El sistema político de los Estados Unidos ha llegado a un punto crítico en el que las dinámicas electorales y la evolución de los partidos están marcadas por una serie de factores complejos que se alimentan entre sí. Aunque los resultados electorales recientes pueden sugerir una victoria clara de los republicanos en diversas regiones del país, es fundamental reconocer que estos resultados no constituyen la totalidad de la nación, ni siquiera son necesariamente el reflejo de su futuro político. Las victorias republicanas en las elecciones de medio término de 2018 fueron, en gran medida, efímeras, ya que menos de un tercio de los candidatos respaldados por Trump lograron imponerse. Este dato sirve para poner en perspectiva el estado actual del Partido Republicano, un partido cuya identidad, definida por un nacionalismo de tintes raciales promovido por el expresidente, ha asegurado una fuerte base en las zonas rurales y de trabajadores blancos, pero a su vez, ha mostrado grandes debilidades en las áreas suburbanas y en los estados del cinturón del sol.

El análisis de la situación debe incluir una reflexión sobre la paradoja que vive el Partido Republicano: en lugar de avanzar hacia una agenda de modernización económica y social, sus líderes parecen confiar en que la crisis económica y el estancamiento continúen siendo terreno fértil para su ascenso electoral. En el corazón de este fenómeno yace un "equilibrio podrido", un concepto que refleja cómo las dificultades económicas, especialmente en las áreas rurales, se han convertido en la base sobre la cual los republicanos han cimentado su poder. Según el periodista Thomas B. Edsall, "Trump y sus candidatos republicanos ganan donde los votantes blancos pierden terreno". Este tipo de políticas no sólo perpetúan la miseria en las áreas más necesitadas del país, sino que también exacerban las tensiones sociales y políticas.

A pesar de que los republicanos defienden políticas que en teoría deben generar expansión económica, como la reducción de impuestos y la minimización del gobierno, sus decisiones parecen tener el efecto contrario. Las tensiones provocadas por la guerra comercial global impulsada por Trump ya están incrementando las dificultades de muchos votantes republicanos, lo que, a su vez, alimenta el resentimiento contra los inmigrantes y las elites liberales. Este ciclo de frustración y desinformación, argumenta el pensador político Jerry Taylor, nace de un "autoengaño ideológico", donde la creencia de que el gobierno es incapaz de funcionar correctamente lleva a una parálisis administrativa y a una indiferencia generalizada hacia el bienestar público.

El concepto de "equilibrio podrido" también implica que las promesas de soluciones rápidas y fáciles a los problemas económicos no son más que ilusiones que, tarde o temprano, se desmoronarán. En las elecciones de medio término de 2018 ya comenzaron a verse las primeras grietas en esa ficción, revelando que lo que alguna vez fue una estrategia exitosa podría estar perdiendo su efectividad. De hecho, la presión sobre el Partido Republicano para que rectifique sus políticas será cada vez más difícil de ignorar. Al igual que en momentos críticos de la historia de Estados Unidos, como en la antesala de la Guerra Civil, los períodos de polarización extrema en la política nacional no suelen durar indefinidamente. Eventualmente, los cambios serán inevitables.

Lo que está en juego no es solo el futuro del Partido Republicano, sino también el de todo el sistema político estadounidense. En esta era de estancamiento, tanto la incapacidad para abordar problemas fundamentales, como la infraestructura, la salud pública y el cambio climático, se vuelve más evidente. Si el gobierno no es capaz de gobernar de manera efectiva, la presión social y política sobre él aumentará, y los Estados Unidos se verán obligados a encontrar una forma de gobernar que esté a la altura de los desafíos del siglo XXI.

En este sentido, es importante que el lector comprenda que el actual impasse político no es solo una cuestión de "bloqueo" entre dos partidos, sino de una crisis estructural mucho más profunda que afecta a la capacidad del gobierno para responder a las necesidades de su población. A medida que la situación avanza, será cada vez más difícil ignorar las tensiones y contradicciones dentro de un sistema político que se ha alejado cada vez más de sus orígenes democráticos. Sin una reforma significativa en las políticas internas y una revitalización de la participación cívica, es posible que la política estadounidense se vea atrapada en una espiral de polarización que no tendrá un desenlace sencillo.

¿Qué revelan las trayectorias de Saccone, Lamb y Rothfus sobre la intersección entre religión, política y estrategia electoral en Pensilvania?

