En la obra de Orwell, el control sobre el lenguaje se presenta como una herramienta crucial para el dominio absoluto sobre la realidad. El concepto de "Newspeak" (neolengua) es fundamental en su distopía, pues a través de una manipulación precisa del lenguaje, se busca erosionar la capacidad crítica de la sociedad y mantener a la población sumida en una ignorancia construida por el poder. En la neolengua, las palabras pierden su conexión con la realidad objetiva y, en su lugar, crean una "realidad alternativa", donde el significado se distorsiona, convirtiéndose en un terreno fértil para los manipuladores. De esta forma, lo que parece ser un discurso coherente se convierte en una maraña de ambigüedad que impide a los individuos entender el mundo tal como es.
La ambigüedad semántica es una herramienta esencial de los mentirosos maquiavélicos. Al crear un lenguaje que se desvincula de la realidad tangible, como el término "hechos alternativos" que comenzó a popularizarse en los círculos políticos contemporáneos, se introduce incertidumbre y confusión. La nebulosidad del lenguaje deja de lado el significado claro y directo de las palabras, haciendo que el pensamiento crítico sea cada vez más difícil. Esto no solo se limita a una manipulación política; se extiende a la posibilidad de engañar a las masas, haciendo que acepten versiones de los hechos que son evidentemente falsas o distorsionadas.
Este fenómeno es especialmente alarmante cuando el control sobre las palabras y su significado recae en una figura de autoridad, tal como lo describe Orwell en su novela, donde Big Brother es el encargado de definir la "verdad" a través de un monopolio absoluto sobre el lenguaje. En este contexto, las instituciones encargadas de producir la verdad, como el Ministerio de la Verdad, reescriben la historia para ajustarse a la versión oficial del poder. Los documentos del pasado son modificados y arrojados por el "agujero de la memoria", dejando solo el relato que el partido desea que se acepte como real. De este modo, se construye una realidad paralela en la que las mentiras se presentan como hechos indiscutibles.
La estructura de la neolengua en la ficción de Orwell refleja de manera inquietante la manipulación del lenguaje en el mundo contemporáneo. Tomemos como ejemplo las frases repetidas por figuras políticas en la actualidad, como "noticias falsas" o "enemigos del pueblo". Estas expresiones se repiten constantemente, creando una percepción de amenaza externa que solo se puede combatir bajo la guía de la figura autoritaria. Al igual que en la obra de Orwell, el lenguaje utilizado por los manipuladores se convierte en una forma de poder que permite alterar la realidad y hacer que la verdad sea malinterpretada o completamente desconocida.
No es casualidad que las figuras de poder, al emplear este tipo de lenguaje ambiguo, busquen crear una "realidad alternativa" en la que los hechos se tornen relativos y dependientes de quién los diga. La construcción de esta realidad, tan bien detallada en la distopía de Orwell, no es simplemente un ejercicio retórico: es una herramienta que moldea la forma en que las personas perciben el mundo, cómo interpretan los eventos y cómo se relacionan entre sí. La diseminación de esta ambigüedad, por medio de medios de comunicación y discursos públicos, crea un ambiente en el que es cada vez más difícil discernir la verdad de la falsedad.
Además, el impacto de este fenómeno no se limita al ámbito político. La manipulación del lenguaje tiene profundas implicaciones en cómo las personas se relacionan con su entorno y con la historia. Una sociedad que acepta la ambigüedad semántica como parte de su discurso habitual está, en muchos sentidos, condenada a vivir en una constante incertidumbre. Sin una comprensión clara de lo que significan las palabras, se crea un terreno fértil para la desinformación y la manipulación.
Es importante señalar que este fenómeno no es nuevo ni exclusivo de un solo contexto político. El uso del lenguaje para manipular la percepción de la realidad ha existido durante siglos, y se ha manifestado de diversas formas a lo largo de la historia. Desde la propaganda en tiempos de guerra hasta las campañas publicitarias que crean necesidades artificiales, el lenguaje siempre ha sido una herramienta poderosa para controlar las mentes de las masas.
Lo que debemos entender es que el poder de las palabras no radica solo en lo que dicen, sino en lo que esconden. Un lenguaje manipulativo no es solo una cuestión de palabras vacías o imprecisas, sino de un intento deliberado de dar forma a una visión del mundo que favorezca a aquellos que están en el poder. La lucha por el control del lenguaje es, en última instancia, una lucha por el control de la realidad misma.
