Los detalles cambian, pero las máscaras y los roles permanecen. Este es un problema que nos afecta a todos, sin importar el partido o el periodo histórico. Un modo sencillo de entenderlo es que siempre estamos en la era de Trump. Los tiranos, los aduladores y los ignorantes siempre han existido. En la tradición política de Estados Unidos, mencionamos la era de Bill Clinton, pero también se pueden encontrar figuras similares a lo largo de la historia, como Nixon, rodeado de aduladores, o Hitler, cuya esfera de poder estuvo plagada de seguidores que callaban ante las atrocidades. Alejandro Magno, a su vez, no estuvo libre de una corte que se doblegaba ante su deseo de adoración. Los tiranos, los aduladores y los ignorantes llenan el escenario de la política. A veces lo que presenciamos es más una comedia que una tragedia: un escenario lleno de figuras de la cultura pop y personajes de programas de telerrealidad. Pero en otras ocasiones, esa farsa se convierte en atrocidad, cuando la voluntad del tirano se convierte en genocidio, cuando los aduladores son racistas y antisemitas, y cuando las masas ignorantes brindan apoyo material y político a la muerte.

La cura estructural para todo esto es la separación de poderes y el imperio de la ley. Pero detrás de ello se encuentra la necesidad de virtud en tres niveles: en el nivel del gobernante, de la burocracia y, fundamentalmente, en el de la sociedad misma. La teoría de la virtud es compleja, y existe una vasta literatura sobre ética de la virtud que se presupone aquí. No obstante, podemos simplificarla destacando las cuatro virtudes identificadas por los antiguos griegos como cardinales: sabiduría, coraje, justicia y moderación. Estas cuatro virtudes se apoyan mutuamente. De ellas, la sabiduría es la más amplia y la más importante. La sabiduría es una solución evidente contra la necedad. Que la sabiduría sea la cura contra la tiranía puede no ser tan obvio. La sabiduría debe ir acompañada de virtudes como la moderación y el sentido de la justicia, las cuales previenen que las personas se conviertan en tiranos. Pero es la sabiduría la que mantiene a los futuros tiranos alertas sobre sus propios impulsos egoístas y la fatalidad del exceso de confianza. Y es la sabiduría la que permite a los tiranos potenciales escuchar las palabras seductoras de sus aduladores.

Los aduladores, por supuesto, deben ser suficientemente sabios para manipular y halagar, pero además de carecer del coraje para "decir la verdad al poder" (como dicta el dicho contemporáneo), también carecen de la sabiduría necesaria para entender que, al apoyar al tirano en detrimento de las masas, están sembrando las semillas de su propia desaparición futura. El adulador está en una posición precaria. El tirano puede volverse contra él en cualquier momento. Y las masas, cuando cambian las mareas de la historia, no entenderán las intrincadas maquinaciones que motivaron al adulador. Cuando la historia da un giro, las masas también se volverán contra él.

Regresando a Aristóteles y la importancia del imperio de la ley, el poder tiránico no puede consolidarse en una democracia cuando las masas son sabias, despiertas y conscientes, y cuando la ley lo previene. Las tentaciones del adulador se debilitan cuando los potenciales aduladores se dan cuenta de que las recompensas a corto plazo de adular a un tirano son superadas por el riesgo a largo plazo de vincular sus vidas y carreras con un tirano en un sistema que persigue a los infractores de la ley y a sus cómplices.

La tesis de este texto se encuentra profundamente arraigada en una defensa de la democracia y de la educación moral. Prevenimos la tiranía cultivando sabiduría y otras virtudes. Cultivamos sabiduría y virtud a través de la educación. Para que esta educación sea eficaz, debe ser democrática, inclusiva y empoderadora. Para que la democracia funcione, también deben existir estructuras legales que impidan que un tirano consolide el poder.