Rick Saccone representa una figura paradigmática de la política conservadora profundamente imbricada con la religión en Estados Unidos. Su carrera legislativa en el 39º distrito, que abarca partes de los condados de Allegheny y Washington, está marcada por una ascensión inicial ajustada y luego una consolidación en las urnas. Venció en 2010 con apenas un 50.4 % y logró una victoria similar en 2012, pero obtuvo resultados contundentes en 2014 y 2016, alcanzando el 60.1 % y el 68.4 %, respectivamente. Casado y con dos hijos, Saccone profesa una fe bautista arraigada que ha guiado no solo su discurso, sino también su agenda legislativa. Ha promovido resoluciones que desafían abiertamente el principio constitucional de la separación entre Iglesia y Estado, como la obligación de exhibir el lema “In God We Trust” en todas las escuelas públicas o la instauración de un día oficial de oración.

Saccone considera que la voluntad divina debe manifestarse en la política: en un programa radial afirmó que “Dios quiere que quienes gobiernen lo hagan con el temor de Dios”. Cree que incluso los resultados electorales son expresión de la voluntad divina. Esta visión lo llevó a alinearse estrechamente con el programa de la administración Trump, especialmente en cuestiones sociales, religiosas y de política económica.

En contraste, Conor Lamb emergió como una figura demócrata atípica: exfiscal, oficial del Cuerpo de Marines y miembro de una familia históricamente vinculada a la política de Pensilvania. Su formación en la Universidad de Pensilvania y su carrera como abogado federal lo posicionaron como un perfil moderado, no ideológico. Lamb se alejó intencionadamente del partidismo visible y construyó una narrativa centrada en los problemas concretos de su distrito: la epidemia de heroína, la protección de la Seguridad Social, Medicare y los derechos sindicales. A pesar de identificarse como católico, Lamb asumió posturas que podrían ser consideradas conservadoras en el contexto de su partido, particularmente en temas como las armas, el aborto y la criminalidad, sin por ello renunciar a una defensa vigorosa de los servicios públicos esenciales.

El respaldo sindical fue clave en su victoria. En un distrito con más de 87.000 trabajadores afiliados a sindicatos, Lamb supo articular un mensaje que resonaba con ellos. Cecil Roberts, presidente del United Mine Workers of America, lo definió como un “Demócrata que teme a Dios, apoya a los sindicatos, posee armas, protege el empleo, defiende las pensiones, cree en la Seguridad Social, impulsa el sistema de salud y quiere a los narcotraficantes en la cárcel”. Esta definición encapsula su capacidad de ocupar un espacio intermedio en el espectro político, combinando valores tradicionales con políticas sociales progresistas.

Keith Rothfus, republicano y rival de Lamb en el nuevo distrito 17 tras la redistribución ordenada por la corte, exhibe un perfil conservador clásico, aunque menos polarizante que Saccone. Con títulos en sistemas de información y derecho, su carrera se desarrolló en la administración Bush, tanto en iniciativas religiosas como en el Departamento de Seguridad Nacional. Su postura social es inequívoca: se opone al aborto más allá de las 20 semanas, al matrimonio igualitario, a la marihuana medicinal y votó contra la renovación de la Ley de Violencia contra la Mujer. También es un sobreviviente de cáncer, lo que no impidió que votara a favor de derogar el Affordable Care Act. En el plano fiscal, apoyó sin ambages la Ley de Recortes de Impuestos y Empleos de 2017, con el argumento de que generaría empleo y elevaría salarios.

Lamb y Rothfus coinciden en la necesidad de reactivar la economía y generar empleos, pero difieren radicalmente en el enfoque. Lamb aboga por inversión pública en infraestructura como catalizador del crecimiento sostenible, mientras que Rothfus, al igual que Saccone, favorece la desregulación, la reducción de impuestos y la contención del gasto público. Saccone, incluso, lamentó no haber estado presente para votar a favor de dicha ley fiscal.

En cuanto a los temas culturales, los tres se declaran “pro-vida”, pero difieren en grado e intensidad. Saccone ha promovido leyes que impusieron restricciones severas a clínicas de aborto, provocando el cierre de múltiples instalaciones en el estado. Posteriormente coauspició una ley para prohibir el aborto tras la detección del latido fetal. Rothfus, por su parte, ha mantenido una línea ideológica constante: considera que el derecho a la vida comienza en la concepción y se opone tajantemente al financiamiento público del aborto o de cualquier organización vinculada a su promoción. Lamb adopta una postura más matizada, posiblemente en sintonía con el electorado más centrista de su distrito.

Es crucial comprender que más allá de las posturas políticas individuales, lo que se pone en juego en estos enfrentamientos electorales es una lucha cultural más amplia: la representación de valores religiosos en la política pública, la vigencia del sindicalismo frente a la desregulación, la inversión estatal frente al recorte fiscal, y los derechos individuales frente a una visión moralizante del Estado. También queda patente el papel del carisma personal, del arraigo local y de las alianzas institucionales, especialmente con sindicatos y organizaciones religiosas. El votante no solo elige una plataforma, sino un imaginario político y moral que define cómo debe gobernarse una sociedad plural.