El concepto de "hechos alternativos" es un ejemplo claro de cómo se manipula el lenguaje para crear una visión del mundo que no se basa en la objetividad, sino en la perspectiva de aquellos que dictan las reglas del juego. Este tipo de discurso apela a la psicología humana de manera profunda, pues nos lleva a cuestionar la veracidad de lo que antes considerábamos verdades absolutas. Y al hacerlo, nos deja atrapados en un mundo donde la verdad se vuelve relativa y el sentido común pierde su fuerza.
Algunos defensores de este tipo de lenguaje, como los que intentan vincularlo con el postmodernismo, intentan desviar la atención hacia una falsa equivalencia. El postmodernismo, lejos de ser un intento de reestructurar el lenguaje de forma Orwelliana, fue un movimiento intelectual que criticaba las estructuras rígidas del conocimiento tradicional. En lugar de buscar un control absoluto del lenguaje, como en el caso de la neolengua, el postmodernismo cuestionaba las certezas y abría el campo para la interpretación y la pluralidad de perspectivas. Sin embargo, es fundamental no caer en la trampa de equiparar estos dos fenómenos, ya que el postmodernismo no tiene como objetivo principal la manipulación del lenguaje para crear realidades alternativas, sino más bien la reflexión sobre las construcciones sociales y culturales.
En este sentido, lo que es crucial entender es que la manipulación del lenguaje, como la que describe Orwell, no es una cuestión de retórica vacía, sino de una estrategia profundamente política. La ambigüedad semántica se utiliza para erosionar la capacidad crítica de la sociedad, creando una desconexión entre las palabras y la realidad que destruye la base misma de la verdad objetiva.
¿Cómo la Confabulación Histórica Manipula la Percepción Colectiva?
La confabulación histórica, en su definición más pura, es la creación de relatos sobre el pasado que son completamente inventados (falsos) o basados en fragmentos de verdades que se entrelazan de manera narrativa para presentar el pasado de forma que sirva a intereses personales o políticos. En las manos del astuto príncipe mentiroso, la confabulación le permite manipular la percepción colectiva del pasado y orientarla hacia sus objetivos finales. Las historias autobiográficas confabuladas son contadas por mentirosos patológicos, estafadores, criminales y, en especial, príncipes mentirosos, quienes adaptan los detalles de la narrativa según las circunstancias y necesidades del momento.
Este fenómeno se manifiesta como una de las tácticas más ingeniosas en el arte de la mentira. El príncipe mentiroso, por lo tanto, no solo es un hábil creador de palabras, sino también un maestro narrador, que se presenta como un falso "sabio anciano" en quien la gente debe confiar, cuya versión de los hechos históricos es la única plausible. La confabulación se presenta bajo dos formas: parcial o total. La confabulación parcial integra eventos reales narrados en historias tradicionales dentro de la narrativa inventada, fusionando lo verdadero y lo ficticio en una trama que apela a creencias inherentes sobre el pasado. Con el tiempo, esta historia confabulada adquiere una verosimilitud cada vez mayor, lo que hace que sea difícil desmentirla con contraargumentos y evidencia empírica contrastante. Por otro lado, la confabulación total se basa en la fabricación pura del pasado, constituyendo una forma de mitología pura.
En el ámbito político, la confabulación de este tipo puede tener consecuencias devastadoras. Uno de los ejemplos más notorios de confabulación fue la mitología de la "raza aria" que Adolf Hitler difundió para justificar su ideología racista y su supremacismo blanco. Esta clasificación pseudocientífica de las personas caucásicas, que surgió a fines del siglo XIX, exaltaba a esta "raza" como la clave para el progreso humano. Aunque desde un principio se sabía que esta teoría era falsa, Hitler la adoptó con fines imperialistas y para justificar su política antisemita. De forma similar, Benito Mussolini adoptó el mito aria para legitimar su régimen fascista, aunque en privado desmentía la idea de una raza biológicamente pura.
Este tipo de mitología no solo ha tenido efectos devastadores en el pasado, sino que continúa presente en muchos movimientos y discursos actuales. En los Estados Unidos, por ejemplo, el mito de la supremacía blanca y las ideas relacionadas con el neo-nazismo resurgen con fuerza. La retórica de figuras como Donald Trump se ha alineado con ciertos aspectos de esta confabulación, al insinuar, a través de su lema "Make America Great Again", que existe una historia de una "América blanca" que ha sido desplazada o destruida por el liberalismo. Este tipo de confabulación no solo es insidiosa, sino que trabaja a un nivel subconsciente, alimentando prejuicios latentes que se habían relegado al olvido.
