. Este estado mental afecta la manera en que Pargiton interactúa con Harby, sugiere su aislamiento y condiciona su intento de reconstrucción personal.
Por otro lado, la relación entre los hermanos de Pargiton, aunque apenas mencionada, aporta un matiz de complejidad familiar y lealtades conflictivas que subrayan cómo los vínculos familiares pueden influir decisivamente en la trayectoria de vida y en las decisiones éticas de una persona. La herencia y la responsabilidad hacia el hijo de la viuda representan cargas morales y sociales que intensifican el conflicto interno del protagonista.
Es crucial entender que la historia no ofrece respuestas fáciles ni justificaciones para los actos de Pargiton, sino que invita a reflexionar sobre la ambivalencia humana: la coexistencia de la ambición y el arrepentimiento, la lealtad y la traición, la esperanza y la desesperación. Este relato es un espejo en el que se reflejan las contradicciones del alma, y nos recuerda que el pasado, aunque doloroso, no es completamente inaccesible, y que la memoria puede ser tanto redentora como condenatoria.
¿Qué ocurre cuando el amor se encuentra con la muerte?
El hombre extraño, de aspecto sombrío, irrumpió en el banquete con una noticia aterradora que sumió en el desconcierto a todos los presentes. Con una voz grave y solemne, explicó que no había compromiso alguno con una novia, sino con la muerte misma, pues él ya había sido asesinado por unos bandidos. Su cuerpo reposaba en la catedral de Wurtzburg y debía ser enterrado a medianoche. Al decir esto, montó su caballo negro y se alejó rápidamente, perdiéndose en la oscuridad de la noche. Los presentes, atónitos y asustados, se enfrentaron a la cuestión de si realmente habían tenido entre ellos un espectro, o si todo se trataba de una broma macabra.
Al día siguiente, la noticia llegó confirmando que el joven conde había sido asesinado y enterrado en la catedral, disipando cualquier duda sobre la veracidad de las palabras del hombre misterioso. El castillo se sumió en el lamento, especialmente la joven prometida, que, con el alma rota por la pérdida, apenas podía soportar la idea de haber perdido a su esposo antes de siquiera haberlo abrazado. Ella, incapaz de desprenderse del pensamiento de su amado, comenzó a llenar la casa con sus sollozos, incapaz de encontrar consuelo.
Pero la tragedia no terminó allí. En la segunda noche de su viudez, cuando la joven descansaba en su habitación, acompañada por su tía, quien ya se había quedado dormida mientras contaba historias de fantasmas, algo inesperado ocurrió. La tía, famosa por sus relatos espeluznantes, fue despertada por una melodía suave que provenía del jardín. Al asomarse a la ventana, la joven vio una figura alta entre las sombras de los árboles. La luna iluminó el rostro del espectro, revelando al joven conde, ahora transformado en una aparición. El terror se apoderó de ella, y un grito escapó de sus labios al darse cuenta de que su amor había regresado, aunque fuera como un fantasma.
La tía, aterrada, cayó en los brazos de la joven, y al mirar nuevamente, el espectro había desaparecido. La joven, sin embargo, no sintió el mismo miedo. En lugar de horror, algo en la figura de su prometido le resultaba consolador. A pesar de ser solo una sombra de lo que había sido, el espectro representaba la única conexión que le quedaba con su amor perdido. Aunque se trataba de un fantasma, para ella aún era su querido conde, y su apariencia espectral mantenía algo de la belleza y nobleza que lo había caracterizado en vida.
Esa misma noche, mientras la tía juraba no volver a dormir en esa habitación, la joven permaneció allí, con la promesa de no contarle a nadie lo que había presenciado, para conservar su último consuelo: la presencia del fantasma de su amor. No obstante, al cabo de unos días, la joven desapareció sin dejar rastro. Su habitación estaba vacía, la cama intacta, y la ventana abierta. La tía, al conocer la noticia, corrió a contar su historia, afirmando que el espectro había llevado a la joven consigo, tal como había sucedido en otros relatos populares. Los sirvientes corroboraron los hechos, pues dijeron haber oído los cascos del caballo en la montaña durante la noche.
