Desde tiempos inmemoriales, los judíos han reservado un lugar para Elías durante la Pascua. A menudo, no estaban especialmente inclinados a hacerlo, pero lo hacían porque la tradición lo requería. Era una costumbre que, con el paso de los años, se realizaba sin mayor reflexión sobre su verdadero significado. Aunque a veces cantaban una canción de bienvenida, aunque la memoria del pueblo ya no se hallaba del todo clara, el lugar vacío para Elías se convertía en una presencia escatológica en la celebración. Y sin embargo, ese espacio vacío, aunque marcado por una tradición que se siente lejana, tenía la capacidad de elevar el tono de la comida, de darle una tonalidad diferente, una expectativa sutil sobre lo que podría ocurrir, sobre lo que podría estar por venir.

Los cristianos, por otro lado, creen que el Mesías ya ha llegado. El Nuevo Testamento revela que el Dios del Éxodo y de los profetas hebreos se ha hecho presente de manera humana en la vida de Jesús, quien destila la liberalidad de Dios en la Tierra. Entonces, surge una pregunta que atraviesa las páginas de este libro: ¿Este Dios, que se hizo hombre, será invitado a la mesa? ¿Se convertirá la acción de gracias cristiana en un evangelio social para todos? La respuesta a esta interrogante es lo que define el curso de la historia cristiana.

La cruz en la peregrinación cristiana tiene un significado profundamente transformador. En el pasado, los teólogos imaginaron el sufrimiento y la muerte de Jesús como el precio exigido para apaciguar a un Dios demandante y ofrecer un rescate adecuado por los pecados del mundo. Sin embargo, esa visión legalista de la “expiación” ya no predomina. Hoy en día, la historia que prevalece es la de un experimento arriesgado con la autodonación divina en la Tierra. La cruz, que simboliza tanto el sufrimiento humano como el sufrimiento de Dios en nuestro nombre, se enfrenta a la sabiduría mundana y a los evangelios del éxito. Es una historia dramática porque se desarrolla en un contexto plagado de fuerzas que siguen amenazando la vida humana auténtica en la Tierra, fuerzas políticas y económicas que interponen obstáculos entre un Dios generoso y una humanidad que espera vivir en una comunidad de pacto.

En este sentido, la cruz no solo es un recordatorio de sufrimiento, sino también un punto de resistencia frente a las estructuras de poder. El teólogo de la liberación James Cone, en su obra The Cross and the Lynching Tree, explora las profundas conexiones simbólicas entre la cruz y el árbol de la horca, un símbolo de la violencia racial en Estados Unidos. A pesar de las evidentes similitudes entre la muerte de Jesús y la de miles de hombres y mujeres negros linchados, pocos, aparte de los poetas, novelistas y artistas negros, han explorado este vínculo. La cruz, entendida como árbol de la horca, presenta una imagen que confronta la conciencia blanca y exige un reconocimiento de la violencia del racismo endémico. Esta conexión revela una nueva dimensión del evangelio cristiano: un llamado a la redención y la liberación, especialmente dentro del contexto de la violencia racial.

La pregunta, entonces, es: ¿dónde deben ir los peregrinos? A lo largo de los siglos y en diversas culturas, la religión ha ofrecido una respuesta a las preguntas más profundas sobre el significado último, el misterio y la conexión con lo divino. La religión no solo organiza la búsqueda de Dios, sino que también la complica, la intensifica y la transforma. En Occidente, la religión se ha entendido como una búsqueda organizada, pero también conlleva su propio conjunto de sombras: dogmatismo, comportamientos institucionales egoístas, conflictos, intolerancia, guerra y discriminación. Si bien los fundadores de América, influenciados por la Ilustración del siglo XVIII, fueron cautelosos respecto a la religión, la cuestión de la religión en la vida pública se sigue debatiendo en la actualidad.

La separación entre religión y Estado ha sido un tema candente, y a lo largo del siglo XX, la Corte Suprema de los Estados Unidos ha fallado en favor de la libertad de expresión religiosa en los espacios públicos. Esto plantea la cuestión de cómo se puede integrar la religión en el discurso público, de manera que no se convierta en una amenaza, sino en un aporte positivo al debate sobre la justicia social y los valores comunitarios.

