Richard Nixon, durante su presidencia, se enfrentó a un dilema: cómo mantener el apoyo de los votantes blancos, especialmente los de clase baja y media, sin alienar a los aliados más poderosos del Partido Republicano. Estos votantes eran generalmente de clase media baja, blancos y hombres, que disfrutaban de los beneficios del New Deal, como la Seguridad Social y Medicare, pero al mismo tiempo se oponían a los impuestos altos y estaban preocupados por los cambios culturales que se estaban produciendo en el país. Aunque su alianza con las élites ricas parecía segura, Nixon entendió que no podía simplemente renunciar al legado del New Deal, a pesar de las crecientes tensiones entre los diferentes grupos sociales.

Durante su mandato, Nixon adoptó políticas que parecían avanzar hacia la izquierda en términos económicos, pero su enfoque hacia las cuestiones raciales fue mucho más conservador. A nivel económico, se mantuvo como un “gran gastador de Washington”. Nacionalizó el programa de cupones de alimentos, expandió la Seguridad Social y Medicare, apoyó un sistema nacional de seguro de salud y trabajó por un ingreso familiar garantizado. Aunque estas políticas fueron vistas por muchos como un apoyo a los pobres y desprotegidos, Nixon fue muy consciente de que su base electoral, en su mayoría blanca, esperaba que él preservara las protecciones del Estado del Bienestar sin poner en peligro su propio bienestar económico.

Sin embargo, el enfoque de Nixon hacia la política racial fue mucho más complejo. A pesar de su apoyo a políticas que favorecían a las minorías, como la acción afirmativa y los programas de bienestar social, su administración también utilizó una retórica de “negligencia benigna” hacia los afroamericanos, y adoptó una postura firme contra las protestas raciales. Nixon entendió que el racismo y el temor al cambio cultural eran factores poderosos que podrían ser explotados políticamente. La alianza de los blancos del sur con los republicanos, en especial los que se sentían amenazados por la creciente participación política de los negros, se consolidó como un pilar de la política republicana.

El uso de la raza como herramienta política no fue accidental. Nixon se dio cuenta de que para asegurar el apoyo de los votantes blancos, especialmente aquellos que sentían que el Partido Demócrata ya no representaba sus intereses, era necesario atraerlos con promesas de "ley y orden" y de una política fiscal más conservadora, mientras simultáneamente aseguraba que el sistema de bienestar social no fuera desmantelado. En términos prácticos, esto se tradujo en la implementación de medidas como el fortalecimiento de las políticas de seguridad pública y el control de los costos del bienestar, temas que resonaban fuertemente con los votantes blancos, pero que también mantenían intactos los logros del New Deal.

En paralelo a sus esfuerzos por asegurar el apoyo blanco, Nixon reconoció la importancia de la clase trabajadora y el papel que las políticas sociales podrían jugar para estabilizar su apoyo. Mientras su partido se acercaba cada vez más a un régimen de derecha, Nixon se mantuvo comprometido con muchas de las políticas progresistas en términos económicos. A pesar de las tensiones raciales que comenzaron a tomar más protagonismo en la política estadounidense, no dejó de defender un Estado de bienestar robusto. Incluso cuando sus aliados republicanos atacaban a los “grandes gastadores” de Washington, Nixon se mantuvo firme en la defensa de las políticas sociales que habían sido clave para el desarrollo de la clase media blanca en el país.

No obstante, el legado de Nixon no puede entenderse sin tener en cuenta su manipulación de los temores raciales como parte integral de su estrategia electoral. La polarización racial que él fomentó permitió que el Partido Republicano se construyera sobre una nueva coalición de votantes del sur, trabajadores blancos del norte y suburbanos moderados. Esta realineación racial fue, en muchos aspectos, el comienzo de la era Reagan, aunque Nixon se mantuvo en un equilibrio más frágil entre las exigencias de su base blanca y las políticas que conservaban elementos progresistas del New Deal.

El punto culminante de este proceso llegó en 1972, cuando Nixon logró la reelección tras un enfoque marcado por temas como el crimen, la política social, y la lucha contra la inflación, mientras avanzaba con políticas que apoyaban el bienestar sin renunciar al control del orden social. La victoria en las elecciones de 1972 no solo consolidó su posición como líder de la nación, sino que también selló el destino del Partido Demócrata, que comenzaba a desmoronarse bajo el peso de sus propias contradicciones.

