La debilidad de los liberales y la izquierda en Estados Unidos es evidente cuando observamos el panorama político del país. En 2018, el Partido Republicano, profundamente conservador, controla todas las ramas del gobierno estadounidense: la Casa Blanca, el Senado, la Cámara de Representantes, la Corte Suprema, además de la mayoría de los gobernadores y legislaturas estatales. Esta situación es el resultado de una serie de alianzas y decisiones estratégicas tomadas a lo largo de los años que han permitido que los intereses corporativos dominen la política estadounidense.

Desde la administración Clinton, el Partido Demócrata ha abandonado el progresismo social y las políticas de la era del New Deal, eligiendo alinearse con Wall Street y los intereses empresariales. Bill Clinton, por ejemplo, hizo una alianza con los titanes de Wall Street, como Robert Rubin, CEO de Citibank, quien se convirtió en su secretario del Tesoro. Esta tendencia continuó con Hillary Clinton en su candidatura de 2016. En el periodo de George W. Bush, muchos críticos señalaron que no había más que dos partidos principales en Estados Unidos, ambos al servicio de los intereses corporativos. Sin embargo, este fenómeno no era nuevo, ya que los presidentes demócratas previos, como Woodrow Wilson, Harry Truman, JFK, Lyndon Johnson y Jimmy Carter, también estuvieron estrechamente vinculados con los intereses de las grandes corporaciones.

La revolución de Reagan en 1980 marcó el inicio de lo que algunos denominan el "Tercer Régimen Corporativo". Este nuevo orden económico, que tiene sus raíces en la era dorada de finales del siglo XIX, convirtió a Estados Unidos en una nación dominada por las corporaciones, donde la soberanía pasó de los ciudadanos a las grandes empresas transnacionales. Desde su surgimiento, la derecha ha estado en el poder, consolidando esta nueva forma de gobierno, mientras que la izquierda ha ido en decadencia, atrapada en un mundo de política de identidad y sin una narrativa convincente sobre el cambio o la seguridad universal.

A medida que la política estadounidense se polariza, la izquierda ha tenido dificultades para presentar una narrativa clara y coherente sobre seguridad y bienestar. Mientras que la derecha y la extrema derecha se enfocan en historias de seguridad que se alimentan del miedo, el Partido Demócrata ha perdido su conexión con las clases trabajadoras, despojándose de sus raíces progresistas. Esta desconexión ha creado un vacío, permitiendo que las narrativas reaccionarias, basadas en el miedo y el nacionalismo, cobren fuerza.

A pesar de estos desafíos, una parte significativa de la población estadounidense sigue siendo progresista. Según encuestas de Gallup y Pew, una mayoría de estadounidenses apoya políticas progresistas en áreas como la economía, la desigualdad y el dinero en la política. Sin embargo, esta mayoría se ve eclipsada por la dominación de las élites corporativas y el ascenso de la derecha autoritaria, que ha logrado transformar la política estadounidense en una lucha entre el corporativismo y la extrema derecha.

La izquierda, en lugar de desarrollar una nueva narrativa que reconozca y enfrente las injusticias inherentes al capitalismo militarizado, ha dejado que la derecha controle la conversación sobre temas como los valores familiares, la inmigración y la seguridad. Es crucial que la izquierda recupere su papel como defensora de políticas que realmente apoyen a las familias trabajadoras, como el permiso parental pagado y el cuidado infantil público, que son rechazados por la derecha.

La emergencia de un nuevo tipo de fascismo, impulsado por un presidente como Trump, ha dejado en evidencia las fracturas dentro de la política estadounidense. Aunque la extrema derecha está en auge, muchos dentro de las élites corporativas temen que este giro autoritario pueda amenazar los propios cimientos del capitalismo global que ellos apoyan. Este choque entre los intereses corporativos y el autoritarismo emergente plantea una pregunta crucial: ¿cómo podrá la izquierda reconectar con las bases populares y crear una narrativa alternativa que desafíe este nuevo orden?

Es fundamental que los progresistas en Estados Unidos comprendan que, si bien una mayoría de la población apoya políticas de izquierda, la lucha por una narrativa de seguridad universal no es solo una cuestión de políticas públicas, sino también de lucha cultural y política. La izquierda debe replantear su enfoque, reconociendo que las luchas de identidad no deben eclipsar las luchas de clase, y que el verdadero desafío es desmantelar las estructuras de poder corporativo que alimentan las desigualdades y la militarización del capitalismo. Solo así podrá crear una visión de seguridad y bienestar que no se base en el miedo, sino en la justicia y la igualdad para todos.

