En Wall Street, ¿pueden llamar las corporaciones a rendir cuentas? ¿Pueden insistir en que cada mercado esté cargado de preocupaciones por el bien común, por los menos favorecidos, por el cuidado de la tierra? Ningún oligarca corporativo concede esto, por lo que los profetas deben volverse más ruidosos. Cuando el pastor de Chicago, Jeremiah Wright, quien sería una de las figuras más influyentes en el contexto pre-presidencial de Obama, abrió su boca para condenar a Estados Unidos, la respuesta, incluso de los creyentes bíblicos, fue de incredulidad. Pocos podían imaginar que alguien denunciara a su propio país en nombre de Dios. Ciertamente no este país, la ciudad que Dios había colocado sobre una colina para que todos la admiraran. Hillary Clinton comentó que los metodistas nunca hablarían de esa forma. J. Edgar Hoover había intentado segregarlos, tratando de clasificar a Martin Luther King Jr. como comunista. Y el presidente Johnson dejó de admirar a King cuando su discurso dejó de centrarse en los recolectores de basura para abordar la guerra de Vietnam. Porque King era un profeta, él podía ver la conexión; porque Johnson era el comandante en jefe, no podía.
Los estudiantes universitarios que han tomado un curso de Estudios Religiosos sobre la Biblia Hebrea o la Biblia como literatura habrán leído estos oráculos proféticos, pero tal vez hayan concluido que hablan en un idioma perdido para la civilización moderna, ya no relevante o incluso inteligible. Los estudiantes de economía a menudo no pueden encajar las humanidades de la tradición occidental dentro de su rígido realismo económico y su obsesión con el dinero. De hecho, algunos republicanos han propuesto un recargo sobre tales cursos porque no contribuyen a las necesidades de la economía. Algunos creyentes de la Biblia en los Estados Unidos prefieren un Jesús espiritualizado a un profeta enfadado con todo ese lenguaje de justicia social. Algunos dicen que los fundamentalistas quieren mantener a Jesús en la cruz y con pocos diálogos. Muchos cristianos invitan a Jesús a sus corazones, pero no a la economía. Los "espirituales pero no religiosos" se adhieren a la naturaleza, pero rápidamente regresan de Big Sur al Silicon Valley cuando el fin de semana termina.
Es cierto, los profetas son difíciles de vivir. Especialmente molestan a las sensibilidades nacionalistas y al patriotismo como la respuesta común predeterminada. Los estadounidenses, a diferencia de los europeos, no pueden imaginar a un Dios que bendiga la democracia social mientras condena la idolatría de los mercados libres. Abraham Heschel, gran admirador de los profetas, admitió que estos siempre parecen cantar una octava demasiado alta. Y no cantan para su cena con el uno por ciento. La única solución para algunos es cortar sus palabras sobre la justicia social de la Biblia con un cuchillo. Esto deja al Antiguo Testamento lleno de agujeros en los lugares correctos. Durante más de un siglo, la Biblia no dijo nada sobre la esclavitud. Los padres fundadores no estaban esclavizados por los profetas porque habían desarrollado lecturas "interesadas".
Los cristianos hablan del regreso de Jesús. ¿Pueden los profetas regresar, disfrazados como tú? Así comienza: simples buscadores con buenos ojos y oídos, y un espíritu inquisitivo, se encuentran desconcertados por todas las cosas que han ido mal en este mundo y buscan con seriedad la mano de Dios escrita en la historia. En sus mentes y corazones resuenan palabras bíblicas. Luego, llega un llamado de Dios, casi siempre no bienvenido, que los convierte en testigos divinos y críticos sociales. Son comisionados como voces para los planes de Dios sobre la tierra y la humanidad. Lentamente encuentran su camino como críticos sociales y luego como actores en una sociedad que ha perdido sus anclajes. Tal vez consideren organizar comunidades, o predicar en iglesias y luego en las calles, fábricas, reuniones del consejo municipal y finalmente ante el Congreso—como hizo John Stewart en defensa de los primeros respondedores del 9/11. Están decididos a creer que la historia tiene un guion y que la agenda religiosa es nombrarlo.
En actos de teatro de guerrilla, representan los sueños de Dios en escenarios públicos. Su objetivo es perturbar y cautivar nuevas audiencias. Al igual que Marx, comúnmente llamado un profeta secular, están decididos a cambiar el mundo. Sus tramas pueden tomar ejemplos del éxodo o el período del desierto, y su estilo puede ser tomado de aquellos que se enfrentaron al rey y se convirtieron en una molestia durante los días festivos nacionales. Hoy es probable que respondan al llamado de Cristo, dado que hay 2.1 mil millones de cristianos en el mundo. Descodifican a un Dios liberador en todas partes, anuncian las intenciones de Dios, llaman a los oprimidos o engañados a marchar hacia la libertad. Se insertan en el vórtice donde las fuerzas del ministerio profético y las vidas de los desposeídos se entrelazan.
