La relación entre la presencia de comunidades negras en determinados barrios y el declive urbano ha sido objeto de múltiples estudios y debates. La migración de personas negras hacia barrios mayoritariamente blancos no solo es vista como un fenómeno demográfico, sino como una serie de respuestas económicas y raciales que configuran las dinámicas urbanas. Aunque muchas veces se explica esta resistencia en términos económicos, estudios más profundos han revelado que esta aversión hacia la presencia negra no se limita simplemente a una reacción económica racional. De hecho, hay estudios que muestran que, aún cuando se controlan factores como la clase económica de los residentes y las condiciones físicas del entorno, las personas blancas siguen mostrando una fuerte tendencia a abandonar los barrios en cuanto la población negra comienza a aumentar.

Investigaciones realizadas por Samuel Kye han evidenciado que esta tendencia se mantiene incluso después de ajustar por factores de clase social. En barrios de clase media, la huida de los residentes blancos ante la llegada de personas negras es más pronunciada que en los barrios de clases bajas. Esto contrasta con la idea simplista de que los blancos son simplemente agentes económicos que buscan maximizar su bienestar al evitar barrios en declive. Este fenómeno también ha sido documentado por Jackelyn Hwang y Robert Sampson, quienes descubrieron que la presencia de negros en barrios de Chicago constituye uno de los mayores frenos al proceso de gentrificación, especialmente cuando se comparan barrios con alta presencia negra frente a aquellos que están comenzando a ser revitalizados.

Este fenómeno no es nuevo ni exclusivamente de una época. En su libro Evicted, Matthew Desmond describe cómo, incluso entre los blancos más empobrecidos y marginados, existe un rechazo profundo hacia la idea de vivir en barrios con una alta población negra. En sus entrevistas con residentes blancos de Milwaukee, muchos de los cuales vivían en condiciones de extrema pobreza, Desmond documenta una sensación de miedo y desconcierto cuando se les informa que el investigador planea mudarse a un barrio predominantemente negro, como el norte de la ciudad. Esta resistencia, que puede parecer irracional desde un punto de vista económico, es una manifestación clara de la profunda segregación racial aún presente en las ciudades estadounidenses.

El acto de abandonar un barrio al percibir que está cambiando racialmente es, en muchos casos, la fuerza principal que impulsa la segregación urbana. La legislación de derechos civiles, que prohibió la discriminación explícita en la vivienda, no logró erradicar este patrón. De hecho, ha sido mucho más fácil controlar las prácticas discriminatorias abiertas que la resistencia más sutil pero igualmente poderosa que ocurre cuando los blancos optan por mudarse ante la llegada de vecinos no blancos. A pesar de que la mayoría de los blancos apoya en teoría la integración racial, en la práctica muchos optan por mudarse si el porcentaje de población negra alcanza un umbral significativo. Esto revela una contradicción profunda en las actitudes de la sociedad blanca hacia la convivencia interracial.

La idea de la "ascendencia política negra" también ha sido un factor relevante en el análisis del declive urbano. Durante la Gran Migración, grandes grupos de afroamericanos se trasladaron desde el sur rural hacia las ciudades industriales del norte, creando importantes comunidades urbanas. En algunas ciudades, los afroamericanos llegaron a ser mayoría o una pluralidad significativa, lo que resultó en la elección de alcaldes negros. Sin embargo, estos logros políticos no trajeron consigo un aumento proporcional del poder político real de la comunidad negra. Por el contrario, la respuesta de la población blanca a este fenómeno fue un aislamiento progresivo y un rechazo abierto a las políticas de estos gobiernos locales. Este fenómeno ha sido denominado como el "premio vacío" de la política negra, ya que, a pesar de lograr la representación política, la comunidad negra no obtuvo el control real ni de los recursos ni de las decisiones que afectaban a sus barrios.