La desaparición de la joven, junto con los rumores sobre su rapto por el espectro, sumió a la familia en una angustia profunda. El Baron, desconsolado, organizó una búsqueda desesperada. Pero la resolución del misterio llegó inesperadamente cuando, un par de días después, la joven regresó al castillo, acompañada por el mismo caballero del que todos creían que era un espectro. El caballero, que ya no tenía nada de espectral, se presentó como Sir Herman Von Starkenfaust y explicó que, en realidad, él no era un fantasma, sino un hombre vivo que había llegado al castillo para anunciar la muerte del conde. Sin embargo, al ver a la joven prometida, había quedado cautivado por ella, y tras un tiempo de encuentros furtivos, se había enamorado profundamente.
El joven conde había sido, en realidad, víctima de un asalto. Pero la confusión y la incapacidad de los habitantes del castillo para escuchar su relato le habían dado la oportunidad de tomar una identidad ficticia y, en ese proceso, atraer la atención de la joven. En su regreso, el espectro había sido un artificio creado para ganar su afecto y, al final, se había convertido en el verdadero amante que, por fin, había logrado encontrar la aceptación y el amor de la joven.
Este relato, aunque parece un cuento de terror, encierra una reflexión sobre la obsesión con la muerte y el amor más allá de la vida. La tragedia de la joven, que al principio parecía atrapada en la desesperación de perder a su prometido, se transforma en una historia de redención, donde las apariciones y las sombras de la muerte dan paso a una realidad más tangible y feliz.
Es importante, sin embargo, que el lector comprenda que más allá del relato de este misterioso suceso, hay un profundo simbolismo en el encuentro con lo sobrenatural. La figura del espectro no solo representa la muerte, sino también la incapacidad de aceptar la pérdida y el anhelo de permanecer conectados con aquellos que amamos, incluso cuando ya no están físicamente con nosotros. Este relato refleja cómo las personas, en su dolor, pueden crear mundos alternativos, donde lo irreal se convierte en consuelo, y lo imposible en una posibilidad.
¿Cómo afectan los conflictos y el resentimiento a las relaciones amorosas?
Los conflictos entre personas que se aman suelen parecer, en su esencia, como disputas infantiles, pero encarnan una complejidad emocional profunda que va más allá de la simple pelea. La incapacidad de superar las rencillas, el orgullo herido y la falta de perdón se entrelazan en un ciclo que parece perpetuo y desgastante. En una escena tan cotidiana como un desacuerdo de la tarde, se revela la fragilidad y la inmadurez emocional de los adultos, que, a pesar de su edad, se comportan como niños en sus reacciones. La mujer, que se acerca con una ternura casi maternal para intentar apaciguar a su pareja, refleja la necesidad constante de reconciliación, mientras que él se mantiene distante, con una mezcla de irritación y orgullo que dificulta el diálogo.
El acto de perdonar se convierte en un gesto indispensable, pero no exento de tensión. La negociación del perdón no es un simple intercambio, sino una batalla interna donde se confrontan el amor y el resentimiento. Cuando uno de los dos se humilla o cede, el otro puede responder con incomprensión o reproches, haciendo que el acto de reconciliarse sea una lucha contra el ego y el dolor acumulado. La resistencia a perdonar o a pedir perdón puede enraizar el resentimiento, haciendo que pequeñas disputas se transformen en heridas profundas.
La dinámica de la relación se ve complicada por la comparación constante con figuras del pasado, como cuando se menciona a Elinor, la mujer idealizada que nunca discutía. Esa comparación no solo genera inseguridad, sino que amplifica el sentimiento de insuficiencia y fracaso personal dentro de la pareja. Reconocer las propias faltas y las del otro es un paso doloroso pero necesario para evitar que el conflicto derive en una ruptura definitiva.
