Después de su captura, y a menudo posteriormente, los agentes alemanes demostraron una ignorancia asombrosa, aunque esto podría haber sido, por supuesto, una pose deliberada. Desde Inglaterra, los informes alemanes seguían sugiriendo que los británicos estaban a punto de resolver uno de los problemas más difíciles de la guerra: cómo transformar el largo sitio en un enfrentamiento abierto nuevamente. En particular, cómo lidiar con la amenaza abrumadora de las alambradas y las ametralladoras. Un agente, en el otoño de 1915, llegó a informar que los británicos estaban construyendo una "nave terrestre". Ante la presión por más detalles, tuvo que admitir que no tenía más fundamento para su teoría que una discusión entre dos hombres en una taberna de un puerto. A partir de ahí, parecía probable que esta conversación tuviera sus raíces en el famoso relato corto de H. G. Wells, El acorazado terrestre (1903), el cual había sido mencionado frecuentemente en los periódicos de la época.

Otro agente informó que los británicos habían resuelto el problema de las trincheras utilizando una oruga, no la criatura natural, sino una creación artificial, para atravesar el No-Man's Land y cortar el alambre de púa bajo la mirada de los defensores alemanes. De nuevo, este informe fue simplemente un rumor sin evidencia sólida. Una docena de historias de este tipo, en su mayoría fantásticas, llegaron a Alemania, siendo descartadas como absurdas, pero no obstante, en la mente de un oficial de inteligencia agudo, persistía un temor subconsciente de que pudiera haber una base real para estos rumores. La cuestión de las alambradas y las ametralladoras debía resolverse, de lo contrario, la guerra continuaría eternamente; y los británicos, notoriamente adaptativos, contaban con inventores y mecánicos entrenados, lo que hacía pensar que no era imposible que encontraran la clave para desbloquear el frente.

Cuando un agente en Lincoln informó persistentemente sobre una máquina secreta en construcción en una fábrica local, el alto mando alemán decidió que el misterio debía resolverse. El agente reportó que los mecánicos, comprometidos con el secreto, trabajaban bajo condiciones extrañas, día y noche, para producir algo que, por la naturaleza de los hombres empleados, no parecía ser una nueva arma o un cañón de guerra. Sin embargo, este agente también falló. Fue entonces cuando se recurrió a Anna, una espía retirada de su trabajo de contrainteligencia en Amberes. Anna, consciente de la magnitud de la tarea, advirtió que tomaría tiempo, pues, como en los relatos, no existe la heroína que resuelve su misión en un fin de semana.

Es importante entender que, aunque Anna finalmente se estableció cerca de Hatfield Park, el misterio de la nueva invención no era tan cerrado como pensaba el alto mando alemán. Los primeros desarrollos de lo que más tarde sería conocido como los tanques no estaban tan secretos como la historia oficial sugiere. Por ejemplo, Sir Ernest Swinton, uno de los principales desarrolladores del tanque, relató cómo en septiembre de 1915, un modelo experimental fue probado públicamente en Lincoln. Aunque la máquina no cumplió con los objetivos de la prueba, un grupo considerable de empleados y sus familias presenciaron el evento con el permiso de los organizadores. La demostración fue abierta al público, lo que parece un error grave si realmente se trataba de un secreto de vital importancia. Además, durante las pruebas oficiales en Hatfield Park, se llamó a un grupo de voluntarios, muchos de ellos hombres mayores, para recrear un campo de batalla con trincheras y alambradas, un trabajo que se hizo con un entusiasmo patriótico, pero también con una falta de sigilo alarmante.

Es revelador que la primera gran demostración del tanque fue vista por una multitud de testigos, tanto militares como civiles, lo que pone en duda la idea de que el secreto del tanque estuvo bien guardado. Los tanques fueron, de hecho, el mejor guardado de los secretos de la guerra, pero esta "secrecía" estaba llena de fisuras. Los informes de la época, incluidos los de personas como Swinton, dan cuenta de que el desarrollo de los tanques fue seguido de cerca por una red de observadores, sin un esfuerzo concertado para mantener el secreto. Así, mientras que los británicos lograron sorprender a los alemanes con la eficacia de sus tanques cuando finalmente se desplegaron en septiembre de 1916, la noción de que los alemanes no sabían nada sobre ellos antes de la batalla es una idea que necesita matices y revisión.