¿Cómo se fabrican los enemigos internos en los sistemas políticos autoritarios?

La construcción del enemigo interno ha sido uno de los pilares más eficaces en la consolidación de regímenes autoritarios, ya sea bajo el fascismo clásico o las nuevas formas de autoritarismo neoliberal. Este mecanismo no opera de forma aislada, sino que está entrelazado con discursos de seguridad nacional, identidad cultural y legitimación del poder político, generando narrativas que justifican tanto la represión como la exclusión sistemática de ciertos grupos sociales.

El fascismo histórico —en sus versiones italiana y alemana— mostró con claridad cómo la creación de enemigos internos permitía cohesionar a la mayoría social en torno a un proyecto nacionalista excluyente. Hitler utilizó la figura del judío como enemigo total, simbólicamente cargado con todos los males sociales: decadencia moral, fracaso económico, traición política. Este arquetipo del "enemigo paraguas" no solo permitía justificar la violencia estatal, sino que ordenaba la narrativa política en función de una amenaza existencial, envolviendo al ciudadano en una lógica binaria de pertenencia o exclusión.

En los contextos contemporáneos, la lógica se repite con matices ideológicos distintos pero con la misma estructura narrativa. En el caso de Estados Unidos, el islamismo radical, los inmigrantes latinoamericanos, los activistas progresistas, los sindicatos, los afroamericanos y hasta las feministas han sido sucesivamente convertidos en amenazas internas. El uso del término "enemigos domésticos" no es meramente retórico, sino que se institucionaliza a través de políticas de seguridad, leyes de excepción y discursos presidenciales que moldean la opinión pública.

La "historia de seguridad" es el vehículo principal de esta producción simbólica. Se trata de relatos donde la identidad nacional es presentada como frágil, constantemente asediada por agentes internos que conspiran desde dentro para socavar la civilización. Esta narrativa se presenta como objetiva y racional, pero se basa en emociones profundas: miedo, humillación, resentimiento. En un mundo hobbesiano, donde el orden se impone a través de la fuerza, la fabricación del enemigo permite al poder político presentarse como protector de la nación, incluso cuando erosiona sus fundamentos democráticos.

El caso de la izquierda es ilustrativo por contraste. La debilidad de sus narrativas de seguridad, su dificultad para responder a los relatos emocionalmente efectivos de la derecha, y su fragmentación interna en torno a identidades parciales, la han vuelto vulnerable a la demonización. Mientras tanto, la derecha ha sabido explotar los errores de la corrección política y del identitarismo liberal para alimentar el resentimiento popular, presentándose como la única fuerza capaz de restaurar el orden y la autenticidad nacional.

La legitimación de estas narrativas se articula además con un aparato cultural y mediático sofisticado. Desde los medios de comunicación tradicionales hasta las redes sociales, se manufactura el consentimiento a través de una repetición constante de imágenes del peligro: caravanas de inmigrantes, manifestantes violentos, amenazas terroristas, profesores radicales. Esta saturación discursiva no busca la verdad, sino la adhesión emocional, la formación de un sentido común afectivo que convierta la exclusión en una necesidad.

Por último, es fundamental entender que esta fabricación del enemigo no es una simple desviación de las democracias, sino un elemento estructural de las crisis de legitimidad del capitalismo tardío. En contextos donde la desigualdad es rampante, donde el relato meritocrático se desploma y el contrato social se erosiona, el enemigo interno actúa como válvula de escape para un sistema que ya no puede prometer bienestar ni justicia. La violencia simbólica se convierte entonces en sustituto de la justicia social, y la persecución del otro interno se presenta como una forma de redención nacional.

La comprensión de este fenómeno exige reconocer su carácter racional y emocional a la vez. No es solo una manipulación desde arriba, sino un deseo profundo de orden, identidad y pertenencia en sociedades marcadas por el miedo y la precariedad. La superación de esta lógica exige no solo desmontar las narrativas autoritarias, sino construir relatos colectivos capaces de integrar sin excluir, proteger sin violentar, y movilizar sin odiar.