Es importante entender que la religión, como una metáfora del oro fundido vertido en vasijas de hierro, no siempre tiene el sabor que uno espera. La búsqueda espiritual, aunque a menudo guiada por formas institucionalizadas de religión, implica un proceso de constante transformación, un cambio en la manera en que razonamos y procesamos la realidad contemporánea. Las preguntas que nos planteamos y las respuestas que buscamos cambian a medida que avanzamos en la vida. Así, las percepciones religiosas de nuestra juventud no son suficientes para enfrentar las realidades complejas de la vida adulta.

Además, la religión en la actualidad no puede ignorar la complejidad de los problemas sociales, como el racismo, la violencia estructural y las desigualdades de poder. Las tradiciones religiosas deben estar dispuestas a mirar críticamente su propio pasado y reconocer sus responsabilidades en la construcción de un futuro más justo. Las comunidades de fe deben ser conscientes de que la cruz no solo es un símbolo de sacrificio, sino también un llamado a la acción contra las injusticias que siguen dividiendo a la humanidad.

¿Cómo el concepto de salvación puede transformar nuestra relación con el mundo y con Dios?

La salvación es un concepto profundamente relacionado con nuestra visión del mundo, la humanidad y Dios. En varias tradiciones cristianas, ha existido una interpretación robusta de que Dios se hizo humano para que nosotros pudiéramos ser divinizados. Este enfoque no solo abarca la vida de Jesús, sino que también se extiende a toda la creación, subrayando un proceso de transformación cósmica que afecta no solo al ser humano, sino al universo entero. Es una visión en la que el sacrificio de Cristo no es solo un acto de justicia divina, sino una oportunidad para la reconciliación del mundo con Dios.

Sin embargo, existen otras interpretaciones de la salvación que divergen de esta visión cósmica. En la visión medieval católica, abrazada por muchos protestantes modernos, la salvación se interpreta principalmente como una satisfacción judicial, en la que el Hijo de Dios paga el precio por nuestros pecados a un padre colérico. Esta visión, centrada en la crucifixión, reduce la salvación a un acto de justicia punitiva, en el que el sacrificio de Jesús no solo salva, sino que refleja una violencia redentora que, paradójicamente, justifica la violencia política y la glorificación del sufrimiento humano, especialmente el de las mujeres, como una imitación de Dios.

Hoy en día, este enfoque judicial de la salvación se percibe como una visión problemática, pues presenta a un Dios que debe matar a su propio hijo para apaciguar su ira, lo que crea la imagen de un ser divino divisivo, culpabilizador y punitivo. Muchos teólogos cristianos contemporáneos se sienten horrorizados por esta interpretación, pues sienten que distorsiona la verdadera naturaleza de Dios y su relación con la humanidad.

En contraposición, algunas corrientes religiosas progresistas abogan por una visión más inclusiva de la salvación, enfocándose menos en la liberación del castigo divino y más en la restauración de la integridad humana. En lugar de una salvación individual centrada en el perdón de los pecados, se enfatiza un proceso de sanación que implica la reconciliación de la humanidad consigo misma y con la creación. En este enfoque, la encarnación de Dios en Jesús no solo tiene un propósito redentor en términos espirituales, sino también sociales. La salvación es entendida como la restauración de una vida humana auténtica, plenamente integrada con el mundo y sus diversas comunidades.

Este concepto de salvación se une a un impulso más amplio que surge de la angustia humana frente a la finitud, la culpa, la vanidad, la codicia, la destrucción de la Tierra y la violencia. La salvación, entonces, no solo ocurre en un plano individual o después de la muerte, sino en la intersección de la humanidad con Dios, donde la decisión de reconciliarse con la humanidad y con la creación se convierte en un acto fundamental. Este entendimiento tiene implicaciones para nuestra relación con la Tierra, que ya no es vista como algo externo o distante, sino como un espacio sagrado y lleno de la presencia de Dios.

Los místicos judíos imagina- ban que antes de la creación, cuando Dios lo llenaba todo, hubo un momento en el que Dios dio un paso atrás, haciendo espacio para que la tierra y la humanidad existieran, se desarrollaran y participaran en el propio proceso de devenir divino. De alguna manera, la humanidad es depositaria del ADN divino, un concepto que encuentra su expresión más plena en la figura de la Virgen María, quien se convierte en símbolo de esa unión entre lo humano y lo divino.