Es crucial comprender que la verdadera guerra no solo se libró en el campo de batalla, sino también en el terreno de la información. Los rumores, las especulaciones y las filtraciones de información jugaron un papel tan importante como las armas y las tácticas en el transcurso de la guerra. Si bien los tanques se mantuvieron como una sorpresa tecnológica para los alemanes, la revelación gradual de su existencia muestra cómo, incluso en los momentos de más secretismo, la información puede escapar y transformarse en algo público mucho antes de lo esperado.

¿Qué impulsa a un hombre a intervenir en un acto de injusticia ajeno?

Los ojos de Charles Watney se fijaron en el escenario y allí permanecieron. La bailarina, conocida como Miss Mystery, estaba realizando otro de sus números. Su danza era aceptable, pero había algo en su performance que destacaba: se abstenía de adoptar las posturas voluptuosas que suelen caracterizar a las artistas de cabaret, especialmente en lugares como ese. Podría haber estado en un teatro respetable de Londres. No obstante, no necesitaba ser un crítico severo para percatarse de que su habilidad no era suficiente para conseguir trabajo en ese tipo de escenarios. Watney conocía bien París, o al menos la versión que había quedado de él después de la Gran Depresión. La París que conocía ya no existía, y la ciudad había sido sustituida por una imitación, desgastada y sombría. Sabía que las jóvenes como ella, especialmente si eran tan bonitas, no vivían de la danza en un cabaret de mala muerte, a menos que—pero, maldita sea, pensó, no era su asunto.

Su malestar creció al ver cómo un hombre, M. Laroche, observaba con ojos repulsivos cada uno de los movimientos de la chica. Claro que tenía unas piernas hermosas, pero para que un cerdo como él se alimentara de la vista de ellas, eso le parecía repulsivo. El número terminó con un aplauso débil. Charles vio que la bailarina dudaba, sin saber si volvería a la mesa del lado derecho. No pasó mucho tiempo antes de que el regordete propietario del lugar la guiara hacia allí. Se detuvo cuando Laroche se levantó, y comenzó a hablar con énfasis en francés, una lengua que Watney comprendía parcialmente, pero había algunas palabras que captó claramente. "Canaille. ¡Te enseñaré a no ser tan orgullosa como para no hablarle a un buen cliente mío! Otra palabra de ti, y te vas fuera." Señaló la puerta con el dedo, que para la chica representaba la libertad, o tal vez la desesperación.

Antes de que ella pudiera responder, Laroche agregó, “Es solo su pequeño modo, pero me provoca tanto que…” Fue en ese momento cuando, sin saber cómo, Charles Watney se levantó y se acercó a ellos. Sin que el hombre lo notara, Watney se situó junto a él. La chica gritó cuando Laroche se inclinó hacia ella, y en un instante Watney se abalanzó sobre el hombre. La escena se desbordó de violencia, y el grito de "¡La policía!" resonó en el aire. Watney no prestó atención al motivo de la llegada de la policía, pues tenía otros asuntos que resolver. La situación, que ya había rogado por una acción, se volvía más urgente con cada segundo. Con un golpe certero, la mano de Watney encontró la mandíbula de Laroche.

Al día siguiente, Watney se encontraba frente a su amigo más cercano, Gerald Wimperis, quien parecía conocer cada detalle de lo ocurrido. Sin haber estado allí, Wimperis describió con asombrosa precisión los eventos de la noche. A medida que Watney escuchaba, comenzó a sospechar que el misterioso poder que lo había impulsado a actuar estaba más allá de lo racional. Wimperis continuó revelando detalles íntimos de la situación, incluyendo la furia evidente de Watney, quien había observado cómo Laroche intentaba besar a la joven, momento en el que se había lanzado a su defensa.

Cuando Watney relató cómo, justo después del golpe, las luces se apagaron, Wimperis no vaciló en confirmar que Laroche había caído al suelo con un estruendo, como un saco de carbón. Sin embargo, lo que más preocupaba a Watney era el destino de la chica. “Desapareció”, dijo con tono sombrío. Y aunque su amigo intentó averiguar más, Watney no tenía respuestas claras. Su primer impulso había sido sacar a la joven de aquel lugar depravado, pero, en su confusión, había perdido su rastro.

