Las tácticas y las estrategias representan dos formas de actuar y de interactuar con las instituciones y los sistemas de poder. Mientras que las estrategias corresponden a acciones organizadas y centralizadas, con el propósito de lograr objetivos a largo plazo mediante el control y la dirección de recursos, las tácticas surgen en un contexto completamente diferente. Estas prácticas, generalmente adoptadas por individuos o grupos descentralizados sin un poder significativo, son infinitamente más flexibles, aunque carecen de la capacidad para transformar radicalmente el sistema. Las tácticas no tienen la fuerza suficiente para revolucionar, pero su habilidad radica en su capacidad para evitar la confrontación directa, lo que las hace efectivas para prevenir la opresión sistemática. Esto, a su vez, explica por qué muchas veces las tácticas son invisibles, ya que su carácter evasivo y subversivo las hace difíciles de detectar, sobre todo en estudios de consumo cultural.

Un ejemplo revelador de cómo las tácticas pueden intervenir en las estrategias institucionales se encuentra en el análisis de las matrículas de automóviles por Jonathan Leib. En su estudio, Leib describe cómo en la República Dominicana, después del asesinato del dictador Rafael Trujillo en 1962, los conductores rápidamente eliminaron la inscripción “Era de Trujillo” de sus matrículas. Este acto, aparentemente simple, representa una táctica cultural para reconfigurar la identidad nacional y rechazar simbólicamente la figura del dictador. Este tipo de respuesta táctica es fundamental para entender cómo la cultura popular interactúa con las estrategias del poder, mostrando cómo los ciudadanos pueden modificar y desafiar los mensajes impuestos por las instituciones a través de pequeños pero significativos actos cotidianos.

A lo largo de la historia de la cultura popular, la relación entre el consumo de objetos materiales y las dinámicas de poder ha sido, en muchas ocasiones, ignorada. Mientras que los estudios culturales han privilegiado las representaciones y discursos en los medios, el papel de los objetos materiales, esos “cosas” que están siempre presentes en nuestra vida cotidiana, ha sido menos explorado. La cultura material, como la define Daniel Miller, incluye los objetos físicos a través de los cuales las personas interactúan, intercambian y construyen significados. Esta relación con los objetos no es superficial; por el contrario, tiene implicaciones profundas sobre nuestra identidad, nuestra comprensión de los otros y las estructuras sociales en las que estamos inmersos.

En este contexto, los objetos materiales no deben ser vistos como simples herramientas pasivas, sino como actantes que tienen agencia dentro de redes más amplias que incluyen tanto humanos como no humanos. La propuesta de Bruno Latour, quien cuestionó la dicotomía entre lo humano y lo no humano, es crucial para entender cómo los objetos, al interaccionar con las personas, tienen un impacto en la construcción de relaciones sociales y culturales. En el caso de la cultura popular, el smartphone, por ejemplo, se ha convertido en una extensión de nosotros mismos. A través de este objeto, podemos consumir medios de comunicación, interactuar con otros y conectar con las dinámicas globales, reflejando cómo los objetos materiales configuran nuestras experiencias y relaciones con la cultura.

Los juguetes, como el caso del “Action Man” lanzado en 1966, también muestran cómo los objetos pueden tener un papel crucial en la formación de culturas militares y en la reproducción de representaciones de guerra y conflicto. Al principio diseñado como un muñeco militar para niños, el “Action Man” se convierte en un medio de socialización y normalización de la violencia militar dentro de la esfera doméstica. Sin embargo, como sucede con muchos otros objetos, su uso no está determinado únicamente por las intenciones de los creadores. Estos juguetes también han sido apropiados por movimientos de resistencia y utilizados para cuestionar las narrativas de militarismo. Por ejemplo, la campaña "Battlefield Casualties" en el Reino Unido utilizó figuras de acción para criticar la presión militar sobre los jóvenes y cómo la industria de los juguetes puede ser parte de una estrategia de reclutamiento disfrazada.

La cultura material también desempeña un papel en la construcción de significados geopolíticos. En muchos casos, los objetos se convierten en vehículos para comunicar y reafirmar identidades nacionales, como lo muestra el caso de las matrículas de los vehículos en la República Dominicana. Este fenómeno no es aislado; se repite en diferentes contextos donde los objetos se cargan de significados políticos y sociales, influenciando nuestra percepción de eventos y sistemas de poder.

