El apoyo a Donald Trump está enraizado en un profundo resentimiento, no solo hacia su oponente político, sino también hacia una clase social concreta: la "Burguesía Azul". Este término se refiere a la clase cultural formada principalmente por profesionales altamente educados, que, aunque no tan adinerados como el 1% más rico de América, están considerablemente mejor que el 85% restante de la pirámide socioeconómica del país. Según el análisis de Matthew Stewart (2018), esta clase, compuesta por individuos con un alto nivel educativo y éxito moderado en la economía digital, tiende a abrazar valores progresistas y humanitarios. Sin embargo, al mismo tiempo, la distancia económica y cultural con los mega-ricos, quienes exhiben un consumo ostentoso y defienden políticas conservadoras, genera en ellos una desconexión y rechazo. Este fenómeno de polarización y distanciamiento se convierte en un caldo de cultivo para el fortalecimiento del antagonismo político que ha sido hábilmente alimentado por Trump.
En este contexto, la antipatía hacia la Burguesía Azul se entiende como un rechazo tanto cultural como económico hacia aquellos que, a pesar de no formar parte de la élite ultrarrica, tienen suficiente poder adquisitivo como para apoyar a sus hijos en la educación universitaria, adquirir bienes materiales y cubrir gastos médicos y familiares. Esta clase, en su mayoría progresista, se aleja de las excesivas demostraciones de riqueza y el conservadurismo que caracteriza a los super-ricos. A pesar de compartir ciertos valores sobre la equidad y la justicia social, se distancia de la ostentación, las políticas neoliberales y las enormes disparidades económicas promovidas por los más poderosos, a quienes Trump representa como el defensor de los intereses de las grandes corporaciones.
En contraste, el apoyo de los más adinerados a Trump es mucho más evidente y comprensible. Desde la administración Trump, las políticas de desregulación y la reducción de impuestos han favorecido a los más ricos, especialmente con la histórica reforma fiscal de 2017 que recortó los impuestos a las grandes fortunas y a las ganancias de capital. A través de estas políticas, los multimillonarios, en lugar de ser perjudicados, han experimentado un incremento significativo en sus riquezas. La clase ultra-riqueza estadounidense, en su mayoría conservadora, se ha visto profundamente beneficiada por el ascenso al poder de Trump, quien no solo promovió una agenda económica favorable a los poderosos, sino que también rodeó su administración con figuras clave de la élite económica, como Betsy DeVos, Wilbur Ross y Steven Mnuchin.
El vínculo entre la extrema riqueza y el populismo de Trump se ha basado en una estrategia política de "triangulación" que combina la defensa de los intereses de los ultraricos con un fuerte conservadurismo cultural y religioso. Este enfoque ha creado una alianza, aparentemente inusual, entre los más pobres y los más ricos en la política estadounidense. Aunque existe una enorme brecha económica entre estos grupos, el resentimiento racial y cultural ha servido como pegamento para consolidar una base política que aboga por políticas ultraconservadoras. Los discursos cargados de xenofobia, racismo y machismo han sido empleados por Trump para encender el enojo y la frustración de la clase trabajadora blanca contra las minorías y las mujeres, quienes perciben como competidores directos en un mercado laboral cada vez más globalizado.
La alianza entre los sectores más pobres y los ultra-ricos se ha cultivado cuidadosamente a lo largo de los años por el Partido Republicano, que ha logrado vincular las políticas económicas favorables a los ricos con una retórica cultural y social que apela a la desesperación y el miedo de las clases trabajadoras. Este fenómeno ha permitido que las políticas del Partido Republicano, diseñadas para beneficiar a los más ricos, se presenten como parte de una lucha cultural contra lo que se percibe como una amenaza para los valores tradicionales de la sociedad estadounidense.
Sin embargo, este resquebrajamiento de las identidades políticas tradicionales no significa que los problemas estructurales de la desigualdad hayan desaparecido. Aunque Trump ha logrado ocultar las disparidades económicas entre los ricos y las clases medias y bajas, su gobierno ha profundizado las brechas sociales y económicas, exacerbando la polarización política. Al mismo tiempo, las tensiones raciales, de género y de clase se han convertido en el caldo de cultivo de una nueva forma de política en Estados Unidos, donde los intereses de los más ricos se presentan como una "lucha cultural" en lugar de una lucha económica.