El cambio fundamental en la política estadounidense, especialmente en el Partido Republicano, vino con la consolidación de una coalición que apelaba a los temores y resentimientos raciales, al tiempo que mantenía intactas las bases del bienestar social. Nixon no solo reorganizó las bases del partido, sino que sentó las bases para el uso de la raza como un instrumento de gobernanza dentro del discurso político estadounidense. Esto abrió el camino para el ascenso de Ronald Reagan y una nueva era en la que el Partido Republicano no tendría que comprometerse más con el bienestar social, concentrándose en una agenda cada vez más conservadora y reaccionaria.

El análisis de la política de Nixon revela cómo la combinación de miedo racial y políticas sociales puede ser utilizada para consolidar un poder político duradero. El contraste entre la retórica que apelaba a los temores raciales y las políticas que mantenían un sistema de bienestar robusto subraya la complejidad de las estrategias políticas de Nixon. Esta ambigüedad, aunque efectiva en su momento, ha dejado un legado político y social que sigue impactando la política estadounidense hasta el día de hoy.

¿Cómo se convirtió el Partido Republicano en el partido de los blancos?

Una parte importante de la clase media y trabajadora blanca, que se sentía personalmente agraviada y amenazada por las demandas sociales y económicas de los afroamericanos, encontró en figuras como Wallace y Nixon una voz para su resentimiento. Este malestar no era nuevo ni producto exclusivo de las crisis de los años sesenta, sino una corriente profunda que había estado presente en el Norte industrial desde al menos los años cuarenta. Incluso durante el apogeo del New Deal, esa oposición a la igualdad racial, a la vivienda abierta y a la integración escolar ya había sido un rasgo activo del paisaje político.

El ascenso de Nixon a la presidencia fue posible gracias a una contrarrevolución conservadora centrada en esa misma resistencia a los avances del movimiento por los derechos civiles. En 1972, su victoria aplastante demostró al Partido Republicano que se podían ganar elecciones apelando directamente al agravio blanco, una fuerza que para entonces ya se había vuelto nacional y poderosa. Nixon comprendió que la amenaza que representaba Wallace podía ser neutralizada si se incorporaban sus temas de campaña —y su base— al Partido Republicano. Fue Nixon, más que Wallace, quien convirtió al resentimiento racial en un componente estructural del nuevo conservadurismo republicano.

Pero Nixon no era aún un cruzado ideológico. Su uso de la política racial tenía límites claros: servía para sus campañas y para construir apoyo interno a ciertas iniciativas legislativas, no para desmontar el Estado. Seguía siendo, en muchos aspectos, un presidente de gran gasto público, aún comprometido con los principios económicos del New Deal. Solo el escándalo de Watergate lo alejaría del poder, dejando a Gerald Ford como su continuador tímido hasta la victoria de Jimmy Carter en 1976. En ese momento, el Partido Republicano aún no había sido capturado por su ala más doctrinaria.

Todo cambió en 1980, cuando Ronald Reagan llegó a la convención republicana en Detroit con una visión clara: desmontar las raíces estatistas del liberalismo demócrata que se habían consolidado desde Roosevelt. Reagan entendió que el resentimiento racial podía ser utilizado no solo como herramienta electoral, sino como fundamento ideológico de una transformación estructural del partido. Al colocar al "agravio blanco" en el centro del discurso conservador, consiguió articular una coalición que impulsaría un proyecto plutocrático sin precedentes.

Esta transformación tuvo consecuencias profundas: Reagan rompió con más de tres décadas de construcción estatal liderada por los demócratas, redujo la intervención gubernamental y convirtió la desigualdad económica en un objetivo, no en una consecuencia indeseada. La política conservadora se reorganizó en torno a tres ejes interconectados: antistatismo, recortes fiscales y hostilidad hacia el gasto social. Esta reorganización no se presentó como un ataque directo a las minorías, sino como una defensa de los intereses de los blancos, disfrazada bajo el lenguaje de la "libertad individual" y la "igualdad ante la ley".

Nixon había ya iniciado esta senda al ralentizar la aplicación de las leyes de derechos civiles y tranquilizar a los votantes blancos preocupados por los cambios culturales y raciales de la década anterior. No obstante, aún mantenía intactas muchas de las políticas de bienestar social, e incluso introdujo nuevos programas para fortalecer las protecciones sociales. Su "contención" del avance de los derechos civiles se transformó, bajo Reagan, en una ofensiva directa contra las instituciones encargadas de implementarlos.