El hecho de que la Tierra misma pueda ser experimentada como un sacramento de la presencia divina es una visión que ha sido reconocida por diversas tradiciones cristianas. Abad Suger de Saint-Denis en París decía que "la mente sosa asciende a Dios a través de las cosas materiales", y la tradición ortodoxa cristiana sostiene que los iconos no solo reflejan la presencia divina, sino que el propio mundo material puede ser experimentado como el cuerpo de Dios. Según Martín Lutero, en Cristo, Dios vació el cielo y vino a habitar en la tierra, haciendo que la tierra misma fuera capaz de albergar el cielo.

Este concepto de un mundo transformado por la presencia divina y la idea de la salvación como un proceso cósmico tiene implicaciones para la vida cotidiana y para el entendimiento de la justicia social. El Evangelio Social, que surgió en el contexto del protestantismo liberal en Estados Unidos, buscaba vincular la acción social con la transformación religiosa, a menudo de una forma intelectual, pero desconectada de la materialidad de los sacramentos. Mientras tanto, el Evangelicalismo americano se ha centrado tradicionalmente en la salvación personal, el amor individual al prójimo y la libertad religiosa, sin abordar directamente las estructuras sociales que permiten la injusticia.

Es necesario recordar que toda religión requiere rituales para encarnar y expresar sus creencias, emociones y esperanzas. La liturgia y el acto de la Eucaristía son fundamentales para muchas tradiciones cristianas, ya que no solo representan la presencia de Cristo en el mundo, sino que también sirven como una manifestación de la justicia y la acción social de Dios. La idea de que el pan y el vino en la Eucaristía no solo son símbolos de la vida de Cristo, sino un medio para la transformación humana y social, es una perspectiva poderosa. La transformación no solo ocurre en el ámbito espiritual, sino en la acción concreta hacia los más vulnerables de la sociedad.

Es cierto que existe una tendencia dentro de algunas corrientes religiosas a buscar la unión con Dios huyendo del mundo material, buscando una experiencia mística que transcienda la realidad cotidiana. No obstante, la verdadera transformación puede encontrarse en la misma materialidad del mundo, en la que la presencia divina se manifiesta en cada acto de solidaridad, en cada momento de comunión con los demás y con la tierra misma. Esta visión no busca escapar del mundo, sino encontrar a Dios en él, reconociendo que la salvación es tanto un proceso personal como colectivo, tanto espiritual como material, y que en esta unión de lo divino y lo humano, el universo alcanza su plena autorrealización.

¿Es posible un nuevo evangelio social en América después de Trump?

El intento de una nueva abolición sirvió como precursor fundamental del pensamiento religioso y la resistencia. Este episodio demuestra que el mito de que los afroamericanos siempre esperan una iniciativa y liberación desde los blancos es falso. La exclusión de los negros de la esfera pública fue impuesta por la fuerza, a menudo mediante linchamientos. La recuperación de esta historia en la actualidad no solo es evidencia, sino también una exhortación de que un nuevo movimiento del evangelio social es tanto digno como posible.

Cuando Martin Luther King Jr. predicaba en Washington D.C., estaba soñando con un Dios que pondría fin al segundo milenio. Imaginaba un orden social que no surgiría milagrosamente, sino por el esfuerzo y la voluntad humana. Para él, si tantos estaban atrapados en la pobreza, violencia, pérdida de identidad, destrucción de la naturaleza y la falta de sentido, su sueño era liberarlos para que pudieran vivir en una comunidad de justicia, democracia, identidad cultural, paz con la naturaleza y un sentido último. Mientras algunos ascetas rechazaban el mundo, King y sus seguidores encontraron en él una insatisfacción que los impulsaba a transformarlo. Este es el eje central de la religión progresista, la puesta en práctica de un evangelio social renovado, y King es uno de sus santos patronos.

Sin embargo, la historia dio un giro. Llegaron los años Reagan, en los que la redistribución masiva favoreció a los ricos a costa de la clase media y los pobres. Los protestantes tradicionales perdieron su voz pública o hablaron con discreción. Los católicos americanos olvidaron su rica herencia de pensamiento social europeo justo cuando el protestantismo americano perdía el suyo. Los evangélicos, desconfiados del modernismo teológico ligado al evangelio social, enfatizaron la salvación individual, muchas veces aliándose con intereses corporativos y motivaciones racistas blancas.

