El narrador en primera persona está encerrado en su propio cuerpo, en sus recuerdos, su lenguaje y su conciencia limitada. No puede ver el rostro que ofrece al mundo ni oír el tono de su voz como lo haría un desconocido. Esa voz narrativa está atrapada en su interpretación del mundo, y con frecuencia, ni siquiera puede reconocerse a sí misma por completo, sobre todo cuando se trata de sus rasgos menos halagadores: la mezquindad, la vanidad o la crueldad. Lo que un lector descubre sobre un personaje en primera persona puede ser mucho más penetrante que lo que el mismo personaje entiende sobre sí.

El punto de vista en primera persona reduce drásticamente lo que puede saberse del mundo que se narra. Todo lo que el lector conoce está mediado por la conciencia del narrador. Los pensamientos y sentimientos de otros personajes permanecen invisibles, a menos que sean compartidos explícitamente con el narrador. Esta limitación, sin embargo, también es una oportunidad: al situarnos tan cerca de la mente del personaje, participamos de su experiencia de una manera más íntima. Modificar un texto desde tercera persona a primera no solo transforma los pronombres; altera profundamente la relación del lector con el personaje. De observarlo desde fuera, pasamos a respirar desde dentro de su cuerpo, sentir sus deseos, sus frustraciones, su cansancio existencial.

La segunda persona, por su parte, constituye una propuesta más arriesgada pero no menos poderosa. Al dirigirse al lector como “tú”, el narrador convierte al receptor en protagonista. Este tú puede ser genérico o radicalmente específico, y allí reside su potencia narrativa. Hay una transgresión implícita: el lector es interpelado, sacado de la pasividad, obligado a participar en la historia no como espectador, sino como objeto de la narración. El efecto es de inmediatez y vulnerabilidad. En los mejores casos, el lector se ve arrastrado a experimentar lo narrado como si fuera su propia vivencia. Pero cuando el uso de esta forma es meramente estilístico, una moda adoptada sin justificación interna, el resultado puede ser repelente, incluso manipulador. La segunda persona exige una razón narrativa profunda para existir.

La historia de E.J. Levy es ejemplar en este sentido. El uso del “tú” no es gratuito, sino que encarna el estado de desorientación y despersonalización de una protagonista que ha perdido casi todo: su gato, su coche, su matrimonio, su hogar. En el trayecto físico entre estados, mientras conduce un camión de mudanza, también atraviesa un desierto emocional. El lector, convertido en ese “tú”, recorre con ella esa geografía afectiva de pérdida, deseo, desencuentro y autoengaño. La ambigüedad del desenlace, lejos de frustrar, refuerza la verosimilitud de la experiencia: no todo en la vida tiene una resolución clara, y las historias que lo reconocen nos hablan con mayor honestidad.

El escritor que opta por la segunda persona ha de tener plena conciencia de sus riesgos. No se trata de un adorno, ni de una forma de destacar en un mar de narrativas. Si se emplea, debe ser porque permite acceder a una verdad que no podría ser revelada de otra forma.

Por eso, la elección del punto de vista no es un detalle técnico, sino el corazón mismo del relato. De ella depende no solo qué se cuenta, sino cómo se vive esa historia —y, por tant

¿Cómo los escritores estadounidenses innovan a través de sus voces y estilos en los relatos cortos?

Los relatos de escritores como Hemingway y Faulkner no solo se distinguen por su estilo único, sino que también reflejan una forma profunda de explorar los matices de la experiencia humana. En particular, Hemingway, con su característico estilo lacónico y directo, logra transmitir complejidades psicológicas y emocionales a través de una economía de palabras, usando el silencio y lo no dicho como elementos narrativos tan poderosos como los diálogos. En sus relatos, los personajes enfrentan situaciones extremas en ambientes hostiles, que no solo actúan como escenarios físicos, sino también como reflejos de sus luchas internas y, en muchos casos, sus fracasos personales. Tomemos, por ejemplo, a Francis Macomber, quien en “El breve asesinato de un hombre honrado” es retratado como un hombre cuyo mayor conflicto es el enfrentamiento consigo mismo, más que con los elementos externos o con las figuras de autoridad como el cazador Robert Wilson. El dilema de Macomber no radica en su incapacidad para dominar la naturaleza, sino en su debilidad emocional, algo que se hace evidente a través de la tensión que genera su relación con su esposa y la humillación constante que vive al intentar mantener una imagen de masculinidad que no se ajusta a su realidad interna.

