Nos mantuvimos en el terraplén, y si mirabas con suficiente cuidado podías jurar que veías a la abuela, muerta y enterrada veinte años atrás, flotando en su ataúd lleno de ratas mojadas. Los periódicos rebosaban de historias así cada día. En el condado de Spunt estábamos relativamente secos y calientes, siempre que te quedaras dentro, cosa que no ocurría casi nunca. Miz Eustis mandaba a Houlka y a mí a hacer recados en los días que caía menos de una pulgada de lluvia. Boss Eustis nos llevó una vez a la Diamond Horse Farm a arrear un par de docenas de caballos que habían huido cuando los establos se anegaron y las cercas se llevaron la riada. Esos corceles del señor Augie sonaban salvajes aunque nunca vimos uno de cerca. Eran peligrosos; te arrancarían brazos y piernas si te acercabas a cien yardas. Pensé que nos iban a matar media docena de veces cada hora. Houlka apaciguaba a algunos; a los demás los arrastraba hasta los establos reconstruidos. Aquello fue a finales de abril. En mayo el río empezó a crestear, si se le podía llamar así, y a retroceder, si eso era retroceder. Todos los ríos de América estaban tapados y parecía que fluían cuesta arriba. La lluvia dejó de ser el Noé's Fludde que había sido para volverse lluvia corriente. Hubo incluso días sin lluvia. Era mayo, y hacía frío.

—Oí que hicieron bien su trabajo —dijo Boss Eustis—. Bueno, muchachos —miró a los coroneles y a los lamebotas sentados en el porche—, ¿qué hacemos para mantener a Mr. Lee ocupado con este buen tiempo? Hubo una consulta apresurada entre las grandes mentes de Anomie y Spunt County y luego se volvieron hacia Houlka, algunos sonriendo con sorna. —Hay una casa de il repute en el pueblo —alguien se rió—. La regenta una tal Mrs. Hippola, una europea. Quiero que le pidan prestada su corsé. El rojo. Todos en el porche soltaron carcajadas y golpearon los talones. —¿Eso es todo? —preguntó Houlka. —Por ahora —dijo el Boss—. Ten cuidado, que si no la pillas de buen humor, puede ser más cruel que el tío Cato Hacker.

Vimos la casa de Mrs. Hippola por la tarde. Houlka observó idas y venidas antes de que abrieran, trazó el plano mental del lugar. No es fácil vigilar un burdel sin levantar sospechas. La luna se echó al oeste temprano y nos quedamos hasta casi la medianoche, oyendo la música y la risa que salían de dentro. Houlka estaba serio; lo vi rozarse los ojos como si recordara algo y estuviera a punto de llorar.

—No estoy puesto en esas cosas —me dijo—, pero se dice que Mrs. Hippola está orgullosa de ese corsé. Siempre hay quien intenta arrebatárselo: universitarios enviados por fraternidades, tretas de todo tipo. Ella lo ha visto y oído todo, preparada para cualquier jugarreta. Y… —¿Y qué? —¿Que no le gustan los hombres? ¿Me entiendes? —Creo que sí —dijo—.

Me contó la historia del tío Cato Hacker como si fuera una leyenda grabada en el condado: ocho años o así atrás, en 1920, Cato, de ochenta y cuatro, vestido con su uniforme de sargento para la 54ª reunión del regimiento de Nathan Bedford Forrest en el King Cotton Hotel de Memphis, se acercó a un indigente destrozado. Le puso una moneda de oro de veinte dólares en la taza. El hombre, con el rostro hecho añicos y el cuerpo mutilado, le preguntó si era un Johnny Reb; Cato se hizo erguido y le dijo que sí, y el mendigo dijo entonces: «Entonces, ¿por qué harías algo así por mí? ¿Un yanqui?» Y Cato respondió: «Eres el primero que he visto arreglado justo como me gustan». Esa mezcla de orgullo, nostalgia y algo irracional —la gracia inesperada en medio de la brutalidad— quedó clavada en nosotros como un clavo oxidado.