Es fundamental que el lector entienda no solo el desarrollo de los eventos, sino también las emociones que impulsan a un individuo a intervenir en una situación ajena, incluso cuando los motivos son ambiguos o no completamente claros. Watney no solo reacciona a la injusticia evidente, sino que se ve impulsado por algo mucho más profundo: la compasión y la ira frente a la explotación de una joven que, aunque distante, despierta en él una conexión inexplicable. Esta acción no es meramente un impulso de violencia, sino una manifestación de una lucha interna que lo lleva a tratar de restaurar un poco de dignidad en un entorno donde la moral parece estar ausente.

Además, es importante señalar que las motivaciones humanas no siempre responden a una lógica inmediata o razonada. En situaciones como esta, lo que parece una intervención impulsiva o irracional podría, en realidad, ser una respuesta instintiva a una serie de factores emocionales y sociales, muchos de los cuales ni siquiera el propio protagonista entiende completamente en el momento. La violencia, en este caso, no es solo una reacción al abuso, sino una respuesta a la sensación de impotencia frente a un sistema que permite tales injusticias. La "desaparición" de la joven, a su vez, resalta el tema de la evasión y el escape de aquellos que buscan liberarse de circunstancias opresivas, lo que a menudo queda sin resolución en la vida real.

¿Cómo afecta el misterio de la fórmula del oro al destino de una joven en peligro?

Los ojos del inspector observaban atentamente a la joven. “Las circunstancias que rodearon la muerte de mi padre fueron muy misteriosas. Mi propia creencia es que fue aterrorizado hasta el punto de quitarse la vida, aunque el médico sostiene que falleció debido a un ataque al corazón repentino. En cualquier caso, sé que llevaba un tiempo recibiendo advertencias de ciertos hombres antes de su muerte. ¿No parece esto indicar que hay algo en su teoría?”

“Ciertamente parece así,” respondió el interlocutor. “Pero ¿qué sucederá si resulta que su padre realmente poseía la fórmula para hacer oro? No me atrevo a pensarlo. Eso significaría que el mundo financiero entero caería en un caos total. Pero eso es algo para el futuro,” continuó rápidamente, “lo que debemos hacer ahora es asegurarnos de que usted esté adecuadamente protegida de aquí en adelante. Dice que su padre le dejó la mitad de la fórmula, ¿tiene el documento con usted, señorita Dane?”

“Sí, aquí está.” Ella entregó un pedazo de papel.

“Gracias. Creo que esto estará mucho más seguro en nuestra posesión. ¿Y la otra mitad?”

“Mi padre solo escribió la mitad de la fórmula; la otra mitad no pudo anotarla antes de que la muerte lo sorprendiera.”

El Inspector Winter se sentó erguido en su silla. “Ya veo,” dijo lentamente. “Y ahora, señorita Dane, la acompañaré de vuelta a su casa. Se llamará un taxi y un oficial de policía la acompañará. ¿Tiene teléfono en su casa?”

“Sí, aunque no es mío. Soy muy pobre, inspector. De hecho, tengo solo unas pocas monedas entre mí y el hambre… No, por favor, no piense que estoy pidiendo ayuda. Ayuda de ese tipo, quiero decir.”

El inspector, de rostro amable, sacó una billetera de su bolsillo. “Tengo una hija de su misma edad, señorita Dane; permítame ofrecerle algunos fondos hasta que las cosas mejoren. Tal vez consiga algo de trabajo para usted más adelante. Mientras tanto…” y extendió cinco billetes de una libra.

Flavia no sabía si aceptar el préstamo o rechazarlo. De aceptarlo, significaría la diferencia entre la desesperación total y recuperar algo de su dignidad. Pero, al mismo tiempo, no sabía cuándo podría devolver la deuda. Parecía como si el inspector pudiera leer sus pensamientos.

“Lo consideraré un favor personal, señorita Dane, si me permite ofrecerle esta ayuda temporal.”

Así fue como tuvo que conformarse.

Charles Watney no podía descansar. Había varias razones, pero dos eran predominantes. En primer lugar, le molestaba profundamente la idea de que la chica que había rescatado del cruel Laroche en el Café del Corazón Alegre aún pudiera estar siendo acosada por ese desagradable sujeto. Casi igualmente perturbador era la realización de que podría pasar el resto de su vida siendo el blanco de disparos de un hombre que tenía una idea equivocada sobre lo que se puede tolerar en un país civilizado y respetuoso de la ley. Comprendía que Laroche albergaba un profundo deseo de vengarse, pero si quería pelear, que lo hiciera con los puños, no con revólveres. Los revólveres estaban prohibidos; estaban “fuera de lugar”.