¿Puedes verte? ¿Puedes oírte? La libertad de Dios para hacer algo sorprendente y la libertad religiosa estadounidense pueden convertirse en la tarjeta de presentación del profeta, como cuando el faraón preguntó "¿Quién llama?" y Dios se identificó diciendo: "Seré quien seré". Dios no es un ídolo doméstico guardado en el Smithsonian, sino un iconoclasta en favor de una nueva era. Hoy en día decimos que valoramos "decir la verdad al poder", aunque los capellanes que solo siguen el flujo son los que obtienen ascensos. Los profetas expresan el dolor de la injusticia públicamente. Los gritos de los pobres, amplificados en la voz del profeta, presagian el colapso del mercado. La verdadera religión hace eco del dolor de Dios y transforma la insensibilidad de la historia.
Los profetas, como los poetas, son "especies indicadoras". Lo que les sucede a ellos primero le sucederá al resto de nosotros. Suenan alarmas, concentran la mente, escapan del sentimentalismo, enfrentan el mal, exponen nuestros comportamientos ocultos. En épocas de sol seguro, los profetas conservan la capacidad de ver en la oscuridad.
¿Cómo puede la religión progresista renovar el papel humano en la evolución cultural?
El debate contemporáneo sobre la relación entre el humanismo y la religión a menudo reduce a Dios a una figura distante, mientras que el ser humano se ve relegado a una posición pasiva, sin un rol claro en los grandes eventos de la historia. Los críticos del humanismo sostienen que la religión ha dejado de ser un motor activo del progreso humano, y se presenta como un sistema que solo espera una intervención divina. Sin embargo, algunas tradiciones religiosas progresistas, especialmente las que enfatizan una cristología elevada, proponen una visión renovada en la que el ser humano juega un papel crucial en la regeneración del mundo, trabajando junto a Dios para restaurar lo que ha sido dañado. Esta visión, en lugar de basarse únicamente en la intervención divina, apuesta por un futuro que depende de la acción responsable de los seres humanos en el presente.
Desde la perspectiva antropológica de Clifford Geertz, las formas culturales humanas comenzaron a desarrollarse antes de que la evolución física del ser humano estuviera completa. De acuerdo con Geertz, la cultura y la biología humana no son procesos paralelos, sino que se han coevolucionado a lo largo del tiempo. Si bien la naturaleza ha proporcionado las bases biológicas del ser humano, es la cultura la que ha tomado las riendas de nuestra evolución, llevándonos más allá de los límites impuestos por la biología. En este sentido, la "humanización" no es algo que haya terminado; por el contrario, continúa a través de los caminos culturales que seguimos trazando. A medida que la humanidad avanza, los horizontes de la justicia social y la vida interdependiente en comunidad parecen expandirse ante nosotros.
Dentro de este marco, el capital social y las estructuras culturales y religiosas juegan un papel fundamental. La teóloga cristiana Sallie McFague hace un llamado a la Iglesia contemporánea para que abandone una visión de un Hijo de Dios que lo hace todo por la humanidad, dejando a los seres humanos sin un propósito concreto. En sus reflexiones, McFague remite a una cita del teólogo cristiano Ireneo, quien postuló que la gloria de Dios se encuentra en la humanidad plenamente viva. Esta idea, revolucionaria en el siglo II y aún pertinente hoy, propone que la divinidad se manifiesta en la humanidad alcanzando su pleno potencial, un concepto que podría sonar radical para los conservadores de hoy.
La religión progresista, por su parte, invita a ver el relato bíblico no solo como una historia de redención divina, sino como un llamado a la cooperación activa entre los humanos y Dios en la creación de un nuevo orden. En las liturgias navideñas, por ejemplo, se reza: "Padre de nuestro Señor Jesucristo, nuestra gloria es estar ante el mundo como tus propios hijos e hijas. Que la simple belleza del nacimiento de Jesús nos convoque siempre a amar lo que es más profundamente humano, y a ver tu Palabra hecha carne reflejada en aquellos cuyas vidas tocamos". Esta oración expresa un deseo profundo de realizar la encarnación divina, un proceso que no solo implica a Dios, sino también a los seres humanos, quienes deben avanzar hacia una realización más plena de sí mismos.