Es fundamental comprender que las políticas de Trump no solo beneficiaron a las élites, sino que también explotaron y amplificaron las tensiones sociales existentes. La intersección entre la desigualdad económica y las emociones políticas alimentadas por Trump tiene consecuencias más allá de su administración. La polarización que hemos visto en estos años es un reflejo de cómo la política puede ser utilizada para generar resentimientos que desvían la atención de las causas fundamentales de la desigualdad, mientras movilizan a grandes sectores de la población en una cruzada cultural que oculta las verdaderas luchas económicas.
¿Cómo la política y la pandemia modelaron la respuesta social y económica en EE. UU.?
Desde el inicio de la pandemia, la gestión de la crisis por parte de la administración Trump se caracterizó por una clara polarización política y social. El manejo de la salud pública y la reapertura de la economía fueron siempre discutidos en términos de un complejo intercambio, en el que la vida humana fue puesta en la balanza frente a las necesidades económicas del país. La pandemia reveló de manera contundente las disparidades raciales y sociales que ya existían en la sociedad estadounidense, pero la administración, en lugar de abordar directamente esas inequidades, optó por segmentar la población en categorías que no solo reflejaban vulnerabilidades biológicas, sino también divisiones políticas y raciales.
A principios de la crisis, el gobierno se centró en las cifras de contagio y muerte, pero no con la misma intensidad ni claridad para todas las poblaciones. Trump y su equipo de comunicación decidieron omitir, o restar importancia, a los datos que reflejaban la mortalidad desproporcionada entre las comunidades afroamericanas, latinas y las personas de color, más allá de ciertos discursos que mencionaban a estas comunidades. En lugar de hablar de manera clara sobre la relación entre raza y mortalidad, se prefirió movilizar una retórica política que identificaba a las "zonas azules" (estados con gobiernos demócratas) como lugares de alta vulnerabilidad, en parte por sus decisiones de confinamiento.
El uso de la edad como factor clave en el discurso de la administración, especialmente en los primeros momentos de la pandemia, parecía dejar claro que los mayores, especialmente aquellos en residencias de ancianos, eran sacrificables. Comentarios como los del vicegobernador de Texas, Dan Patrick, quien sugirió que los mayores deberían sacrificar sus vidas por el bienestar económico del país, dejaron en evidencia una filosofía utilitarista que trataba de reducir la crisis a una cuestión de costos y beneficios. Estos mismos sectores, al ser considerados menos productivos o más propensos a morir debido a comorbilidades, no fueron contados en muchos informes oficiales sobre las muertes causadas por COVID-19, lo que reflejaba la tendencia a invisibilizar las víctimas cuyas vidas no se alineaban con la narrativa política del momento.
Más allá de la cuestión sanitaria, la administración Trump también planteó una distorsionada contraposición entre los riesgos de la enfermedad y los impactos psicológicos y económicos del confinamiento. La noción de que la salud mental de los trabajadores blancos de clase media, particularmente los hombres, estaba siendo gravemente afectada por el desempleo, se convirtió en un argumento central en el discurso gubernamental. Según esta perspectiva, la reapertura de la economía no solo sería una necesidad económica, sino también un acto de salud pública para prevenir el sufrimiento psicológico de una clase trabajadora que veía en el cierre de la economía una amenaza a su estabilidad personal y familiar.
Este discurso no solo ignoraba las amenazas inmediatas del virus, sino que también invisibilizaba la desigualdad de acceso a los servicios de salud y la seguridad laboral entre las distintas clases sociales y raciales. Al mismo tiempo, la política de "inmunidad selectiva" fue promovida de manera agresiva, especialmente en relación con los niños y jóvenes. Aunque inicialmente existían indicios de que los más jóvenes tendrían un riesgo menor de enfermar gravemente, los datos pronto demostraron lo contrario, ya que las universidades y colegios, al reabrir, se convirtieron rápidamente en focos de contagio. A pesar de esto, la narrativa de que los jóvenes eran inmunes siguió siendo una piedra angular en la campaña para la reapertura, particularmente en la controversia sobre la vuelta a las clases presenciales.