La confabulación, en su esencia, es una herramienta poderosa en manos de aquellos que desean manipular las percepciones históricas y dirigir la acción colectiva hacia un objetivo que se basa en una realidad distorsionada. La manipulación de la memoria colectiva no es algo nuevo, y las sociedades siempre han recurrido a relatos fundacionales que, aunque no sean enteramente ciertos, sirven para crear cohesión y justificar las acciones presentes.
Desde el punto de vista psicológico, necesitamos dar sentido a nuestra existencia a través de historias. De igual forma, las sociedades buscan conectar los eventos importantes de su pasado de una manera que les dé coherencia y significado. Las historias sobre héroes y sus hazañas legendarias, como Robin Hood, Guillermo Tell o Davy Crockett, son ejemplos de cómo una nación construye su identidad. Estas narrativas, aunque pueden basarse en hechos reales, están rodeadas de mitos y exageraciones que les dan un carácter especial y un rol importante en la construcción de la memoria colectiva.
En ciertos casos, como en el caso de las organizaciones criminales, la confabulación también es utilizada como una herramienta para dar legitimidad a lo que de otro modo sería considerado un acto ilícito. Las mafias, por ejemplo, fabrican historias sobre sus orígenes y su evolución histórica para ganar aceptación dentro de su propio grupo, creando una narrativa que da a sus miembros una razón de ser y una justificación para sus acciones. La creación de una historia fundacional permite que los miembros de la mafia se identifiquen con un propósito común, legitimizando lo que de otro modo sería un comportamiento criminal.
Este tipo de confabulación, ya sea a nivel de una sociedad o de un pequeño grupo, no es solo una cuestión de manipulación, sino que también está íntimamente ligado a cómo entendemos nuestra propia existencia. Al igual que las narrativas históricas, las historias sobre los orígenes de las organizaciones, sean legales o no, buscan dar sentido al presente, justificando el accionar de los individuos dentro de un marco narrativo. De este modo, la confabulación histórica tiene un poder sobre la sociedad que no solo distorsiona la realidad, sino que también moldea el futuro, a veces de formas imprevisibles y peligrosas.
Es importante entender que la historia, en su forma más pura, no es una mera sucesión de hechos fijos y evidentes, sino una construcción social que está sujeta a interpretación. Las historias que contamos sobre el pasado no son sólo relatos sobre lo que ocurrió, sino relatos sobre lo que deseamos que haya ocurrido o lo que creemos que debe haber ocurrido. La historia nunca es completamente verdadera; es una mezcla de hechos, percepciones, mitos y narrativas que se construyen con el tiempo. Por ello, la confabulación es una herramienta tan poderosa: porque apela a nuestra necesidad de sentido y de continuidad, y al mismo tiempo distorsiona el pasado para justificar el presente.
¿Cómo la vulgaridad en el lenguaje de Trump redefine la política y la percepción pública?
Durante la campaña primaria de Trump, la rudeza de su lenguaje se mostró como una estrategia retórica eficaz para ganar popularidad, aprovechando una tendencia que crecía en los Estados Unidos: el anti-intelectualismo. El estilo de comunicación directo y desmedido de Trump no se percibe como "no educado", sino como "honesto", una forma de hablar que conecta directamente con sus seguidores y los distingue del lenguaje refinado y políticamente correcto de la élite. El sociólogo británico Basil Bernstein observó que este tipo de estilo, denominado aquí como "brusco", enfatiza la dimensión "nosotros" de un grupo social, haciendo que sus miembros se sientan unidos. En contraste, un estilo más elaborado, como el utilizado por lo que Mussolini llamó los "relativistas", pone el énfasis en el "yo", lo que favorece la individualidad en lugar de la cohesión grupal. Este primer estilo fomenta una mayor adhesión al grupo; el segundo no.