El deseo de separación aparece como una solución desesperada ante la sensación de fracaso y la imposibilidad de encontrar un terreno común. La tristeza y el desánimo en la voz de uno de los protagonistas muestran cómo la convivencia puede volverse insoportable cuando la felicidad compartida se transforma en un campo de batalla. Sin embargo, la separación no es simplemente un acto racional; está cargada de emociones contradictorias, donde el amor y la ira se mezclan y alimentan mutuamente. El deseo de herir al ser amado surge precisamente de la profundidad del amor que se siente, lo que evidencia la complejidad de las emociones humanas en las relaciones cercanas.
El momento en que la protagonista golpea a su pareja, como si se golpeara a sí misma, representa simbólicamente la autodestrucción que puede acarrear el resentimiento y la rabia no gestionada. El abandono abrupto del otro deja una sensación de vacío y desconcierto, y la conciencia de la propia fragilidad se impone con fuerza. La experiencia de perder el control es descrita como un hundirse bajo el agua, un descenso a un estado donde el miedo y la confusión paralizan.
La presencia simbólica de la figura gris y ominosa que aparece en el momento culminante, junto con la referencia a la muerte y a la advertencia final, introduce una dimensión metafórica del destino inevitable y la justicia poética. Esta figura no necesita ser vista para ser sentida, como un recordatorio implacable de las consecuencias de las acciones y decisiones tomadas en la relación. La conexión con la ambientación del invierno y la nieve, que envuelve y ahoga, refuerza la sensación de aislamiento y fatalidad.
La escena final, donde la mujer cae y es atrapada por manos invisibles y heladas, culmina en una metáfora poderosa sobre la destrucción que puede generar el resentimiento no resuelto y la falta de comunicación sincera. El frío y la nieve, elementos naturales implacables, simbolizan la indiferencia del mundo ante el sufrimiento personal, así como la inexorabilidad de ciertos destinos cuando no se busca la reconciliación verdadera.
Es importante entender que las relaciones humanas, especialmente las amorosas, requieren una constante negociación entre el orgullo y la vulnerabilidad. La ausencia de diálogo sincero y el miedo a mostrarse frágil pueden alimentar conflictos que parecen triviales pero que, acumulados, pueden destruir vínculos esenciales. La empatía, la paciencia y la capacidad de perdonar, incluso cuando resulta difícil, son herramientas indispensables para sostener el amor más allá de los momentos de crisis.
Además, resulta fundamental reconocer que la perfección no existe en las personas ni en las relaciones. La idealización de parejas pasadas o de imágenes imposibles puede crear expectativas irreales que solo conducen a la insatisfacción y al dolor. Aceptar la imperfección propia y ajena es un paso decisivo para construir relaciones más genuinas y resilientes.
El proceso de reconciliación implica también entender que el amor no es incompatible con el enojo, sino que a menudo ambos sentimientos coexisten y se potencian. Aprender a manejar la ira sin permitir que destruya, y a amar sin perder la identidad, es parte de la madurez emocional que las relaciones requieren.
Finalmente, las consecuencias de las palabras y actos en momentos de tensión pueden ser irreversibles. La violencia, ya sea física o verbal, no solo daña al otro, sino que erosiona la propia integridad y puede desencadenar resultados trágicos. El reconocimiento temprano de estas dinámicas y la búsqueda de ayuda o mediación son esenciales para evitar que la relación derive en daños irreparables.
¿Qué hace que un lugar o un momento pertenezca realmente a alguien?
“Sí, mi momento llegará.” La voz delgada y aguda continuaba: “Ahora, he tenido más éxito del que merecía. Oh, sí, lo he tenido. No puedes negarlo. No soy falsamente modesto. Lo digo en serio. Tengo algo de talento, por supuesto, pero no tanto como dicen. Y tú… ¡tú tienes mucho más de lo que reconocen! De verdad, viejo. De verdad. Solo—espero que me perdones por decir esto—quizá no has avanzado tanto como podrías. Viviendo aquí, apartado, rodeado de montañas, en este clima húmedo—siempre lloviendo—¡estás fuera de todo! No ves a la gente, no hablas, no descubres lo que realmente está sucediendo. Mira, ¡mírame a mí!” Fenwick giró la cabeza y lo miró. “Yo, en cambio, paso medio año en Londres, donde se obtiene lo mejor de todo: las mejores conversaciones, la mejor música, las mejores obras de teatro; luego, tres meses en el extranjero, Italia o Grecia, o algún otro lugar, y después tres meses en el campo. Esa es una organización ideal. Tienes todo de esa manera.”