A partir de mediados de abril, el presidente adoptó medidas más decididas para presionar por la reapertura nacional. El tuit "Liberad Michigan" fue solo el comienzo de una serie de movilizaciones, que incluyeron protestas armadas en varios estados, donde los ciudadanos se oponían a las restricciones de cierre. La presión sobre sectores clave de la economía, como las plantas procesadoras de carne, también aumentó. A pesar de los altos índices de contagio en estos lugares, el gobierno forzó su reapertura, sin tomar en cuenta los riesgos para los trabajadores, especialmente aquellos de comunidades racializadas. En muchos casos, los trabajadores que enfermaban no eran contabilizados adecuadamente en las cifras oficiales, contribuyendo aún más a la opacidad de la gestión de la crisis.
Por último, el asesinato de George Floyd en mayo de 2020, en medio de la pandemia, desató una ola de protestas que exigían justicia racial y social. La muerte de Floyd se convirtió en un símbolo de la brutalidad policial y de las disparidades raciales en Estados Unidos. Las protestas de Black Lives Matter (BLM) marcaron un punto de inflexión en la conciencia pública sobre la necesidad de enfrentar las desigualdades estructurales, tanto dentro como fuera del contexto de la pandemia. A pesar de los intentos de deslegitimar el movimiento mediante la criminalización de las protestas, los hechos de violencia policial y la respuesta institucional se convirtieron en uno de los temas principales de discusión política en las semanas previas a las elecciones presidenciales de 2020.
Es esencial comprender que la administración no solo estaba enfrentando una crisis sanitaria, sino también una profunda crisis política y social, donde las decisiones tomadas no solo reflejaron una gestión de la emergencia, sino también una ideología profundamente divisiva que utilizó la pandemia como un medio para reforzar las jerarquías sociales y raciales. Las políticas de reapertura, las narrativas de sacrificio y las omisiones deliberadas en los informes de mortalidad son solo algunos de los elementos que mostraron cómo la crisis del COVID-19 fue gestionada no solo como una cuestión sanitaria, sino como una oportunidad para profundizar la polarización y reforzar el control sobre ciertos sectores de la población.
¿Cómo la Administración Trump Convirtió la Pandemia en una Arma Político-Racial?
Durante la administración de Trump, la respuesta a la pandemia de COVID-19 y los disturbios sociales derivaron en un crisol de tensiones políticas, raciales y económicas, dando paso a un manejo altamente militarizado de la "ley y el orden". Este enfoque no solo amplificó las divisiones sociales preexistentes, sino que también aprovechó situaciones de violencia en las protestas pacíficas para reforzar un mensaje de control y represión. De esta manera, se configuró un escenario donde las manifestaciones pacíficas contra el racismo, como las del movimiento Black Lives Matter (BLM), fueron inmediatamente catalogadas como amenazas de terrorismo doméstico, en un giro narrativo que transformaba la protesta legítima en un acto de insurrección.
Uno de los momentos más emblemáticos de esta estrategia ocurrió el 1 de junio de 2020, cuando Trump desplegó tropas federales armadas contra manifestantes pacíficos en Lafayette Square, Washington D.C., para despejar el área y permitirle a él realizar una fotografía frente a la histórica iglesia de St. John’s. Este tipo de maniobra continuó en otros lugares, como en Portland, donde la administración no dudó en enviar tropas federales para reprimir a los manifestantes. Este accionar se vio complementado por el respaldo explícito de milicias nacionalistas blancas que, bajo el paraguas del apoyo al presidente, provocaban y se enfrentaban con quienes protestaban contra la injusticia racial.