Desde una perspectiva teológica histórica, el catolicismo ha concebido una visión del ser humano como una mezcla fascinante de gracia y naturaleza. Esta concepción tiene ecos en tradiciones judías progresistas que, en el contexto contemporáneo, ven la tarea humana más grande como el "reparar la tierra" (tikkun). Esta visión no es ajena a la ciencia, las humanidades o las ciencias sociales. Al contrario, representa una forma racional y enriquecedora de ver al ser humano no como un producto terminado de la evolución biológica, sino como un co-creador que, en su libertad, participa activamente en los propósitos cósmicos. A medida que nos alejamos de la biología y entramos en el terreno de la cultura, los seres humanos tienen el poder de transformar no solo su entorno, sino el propio curso de la historia.
Este enfoque propone una visión radicalmente diferente al modelo de capitalismo tardío, que ve la justicia social limitada a una pequeña élite. La humanidad tiene ante sí la posibilidad de avanzar en su evolución cultural, no como una tarea impuesta desde fuera, sino como una responsabilidad colectiva de construir un futuro más justo y equitativo para todos. El humanismo religioso, por lo tanto, presenta una alternativa al biologicismo evolutivo, sugiriendo que lo verdaderamente humano es nuestra capacidad de contribuir activamente al bien común y al progreso de la humanidad.
Por otro lado, la razón secular, promovida principalmente desde la Ilustración, no debe convertirse en un espacio exclusivo del discurso público. Aunque durante siglos la fe y la razón vivieron en un equilibrio dinámico, hoy en día existe una tendencia a tratar de excluir la religión del espacio público, considerando que la razón secular es el único lenguaje válido para resolver los problemas sociales y políticos. Este enfoque, aparentemente neutral, ha sido cuestionado por diversos movimientos, desde el feminismo hasta las críticas postcoloniales, que señalan que la razón ilustrada tiene sus propios prejuicios culturales y políticos, dominados por una visión masculina y eurocéntrica.
Es fundamental reconocer que todos los puntos de vista están condicionados por la cultura, la política y el poder. En este sentido, la razón secular no es más objetiva o imparcial que cualquier otra forma de conocimiento, y excluir las voces religiosas del debate público empobrece la discusión. Los filósofos románticos, desde la modernidad, ya habían advertido sobre los peligros de una razón que no se cuestiona, y en la actualidad, la creciente diversidad cultural y religiosa de nuestras sociedades debería llevarnos a revisar los supuestos básicos sobre los cuales descansan nuestras discusiones públicas.
La razón, al igual que la religión, está impregnada de valores y preconceptos propios, y el reto es encontrar un espacio donde las diversas voces puedan convivir y enriquecer el debate. No se trata de suprimir ninguna de estas voces, sino de reconocer que, en un mundo plural, cada perspectiva aporta una visión valiosa sobre lo que significa ser humano. La verdadera evolución cultural no es solo una cuestión biológica, sino también una tarea ética y colectiva en la que todos debemos participar activamente.
¿Cómo redefinir el pecado en un mundo secularizado?
La cultura secular moderna ha intentado desterrar la noción de pecado por considerarla anticuada, cargada de connotaciones religiosas y, por ende, incompatible con el pensamiento progresista. La psicología contemporánea ha reemplazado el pecado por la culpa, y luego ha declarado a la culpa una emoción disfuncional. El discurso liberal lo asocia a lo anti-mundano, lo anti-placer, lo anti-femenino. Sin embargo, abandonar el concepto de pecado no ha significado necesariamente un mundo más justo, más ético, ni más liberado.
El relato prometéico de la desmesura —ese pecado masculino de alcanzar demasiado— no contempla el otro extremo, el pecado de la infradimensión que se impone a las mujeres: no alcanzar lo suficiente, no tomar lo que es suyo por derecho. Las culturas patriarcales castigan a quien sobrepasa los límites, pero silenciosamente alientan una moral de sumisión en nombre de la virtud. ¿Cuál es, entonces, el pecado real en un sistema que enriquece al 1% y deja al resto en la miseria? ¿Dónde hay que mirar cuando la obsesión pública está en la virginidad de las niñas, desviando la atención de las verdaderas fallas morales estructurales?