Es relevante, por tanto, entender que la relación entre la cultura popular, la materialidad de los objetos y la geopolítica no se limita solo a los productos de consumo masivo, sino que también abarca los aspectos cotidianos de la vida. Los objetos que consumimos, las tecnologías que utilizamos y las formas en que nos relacionamos con ellas son las que constituyen nuestra experiencia cultural. Estos objetos no solo son pasivos receptores de nuestro comportamiento; se convierten en agentes activos que, al ser utilizados en distintos contextos, producen y transforman nuestra relación con el poder, la identidad y la cultura popular.

¿Cómo influyó la representación geopolítica en el Imperio Británico y la construcción de los lugares?

La cuestión de la representación de los lugares en la geografía y la geopolítica ha sido una piedra angular en el debate académico durante varias décadas, especialmente en relación con el impacto de los imperios coloniales. El contraste entre los geógrafos realistas y los constructivistas sociales ilustra cómo la percepción de la realidad, entendida como un conjunto de representaciones sociales y culturales, ha influido profundamente en la forma en que las sociedades ven y construyen su entorno. Mientras los realistas, enraizados en una visión ilustrada del progreso, defendían la búsqueda de la “verdadera” realidad a través del conocimiento objetivo y la observación científica, los constructivistas sociales argumentaban que toda percepción del mundo es producto de representaciones mediadas por discursos de poder.

Este enfrentamiento entre realismo y constructivismo ha dado paso a un terreno común, el realismo crítico, que reconoce la existencia de una realidad objetiva, pero sostiene que nuestro conocimiento de ella está condicionado por las interpretaciones culturales y discursivas. El tiempo ha demostrado que, incluso cuando los procesos materiales, como el cambio climático, no dependen de nuestras percepciones, los discursos que los enmarcan siempre están impregnados de poder. De esta manera, aunque el análisis de la representación en geografía sigue siendo crucial, también se ha cuestionado en las últimas décadas. Se ha señalado que la hegemonía de la representación ha dejado de lado otras formas de interacción y experiencia del lugar, como las prácticas cotidianas y los afectos, lo cual ha dado lugar a teorías no representacionales.

Este enfoque no representacional destaca que el estudio de la representación coloca a los académicos en una posición privilegiada de observadores distantes, lo que puede producir una desconexión de la realidad social y política concreta. Además, se ha señalado que la representación favorece formas de conocer el mundo principalmente cognitivas, textuales y visuales, lo que limita la comprensión de otras experiencias más emocionales y vivenciales del espacio. Sin embargo, aún se argumenta que las representaciones continúan siendo una herramienta clave para la comprensión del mundo, ya que son utilizadas, consciente o inconscientemente, por casi todos en su vida cotidiana.

El caso del Imperio Británico en el contexto de la geopolítica es fundamental para ilustrar cómo las representaciones han servido no solo para entender, sino también para justificar el dominio imperial. Desde el siglo XIX, el Imperio Británico empleó una multiplicidad de representaciones sobre los lugares colonizados, las cuales se difundieron ampliamente a través de diversos medios, incluidos mapas, literatura y cine. Estas representaciones ayudaron a construir la narrativa de la superioridad cultural y la legitimidad del control colonial, reforzando la idea de que el Imperio tenía un derecho casi divino sobre los territorios ocupados.

En este sentido, la representación de los lugares no solo tenía un valor descriptivo, sino que desempeñaba un papel crucial en la justificación moral y política del colonialismo. A través de las representaciones de los “otros”, de las tierras conquistadas como lugares primitivos o subdesarrollados, se legitimaba la intervención imperial como una misión civilizadora. Esta construcción discursiva de los lugares coloniales fue esencial para mantener la estructura de poder desigual entre los colonizadores y los colonizados, ya que no solo se trataba de un control físico de los territorios, sino de un control sobre las percepciones que se tenían de ellos.

Este proceso de representación geopolítica también refleja una evolución del concepto de imperio, que se puede entender a través de dos formas distintas: el colonialismo y el imperialismo. El colonialismo, más explícito en su búsqueda de enriquecimiento material a través del control directo de las colonias, se basaba en la teoría económica del mercantilismo, que postula que la riqueza de una nación depende de su capacidad para exportar más de lo que importa. En contraste, el imperialismo, aunque a menudo enmascarado bajo discursos de benevolencia y desarrollo, buscaba mantener relaciones económicas y políticas desiguales a largo plazo, sin necesidad de ocupar físicamente los territorios.

Es esencial entender que la representación no solo moldeaba la forma en que se percibían los lugares en la geopolítica, sino que también tenía un impacto directo en cómo se vivían y experimentaban esos lugares. Las representaciones sobre el Imperio Británico, y sobre otros imperios, eran construcciones que influían en la identidad de los colonizados, quienes veían sus propios territorios y culturas a través del lente de las narrativas impuestas por los colonizadores. Esto, a su vez, afectaba la manera en que se vivía el espacio, tanto en términos de la relación entre los colonizadores y los colonizados como en la experiencia cotidiana de los pueblos dentro de esos territorios.