En este mundo roto y trágico, no existen panaceas. No hay garantía de que la educación democrática y la sabiduría solucionen permanentemente los problemas. Es difícil encontrar amigos virtuosos y maestros sabios. La historia nos demuestra que las cosas tienden a desmoronarse. Con cada nueva generación, el desafío de la educación y el autoconocimiento se renueva. Por lo tanto, aunque debemos mantener la esperanza, también debemos reconocer el sentido de la tragedia. Debemos trabajar para cultivar la sabiduría y apoyar la educación democrática. Debemos buscar amigos virtuosos y maestros sabios. Pero también debemos reconciliarnos con el hecho de que los tiranos, los necios y los aduladores siempre estarán con nosotros.

¿Qué es la soberanía y cómo se relaciona con el poder tiránico en la democracia?

La legitimidad en la transición del poder en una democracia se vincula profundamente con la cuestión de la soberanía, la revolución y el consentimiento de los gobernados. Tradicionalmente, en la política cristiana, el soberano existía fuera de la ley, siendo tanto la fuente como el administrador de esta. Sin embargo, en la tradición del contrato social, la soberanía se desplaza hacia la constitución, las estructuras mayoritarias y principios legales o morales que son independientes de la ley o resultan de un acuerdo original. En la teoría liberal-democrática persisten interrogantes sobre el estatus del poder ejecutivo. Este poder, para no ser tiránico, debe ser limitado y funcional, definido por roles dentro del sistema constitucional. El poder tiránico, en cambio, trasciende la ley y su función limitada para convertirse en un poder excepcional que reside en la persona y no en el cargo que ocupa.

Carl Schmitt es fundamental para entender esta concepción: “Soberano es quien decide sobre la excepción.” Esto implica que el soberano posee un poder fuera del sistema constitucional, con facultad para suspender la ley en momentos de crisis o emergencia. El acto excepcional es una decisión auténtica basada únicamente en la voluntad del soberano, no guiada por normas legales. No obstante, cuando la voluntad del soberano es el único poder, emerge la tiranía. Si bien se podría esperar que este poder excepcional sea benévolo, la realidad suele ser que alimenta en el soberano una percepción de excepcionalidad personal que justifica su soberanía absoluta.

Durante la era Trump, estas preguntas han vuelto a la primera línea del debate político: ¿puede un presidente en funciones ser acusado formalmente por actos ilegales, incluso si estos ponen en riesgo el sistema electoral y la democracia? Más allá de la practicidad de una acusación durante el mandato presidencial, la cuestión fundamental es si el presidente está sujeto a la ley mientras ejerce su cargo, o si puede, por ejemplo, otorgarse un indulto a sí mismo, como se sugirió. Estas incógnitas nos conducen al núcleo de la filosofía política, interrogando el origen y la naturaleza del derecho y la soberanía.

Desde una perspectiva psicológica y ética, siguiendo a Schmitt, la verdadera soberanía implica la capacidad de decisión autónoma. La autonomía, entendida como la capacidad de darse a sí mismo las normas que se desea seguir, es central en la tradición moral occidental, especialmente en la ética kantiana. Para Kant, la autonomía no es caprichosa ni arbitraria, sino que está sometida a la ley moral, a la cual el individuo se somete voluntariamente. Así, una decisión moral es autónoma precisamente porque implica la adhesión consciente a una norma moral universal y no a un mero deseo o voluntad arbitraria.

La tiranía aparece cuando esta autonomía se corrompe en capricho y anarquía. El tirano rechaza someterse a la ley moral, sustituyendo el derecho por su propia voluntad arbitraria. Sus decisiones carecen de coherencia y continuidad, motivadas exclusivamente por intereses egoístas. Siguiendo la concepción de Trasimaco, el tirano impone su voluntad como ley y declara bueno aquello que le conviene, negando la legitimidad del orden moral. En este sentido, el tirano no siente culpa ni remordimiento, pues aunque comprende las normas legales y morales, las percibe como restricciones ilegítimas. Esta desconexión entre conocimiento y aceptación distingue al tirano de otros infractores que, aunque rompen la ley, reconocen su valor.

El tirano puede comportarse como un animal domesticado, que obedece por costumbre o temor, o como un dios que se considera superior a la ley, legitimado para crear nuevas normas. Puede negociar y actuar dentro del sistema normativo por conveniencia, pero siempre impondrá su voluntad cuando la oportunidad de concentrar el poder se presente.