Trump comprendió rápidamente durante su campaña electoral que para muchos "trabajadores", un término que usó estratégicamente de forma repetida, el lenguaje políticamente correcto representaba una tendencia antidemocrática impuesta por la élite para criticar y descalificar a los "verdaderos" estadounidenses de a pie. Aprovechó cada oportunidad para reforzar este tema en sus tuits, en los mítines y frente a las cámaras de televisión. Las groserías que utiliza, por tanto, no se consideran como vulgares o maleducadas, sino como armas verbales destinadas a ser arrojadas a la cara de la élite. En lugar de decir, por ejemplo, "esta es una situación deplorable", Trump simplemente escribía "SAD"; en vez de "esto no tiene sentido", usaba "STUPID!". Este estilo agresivo y frontal es lo opuesto al tipo de discurso medido que normalmente se espera de un estadista. Sus oponentes lo critican por usar "jerga vulgar", pero no se trata de jerga en el sentido habitual de la palabra. Como se argumenta aquí, es un código militar que utiliza de forma antagonística contra sus enemigos, reales o imaginarios.
Un tipo de discurso similar fue utilizado con gran efectividad por los actores de la Commedia dell'Arte para satirizar los estilos de discurso pomposos. La Commedia dell'Arte fue una forma popular de comedia improvisada del Renacimiento, basada en esquemas de tramas que reflejaban la vida cotidiana. Era intencionadamente humorística, vívida, cruda y, a menudo, ofensiva. Los actores entendían que el lenguaje profano resonaba con el público, ya que reflejaba la realidad cotidiana de la gente, no el mundo arrogante de las autoridades y los académicos. Al igual que un personaje de la Commedia, Trump se aparta de las masas intelectuales (o los relativistas, como los llamó Mussolini), hablando el "verdadero lenguaje" de la gente. Su estilo de lenguaje profano, de hecho, denota teatralidad cómica: un estilo pseudo-dramático diseñado para satirizar a los intelectuales políticamente correctos, evocando risa y desdén implícito al mismo tiempo.
Cuando Trump se encuentra en un contexto formal, como durante su discurso sobre el Estado de la Unión, y donde un estilo brusco y profano sería contraproducente, su discurso parece ineficaz y seco. Sin embargo, el lenguaje irreverente y grosero que usa en sus mítines tiene fuerza emotiva, nunca dejando de provocar la risa burlona de los asistentes. Como observó acertadamente la escritora estadounidense Elizabeth Hardwick, este tipo de discurso "tiene la brutalidad de la ciudad y una afirmación de poder amenazante al alcance de la mano. Es militar, teatral y, en su forma más coherente, probablemente una repudiación duradera de la cortesía vacía y el eufemismo burocrático".
Las groserías se han convertido en una característica intrínseca del enfoque "directo" que Trump utiliza de forma tan eficaz. Se han vuelto tan comunes en sus tuits y mítines que apenas se notan y, en gran medida, se ignoran. Cuando se refirió al representante demócrata de la Cámara de Representantes, "Adam Schiff", como "Adam Schitt", apenas fue criticado por los comentaristas de los medios tradicionales, quienes se han vuelto indiferentes ante ello: "Es tan gracioso ver al pequeño Adam Schitt (D-CA) hablar sobre el hecho de que el fiscal general interino Matt Whitaker no fue aprobado por el Senado, pero no mencionar el hecho de que Bob Mueller (quien está altamente involucrado) no fue aprobado por el Senado". En la era de los medios masivos, el lenguaje vulgar puede haber perdido su impacto negativo. Glorificado por las películas y los videoclips musicales, utilizado a lo largo de internet, el lenguaje vulgar brinda a las personas la oportunidad de hablar con dureza, simplemente por el hecho de hacerlo. Sin embargo, en este uso, la vulgaridad se neutraliza o al menos se reduce en su impacto. La palabra de cuatro letras "F" es un buen ejemplo. Se usa regularmente en los medios de comunicación, de manera tan natural que apenas capta la atención de las personas. No hace mucho tiempo, sin embargo, esa palabra hubiera provocado reacciones negativas.
El discurso profano es visto por muchos seguidores de Trump como un código anti-establishment y, por lo tanto, más honesto que el discurso políticamente correcto e hipócrita del "estado profundo" de la élite. Los admiradores de Trump aprecian su estilo irreverente, terrenal, de bar, como algo genuino y sincero. Encuentran gran deleite en el impacto subversivo que sus palabras tienen. Trump entró en el debate sobre la corrección política con furia y, como el proverbial toro en una tienda de porcelana, es visto como un destructor de este lenguaje insultante. Esta es una de sus estrategias más efectivas, ya que se percibe como una importante arma en la insurgencia contra el estado elitista represivo, que promueve la corrección política e inhibe la libertad de expresión.