Después de la vigilancia, con la Delta aún en parte bajo agua pero con un respiro de días secos, volvimos a casa. Houlka preguntó si había algún sitio para nadar; le dije que sí, advertí que estaría helado y lodoso. Fuimos al antiguo pozo favorito del condado, un saliente de roca y agua profunda donde solíamos tirarnos. Houlka se quitó la piel de león, las ropas de trabajo y las botas, y se lanzó. Nadó un rato, escupiendo agua al aire como una ballena. Me fui a la orilla y metí un dedo: un frío que te pegaba al hueso. Salté y casi me da un ataque. Sentí el corazón martillarme y de repente Houlka estaba junto a mí en el agua, con las manos sobre mis hombros. Al principio pensé que me hacía una jugarreta; me aparté, pero volvió y dejó un brazo sobre mis hombros. La barba le brillaba por las gotas y los ojos le relucían bajo la luna. —¿Qué haces, Mr. Houlka? —dije—. Me salgo si sigues así. —Espera. No hagas eso, Mr. Houlka —respondió—. Dame un poco de cariño, I.O. Me di la vuelta de golpe. —¿Qué quieres decir? A mí me gustan las mujeres —le dije. —A mí también —replicó—. Por eso mismo tengo que recordarme que no son todo —y abrió los labios como para besarme. Me levanté, le golpeé y le metí la rodilla donde más doliera. No lo esperaba; si lo hubiera esperado, habría sido inútil. Se dobló y su boca...

Además, conviene que el lector entienda lo siguiente: la violencia del paisaje no es sólo física sino simbólica; las riadas y los caballos sueltos son metáforas del desborde de las pasiones y de la precariedad social que obliga a actos ridículos y riesgosos. La ambigüedad de los personajes —un jefe que juega, un burdel con un corsé que vale más que la moral pública, un hombre que ofrece caridad a un enemigo— muestra una comunidad en l

¿Qué secretos ocultan las puertas de Two Gates Farm?

El día estaba pesado y la humedad pegajosa, el aire denso, como si el tiempo mismo estuviera suspendido en el aire, aguardando algún tipo de desenlace. Dos puertas se alzaban, distantes entre sí unos cincuenta metros. Una de ellas estaba cubierta de cuernos de reses: cuernos de toro largo, de cabra, de carnero, de venado. La otra puerta, de un aspecto aún más extraño, estaba formada por colmillos de elefante. "Mr. Coomer fue guía de safaris en África", comenté, mirando la rareza del lugar. "Lo que hizo al regresar a Misisipi y casarse con una maestra de Spunt County es algo que no puedo entender."

A pesar de la apariencia desordenada y casi salvaje del camino, uno podía distinguir la curva de la entrada que se perdía entre la maleza y los árboles altos que formaban un techo natural sobre nosotros. Caminamos hasta la puerta de los colmillos de elefante, la abrimos y entramos. Al dar unos pocos pasos, Houlka se detuvo, miró atrás y dijo: "Espera, no te des la vuelta." El portón se cerró ruidosamente detrás de nosotros, y una vibración extraña recorrió el aire. Los colmillos de elefante crujieron como si algo invisible estuviera luchando contra el marco de la puerta. Miré a Houlka, quien no parecía sorprendido en lo más mínimo. Abrí la cadena de la puerta, retrocedí con cautela y vi el cartel caído que decía: "Usar la otra puerta". Sin decir palabra, restauramos el cartel en su sitio y nos dirigimos hacia la puerta de los cuernos de ciervo.

La entrada a la casa estaba a tan solo un minuto de distancia. Al llegar, encontré una escena que, lejos de tranquilizarme, sumió el lugar en un aire aún más inquietante. Un hombre sentado en la amplia veranda de la casa, vestido con chaqueta blanca y casco de safari, nos miró con una sonrisa torcida. "Hola, soy Jock Coomer. ¿Y ustedes?" La forma en que nos saludó, tan formal y a la vez extraña, hizo que el lugar se sintiera aún más alejado de la realidad cotidiana. Houlka y él intercambiaron algunas palabras, y fue entonces cuando el hombre, con su mirada fija, dijo que Mrs. Coomer no se encontraba bien y que no sería conveniente hablar con ella en ese momento.