Al mismo tiempo, las representaciones de los lugares coloniales no solo se limitaban a un campo intelectual, sino que también se proyectaban en la cultura popular y en los medios masivos, lo que facilitaba la perpetuación de los estereotipos y las ideologías imperiales. El cine, la literatura y los mapas geopolíticos eran herramientas fundamentales para difundir estas representaciones, las cuales a menudo retrataban a los territorios colonizados como lugares exóticos, peligrosos o primitivos que necesitaban ser controlados y transformados por la mano imperial.

Este tipo de representación sigue siendo relevante hoy en día, ya que muchos de los relatos geopolíticos modernos continúan construyendo imágenes de los “otros” que sirven para justificar intervenciones y políticas exteriores. Por lo tanto, estudiar cómo el Imperio Británico y otros imperios construyeron y manipularon representaciones de los lugares es crucial para entender las dinámicas de poder que aún prevalecen en la política global contemporánea.

La crítica contemporánea a la representación geopolítica resalta que, aunque la interpretación de los lugares sigue siendo fundamental, también es necesario ampliar la mirada hacia las formas de experimentar y conocer el mundo que no se basan exclusivamente en representaciones cognitivas o visuales. Esto incluye explorar el papel de las emociones, las prácticas cotidianas y las experiencias sensoriales en la construcción de nuestros vínculos con los lugares. En la geopolítica moderna, la representación continúa siendo una herramienta poderosa, pero debe ser entendida en su complejidad, reconociendo sus limitaciones y el impacto que tiene sobre las relaciones de poder que configuran el mundo.

¿Cómo Representa la Cultura Popular la Herencia Imperial Británica y su Decolonización?

La figura de James Bond, por supuesto, es uno de los iconos más representativos de la cultura británica, no solo como símbolo de astucia y elegancia, sino como una representación de un poder imperial que persiste incluso después de la descolonización. Sin embargo, la imagen que Bond proyecta se encuentra en constante tensión con la realidad histórica de la nación británica. Paul Stock, en su análisis de los espacios que definen a Bond, señala un elemento significativo: la oficina de M. Este lugar, repetidamente mostrado en las películas de Bond, no es solo el entorno administrativo donde se planean las misiones; es también un espacio cargado de ideología, iconografía y un simbolismo que remite a la memoria del Imperio Británico. En esta oficina se conjugan objetos como globos terráqueos con el Imperio Británico aún pintado de rosa, pinturas de barcos de guerra, bustos de figuras históricas, y cañones de réplica, elementos que no solo evocan el pasado, sino que también subrayan una negación de su pérdida. Al estar situada en Universal Exports, la oficina también refuerza la relación entre el poder imperial británico y el comercio global, en la que los espías británicos, como Bond, se presentan casi como vendedores naturales, omnipresentes en el mundo.

Este simbolismo en la representación de la oficina de M revela una contradicción profunda: mientras el Imperio Británico había perdido su dominio territorial en gran parte del mundo, su huella seguía viva en la cultura y la política británicas. La persistencia de esta imagen en la cultura popular no es fortuita; en lugar de ser una mera referencia histórica, sirve como una forma de confrontación con el legado del colonialismo, enmascarando la decadencia y la inseguridad inherentes a la postcolonialidad. Las películas más recientes de Bond, con Daniel Craig en el papel principal, reflejan esta tensión de forma explícita, sobre todo en las tramas de "Quantum of Solace" (2008) y "Skyfall" (2012), donde los enemigos de Bond no son los comunistas o los antiguos colonos, sino un enemigo interno, corrosivo y decadente: el propio sistema que Bond representa. Este giro en las historias también plantea una cuestión crítica sobre el impacto psicológico de las acciones coloniales y el costo humano de mantener un imperio.

En el contexto de la descolonización, es importante entender que el fin del dominio colonial no fue un proceso instantáneo ni un simple acto de independencia política. Como se analiza en los movimientos postcoloniales contemporáneos, como el movimiento #RhodesMustFall, la descolonización es un proceso complejo que va más allá de la independencia política. Es un proceso que continúa afectando la estructura social, económica y cultural de las ex-colonias, como lo demuestra la lucha por cambiar la representación de figuras coloniales en las universidades y otras instituciones.