Italia o Grecia o algún lugar… Algo se movió en el pecho de Fenwick, una sensación de dolor interno que lo atormentaba, mordiéndole, aplastándolo… ¿Cómo había ansiado, oh, cómo había deseado un solo día en Grecia, dos días en Sicilia! A veces había pensado en ir, pero al momento de contar las monedas… Y este idiota, este tonto, este satisfecho de sí mismo, este condescendiente… Se levantó, mirando hacia el sol dorado. “¿Qué te parece un paseo?” sugirió. “El sol durará una buena hora más.” En cuanto esas palabras salieron de sus labios, sintió como si alguien más las hubiera dicho por él. Incluso se giró medio vuelta, como si esperara ver a otra persona detrás de él.
Desde la llegada de Foster la noche anterior, Fenwick había estado consciente de esa sensación. ¿Un paseo? ¿Por qué debía tomar a Foster a dar un paseo, mostrarle su amado país, señalar esas curvas y líneas y huecos, el amplio escudo plateado de Ulswater, las colinas moradas y nubladas como mantas sobre las rodillas de un gigante que reposa? ¿Por qué? Era como si se hubiera girado hacia alguien detrás de él y hubiera dicho: “Tienes otro diseño en esto.”
Comenzaron a caminar. El camino descendió abruptamente hacia el lago, luego el sendero serpenteaba entre árboles al borde del agua. Al otro lado del lago, tonos de luz amarilla brillante, del color del azafrán, flotaban sobre el azul. Las colinas estaban oscuras. El modo en que Foster caminaba delataba al hombre. Siempre un poco adelante, empujando su cuerpo largo y delgado con pequeños movimientos ansiosos, como si, si no se apresuraba, se perdería algo que sería enormemente ventajoso para él. Hablaba, lanzando palabras por encima de su hombro hacia Fenwick como quien lanza migas de pan a un petirrojo. “Claro que me complació. ¿Quién no estaría complacido? Después de todo, es un premio nuevo. Solo lo están otorgando desde hace un par de años, pero es gratificante—realmente gratificante—conseguirlo. Cuando abrí el sobre y encontré el cheque allí, bueno, me hubieras derribado con una pluma. De verdad, podrías. Claro, cien libras no es mucho. Pero es el honor…”
¿Hacia dónde se dirigían? Su destino era tan cierto como si no tuvieran libre albedrío. ¿Libre albedrío? No existe tal cosa. Todo es destino. Fenwick de repente se rió en voz alta. Foster se detuvo. “¿Qué pasa? ¿Qué es eso?”
“¿Qué qué?”
“Te reíste.”
“Algo me ha divertido.”
Foster metió su brazo por el de Fenwick. “Es bonito caminar juntos así, brazo en brazo, como amigos. Soy un hombre sentimental. No lo voy a negar. Lo que digo es que la vida es corta y uno debe amar a sus semejantes, o ¿dónde quedamos? Vives demasiado solo, viejo.” Aprisionó el brazo de Fenwick. “Esa es la verdad.”
Era una tortura, exquisita, celestial tortura. Era maravilloso sentir ese brazo delgado y huesudo presionando contra el suyo. Casi podías escuchar el latido de ese otro corazón. Maravilloso sentir ese brazo y la tentación de tomarlo con las manos, de doblarlo y retorcerlo, para luego oír los huesos crujir... crujir... crujir... Maravilloso sentir esa tentación ascender por su cuerpo como agua hirviendo, y aún así no ceder. Por un momento, la mano de Fenwick rozó la de Foster. Luego se apartó. “Ya estamos en el pueblo. Este es el hotel donde todos llegan en verano. Giramos a la derecha aquí. Te voy a mostrar mi tarn.”