El pecado, cuando se lo reconoce, suele estar mal ubicado. Y si no tenemos el lenguaje para nombrarlo, tampoco tendremos las herramientas para enfrentarlo. En muchas iglesias aún se proclama: “Somos cautivos del pecado y no podemos liberarnos por nosotros mismos”. ¿Es eso exagerado? Quizás no. La cuestión no es la autodenigración, sino la capacidad de ver con claridad los grandes pecados que nos atraviesan —los personales, sí, pero sobre todo los sociales.
La avaricia, la ilusión del dominio, la injusticia sistemática, la ansiedad colectiva que se transforma en odio y explotación: todos estos son síntomas persistentes de una condición humana enferma. ¿Y si el pecado original de América fuera, como propone Jim Wallis, el racismo blanco? ¿Y si la violencia económica del capitalismo, como sugirió Marx, fuera también una forma estructural de pecado? Freud y Marx, como maestros de la sospecha, nos enseñaron a desconfiar de las narrativas que nos absuelven.
Imaginemos ceremonias públicas donde se confiese no la moral privada sino la complicidad histórica con la violencia y la exclusión. Un “Día del Arrepentimiento” en lugar del Día de Colón. Si el pecado puede tener un rostro colectivo, sistémico, entonces el ámbito político y económico no puede permanecer fuera del análisis teológico.
La tradición cristiana —a pesar de sus extravíos— ha sido profundamente realista sobre la sombra humana. El pecado como egocentrismo, como desconexión del otro y del mundo, como negación de nuestra interdependencia radical. El problema quizás no sea la palabra “pecado”, sino la necesidad de una nueva semántica que permita repensarlo sin caer en los antiguos resentimientos ni en las polarizaciones religiosas.
El pecado de la cultura terapéutica es su rechazo a reconocer el egoísmo institucionalizado como algo más que un fallo individual. El pecado del Primer Mundo es su negación de la interdependencia con los pueblos y con la Tierra, su ilusión de autonomía voraz e ilimitada. La religión progresista entiende el pecado no como transgresión de reglas morales, sino como la falla en la evolución humana. Un fracaso en ser lo que estamos llamados a ser.
Pecado es también resignarse. Decir “así son las cosas” como fórmula de indiferencia o cinismo. Es renunciar a la revolución. Es la gran negativa: el abandono de la esperanza, el abandono de la responsabilidad, el abandono del otro. Es una forma de anti-fe.
La religión conservadora comete su propio error al reducir el pecado a los comportamientos sexuales o a las decisiones individuales que no se ajustan a sus códigos morales. Su fetichización de la homosexualidad o el aborto como las únicas transgresiones verdaderas convierte el discurso religioso en instrumento de exclusión, no de redención. Cuando el monopolio de la definición del pecado queda en sus manos, la religión progresista parece irrelevante.
Pero hay otra forma de ver el pecado: como un veneno acumulado en las instituciones, en los mercados, en los sistemas de poder. Nombrar y enfrentar este pecado estructural es una práctica religiosa radicalmente transformadora. La Biblia no se equivocó al sugerir que algunas formas de pecado son casi demoníacas. Tal vez ciertos poderes políticos y económicos realmente requieren una confrontación espiritual, porque operan como ídolos que exigen adoración absoluta y sacrificios humanos.
Para entender el potencial demoníaco de la economía y de la política, es necesario teologizarlas. Nombrar sus excesos, sus mitologías, sus dogmas como realidades espirituales, no meramente técnicas. Por eso la política progresista necesita una religión igualmente progresista, capaz de ofrecer símbolos cósmicos, mitos transformadores, visiones esperanzadoras frente al colapso civilizatorio.
El pecado no es sólo personal ni ajeno. Es estructural, colectivo, histór
¿Cómo puede la religión desafiar la pretensión de supremacía del capitalismo en la sociedad moderna?
El capitalismo, en su expresión más extrema, se construye sobre una serie de externalidades que no figuran en su balance contable. Estas externalidades son la miseria humana generada junto a la enorme riqueza que el sistema produce. La búsqueda insaciable de objetivos a corto plazo, que a menudo resultan en desastres a largo plazo, y la prioridad del beneficio individual sobre el bienestar común, son características intrínsecas de un modelo que, lejos de ser un accidente, maximiza estas estrategias como su esencia. En este sentido, las condiciones laborales deplorables, como las de los talleres de explotación, no son meras excepciones del capitalismo, sino su manifestación sistemática, optimizada para maximizar las ganancias sin importar las consecuencias humanas.