La crítica a la corrección política comenzó con el libro de Allan Bloom, The Closing of the American Mind (1987). Bloom argumentó que el tipo de discurso que se imponía en la sociedad, destinado a evitar ofender a determinados grupos de personas, era en realidad un arma ideológica de la política radical de izquierda, no un verdadero antídoto contra el racismo, el sexismo y la injusticia social. Al afirmar que protegía a los grupos marginados que eran socialmente desfavorecidos o constantemente objeto de discriminación, en realidad fracasaba, ya que sofocaba el debate al no permitir que se escucharan voces opuestas. Tras el libro de Bloom, este tipo de lenguaje "puro" pasó a denominarse "discurso políticamente correcto".
El término "correcto políticamente" ha cambiado con el tiempo y, en la actualidad, la discusión sobre la corrección política se ha convertido en un debate altamente emocional, especialmente después de la elección de Donald Trump. A pesar de que este término fue forjado en un contexto político diferente, ha ganado una importancia particular relacionada con los temas de multiculturalismo y diversidad.
¿Cómo el arte de la mentira y la alienación moldean el liderazgo autoritario?
El ejercicio del poder a través de la mentira y la manipulación psicológica se manifiesta como una estrategia política recurrente, donde la autoidolatría y el menosprecio del adversario son herramientas fundamentales. Este mecanismo, visible en figuras contemporáneas como Trump, remite a modelos históricos como Mussolini, quien no solo promovió su liderazgo mediante la exaltación personal —bajo el título de Il Duce— sino que también instauró un discurso basado en la descalificación de sus opositores y la ruptura de normas establecidas de decoro político. La repetición constante de apodos despectivos —“low energy Jeb”, “little Marco”, “Crooked Hillary”— no es un mero acto de insulto, sino un método para deshumanizar y disminuir a los rivales, consolidando así una imagen de superioridad incontestable.
Esta estrategia va más allá de lo verbal: se traduce en la creación de un antagonismo sistemático contra lo que se denomina el “establishment” liberal, representado como una élite hipócrita y decadente que debe ser eliminada para restaurar un orden nuevo, aparentemente más auténtico y eficaz. La frase “drain the swamp” (drenar el pantano), retomada por Trump, evoca explícitamente la metáfora empleada por Mussolini para justificar la purga masiva de funcionarios públicos y la eliminación de adversarios políticos. La metáfora se despliega en dos niveles: uno literal, relacionado con el saneamiento físico de terrenos, y otro simbólico, que apunta a la destrucción de estructuras burocráticas y sociales consideradas corruptas o ineficaces.
El éxito de esta manipulación política radica en su capacidad para conectar con un sentimiento profundo de alienación social. La alienación, definida como la sensación de aislamiento y falta de respuesta emocional por parte de la sociedad, se convierte en el caldo de cultivo perfecto para que el líder que miente con maestría prometa un retorno a la pertenencia y al reconocimiento. Este fenómeno no es nuevo; desde la época de Maquiavelo, pasando por la Revolución Francesa, se sabe que los sectores marginados y desposeídos pueden ser movilizados por discursos que apelan a sus frustraciones y esperanzas, aunque ello implique medios éticamente cuestionables.
La alienación moderna se agrava en contextos donde las tradiciones morales y religiosas pierden fuerza, generando una sensación de anomia, es decir, un vacío normativo y un propósito irracional. Este desarraigo facilita que movimientos políticos que prometen restaurar valores tradicionales, como el de los evangélicos blancos en Estados Unidos, encuentren en figuras como Trump a un representante dispuesto a articular y defender esa agenda, a pesar de sus contradicciones personales y su historial moral. El vínculo entre promesas de restauración moral y el apoyo masivo es un factor clave para entender el auge de liderazgos autoritarios que utilizan la mentira como herramienta central.
Finalmente, la técnica de “divide y vencerás”, popularizada por Maquiavelo, se despliega mediante la siembra deliberada de discordias internas y la fragmentación del adversario político y social. La mentira, entendida aquí como un arte, se convierte en la principal arma para erosionar la cohesión social y política, facilitando el ascenso y la consolidación del líder que sabe manipular estos sentimientos contradictorios y de inseguridad. Este arte no es simplemente una cuestión de falsedades aisladas, sino un entramado complejo de discursos, símbolos y tácticas que buscan moldear una realidad política favorable al poder personal, a menudo a costa de la verdad y la integridad social.