Reagan llegó con una visión más radical. Afirmaba que, con la desaparición de la discriminación oficial, el movimiento por los derechos civiles había cumplido su cometido. De ahí en adelante, cualquier intervención gubernamental para abordar las desigualdades persistentes era interpretada como un exceso burocrático que atentaba contra la libertad de todos. Aunque no lo dijera explícitamente, siempre flotaba la idea de que el progreso de los negros vendría necesariamente a costa de la libertad de los blancos.

La retórica de Reagan sobre una política racial "daltónica" sirvió para articular un ataque frontal a las conquistas del movimiento por los derechos civiles. Se trataba de defender el statu quo racial bajo el pretexto de proteger la libertad individual. Esto tuvo gran resonancia entre millones de blancos que, tras décadas de beneficiarse de la intervención estatal, preferían mantener la ilusión de que todo lo que poseían lo habían conseguido por mérito propio. La idea de que el Estado debía seguir corrigiendo desigualdades estructurales les resultaba no solo innecesaria, sino ofensiva.

Lo verdaderamente novedoso fue que Reagan logró articular esta visión como un proyecto político coherente. A diferencia de Nixon, que aún operaba dentro del paradigma del Estado benefactor, Reagan utilizó el resentimiento racial para justificar una reconfiguración completa de las prioridades económicas del gobierno. Transformó la política conservadora en un vehículo para el desmantelamiento del Estado social, vendiéndolo como una defensa de la justicia para los blancos. Así se construyó una coalición política que aceptó, sin rodeos, la desigualdad como base legítima del orden económico.

Es crucial entender que este giro no se produjo por una súbita ideologización del Partido Republicano, sino por una astuta lectura de las emociones, temores y resentimientos de una parte significativa del electorado blanco. La racialización del discurso conservador no fue un accidente, ni una simple herramienta electoral: fue la pi

¿Cómo la política de los años 90 alimentó la división racial y las políticas punitivas en Estados Unidos?

Los años 90 en Estados Unidos estuvieron marcados por una serie de decisiones políticas que reflejaron el auge de las políticas punitivas y la estigmatización de las comunidades negras y latinas. Aunque el presidente Bill Clinton se presentó como una figura más moderada en comparación con sus predecesores republicanos, sus políticas fueron, sin embargo, una respuesta directa a los temores sobre el crimen, el bienestar social y la decadencia de las ciudades. Esta era no solo transformó la percepción de las comunidades urbanas y minoritarias, sino que también introdujo nuevas formas de control social a través de la política de "ley y orden", la encarcelación masiva y la desestructuración del sistema de bienestar social.

Clinton, al igual que sus oponentes republicanos, utilizó ciertas estrategias que lo distanciaban de las demandas de las comunidades negras, pues entendía que la clave para asegurar el voto blanco trabajador pasaba por despolitizar el bienestar y adoptar políticas que deslegitimaran a las minorías como víctimas de un sistema fallido. Uno de sus principales logros en esta área fue la promesa de poner fin al bienestar tal como lo conocíamos, buscando así eliminar un tema que había sido explotado eficazmente por los republicanos. En este sentido, la retórica contra el crimen, las promesas de más policía en las calles y su apoyo a políticas que favorecían la encarcelación masiva fueron herramientas clave para consolidar su imagen de un líder que entendía las preocupaciones de la clase media blanca y, a su vez, trataba de alejar a los votantes de los ideales liberales de los 60 y 70.

El mismo enfoque se reflejó en su respuesta a la epidemia de crack que asoló las ciudades durante las décadas de los 80 y 90. A medida que las calles de barrios como el Bronx se llenaban de violencia, adicción y crimen organizado, la narrativa de un país al borde del caos creció a la par de la desesperación en las ciudades. En este contexto, Clinton adoptó el enfoque punitivo del Partido Republicano, lo que resultó en una expansión de las políticas de "tolerancia cero" y una masiva expansión del sistema penitenciario. La imagen del Bronx ardiendo y los noticieros transmitiendo escenas de violencia se convirtieron en símbolos de un fracaso social que sólo podía resolverse mediante el control y la represión.