La relación entre poder y orgullo (hubris) es crucial para comprender el origen y la perpetuación de la tiranía. El coro de Edipo Rey dice que el hubris engendra tiranía, aunque también puede interpretarse al revés: la tiranía genera hubris. El poder excesivo provoca orgullo desmedido, y este orgullo motiva la búsqueda del poder. La persona tiránica se siente merecedora de su dominio, convencida de su superioridad, lo que alimenta un círculo vicioso en el que la ambición y la soberbia se retroalimentan sin freno.

Es fundamental que el lector entienda que la dinámica del poder tiránico no solo reside en la estructura política sino también en la psicología del gobernante. La tiranía no es simplemente un abuso externo del poder, sino una manifestación de la ruptura entre la autonomía legítima y la voluntad arbitraria. La preservación de la democracia exige que la soberanía nunca se confunda con la voluntad de un solo individuo, y que la ley permanezca como norma fundamental, inquebrantable incluso en tiempos de crisis.

¿Cómo puede la historia ayudarnos a entender los peligros de la tiranía contemporánea?

El ascenso de un tirano está facilitado por la complicidad de aduladores y la ignorancia de las masas. El caso de Donald Trump pone de manifiesto cómo los límites constitucionales y la educación moral pueden evitar que el flagelo de la tiranía se apodere de una nación. Este fenómeno no es nuevo, y la antigua filosofía puede ayudarnos a comprender los acontecimientos actuales, tal como lo hicieron los pensadores griegos al reflexionar sobre las mismas fuerzas destructivas que emergen en tiempos de crisis.

A lo largo de la presidencia de Trump, la política estadounidense mostró cómo un líder, empoderado por un grupo de seguidores incondicionales y la complicidad de aquellos que alimentan sus ilusiones, puede desestabilizar los cimientos de una democracia. La imagen de una nación fracturada, agitada por teorías conspirativas, y un presidente que se niega a aceptar la realidad, resulta de gran relevancia para reflexionar sobre el eterno ciclo de la tiranía.

El 6 de enero de 2021, el asalto al Capitolio fue la culminación de un proceso donde un líder, con la ayuda de su círculo de aduladores, incitó a sus seguidores a desafiar el orden constitucional. Al final, la insurrección fracasó, en parte porque las instituciones estadounidenses demostraron ser más resistentes de lo que muchos temían. Sin embargo, el evento reveló algo más profundo: la manipulación de la verdad, el fanatismo de las masas, y la complicidad de aquellos que, en lugar de frenar el caos, lo alimentan. Estos elementos, aunque específicos de un contexto histórico, son universales.

La figura del tirano, tal como la describió Platón, busca imponerse no solo como un gobernante, sino como una figura casi divina. El tirano no se limita a gobernar; aspira a ser un dios, un ser superior que debe ser adorado y seguido ciegamente. En la actualidad, los seguidores de ciertos líderes caen fácilmente en este juego de idolatría, despojándose de su razón crítica, para ser parte de una masa que acepta cualquier mentira que refuerce su visión del mundo.

Pero el problema no reside únicamente en el tirano ni en sus seguidores. La complicidad de aquellos que callan o apoyan indirectamente estas narrativas falsas es igual de destructiva. En tiempos de crisis, la moralidad se diluye y las personas, movidas por el miedo, la codicia o la ignorancia, prefieren no cuestionar las palabras del líder. Es aquí donde entra en juego la necesidad de la educación moral y política: sin un pueblo consciente y preparado, las instituciones democráticas están en riesgo. La educación debe ser un antídoto contra la propagación de la mentira y el autoritarismo. Un pueblo educado en virtudes y en el pensamiento crítico puede resistir las tentaciones de los tiranos.

La historia nos enseña que los hombres poderosos rara vez son virtuosos. Las democracias que se creyeron estables, como la Atenas de Pericles o la Roma republicana, cayeron porque los vicios de los líderes y la falta de vigilancia moral de la sociedad permitieron que surgieran tiranos. El caso de Trump no es el primero en la historia y, lamentablemente, no será el último. Las masas, a menudo dirigidas por la pasión más que por la razón, pueden ser fácilmente manipuladas, y los aduladores, aquellos que buscan el favor del poder, se convierten en cómplices de la mentira y el caos. Es importante comprender que este patrón se repite a lo largo de los siglos, y que el mismo proceso que llevó a la caída de grandes civilizaciones puede ocurrir hoy.