Con esa idea clara en su mente, Charles se puso su sombrero y abrigo, tomó el bastón más pesado que tenía (por si acaso), y sonó el timbre. Cuando apareció el sirviente, dio una orden rápida:

“Taxi.”

“Sí, señor.”

En dos minutos, aunque sin darse cuenta, había comenzado el tercer acto de la misteriosa aventura.

Directamente después de dar la dirección al conductor, Watney se recostó sobre los cómodos cojines del taxi y se sumió en sus pensamientos. No tenía nada en contra de Wimperis; Wimperis era un buen tipo a su manera, pero un poco excesivamente melodramático para su gusto. Tomemos este asunto actual, por ejemplo: ¿por qué no había contado una historia directa y clara? ¿Por qué no había explicado en detalle por qué estaba en ese café de mala muerte en París esa noche? Ese misterio tal vez le pareciera interesante, pero para otros podía resultar irritante. ¡El Servicio Secreto! Eso era algo que uno leía en los libros; pero cuando se trataba de un trabajo real, siempre preferiría a la policía de Scotland Yard. Al menos esa era su opinión, y iba a actuar en consecuencia.

¿Era cobarde? No lo pensaba así, y en todo caso, no le importaba lo más mínimo si lo era o no. Lo que realmente le preocupaba era la chica. Aunque, pensó, ella lo había tratado de una manera algo despreciativa, dando por hecho lo que él había hecho, tal vez no tuvo oportunidad de ponerse en contacto con él. Los acontecimientos de esa noche habían sucedido tan rápido y de manera tan sensacional que era posible que… bueno, todo podía ser posible. Solo quedaba un hecho concreto: debía poner todo el asunto ante la policía. Scotland Yard sabría cómo manejarlo. ¿Debería mencionar a Wimperis? Tal vez no. En cualquier caso, lo esencial era asegurarse de que la chica estuviera protegida; las autoridades serían capaces de localizarla en Londres. Tenían sus formas de hacerlo. ¿Para qué pagaban impuestos los ciudadanos si Scotland Yard no podía ser confiable en momentos como este?

Pensando en todo esto, se inclinó hacia adelante para ver en qué punto se encontraba, y descubrió que el conductor ya había llegado al Embankment; en pocos minutos estaría en la sede de la policía. Y entonces, sin ninguna advertencia preliminar, Charles Watney comenzó a comportarse como si se hubiera apoderado de él una locura repentina.

Había una razón para su extraño comportamiento, pues al inclinarse hacia adelante, se encontró mirando el interior de otro taxi que, debido a un bloqueo temporal en el tráfico, se había detenido directamente frente al suyo. La luz no era ideal, una ligera niebla había comenzado a formarse, pero pudo ver con suficiente claridad el rostro de al menos uno de los pasajeros del otro taxi. Era el rostro de una chica… y, milagrosamente, esta chica era la única persona en el mundo a la que más deseaba encontrar en ese preciso momento.

Lo que ocurrió a continuación justificó que Watney dejara de lado su habitual compostura: no bien notó cómo la chica le devolvía la mirada, vio al hombre sentado junto a ella ponerle una mano sobre la boca y tirarla hacia atrás de manera brutal. Esto era intolerable, y la sangre de los Watney, que había estado relativamente dormida durante varias generaciones, comenzó a hervir.

Directamente cuando el segundo taxi comenzó a moverse, Charles golpeó el cristal separador de su propio vehículo.

“¡Siga ese taxi!” gritó.

Afortunadamente, el conductor fue tan astuto como la mayoría de su clase; sin esperar más instrucciones, giró el taxi rápidamente. Para cuando Watney se inclinó hacia la ventana, su mano enguantada señalaba con entusiasmo hacia el vehículo frente a él. No era solo él quien había visto la conducta sospechosa del hombre en el otro taxi. Joe Page, con su corazón caballeroso escondido bajo un chaleco amplio y algo sucio, sintió que debía hacer algo al respecto. Sin vacilar, obedeció a su pasajero, ordenando al motor que hiciera su trabajo al máximo.

Mientras tanto, dentro del taxi que era perseguido, Flavia luchaba…