Mientras tanto, la figura del "superpredador", acuñada por el politólogo John J. Dilulio en 1995, se utilizó para justificar el endurecimiento de las leyes y la implementación de políticas más represivas. Este término representaba a los jóvenes negros y latinos como una amenaza inminente para la sociedad, particularmente para las comunidades blancas suburbanas. A pesar de que no se materializó el apocalipsis de crimen que muchos temían, la idea caló hondo en el imaginario colectivo, convirtiéndose en una justificación para la criminalización masiva de los jóvenes de color. Así, la construcción social del “superpredador” jugó un papel crucial en el reforzamiento de la estigmatización racial y el miedo hacia los barrios marginales, alentando una respuesta política que vio el aumento de la policía y la construcción de más cárceles como la solución definitiva.

La narrativa que presentaba a los barrios de las ciudades como territorios de caos incontrolable también facilitaba la deshumanización de sus habitantes, quienes fueron vistos como víctimas de una cultura del fracaso, la pobreza y la descomposición familiar. Esta perspectiva no solo ignoraba los efectos devastadores de la pobreza estructural, sino que también reforzaba la idea de que el racismo sistémico y la falta de recursos en las comunidades urbanas eran problemas secundarios frente a la necesidad de seguridad y control. De esta forma, la política de "ley y orden" en los años 90 sirvió como una válvula de escape para los temores de una parte de la población que prefería ver a las comunidades marginadas como "el otro", distante de sus propios intereses y valores.

A lo largo de la década, tanto Clinton como los republicanos explotaron el miedo al crimen para asegurar que la política de “endurecer las penas” fuera vista como una respuesta legítima a la crisis urbana. La narrativa sobre la violencia que envolvía a las minorías y los barrios de las grandes ciudades era esencialmente una forma de dividir a la sociedad, manteniendo a las comunidades blancas tranquilas mientras que las comunidades negras y latinas eran cada vez más confinadas a una estructura de control y criminalización.

Es importante entender que este enfoque punitivo no solo afectó a las personas directamente involucradas en el sistema de justicia penal, sino que también cambió la percepción general de la pobreza y la marginalidad en los Estados Unidos. Al etiquetar a los jóvenes negros y latinos como criminales potenciales, la sociedad legitimó la pobreza como algo que debía ser corregido mediante el castigo, en lugar de por medio de la inversión en políticas sociales efectivas. Esta mentalidad perdura hoy en día, donde las comunidades que históricamente han sido desfavorecidas siguen siendo el blanco de una atención policial desproporcionada y políticas que no abordan las causas fundamentales de la desigualdad.

¿Cómo la política racial de Trump remodeló al Partido Republicano?

La administración de Donald Trump se distinguió por un enfoque explícito hacia las tensiones raciales, utilizando la ansiedad de la raza blanca como un motor central tanto de su campaña como de su gobierno. A medida que millones de votantes conservadores blancos comenzaron a interpretar la política a través de un prisma racial más agudo tras la elección de Barack Obama, Trump surgió como la figura que les alertaba sobre las amenazas que un presidente negro podría representar para sus intereses. Este cambio de enfoque reconfiguró profundamente al Partido Republicano, que apenas cuatro años antes de la victoria de Trump había empezado a explorar estrategias para atraer a votantes negros y latinos después de la derrota electoral de 2012.

La elección de Trump marcó un giro hacia una identificación más explícita del Partido Republicano como un defensor de los intereses de los blancos, rechazando la idea de ampliar su base hacia votantes no blancos. La revalorización de la política racial comenzó a intensificarse con cada uno de los gestos y declaraciones de Trump, que reflejaban su convicción de que las ganancias de las minorías solo podían lograrse a expensas de los blancos. Desde su intervención en el caso de los "Central Park Five" hasta su apoyo a la teoría de la conspiración del "birtherismo", pasando por la implementación de una prohibición musulmana y su ambigua respuesta a los hechos de Charlottesville, Trump cimentó su imagen como portavoz de un sector nacionalista blanco dentro del Partido Republicano.

En este contexto, las políticas de Trump no fueron simplemente el resultado de comentarios impulsivos o declaraciones descuidadas. Su estrategia fue clara: incrementar la polarización racial como método para consolidar el apoyo de su base electoral. A lo largo de su campaña, hizo explícita la defensa de lo que percibía como una "América real", una nación donde la amenaza demográfica de las minorías era vista como una causa urgente de protección. De este modo, Trump no solo modificó la narrativa del Partido Republicano, sino que también introdujo una reorientación fundamental de su política racial, alejándose de la noción "color ciega" de la era Reagan, para abrazar la defensa explícita de los intereses de los blancos.