Además de la tiranía, la moralidad de las masas y la complicidad de los aduladores, hay otro factor crucial que debemos considerar: la polarización. La división extrema entre los grupos políticos dificulta el consenso y convierte las acusaciones de tiranía en herramientas de la lucha partidista. A lo largo de la presidencia de Trump, la nación estuvo profundamente dividida, no solo en cuanto a las políticas que se implementaron, sino también en la manera de interpretar los hechos. Las mismas acciones fueron vistas de manera diametralmente opuesta por distintos grupos, y la verdad se fragmentó, convertida en un bien escaso que ya no se compartía.

La enseñanza que podemos extraer de los eventos recientes es clara. La tiranía no siempre se presenta como un golpe de estado evidente, sino como un proceso gradual en el que la manipulación de la verdad, la falta de moralidad y la complicidad de los poderosos juegan un papel fundamental. Y es aquí donde entra la reflexión filosófica, no solo para entender lo que ha sucedido, sino para prevenir que se repita.

La educación moral y la reflexión filosófica pueden ser la clave para que las democracias eviten caer en los mismos errores del pasado. La filosofía, en su intento de iluminar las sombras del alma humana, puede proporcionar las herramientas necesarias para evitar que la tiranía crezca en nuestras sociedades. Necesitamos, más que nunca, volver a las enseñanzas de los grandes pensadores, como Platón, y aprender de los errores de la historia, para no permitir que la tragedia se repita.

¿Es posible crear una constitución perfecta? Reflexiones sobre el origen y la evolución del pensamiento político

La Constitución de los Estados Unidos, en su origen, dejó fuera de su ámbito a más de la mitad de la población: todas las mujeres y muchos hombres, incluidos, por supuesto, los esclavos. Además, estableció un sistema en el cual los senadores no eran elegidos directamente por los votantes, sino por las legislaturas estatales. Esta Constitución fue lo suficientemente débil para ser manipulada e ignorada por presidentes tiránicos como Andrew Jackson, lo que permitió la genocida política contra los pueblos nativos. Fue tan imperfecta que una guerra civil amenazó la unidad de la nación y condujo a una serie de enmiendas que solo fueron posibles tras la victoria del Norte sobre el Sur.

Este repaso histórico no es solo una reflexión sobre los defectos de un documento fundamental, sino también sobre una verdad más profunda y sutil: no existe una constitución perfecta. No hay un ideal platónico de un estado perfecto. Platón, en su obra, imaginó una constitución ideal, pero Aristóteles consideraba ingenuo pensar que la política pudiera alcanzar la perfección. Según él, la vida política se desarrolla en el medio de las circunstancias: es el resultado de la historia, la geografía y los hechos contingentes. La filosofía política debe considerar el ideal, pero también la realidad no ideal. Como decía Aristóteles, debemos pensar en la “utilidad práctica”: no solo en lo que es la mejor constitución, sino en lo que es posible de lograr.

El análisis de Aristóteles sobre la vida política nos muestra que esta es un asunto complicado y enredado, lleno de compromisos y, en ocasiones, desastres. El primer intento estadounidense de crear una constitución, los Artículos de la Confederación, resultó fatalmente defectuoso, y la misma Constitución original también lo era. Esa imperfección es algo que también encontramos en el corazón de la filosofía política aristotélica. Aristóteles defendió ideas que hoy consideramos indefendibles, como la esclavitud, la subordinación de la mujer y la guerra contra los “bárbaros”. Estudiar la historia del pensamiento político nos revela que vivimos en un mundo trágico, donde la perfección no es posible. Lo mejor que podemos hacer es avanzar dentro de una historia que no creamos y con respecto a condiciones que no podemos dominar.