El liderazgo político negro emergió principalmente en las ciudades más empobrecidas y ya en proceso de declive. Esta situación fue vista por algunos analistas como una suerte de "gobernanza indirecta", en la que, a pesar de estar al mando, los líderes negros se enfrentaban a un sistema político y económico que operaba bajo reglas distintas a las de sus predecesores blancos. En un giro irónico, muchos de los primeros alcaldes negros adoptaron políticas enfocadas en el crecimiento económico y la creación de un "clima empresarial saludable", aún cuando esas políticas fueron interpretadas por algunos como hostiles al negocio debido a los prejuicios raciales subyacentes.

El impacto de esta resistencia a la presencia negra se extiende más allá de la esfera política, abarcando la estructura misma de la ciudad. Los suburbios, donde la población blanca se trasladó en masa durante la mitad del siglo XX, han resistido sistemáticamente cualquier intento de regionalización o anexión por parte de las ciudades centrales. Las ciudades más antiguas, que solían ser los centros de empleo y comercio, vieron cómo la huida de los blancos hacia los suburbios llevó a la caída de su infraestructura y de sus servicios. A medida que las poblaciones urbanas se empobrecían y la economía de la ciudad se deterioraba, el rechazo a los barrios predominantemente negros creció, resultando en una mayor segregación y en el estancamiento de muchas de estas ciudades.

Este patrón de segregación, impulsado por el miedo racial y el rechazo a la convivencia, no es solo un vestigio del pasado. Sigue siendo un factor determinante en la configuración de las ciudades estadounidenses actuales, particularmente en aquellas donde la población negra ha aumentado significativamente. La segregación no es solo un producto de la discriminación institucional, sino también de las elecciones individuales, que aunque motivadas por una variedad de factores, están profundamente marcadas por la resistencia blanca a vivir junto a la población negra. La manera en que las ciudades se desarrollan y declinan está estrechamente ligada a este fenómeno, que sigue siendo uno de los mayores retos para lograr una integración racial real y una equidad urbana.

¿Cómo las políticas conservadoras han reconfigurado el poder urbano en Estados Unidos?

La relación entre las ciudades estadounidenses y el poder estatal ha sido radicalmente transformada en las últimas décadas por una serie de políticas conservadoras que, aunque a menudo se presentan como ajustes técnicos o fiscales, han servido para reconfigurar el control político, redistribuir recursos hacia las élites y reforzar jerarquías raciales profundamente arraigadas. Estas políticas no emergen en un vacío, sino como parte de un proyecto ideológico que ha hecho del control territorial y la austeridad urbana sus ejes fundamentales.

A partir de los años ochenta, se ha intensificado un proceso de preempción legal, por el cual los gobiernos estatales, controlados en muchos casos por legisladores conservadores, han intervenido para bloquear leyes locales progresistas en temas como el salario mínimo o las licencias por enfermedad pagadas. Estas medidas no sólo limitan la autonomía municipal, sino que también reflejan una voluntad deliberada de frenar cualquier intento de redistribución progresiva en espacios urbanos que, demográficamente, tienden a ser más diversos y liberales.

Detroit y Flint, en el estado de Michigan, son casos emblemáticos de cómo se ha utilizado el control estatal para imponer formas de austeridad impopulares. La designación de “administradores de emergencia” —figuras no electas con poderes extraordinarios— permitió imponer recortes y privatizaciones sin el consentimiento de los residentes locales. En Flint, esto derivó en la tristemente célebre crisis del agua, que afectó desproporcionadamente a comunidades afroamericanas, sin que existieran consecuencias políticas significativas para los responsables estatales. El caso evidencia no sólo una negligencia administrativa, sino una forma estructural de violencia racial institucionalizada.