Al poco rato, una mujer apareció en el umbral. Su apariencia era desconcertante: alrededor de sesenta años, su cabello desordenado y sus ojos desorbitados, como si estuviera mirando algo más allá de nuestro alcance. Su voz, fría y distante, revelaba más que un simple malestar físico: "Esto es lo que buscaban," dijo, entregando un objeto envuelto en papel a Houlka. El aire se espesó aún más al escuchar sus palabras, y algo en mi interior supo que no estábamos solo ante una simple transacción o encuentro casual. "¿Cómo es que sabe lo que venimos a buscar?", le pregunté, casi sin poder creer lo que mis propios oídos me decían. Su respuesta fue igualmente desconcertante: "Vi todo esto mañana por la mañana."

De vuelta al camino, la tensión se mantenía, como si el tiempo mismo hubiera quedado atrapado en una especie de bucle, repitiendo las mismas acciones una y otra vez. Pasamos de nuevo junto a Mr. Coomer, quien, ajeno a la rareza de la situación, nos despidió con un comentario banal sobre el clima. "Será un día agradable", dijo, y se alejó, silbando.

Mientras nos alejábamos, el paisaje que antes nos había parecido natural se tornó cada vez más extraño. De alguna manera, el recorrido hacia el pueblo parecía haberse vuelto más largo y complicado de lo que recordaba. La sensación de estar atrapado en algo más grande que nosotros era palpable en cada paso. Nos dirigimos hacia un pequeño embarcadero, donde un ferry, guiado por un hombre de gran porte, cruzaba el río. Los niños que se encontraban allí lloraban y temían por lo que les esperaba. El agua, quieta y fría, parecía un reflejo de todo lo que ya no tenía sentido en ese mundo.

Lo que parecía ser una simple excursión, pronto se convirtió en un viaje hacia lo desconocido. El ferry nos cruzó hacia una isla oculta entre los árboles, un lugar envuelto en misterio y lleno de presencias invisibles que nos observaban. Cuando llegamos, el ambiente cambió abruptamente. Los sonidos del mundo exterior se desvanecieron, y lo único que quedaba era el eco de lo inexplicable.

A medida que nos adentramos más en el lugar, la multitud de personas que se encontraba allí parecía ignorar nuestra presencia, sumidos en sus propios asuntos. Había algo profundamente desconcertante en la atmósfera. Cada conversación, cada risa, cada gesto parecía venir de un lugar muy lejano, como si no estuvieran completamente presentes en ese momento, como si su conciencia estuviera atrapada en algún punto entre lo que era y lo que podría haber sido.

Lo que se despliega ante nosotros no es un simple viaje físico. Es un encuentro con lo inexplicable, con lo que no puede ser comprendido por los sentidos humanos, pero que se siente profundamente en el alma. Aquí, las fronteras entre el pasado, el presente y el futuro se desdibujan, y los eventos que parecen estar destinados a ocurrir se entrelazan en una red compleja que, aunque en apariencia caótica, tiene un orden oculto, que solo se revela a aquellos que son capaces de ver más allá de lo obvio.

Es crucial entender que este tipo de encuentros no se limitan a lo que es tangible o visible. Las puertas que encontramos no son solo una entrada física a un lugar, sino a una dimensión del tiempo y la experiencia humana que trasciende la lógica lineal. Al igual que la aparición de Mrs. Coomer, que predice lo que sucederá, el tiempo no se presenta como una secuencia de eventos, sino como una red interconectada que nos obliga a cuestionar nuestra propia percepción de la realidad.

¿Qué revela un duelo de damas sobre el alma de una comunidad?

La historia que se desliza en los poros del periódico local no es sólo un archivo de sucesos, sino una narrativa viva que respira con el ritmo de los personajes que la habitan. Un viejo ciego, una guitarra silenciada en el regazo, un joven con prisa, el crujido de un periódico desplegado: cada elemento participa en un pequeño drama que, sin alardes, contiene las tensiones de generaciones, la memoria de guerras pasadas y la persistente búsqueda de sentido en lo cotidiano.