Este tipo de narrativa revela las debilidades de una clase privilegiada, esa misma que se cree capaz de dominar la naturaleza por medio del poder económico, pero que, al mismo tiempo, revela su fragilidad frente a situaciones que no pueden controlar, como la muerte o el fracaso personal. A través de una trama que mezcla el suspenso con un claro comentario social, Hemingway no solo construye una atmósfera de tensión, sino que también utiliza sus personajes para poner en evidencia las inseguridades de los que se sienten fuera de lugar, pero que, sin embargo, buscan un sentido de pertenencia en un mundo que ya no les es favorable.

A pesar de la vigencia y el poder de estos relatos, el campo de la literatura estadounidense ha ido evolucionando, sobre todo desde mediados del siglo XX, cuando autores como Donald Barthelme, William Gass y Philip Roth empezaron a cuestionar las nociones tradicionales de la narrativa. Estos autores experimentaron con el concepto de la “deconstrucción”, un enfoque filosófico influido por las ideas del pensador Jacques Derrida, que rechaza la idea de que un relato pueda representar una realidad objetiva. Al contrario, sostienen que la literatura solo crea una representación falsa de esa realidad. En este contexto, los relatos de Barthelme, como “The School”, muestran una estructura fragmentada, compuesta de citas, detalles y diálogos que parecen no seguir una lógica convencional. Lo que Barthelme busca hacer es precisamente subvertir las expectativas del lector sobre lo que debe ser un relato “coherente” y “realista”.

La historia de “The School”, por ejemplo, es una parodia de la monología dramática, pero con un giro surrealista que desorienta al lector. En ella, los niños de una escuela le preguntan a su maestro Edgar sobre el concepto de la muerte y su significado, de una manera tan absurda como intrigante. A medida que la trama avanza, el maestro mismo se ve envuelto en situaciones que desafían la lógica y que, en última instancia, dejan al lector sin una respuesta clara sobre el sentido de la vida o la muerte. Barthelme no busca dar respuestas definitivas, sino más bien mostrar la futilidad de los intentos humanos por encontrar una verdad absoluta, al mismo tiempo que desafía las convenciones literarias que los lectores esperan.

Este enfoque de deconstrucción también se puede ver como una crítica a la empatía que tradicionalmente se genera en la literatura. Los personajes de Barthelme son tan extraños y desconcertantes que resulta difícil identificarse con ellos. La idea de “empatizar” con un personaje ya no se basa en seguir su viaje emocional de manera lineal, sino en reconocer la forma en que los relatos construyen una visión del mundo que se resiste a ser comprendida en términos sencillos o absolutos.

Otro escritor que explora de manera innovadora la narrativa es Junot Díaz, especialmente en su relato “The Cheater’s Guide to Love”. En este caso, Díaz juega con la voz narrativa, utilizando un estilo único para representar la perspectiva de un hombre que enfrenta las consecuencias de sus infidelidades. La historia, publicada en 2012, se caracteriza por su lenguaje crudo y sincero, a la vez que ofrece una visión moderna sobre las relaciones y el autoconocimiento. Lo interesante de este relato es cómo Díaz manipula la voz narrativa para profundizar en las emociones y contradicciones de su protagonista, mientras, al mismo tiempo, refleja los dilemas de una generación marcada por el cambio social y cultural en Estados Unidos.

Además de la evidente innovación estilística que estos relatos ofrecen, es importante destacar que la literatura estadounidense ha adoptado una postura más inclusiva, permitiendo que escritores de diversas etnias y orígenes reivindiquen sus voces dentro del ámbito literario. Los escritores de color, por ejemplo, han venido redefiniendo lo que significa ser parte de la narrativa estadounidense, y sus voces distintivas, con sus ritmos idiomáticos y culturales, han dado forma a nuevas formas de contar historias. En este sentido, la experimentación narrativa no solo se ha convertido en una herramienta estética, sino en una forma de resistir y reconfigurar las tradiciones literarias que, históricamente, han estado dominadas por perspectivas eurocéntricas.

En resumen, los relatos de autores como Hemingway, Faulkner, Barthelme y Díaz no solo han sido innovadores por sus estilos únicos, sino porque han dado paso a una reflexión crítica sobre lo que significa ser estadounidense. A través de la experimentación con la forma, el lenguaje y la estructura, estos escritores han abierto nuevos caminos para explorar la complejidad de la experiencia humana y la identidad cultural en un contexto de constante cambio.