Este reconocimiento de la tragedia, combinado con una orientación práctica hacia lo que es posible, nos deja humildes. No estamos ni siquiera de acuerdo sobre el objetivo de la filosofía política ni sobre cuál es el principal problema político. Platón pensaba que el objetivo era crear justicia bajo un ideal de unidad orgánica; Aristóteles consideraba que ese ideal platónico era demasiado enfocado en la felicidad de la ciudad, sin tomar en cuenta el bienestar de los individuos. Hobbes creía que el principal problema era evitar el estado de guerra en el que nos hallamos en la naturaleza humana. Marx se centró en la superación del conflicto de clases. Y así sucesivamente.

La pregunta central de este libro se ha enfocado en el problema de la tiranía. Esta fue una preocupación central para los fundadores de los Estados Unidos, así como para Platón y otros pensadores. Si ese es nuestro problema principal, un sistema como la Constitución de los EE.UU., con su separación de poderes y mecanismos de control mutuo, parece ser una buena idea. Pero este sistema resulta disfuncional. No es un buen sistema si lo que valoramos es un gobierno ágil, capaz de reaccionar rápidamente a las crisis emergentes. Tampoco es adecuado si preferimos algo parecido a la democracia directa. Sin embargo, ¿es un buen sistema si lo que valoramos es la capacidad de destituir a un potencial tirano del poder? Esa sigue siendo una cuestión abierta.

La cuestión del enfoque principal de la filosofía política está relacionada con una pregunta sobre la naturaleza humana. ¿Somos perfectibles o corruptibles? ¿Somos racionales o irracionales? ¿Nos importa realmente la justicia y el bien, o estamos más interesados en el poder y el interés personal? Y, finalmente, ¿es el mayor problema que debemos prevenir el ascenso de la tiranía o la disfunción de un sistema de gobierno torpe? Es difícil responder a estas preguntas porque la vida política es compleja y trágica. Los seres humanos son imperfectos; cada uno de nosotros tiene la tendencia a ser tiránico, adulador o ignorante. La vida política puede desmoronarse por diversas razones. Lo que describo como trágico ha sido explicado por otros bajo el concepto de “realismo”. Richard Hofstadter señaló que la Constitución de los Estados Unidos surgió de lo que él denomina “una Era del Realismo”. Los fundadores eran calvinistas y hobbesianos que buscaban evitar que los seres humanos cayeran en el pecado y el caos del estado de naturaleza. "No creían en el hombre. Pero creían en el poder de una buena constitución para controlarlo."

En la Convención Constitucional, los fundadores, según Hofstadter, se guiaron por un escepticismo fundamental hacia la democracia. Este escepticismo era, sobre todo, una desconfianza hacia el hombre común y el gobierno democrático. Sin embargo, como Hofstadter explica, los fundadores comprendieron el estado de ánimo democrático de la época de la Ilustración. Así, crearon un sistema que “controlara el vicio con el vicio”, o como lo expresó James Madison en el Federalista 51, “La ambición debe contrarrestar la ambición”. Madison, de hecho, dijo famosamente: “Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno”. En este mismo sentido, Jefferson pensaba que era necesario un sistema de separación de poderes fuerte para evitar que surgiera la tiranía. Según él, “El momento para protegernos contra la corrupción y la tiranía es antes de que se apoderen de nosotros”.

De esta manera, los fundadores concibieron la constitución con el objetivo principal de preservar la libertad, evitando la tiranía. Por eso era necesario un sistema de controles y equilibrios, como lo expresó Jefferson para mantener alejado al “lobo” de la tiranía. Sin embargo, la Constitución fue creada por hombres de diversos estados y orígenes, involucrando compromisos y negociaciones. Podemos decir que la Constitución es un documento imperfecto y trágico, gestado en medio de la historia como un intento por prevenir tragedias mayores. Su objetivo fue controlar las inclinaciones más destructivas de la naturaleza humana hacia la tiranía, la adulación y la necedad. La Constitución de los Estados Unidos ha perdurado, no porque sea perfecta o haya sido creada para un mundo de ángeles o reyes filósofos. Su durabilidad se debe a que evita que sucumbamos a las tentaciones de la tiranía, la adulación y la necedad. Es una constitución no ideal para un mundo no ideal.