Blind Bill, anciano y ciego pero no derrotado, representa un bastión de la tradición oral y la necesidad de ser parte del flujo de información, aun cuando ya no pueda verla con sus propios ojos. Su insistencia en que le lean el periódico no es simple terquedad, sino una exigencia de dignidad. Él quiere, necesita, mantenerse informado, seguir debatiendo, entendiendo, comentando el mundo. En cambio, el muchacho, que se escabulle entre deberes y miedos, simboliza una generación desconectada, quizás perdida en sus propias palabras leídas a escondidas, pero aún abierta al asombro y la escucha.

Cuando se abre el periódico y se inicia la lectura de la columna del Pea-Patch Poet, el tono cambia. El cronista rural, con su cadencia pausada y colorida, restituye al lector al centro emocional del condado: su historia común, sus héroes anónimos, sus obsesiones. Las guerras, los combates de boxeo lejanos, las desapariciones míticas, todo forma parte de una memoria colectiva tejida con exageración, humor y una leve melancolía.

Pero la historia de verdad —la que se recuerda, la que se repite— es el relato del juego de damas. En ese duelo entre Ap Low y el misterioso forastero de Crossett, Arkansas, el pueblo proyecta su identidad. Ap no es sólo un jugador invencible; es una figura casi mítica, un símbolo de resistencia, de dominio lúdico, de inteligencia rural subestimada. Frente a él, Marshius llega elegante, decidido, seguro de su talento, cargando una caja plana como si portara un destino.

El momento en que Marshius reta a Ap Low no es únicamente un desafío de habilidad; es un acto ceremonial. La reacción del público —el silencio repentino, la referencia ominosa al último que osó hacer algo parecido— transforma el evento en rito. Lo que está en juego no es sólo dinero ni reputación, sino la reafirmación del orden local, la inviolabilidad de sus mitologías.

La apuesta de Ap —despojar al forastero de todo salvo su billetera— lleva la escena más allá de lo jocoso. Es una afirmación de supremacía simbólica. Si pierdes aquí, pierdes hasta tu dignidad. Y aun así, el reto es aceptado. La ceremonia continúa.

En esta historia no hay un clímax explícito. El relato se interrumpe, tal como la vida en el pueblo: incompleta, siempre en pausa, siempre esperando a que alguien la retome y la lea en voz alta. Pero el lector ya ha comprendido lo esencial. Ha visto cómo una comunidad se observa a sí misma a través de sus ritos, cómo defiende sus símbolos, cómo incorpora —o desnuda— al extraño.

La voz del columnista es central en esta arquitectura. Su estilo, con giros regionales, humor implícito y una cadencia casi oral, no narra tanto los hechos como el espíritu con que son recordados. Es un estilo que exige atención, que recompensa al lector con texturas, y que se niega a ceder al ritmo rápido del mundo moderno. Es el testimonio de una comunidad que se mantiene viva en la narración de sí misma.

Es importante notar que, aunque parezca una historia local, mínima y casi folclórica, este texto es un estudio sutil del poder. Poder narrativo, poder simbólico, poder comunitario. El que detenta la palabra tiene el control, incluso si está ciego. El que escucha, aunque se resista, está ya comprometido. Y el que desafía, lo hace sabiendo que no sólo arriesga una partida, sino su lugar en la memoria de quienes observan.

También es fundamental ver cómo el lenguaje funciona aquí como frontera y como puente. Las expresiones coloquiales, las referencias culturales, las hipérboles campestres no sólo definen un lugar; lo protegen. Quien no entienda ese lenguaje, queda afuera. Quien lo hable, pertenece.

¿Qué significa ser parte de un mundo ajeno y qué implica esa desconexión?

La vida de aquellos que viven fuera de la corriente principal de la sociedad está marcada por una constante tensión entre la pertenencia y la alienación. Al mirar este relato, podemos observar cómo, en medio de las costumbres del sur, de la caza, las apuestas y las viejas tradiciones, se despliega un mundo donde las diferencias sociales, económicas y culturales son palpables. La complejidad de esas relaciones humanas no solo se ve en los intercambios entre los personajes, sino en sus propios sentidos de pertenencia.