Es fundamental comprender que, detrás de estas estrategias, subyace una dinámica profunda de manipulación emocional que explota las vulnerabilidades humanas y sociales. La alienación no solo es un síntoma, sino también una herramienta que puede ser instrumentalizada para legitimar gobiernos autoritarios y para perpetuar sistemas que, bajo una fachada de renovación y justicia, ocultan una práctica política fundamentada en la exclusión y la desinformación. Por lo tanto, la conciencia crítica sobre estas dinámicas es esencial para evitar la repetición histórica de estos procesos y para fortalecer sociedades capaces de resistir el engaño sistemático.
¿Cómo la retórica engañosa y la manipulación mediática moldean la percepción política en la era digital?
El discurso político de Trump se caracteriza por un lenguaje divisivo que penetra el subconsciente, evadiendo los filtros del pensamiento consciente para construir imágenes de “invasores” y “extranjeros” dirigidas a los que quedan fuera de la cultura MAGA. Esta estrategia se basa en evitar multitudes heterogéneas que puedan generar conflictos, limitando sus apariciones a su base de seguidores más leales, quienes aplauden sus ataques contra liberales e inmigrantes. Tal como señaló Orwell, la gente tiende a creer en las atrocidades del enemigo y a desestimar las propias, creando un sesgo colectivo que fortalece la identidad del grupo.
Los seguidores de Trump se ven como combatientes en una “guerra civil fría”, un conflicto cultural y moral que trasciende las diferencias políticas y se manifiesta en una batalla simbólica por el privilegio moral. Este escenario, descrito por periodistas como Carl Bernstein y Ben Yagoda, recuerda períodos históricos de miedo e intimidación, como el macartismo, donde el clima social se polariza hasta el punto de la confrontación constante. La retórica trumpista está cargada de metáforas simbólicas y eslóganes bélicos que alimentan la resistencia contra un supuesto “estado profundo”, y su uso consciente de la mentira, incluso la mentira sobre la mentira, se convierte en un arma para neutralizar cualquier crítica.
Este método de contradecir anticipadamente a los adversarios, denominado “head them off at the pass”, se traduce en una guerra lingüística donde las falsedades repetidas terminan por ser aceptadas como verdades. La persistencia del engaño es fundamental para consolidar esta narrativa, un fenómeno que Walter Lippmann había previsto al analizar el impacto de los medios masivos en la formación de la opinión pública. Sin la plataforma que ofrecen las redes sociales y el alt-right, Trump probablemente no habría alcanzado la presidencia. La batalla se libra, más que en espacios físicos, en el ciberespacio, donde los medios conservadores actúan como generales en esta guerra de influencia.
Sin embargo, el dominio de las redes sociales en la política contemporánea presenta un riesgo crucial: la sustitución de la conversación directa, el diálogo presencial, por interacciones mediadas por dispositivos. La reflexión profunda y la argumentación lógica se ven desplazadas por consignas y contra consignas que polarizan sin generar soluciones. La activación política auténtica debe surgir del pensamiento crítico y la acción en el mundo real, no de la repetición acrítica de mensajes prefabricados. Como señaló Aristóteles, la retórica debe basarse en discursos veraces y razonamientos lógicos para contrarrestar la manipulación.
El fenómeno de las “hechos alternativos” ilustrado en 2017 por Kellyanne Conway, y en esencia una forma contemporánea de Newspeak orwelliano, revela cómo el lenguaje puede ser utilizado para crear ambigüedad y confusión. Esta estrategia permite desdibujar la frontera entre verdad y mentira, generando un clima de incertidumbre donde cualquier afirmación puede ser reinterpretada a conveniencia, debilitando la confianza en la información objetiva y fomentando la desinformación masiva.
El análisis de esta dinámica política y mediática exige comprender que el lenguaje no es un mero vehículo de comunicación, sino una herramienta poderosa que puede transformar la realidad social y política. La erosión de la verdad como valor central de la sociedad afecta no solo la esfera política sino la salud misma del tejido social, tal como anticipó Emerson, quien consideraba que la violación de la verdad es un acto autodestructivo y una amenaza para la cohesión humana.
Además, es fundamental reconocer que la expansión de la manipulación informativa y la difusión de mentiras no es un fenómeno aislado ni exclusivo de una administración, sino un síntoma de una crisis más profunda relacionada con la fragmentación social, la polarización cultural y el auge de ecosistemas mediáticos que premian la viralidad sobre la veracidad. El desafío reside en restaurar la confianza en la razón y en los hechos, y en promover una cultura política que valore el diálogo fundamentado y la responsabilidad ética en el discurso público.
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