No obstante, desde antes de Reagan y representado por movimientos como el anti-Vietnam, los derechos civiles, el feminismo y la liberación gay, emergió una izquierda religiosa o cristianismo progresista. Comenzó en los años setenta con declaraciones neo-evangélicas y neo-anabaptistas, la teología de la liberación católica que se renovaba y recuperaba la tradición social católica, y un protestantismo liberal que reavivó el fundamento teológico del evangelio social y lentamente recobró su voz. Se comprendió que el socialismo democrático europeo estaba muchas veces fundado en valores cristianos y no solo en ecos del marxismo. Así, aparecieron tímidos proyectos para un nuevo evangelio social, teológicamente sólido y menos comprometido con el modernismo, aunque sin revertir la ideología de que “el gobierno es el problema” impuesta por Reagan.

Bajo Trump, el declive del evangelio social abrió paso a un capitalismo depredador y una profunda desigualdad que fragmentaron el bien común y erosionaron la acción política. La voz cristiana dominante fue la derecha cristiana, que ya había emergido en tiempos de Reagan y que votó masivamente por Trump. La emergencia y triunfo del trumpismo reflejan la desconexión entre la acción política conservadora y el apoyo público hacia el bien común y la regulación del capitalismo. La falta de un evangelio social vibrante y comprometido en la esfera pública permitió el auge de Trump y su corte evangélica.

Un nuevo evangelio social evocaría al Dios del Éxodo y de los profetas hebreos, el Dios cuyo reinado proclamó y vivió Jesús. La proclamación del evangelio y su puesta en práctica social deben ser inseparables. El reino de Dios, central en la escatología del Nuevo Testamento, debería vivirse hoy, como un futuro que nos llama a proyectos sociales transformadores. Este evangelio renovado exige un peregrinaje hacia Dios que incluya a todos los vecinos, con la iglesia volviendo a ser una comunidad de adoración que levanta en la procesión humana al Dios reconciliador en Cristo, llamada a ser una colonia del cielo.

Ello implica el retorno de la religión cristiana al discurso público. Un nuevo evangelio social requiere disputar de nuevo la plaza pública, donde el cristianismo y todos los defensores del bien común compitan legítimamente en la arena pública. Es necesario presentar un humanismo cristiano renovado, involucrarse en la economía para proponer una economía justa y godly, y promover una escatología colaborativa que anticipe la presencia de Dios impulsando logros terrenales.

Este esfuerzo no necesita surgir de la nada. América ha experimentado grandes avivamientos espirituales que reconfiguraron la vida religiosa y social: desde el pietismo del primer avivamiento en 1740, pasando por el romanticismo del segundo en los años 1820, hasta el surgimiento del evangelio social y los movimientos pentecostales en el tercero a comienzos del siglo XX. Hoy, al iniciar el tercer milenio, cabe preguntarse si es posible imaginar un evangelio social que supere las limitaciones del protestantismo liberal, abrazando la ortodoxia histórica, la renovación litúrgica, la sacramentalización de lo común y la teología de la liberación.

Este evangelio debería surgir de un testimonio cristiano arraigado en la historia y que hable a los tiempos actuales, integrando todas las dimensiones de la vida cristiana en América, incluyendo la teología histórica y la praxis social, para reclamar la justicia y la esperanza de un mundo mejor. En medio de la crisis contemporánea, la importancia de la comunidad de fe y su mensaje es clave para renovar la esperanza y la acción transformadora en la sociedad.

Además, es fundamental que el lector entienda que la historia del evangelio social no es solo un capítulo del pasado, sino una invitación constante a la responsabilidad ética y comunitaria. La recuperación de esta tradición requiere reconocer cómo las fuerzas económicas, políticas y culturales moldean la religión y viceversa. La práctica de un evangelio social renovado implica un compromiso activo para cuestionar y resistir las estructuras de poder injustas, así como para construir nuevas formas de solidaridad y equidad. El cristianismo público debe articular una visión integral que conecte la espiritualidad con la justicia social, sin caer en reduccionismos individualistas o ideológicos, pues solo así podrá ser realmente transformador y relevante en el mundo contemporáneo.

¿Puede el cristianismo desafiar el capitalismo sin traicionar su esencia?