El lenguaje empleado por Trump y su fiscal general, William Barr, fue claro: las manifestaciones de BLM, así como la violencia urbana en los estados gobernados por demócratas, eran presentadas como el resultado de la agitación y el caos provocados por "antifas" y militantes de izquierda. De esta manera, se tejió una narrativa que vinculaba de forma peligrosa a los demócratas con la violencia, utilizando imágenes y discursos que alimentaban la idea de un inminente colapso social y político si los opositores de Trump llegaban al poder. La campaña de Trump, especialmente durante las convenciones de nominación de agosto, recurrió al miedo para movilizar a los votantes suburbanos blancos, mostrando imágenes de personas negras en escenas de disturbios, y asociando estos hechos con la posible victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de noviembre.
En medio de la crisis sanitaria, la distinción entre "estados rojos" y "estados azules" se tradujo en una suerte de contabilidad de muertes, donde las vidas de los habitantes de los estados demócratas eran menospreciadas como parte de un sacrificio económico, permitiendo la reapertura de la economía en medio de una pandemia aún fuera de control. La lógica detrás de esta decisión era un enfoque utilitario en el que ciertos grupos, definidos por su raza, condición de salud o afiliación política, eran considerados prescindibles para el "bien mayor" de la economía. Esta dicotomía entre la preservación de la vida y la economía produjo lo que se podría llamar una "contabilidad doble", donde la vida humana fue reducida a una mera variable económica.
El comportamiento del presidente, al oponerse a las medidas sanitarias como el uso de mascarillas y el distanciamiento social, reveló una profunda politización de la salud pública. La negativa a seguir los protocolos de seguridad no solo era vista como un acto de rebeldía contra las restricciones, sino como una expresión de lealtad hacia Trump y su ideal de libertad individual. De esta manera, el conflicto entre la salud pública y la economía se convirtió en un espectáculo político en el que la "libertad" de asistir a concentraciones y manifestaciones era presentada como una batalla épica contra la opresión, mientras que el riesgo de contagio para los trabajadores esenciales, como médicos y enfermeras, se minimizaba de manera preocupante.
Este enfoque también llevó a que, en muchas ocasiones, los trabajadores esenciales se vieran obligados a continuar laborando sin la protección adecuada, exponiéndose a un riesgo inaceptable de contagio. Incluso aquellos que estaban exentos de las restricciones de confinamiento, como los trabajadores en plantas de procesamiento de alimentos, se vieron obligados a seguir trabajando a pesar de la falta de medidas de seguridad adecuadas. Los problemas económicos que esta situación generaba, sumados a la pérdida de vidas humanas, fueron percibidos de manera desigual dependiendo del contexto político y geográfico, creando una brecha aún mayor entre las comunidades privilegiadas y las más vulnerables.
Lo que subyace en toda esta narrativa es un fenómeno que va más allá de la pandemia misma: la gestión de la vida y la muerte como factores políticos y económicos. Las divisiones raciales y partidarias se volvieron la base de un nuevo tipo de política, en la que la exclusión y la vulnerabilidad de ciertos sectores de la población fueron normalizadas como parte de la narrativa de control y poder. En este contexto, la "inhumanidad" de las decisiones políticas no se limita a una mera negligencia; se convierte en un acto deliberado que, al rechazar la humanidad de los más vulnerables, busca consolidar un sistema en el que las vidas de ciertos grupos sean vistas como sacrificables.
Este enfoque de gestión política y económica de la pandemia y de los conflictos raciales y sociales no solo afectó la forma en que se abordaron las crisis inmediatas, sino que ha dejado una marca duradera en la estructura misma de la sociedad estadounidense. Al presentar las muertes y el sufrimiento de ciertos grupos como inevitables o incluso necesarias, la administración Trump profundizó una visión de la política que se centra en la deshumanización de las "masas" y la defensa de una libertad individualista, que no solo es inaplicable sino también peligrosa en un contexto de crisis global.
¿Cómo los lemas de Trump refuerzan la supremacía blanca y el racismo estructural?
La campaña presidencial de Donald Trump en 2016 giró en torno a dos lemas clave: "Make America Great Again" (MAGA) y "America First". Estos eslóganes fueron utilizados para promover una visión de un país glorioso, prometiendo devolver a los Estados Unidos a un supuesto estado de grandeza. Mientras algunos de sus seguidores en la extrema derecha defienden estas frases como un reflejo de su deseo de unirse a un líder que simboliza la restauración de una "América perdida", muchos críticos ven en ellas no solo un retorno a un pasado idealizado, sino también una manifestación clara de racismo y exclusión.