Trump aprovechó y amplificó las políticas de resentimiento racial que fueron una respuesta a la radicalización de la base republicana, reconociendo que el cambio de la base desde los años de Ronald Reagan hasta su llegada al poder ya no era un tema de mera retórica, sino una cuestión de poder político tangible. No obstante, la constante apelación a los miedos raciales y la retórica polarizadora no resolvió uno de los dilemas clave del Partido Republicano: su dependencia de una élite económica que favorece políticas económicas regresivas.

Las grandes rebajas de impuestos para los ricos, la desregulación y el fortalecimiento de la plutocracia fueron fundamentales para su administración. Sin embargo, estas políticas no podían ser presentadas de forma sencilla a un electorado más amplio sin incurrir en la contradicción de perjudicar materialmente a gran parte de su base tradicional. Así, Trump optó por disfrazar sus políticas económicas como un paquete respaldado por ataques a inmigrantes, restricciones al derecho al voto de las minorías, hostilidad hacia el aborto y un retorcido apoyo retórico hacia los nacionalistas blancos. La combinación de estas medidas servía para distraer la atención de las políticas económicas perjudiciales para muchos de sus votantes.

El legado de Trump, sin embargo, no puede entenderse solo a través de las políticas de su administración. La profunda alteración que él causó en el Partido Republicano y en el panorama político estadounidense reside en la normalización de ideas que antes solo circulaban en los márgenes de los movimientos nacionalistas blancos. La demonización de las minorías, la retórica sobre la superioridad de la raza blanca y la estigmatización de los inmigrantes no solo invadieron el discurso político de la derecha, sino que se establecieron como herramientas clave para mantener un orden político de base racial. Al construir una narrativa de que los blancos estaban siendo perseguidos por el liberalismo político, Trump fortaleció una cultura política de reacción racial que sigue dando forma al Partido Republicano.

Aunque la base electoral de Trump sigue siendo significativa, su política es cada vez más un reflejo de una sociedad en transformación, que se aleja de las premisas raciales que dominaron gran parte del siglo XX. Estados Unidos, más diverso, educado y urbano que nunca, desafía las fórmulas conservadoras tradicionales, y aunque el Partido Republicano sigue explotando los resentimientos raciales, el futuro de su estrategia parece incierto. La tarea que enfrenta el GOP ahora es cómo reinventarse sin perder el apoyo de su base más conservadora, mientras la demografía cambia rápidamente.

¿Cómo la derecha estadounidense ha transformado su discurso en favor de una plutocracia racista y populista?

El Partido Republicano ha experimentado una transformación radical a lo largo de las últimas décadas, convirtiéndose en una formación ultraderechista cada vez más aislada del centro político. Este fenómeno, impulsado por un proceso de radicalización, ha llevado al partido a nutrirse de discursos de racismo, indignación y división, mientras fusiona el populismo de derecha con una plutocracia que promueve políticas en abierta desconexión con los intereses de sus propios votantes. En su búsqueda por consolidar una base electoral que se caracteriza por su creciente estridencia, alarmismo y carga racial, el Partido Republicano ha aprendido a usar la identidad blanca y el odio racial para sostener una estructura de desigualdad.

Esta particularidad de la política estadounidense marca una diferencia fundamental con el populismo de derecha europeo. Aunque ambos comparten rasgos como el nativismo, la xenofobia, el nacionalismo y el rechazo a la inmigración, el populismo estadounidense se distingue por su clara y decidida oposición a las protecciones sociales. En Europa, desde los Conservadores británicos hasta figuras como Marine Le Pen en Francia o la Liga del Norte en Italia, la derecha se mantiene comprometida con la preservación de las instituciones del Estado de bienestar. En contraste, el Partido Republicano en EE. UU. ha asociado su giro populista con un ataque implacable contra el bienestar social.

Uno de los elementos clave de esta transformación ha sido el racismo. Diversos estudios empíricos demuestran cómo los votantes blancos rechazan programas de bienestar social cuando perciben que estos benefician a grupos minoritarios, incluso si también se benefician de ellos. La percepción de que los fondos públicos se destinan desproporcionadamente a negros y latinos se convierte en un potente factor que alimenta la hostilidad blanca hacia estos programas. Este fenómeno se intensifica con la creencia de que los blancos pobres son víctimas de una suerte desafortunada, mientras que los pobres no blancos lo son por su propia pereza, "cultura" o decisiones erradas. Esta diferencia de tratamiento se utiliza estratégicamente para dividir a las clases populares, haciendo que los pobres blancos perciban que los pobres no blancos no merecen el mismo tipo de ayuda.