La teología no puede mantenerse al margen de los sufrimientos del mundo. Si Dios actúa en momentos individuales de gracia, lo hace frecuentemente en contextos sociales, donde el dolor humano se revela con crudeza. Cualquier teología relevante hoy debe ser una teología de la liberación. Para Sallie McFague, vivir de forma justa y sostenible no es una opción, sino una exigencia espiritual. Esta liberación no puede concebirse como un proyecto aislado, sino como una teología del interés común, que pregunta: ¿Dónde duele más? ¿Podrían los cristianos estadounidenses aprender a buscar esa herida o acaso son ellos mismos quienes la perpetúan?

El capitalismo de libre mercado, desregulado, representa el mundo iliberal donde se espera que un Dios liberal sea imitado. No se trata de una utopía socialista extraída de fuentes seculares, sino del sueño del pacto de un Dios que libera, el Dios del Éxodo, encarnado en el ministerio de Jesús. Por tanto, un evangelio social debe ser inconformista, disidente, incluso insurreccional. Sin embargo, el capitalismo anglosajón se presenta como un orden eterno, incuestionable, al que el cristianismo suele conceder un pase libre. La participación en este sistema raramente se percibe como pecado, aunque el culto dominical declare que estamos "cautivos del pecado y no podemos liberarnos por nosotros mismos". La economía rara vez aparece en el confesionario.

McFague no es una sentimentalista ni una mística desencarnada. Con una claridad heredada de los padres de la Iglesia, afirma: “La gloria de Dios es cada criatura plenamente viva”, y sostiene que se glorifica a Dios amando el mundo, sin restringir esa experiencia al corazón del creyente ni a los confines del cristianismo. Esta imitación de Cristo se despliega en el escenario más amplio posible, sin excluir a nadie.

Desde los tiempos del Éxodo, la teología del pacto apuntaba al bien común. Los profetas imaginaron, desde este fundamento, una economía divina. El mandamiento del Sabbat, lejos de ser un simple rito, interrumpe la ansiedad productiva, obliga a cesar el trabajo, reorienta hacia el culto y refuerza la vida comunitaria. Es tiempo para reparar el mundo. El Sabbat relativiza la productividad como valor absoluto: durante un día, la explotación económica debe detenerse. En ese descanso obligatorio se honra al Dios liberador, se ejemplifican sus planes para el bien común, se desafían los sistemas económicos como normativos.

En el Deuteronomio, la legislación del pacto establece la primera red de seguridad social conocida. La riqueza se regula, las deudas se cancelan cada siete años, los préstamos a los pobres no llevan interés ni requieren garantía. La hospitalidad se establece como norma permanente; los bienes sobrantes son para viudas, huérfanos y extranjeros. El Año del Jubileo radicaliza aún más esta redistribución. La economía no es nunca un sistema autónomo: hacerlo así equivaldría a romper el primer mandamiento.

No puede reducirse el testimonio bíblico a una piedad individual que nunca toca la realidad económica. Toda la Escritura habla sobre pobreza, riqueza, producción y distribución. Jesús habla más de dinero que de casi cualquier otro tema, y la mitad de sus parábolas se sitúan en contextos de mercado, donde rara vez se aventuran los sermones modernos. La justicia económica es piedra angular de la vida comunitaria. La tríada de viudas, huérfanos y extranjeros domina la preocupación ética del Antiguo Testamento, y debería constituir el fundamento de cualquier ética social contemporánea.

El amor al prójimo, entendido de forma individualista, debe ser redirigido hacia la compasión social. La fórmula “La forma social del amor es la justicia” sintetiza esta exigencia. La teoría económica moderna oscila entre Adam Smith y el marxismo, sin abrir espacio para una intervención religiosa. Smith confiaba en que el mercado libre mejoraría el bienestar humano; Marx denunció su capacidad destructiva para alienar al trabajador, destruir comunidades y deshumanizar la vida. Pero ¿dónde está hoy el evangelio social rival?

Entre Smith y Marx surgió una teología moral cristiana moderna que defendía que la religión no es un simple reflejo de la economía, sino una fuerza independiente capaz de influir en ella. El “evangelio social” protestante del siglo XX, junto con diversas formas de socialismo cristiano en Europa y la enseñanza social católica, intentaron mitigar los estragos de la economía moderna mediante una ética bíblica reconstituida. La teología de la liberación fusionó el impulso bíblico por la justicia social con un análisis estructural marxista de la injusticia. La enseñanza social católica propone incluso un tercer camino, más allá del capitalismo y el marxismo, que proteja a los pobres y a los trabajadores.

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