La frase "America First", de acuerdo con la investigación de la escritora Sarah Churchwell, no es un simple grito de unidad nacional, sino una ideología que está profundamente vinculada a los ideales de pertenencia y exclusión. Este lema no es una novedad, sino una reconstrucción de discursos que datan de más de un siglo. La frase fue utilizada por primera vez a principios del siglo XX y resurgió en la campaña de Trump, aunque esta vez estuvo teñida de connotaciones mucho más peligrosas. Churchwell ha rastreado su uso histórico, vinculándolo con los movimientos de supremacía blanca y el fascismo. El término "America First" fue utilizado por el Ku Klux Klan durante más de cien años, y, a pesar de las repetidas negaciones de Trump, estas raíces ideológicas son innegables.
En su campaña de 2016, Trump utilizó estas frases para proyectar una narrativa en la que las minorías fueron representadas como moralmente corruptas y como los principales obstáculos para que la clase trabajadora blanca pudiera avanzar hacia lo que él presentaba como un "paraíso americano". La figura del "dejado atrás" se convirtió en el símbolo de un grupo que, según Trump, no solo estaba siendo olvidado, sino también bloqueado por un sistema que favorecía a las minorías.
El uso de eslóganes como "America First" y "MAGA" durante la campaña no fue accidental. Estos términos no solo apelaban a un sentido de nostalgia por tiempos pasados, sino que también mantenían una estructura oculta de supremacía blanca, asociando la grandeza de Estados Unidos con la exclusión de grupos raciales considerados "no americanos". De hecho, después de que Trump utilizara el término "America First" en uno de sus discursos de campaña, la Liga Anti-Difamación (ADL) alertó sobre sus vínculos con la retórica antisemita, señalando que la frase había sido utilizada históricamente por grupos como el Ku Klux Klan para justificar actitudes xenófobas y racistas.
El rechazo explícito de Trump a cualquier asociación con estos grupos no detuvo la propagación de sus mensajes. A medida que la campaña avanzaba, la frase "America First" se convirtió en un símbolo de un renacimiento de la intolerancia. Trump, a pesar de sus intentos de desmarcarse, continuó utilizando este lema, sin que ello fuera un error accidental. La reaparición de estas ideas en la política estadounidense moderna no era un accidente, sino el resultado de una estrategia cuidadosamente orquestada para movilizar a la clase trabajadora blanca en defensa de un “país primero” que excluía a las minorías.
Es importante señalar que el uso de estos lemas no solo ha tenido repercusiones en la política, sino también en las políticas de inmigración y derechos humanos. La construcción del muro fronterizo de 650 millas y las medidas ejecutivas para frenar la implementación de currículos educativos que aborden el racismo y la discriminación racial son ejemplos tangibles de cómo estas ideas se tradujeron en políticas concretas. Estas decisiones, impulsadas por una ideología de "superioridad blanca", no solo fueron peligrosas, sino que también crearon un ambiente en el que los manifestantes anti-racistas fueron etiquetados como terroristas.
El "America First" de Trump, por tanto, no es un simple lema populista. Es un símbolo de una agenda más amplia que busca preservar un orden social en el que los blancos ocupen una posición privilegiada. Al adoptar y normalizar estos lemas, Trump ayudó a revivir una ideología que lleva más de un siglo en la política estadounidense, una ideología construida sobre el racismo estructural, la esclavitud y el fascismo.
Es crucial comprender que los lemas de Trump no deben ser interpretados solo en su contexto político inmediato. Sus raíces están profundamente entrelazadas con las estructuras de poder raciales de Estados Unidos, y al ser aceptados sin crítica, perpetúan un ciclo de exclusión y opresión. La política de "America First" no solo rechaza la diversidad racial y cultural, sino que también reaviva una narrativa que tiene el potencial de dividir aún más a la sociedad estadounidense, en un momento en que la unidad y el entendimiento mutuo son más necesarios que nunca.
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