El miedo a perder el estatus social y el poder político se convierte en uno de los motores más poderosos de la oposición blanca al bienestar social. Estas actitudes no surgieron de la nada, sino que fueron aprovechadas por el Partido Republicano, que las transformó en una herramienta política. La adopción de un discurso racializado y hostil hacia los inmigrantes y las minorías ha sido crucial para que el partido movilice a una base electoral de votantes resentidos, temerosos de la disminución de su poder social, político y económico. La retórica de figuras como Donald Trump ha alimentado estas ansiedades, sugiriendo que la "vuelta al poder blanco" es posible, incluso en medio de un contexto de crisis demográfica y económica.

Este giro populista, sin embargo, ha tenido un costo alto. Las promesas de Trump de restaurar el privilegio blanco y defender a los votantes blancos se han desmoronado ante la realidad de políticas que han resultado perjudiciales precisamente para aquellos a quienes supuestamente iban dirigidas. Cuando los programas de salud fueron atacados, las regulaciones medioambientales eliminadas, las leyes sobre armas relajadas y los programas de bienestar social recortados, los votantes blancos, en su mayoría, fueron los más afectados. Sin embargo, a corto plazo, la ilusión de que estas políticas eran un beneficio inmediato para ellos permitió que el Partido Republicano mantuviera su apoyo.

No obstante, lo más relevante de todo este proceso es la forma en que el Partido Republicano ha logrado fusionar, a través de décadas, la plutocracia con una base de votantes raciales resentidos, logrando una cohesión ideológica sin precedentes. Este vínculo se remonta a los años 60, cuando Lee Atwater, estratega del partido, demostró cómo el odio racial podía ser utilizado para obtener el apoyo de los blancos pobres a un programa económico que favorecía a las grandes corporaciones y a los ricos. A través de un lenguaje que nunca decía explícitamente a quién iba dirigido, el Partido Republicano pudo movilizar a los votantes del sur de EE. UU., presentando una narrativa de guerra cultural y resentimiento racial que facilitó la transferencia histórica de riqueza hacia las élites.

La ideología que sostiene este fenómeno se alimenta de la identidad blanca, que ha incorporado otros elementos cruciales para el GOP, como el cristianismo, el ruralismo, el conservadurismo, la pertenencia a grupos armados y la creencia en los roles tradicionales de género. Todo esto se ha amalgamado en una visión cohesiva que ha permitido la concentración de riqueza y poder en manos de una élite, mientras que la gran mayoría ve estancados sus ingresos y oportunidades. Así, el Partido Republicano ha mantenido una orientación económica consistentemente favorable a la plutocracia, atacando cualquier forma de redistribución que pudiera beneficiar a las clases populares.

La reciente evolución del Partido Demócrata, que ha dejado atrás muchas de las políticas del New Deal para centrarse más en la tolerancia cultural, ha llevado a que el Partido Republicano se convierta en una insurgencia ultraconservadora dispuesta a obstruir cualquier intento de gobierno que no se ajuste a sus intereses. Esta situación ha colocado bajo una presión sin precedentes al nacionalismo cívico estadounidense, a medida que el Partido Republicano se acerca a la renuncia de principios fundamentales como la inclusión formal en la ciudadanía, independientemente de la raza o religión.

Trump, al principio de su carrera política, ya había comenzado a utilizar un discurso racista, desde su intervención en el caso de los Cinco de Central Park hasta su conocida “teoría del nacimiento” contra Obama. Con esta retórica, Trump pudo consolidar su base, apelando a un sector del electorado blanco que se sentía desplazado, pero al mismo tiempo, su discurso estaba encaminado a la perpetuación de un sistema político y económico que solo beneficiaba a las élites.

Lo que es esencial para comprender este proceso es cómo la dinámica de la identidad racial, la plutocracia y la política populista se han entrelazado para consolidar un sistema que privilegia a una pequeña élite a costa del bienestar de la mayoría. Las promesas de una recuperación del poder blanco solo han exacerbado las tensiones sociales y raciales, mientras que las políticas económicas del Partido Republicano continúan favoreciendo a los más ricos, dejando a los votantes que creen en la "restauración del privilegio blanco" cada vez más desprotegidos y vulnerables.