La lógica del mercado también ha penetrado profundamente en la educación pública. Las tomas estatales de escuelas catalogadas como “de bajo rendimiento” han resultado, en numerosos casos, en fracasos académicos y mala gestión financiera. Estas intervenciones se presentan como tecnocráticas, pero responden a una lógica ideológica: deslegitimar lo público y abrir espacios para la privatización bajo la bandera del “mercado educativo”. En ciudades como Nueva Orleans, tras el huracán Katrina, la reconstrucción del sistema escolar fue aprovechada para instaurar un régimen de competencia escolar que excluye sistemáticamente a los más vulnerables.

La instrumentalización del dominio eminente —una herramienta legal originalmente pensada para permitir la expropiación con fines públicos— se ha orientado en las últimas décadas hacia la promoción de intereses corporativos. Proyectos urbanos que implican el desalojo de comunidades enteras son justificados en nombre del “desarrollo”, mientras se ignora sistemáticamente el daño social producido. El caso de Poletown, donde se desplazó una comunidad completa para construir una planta automotriz, mostró cómo incluso los discursos de beneficio común pueden ocultar dinámicas de despojo altamente selectivas.

A la par, el sistema de desalojos y de control de la vivienda ha sido estructurado de forma que criminaliza la pobreza y normaliza la inestabilidad residencial. Las leyes estatales muchas veces protegen a los propietarios en detrimento de los inquilinos, y en muchos estados se han promovido reformas que limitan la responsabilidad de los caseros frente a viviendas en mal estado. Las investigaciones de Matthew Desmond revelan cómo el desalojo no es solo una consecuencia de la pobreza, sino una causa que reproduce ciclos de vulnerabilidad extrema.

Este marco de políticas conservadoras no solo busca imponer disciplina fiscal o eficiencia administrativa: su objetivo más profundo es reconfigurar las ciudades como espacios subordinados al capital privado, disciplinar a poblaciones consideradas “sobrantes” o “problemáticas” y establecer un nuevo orden en el que lo público —educación, salud, vivienda, participación política— es sistemáticamente erosionado. La austeridad urbana no es una respuesta a la escasez, sino un proyecto activo de redistribución regresiva del poder.

Es crucial entender que estas transformaciones no se dan exclusivamente por dinámicas económicas, sino también como respuesta a amenazas percibidas al statu quo racial. Numerosos estudios han demostrado que el rechazo a los programas de bienestar social en Estados Unidos está correlacionado con el miedo al ascenso político y demográfico de las poblaciones no blancas. Así, muchas políticas de austeridad urbana deben leerse también como mecanismos de contención racial y restauración de jerarquías étnicas en un país en transformación.

Además de estos procesos formales, existe una infraestructura intelectual —centros de pensamiento, legisladores aliados, redes mediáticas— que produce y difunde el marco normativo que legitima estas intervenciones. La producción de leyes “modelo” por parte de think tanks conservadores, como en el caso de la legislación sobre propiedad privada en Detroit, demuestra cómo la ideología neoliberal se traduce en instrumentos legales concretos que transforman el territorio y la vida cotidiana.

La consolidación de este poder conservador en el ámbito estatal también se apoya en formas de exclusión política. Las leyes que impiden votar a exconvictos —con claras raíces racistas— y la manipulación de los distritos electorales han contribuido a reforzar una arquitectura institucional que margina a sectores enteros de la población, bloqueando su capacidad de influir en las decisiones que más directamente los afectan.

Estos procesos apuntan a una reconfiguración sistémica del poder urbano en Estados Unidos, donde la ciudad, tradicionalmente entendida como espacio de inclusión, diversidad y acción colectiva, es despojada de su capacidad de autodeterminación. En su lugar, emerge un modelo de gobierno urbano subordinado, disciplinado y administrado desde arriba por actores con escasa o nula legitimidad democrática.

Importa reconocer que esta ofensiva conservadora sobre las ciudades no es un fenómeno aislado ni coyuntural, sino parte de una reconfiguración estructural del poder territorial en la era neoliberal. La comprensión profunda de este fenómeno requiere analizar no solo sus manifestaciones visibles, sino también las infraestructuras jurídicas, ideológicas y administrativas que lo sostienen.