El personaje de Houlka, que es mencionado de manera indirecta, demuestra una tranquilidad resignada ante su papel de observador. Su presencia en las distintas situaciones parece ser más un testigo que un participante activo. Él, como muchos otros en historias similares, no tiene el lujo de cuestionar la realidad que lo rodea; simplemente se adapta. En su vida, los términos de la lucha no se negocian, sino que se asumen. La suerte, la necesidad y la aceptación de un lugar dentro de un mundo tan brutalmente dividido, son lo que determinan la trama de su existencia.

En cuanto al Boss Eustis, su figura parece tener un poder ambiguo. Él es un hombre de negocios, con un enfoque pragmático que lo lleva a adquirir tierras a precios bajos, mientras que la vida de quienes lo rodean gira en torno a las tareas físicas que, aunque poco comprendidas por él, tienen un valor para su propio propósito económico. Sin embargo, el relato muestra una desconexión entre los ideales del capitalismo y las realidades de las personas que no tienen voz en la negociación de sus propios destinos.

El evento de la caza, que al principio parece ser el centro de la historia, se desvanece rápidamente. Lo que parecía ser un objetivo importante para los hombres de la historia se convierte en algo trivial ante la velocidad y agilidad de la cierva. La caza no es solo una práctica de supervivencia, sino un acto cargado de simbolismo: un intento de controlar, de capturar algo que está fuera del alcance de los hombres. La desaparición fugaz de la cierva, que se pierde entre la nieve y el bosque, sirve como una metáfora del fugaz control que los hombres pretenden tener sobre el mundo natural y sobre las vidas ajenas.

En este mundo, donde las diferencias raciales, de clase y poder se hacen evidentes, la forma en que las personas se perciben a sí mismas y a los demás es crucial. La conversación que sigue, entre Houlka y los demás personajes, revela una profundidad de tensiones latentes, donde las distinciones raciales y las expectativas sociales son evidentes. La mención de las apuestas entre Eustis y Mr. Augie sobre la habilidad de Houlka refleja una crítica velada a las relaciones de poder subyacentes, que continúan marcando el destino de aquellos que parecen ser menos que humanos ante los ojos de los más poderosos.

El retrato de la vida cotidiana, especialmente en la granja de Mr. Augie, es una representación cruda de la lucha por la supervivencia y el lugar de cada uno dentro de ese ciclo. La brutalidad de los trabajos físicos, la indiferencia de los personajes a la condición humana y el contraste entre la vida de los ricos y los pobres se muestran de manera clara. Cada elemento de la historia, desde los niños jugando en la porche hasta el sonido de los caballos en el campo, se entrelaza para formar una imagen compleja de la vida rural en ese momento.

Este tipo de relatos nos invita a reflexionar sobre cómo las estructuras de poder, la falta de acceso a los recursos y las diferencias sociales definen las experiencias de las personas. La figura de la "cierva", por ejemplo, es esencial para comprender cómo el control y la belleza de lo que es inalcanzable pueden ser tan fugaces y, al mismo tiempo, tan cruciales para los individuos que intentan atraparlo. Este fenómeno refleja la fugacidad de la vida misma, donde la ilusión de control sobre la naturaleza y las circunstancias puede desvanecerse en un abrir y cerrar de ojos.

Al mismo tiempo, es importante entender que las costumbres y tradiciones en este tipo de comunidad no son solo un reflejo de su tiempo, sino también un medio para entender las luchas internas de los personajes. La costumbre de celebrar el año nuevo, las reuniones sociales y la desconexión entre las clases están íntimamente relacionadas con la forma en que las personas se definen dentro de un mundo ajeno. La vida de los personajes no está marcada solo por sus esfuerzos diarios, sino por la manera en que se encuentran dentro de un sistema que no les permite cambiar las reglas del juego. Aquí, el cambio no llega por medio de la rebelión, sino a través de la aceptación y la resignación.