Esta lógica, que lleva al sistema a ver a los seres humanos como recursos explotables en función de un beneficio financiero, se refleja en las críticas más duras del modelo. En 2009, tras la crisis financiera de Wall Street, el periodista Matt Taibbi describió a Goldman Sachs como “un gran calamar vampiro envuelto alrededor del rostro de la humanidad, clavando su embudo sanguíneo en todo lo que huela a dinero”. Este análisis no es una exageración, sino una crítica punzante al carácter depredador del capitalismo, que no solo es una máquina de generación de riqueza, sino también un sistema moralmente falido, incapaz de ofrecer respuestas a las necesidades de los más desfavorecidos.
Sin embargo, el reto no es renunciar al capitalismo por completo, sino liberarlo de sus pretensiones de ser el único sistema de significado y valor. En lugar de ser la solución a todos los problemas sociales, el capitalismo debe ser tratado como lo que es: un sistema económico exitoso en términos de producción de riqueza, pero insuficiente cuando se trata de responder a las preguntas más profundas sobre el propósito y la justicia social. En lugar de esta total supremacía económica, la religión, entendida no como un accesorio sino como un contrapeso moral, debe intervenir en el debate sobre el valor de la vida humana frente a la lógica impersonal del mercado.
Resulta particularmente trágico que el protestantismo conservador, en vez de actuar como crítico del capitalismo, se haya convertido en su defensor. Instituciones como la Liberty University, fundada por Jerry Falwell, promueven el capitalismo de libre empresa como uno de los valores cristianos esenciales, e incluso defienden que figuras como Donald Trump son los ungidos por Dios. Sin embargo, el cristianismo progresista, que debería haber levantado una voz firme a favor de los más pobres y marginados, no ha logrado articular una respuesta adecuada. El movimiento Occupy Wall Street intentó reivindicar la causa de los excluidos, pero tuvo escaso éxito en convencer a las clases trabajadoras de que su verdadera lucha no debía ser con el voto hacia los multimillonarios, sino con la construcción de una sociedad más justa.
En un mundo marcado por la desigualdad extrema, la religión tiene la responsabilidad de dar voz a aquellos que el capitalismo convierte en desechos, mientras los ganadores cantan su éxito. La tarea de la religión es, por tanto, la de articular una respuesta moral a la devastación que el sistema genera, y ofrecer una visión profética capaz de ver más allá de los beneficios inmediatos y cuestionar la lógica de un sistema que sacrifica la cohesión social en aras de la ganancia individual.
No basta con una simple moralización de la pobreza o una crítica superficial a las desigualdades. Es necesario un análisis profundo que no solo visibilice los efectos destructivos del capitalismo, sino que también proponga alternativas viables, centradas en la solidaridad, en el bien común y en la sostenibilidad de las relaciones sociales y económicas. Como señala la doctrina social de la Iglesia, es imperativo que las universidades y las escuelas de negocios incorporen una ética que eduque a los estudiantes a ver más allá de la mera acumulación de capital. La justicia económica no es solo un desafío técnico o político, sino un reto moral que requiere de un nuevo comportamiento social.
El capitalismo global, especialmente en su expresión estadounidense, ha ampliado la brecha entre ricos y pobres, tanto dentro como fuera del país. Sin embargo, los defensores del mercado libre no aceptan la crítica de que el capitalismo moderno tiene un ADN profundamente defectuoso. La economía de goteo, que promete riqueza para todos a medida que los ricos se enriquecen, sigue siendo vista como una visión utópica que desvía nuestra atención del presente. La respuesta de los cristianos progresistas a esta visión es clave, ya que la teología de la liberación ha recordado, desde sus inicios, que Dios tiene una “opción preferencial por los pobres”. Este principio debe ser entendido y practicado sin caer en el paternalismo, sino reconociendo que la verdadera justicia social solo es posible cuando se cuestiona la estructura misma del capitalismo y se busca una distribución equitativa de los recursos.
La moral cristiana debe ser capaz de ver y actuar en función de las desigualdades económicas, no como una mera opción de caridad, sino como una imperiosa obligación estructural. En las enseñanzas bíblicas, la preocupación por el pobre es constante: desde las leyes de la antigüedad en Levítico, que ordenan dejar parte de la cosecha para los pobres y los extranjeros, hasta las enseñanzas de Jesús, quien criticó abiertamente las estructuras de poder que oprimen a los débiles. El cristianismo, en su forma más auténtica, no puede ser indiferente ante la injusticia económica y debe estar dispuesto a desafiar la visión dominante del mercado. La llamada es clara: debemos pensar en cómo crear una economía que priorice a los menos favorecidos, que reestructure las relaciones sociales sobre bases de solidaridad y subsidiariedad, y que busque el bien común como el valor central de la acción humana.

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