“¿Tu tarn?” preguntó Foster.
“Perdona mi ignorancia, pero ¿qué es un tarn exactamente?”
“Un tarn es un lago en miniatura, un pozo de agua que yace en el regazo de la colina. Muy tranquilo, hermoso, silencioso. Algunos de ellos son enormemente profundos.”
“Me gustaría verlo.”
“Está un poco lejos—por un camino áspero. ¿Te importa?”
“Para nada. Tengo piernas largas.”
“Algunos de ellos son enormemente profundos—imposibles de medir—nadie ha tocado el fondo—pero tranquilos, como el cristal, con solo sombras…”
“¿Sabes, Fenwick? Siempre he tenido miedo al agua, nunca aprendí a nadar. Tengo miedo de salir de mi profundidad. ¿No es ridículo? Pero todo se debe a que en mi escuela privada, cuando era un niño pequeño, algunos chicos más grandes me tomaron y me sostuvieron con la cabeza bajo el agua, casi me ahogan. De verdad lo hicieron. Fueron más allá de lo que querían. Puedo ver sus caras.”
Fenwick consideró esto. La imagen saltó a su mente. Podía ver a los chicos—grandes, fuertes, probablemente—y a esta cosa flaca como una rana, sus manos gruesas sobre su cuello, sus piernas como palos grises pateando fuera del agua, sus risas, su repentina sensación de que algo estaba mal, el cuerpo flaco todo flácido y quieto… Respiró hondo.
Foster caminaba ahora a su lado, no adelante de él, como si estuviera un poco asustado y necesitara seguridad. En efecto, el escenario había cambiado. Delante y detrás de ellos se extendía el camino hacia arriba, suelto de piedra y grava. A su derecha, en una cresta al pie de la colina, estaban algunas canteras, casi desiertas, pero más melancólicas en la tarde que se desvanecía, ya que aún se oían los pocos trabajos que continuaban allí; sonidos débiles venían de las chimeneas, un arroyo de agua corría y caía con ira hacia una piscina abajo, de vez en cuando aparecía una silueta negra, como un signo de interrogación, contra la colina que oscurecía.
Era un poco empinado aquí, y Foster jadeaba. Fenwick lo odiaba más por eso. ¡Tan delgado y flaco y aún no podía mantenerse en forma! Tropezaron, manteniéndose por debajo de la cantera, al borde del agua corriente, ahora verde, ahora blanco grisáceo, empujando sus caminos a lo largo del costado de la colina. Sus rostros ahora estaban orientados hacia Helvellyn. “¡Ahí está el tarn!” exclamó Fenwick, y luego añadió, “El sol no dura tanto como esperaba. Ya se está oscureciendo.”
Foster tropezó y agarró el brazo de Fenwick. “Este crepúsculo hace que las colinas se vean extrañas, como hombres vivos. Casi no puedo ver el camino.”
“Estamos solos aquí,” respondió Fenwick. “¿No sientes el silencio? Los hombres deben haber dejado la cantera ahora y se han ido a casa. No hay nadie en todo este lugar, salvo nosotros. Si observas, verás una extraña luz verde descender sobre las colinas. Dura solo un momento y luego se hace oscuro.”
“Ah, aquí está mi tarn. ¿Sabes cuánto amo este lugar, Foster? Parece pertenecerme especialmente a mí, así como todo tu trabajo, tu gloria, tu fama y tu éxito te pertenecen a ti. Yo tengo esto y tú tienes aquello. Tal vez, al final, estemos igualados, después de todo. Sí…”
“Pero siento como si esa parte de agua me perteneciera a mí y yo a ella, como si nunca fuéramos a separarnos… Sí… ¿No es negro?”
“Es uno de los profundos. Nadie ha sondeado su fondo. Solo Helvellyn lo sabe, y un día me parece que me lo contará, que susurrará sus secretos…”
Foster estornudó. “Muy bonito. Muy hermoso, Fenwick. Me gusta tu tarn.”
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