El postcolonialismo, como corriente intelectual, desafía las categorías y límites impuestos por los relatos dominantes, cuestionando los conocimientos convencionales que han sido validados por los poderes imperiales. El concepto de "subalternidad", desarrollado por teóricos como Gayatri Spivak, se refiere a las voces y experiencias que han sido silenciadas por las estructuras hegemónicas. En este sentido, la imagen del "Oriente" como lo opuesto y subyugado al "Occidente", según lo describe Edward Said, no es solo una construcción literaria, sino una forma de organizar y entender el mundo que sigue teniendo repercusiones profundas en la actualidad.

La crítica postcolonial también pone en duda las divisiones geopolíticas tradicionales, como la de civilización/barbarie, desarrollados/subdesarrollados, y las nociones de poder terrestre y marítimo que dominaron el pensamiento occidental durante siglos. Estas categorías no solo han sido herramientas para justificar la dominación imperial, sino que continúan configurando las relaciones internacionales en la actualidad. Al igual que las narrativas dominantes sobre el poder de la policía en los Estados Unidos, donde la figura de la autoridad se presenta de manera diferente según la experiencia de las comunidades, los relatos imperialistas han sido moldeados por aquellos que detentaban el poder.

Este enfoque revela cómo la descolonización no solo implica la pérdida de territorio, sino también un proceso de revisión constante de las estructuras de poder que siguen operando bajo nuevas formas. La educación, la cultura, la economía y la política en las antiguas colonias siguen estando marcadas por el legado imperial, lo que hace que el trabajo postcolonial sea una tarea interminable. La necesidad de revisar críticamente las estructuras de conocimiento, las representaciones culturales y los sistemas educativos de las antiguas potencias coloniales sigue siendo una de las tareas más urgentes para quienes buscan una justicia social verdaderamente inclusiva.

¿Qué significa realmente Gallipoli para la identidad australiana?

El intento británico de desalojar al Imperio otomano de la Primera Guerra Mundial mediante la captura de Estambul, entonces conocida como Constantinopla, terminó en una catástrofe. Las tropas del ANZAC —el Cuerpo de Ejército de Australia y Nueva Zelanda— nunca lograron salir de la playa. Fueron detenidas sin piedad por soldados turcos posicionados en los acantilados, y tras ocho meses y ocho mil bajas, los ANZAC fueron finalmente retirados. Gallipoli se transformó en sinónimo de dos ideas profundamente contradictorias: por un lado, la alegría imperturbable y el coraje de los soldados australianos ante lo absurdo de la empresa; por otro, la ineptitud del liderazgo militar británico que los arrojó a semejante situación sin una estrategia clara.

Este doble significado no solo se convirtió en un episodio doloroso dentro de la memoria nacional, sino también en un punto de fractura del vínculo imperial que ataba a Australia con el Reino Unido. La narrativa de Gallipoli ha sido repetida y reapropiada en la mitología militar australiana como un acto fundacional, una especie de ruptura simbólica con la autoridad imperial. Más tarde, ese mismo relato sería proyectado sobre nuevas potencias imperiales, con Estados Unidos ocupando el lugar que antes fuera de los británicos: una potencia a la que se sigue, pero no sin un dejo de desencanto o escepticismo.

La cultura geopolítica australiana, entonces, no gira en torno a la victoria, sino a la dignidad mantenida en la retirada, a la capacidad de resistir sin perder el humor. Este imaginario se perpetúa no solo en los discursos oficiales, sino también en prácticas cotidianas, en lugares como el Australian War Memorial (AWM), donde la memoria se ritualiza en formas aparentemente seculares, pero cargadas de sacralidad performativa.

En el interior del AWM, el Roll of Honor —con los nombres en relieve de los soldados caídos— y la Hall of Memory —con su cúpula elevada, su iluminación tenue y la Tumba del Soldado Australiano Desconocido— no funcionan únicamente como elementos museográficos. Son escenarios de una experiencia casi litúrgica. Los visitantes adoptan comportamientos rituales: el caminar lento, el silencio, el gesto contenido. El espacio, aunque no sagrado en su estructura material, se vuelve sagrado por las acciones coreografiadas de quienes lo atraviesan. Así, el anonimato del soldado enterrado en la tumba central no es un vacío, sino un símbolo: su cuerpo representa a todos los cuerpos, su identidad suprimida permite que la nación entera se proyecte en él.

Después de la Primera Guerra Mundial, varias naciones aliadas buscaron representar la pérdida humana masiva mediante tumbas de soldados desconocidos. El Reino Unido pretendía que su soldado desconocido fuera el símbolo del imperio entero, pero Australia, tras Gallipoli, rechazó esa representación y exigió la suya propia. La necesidad de poseer un símbolo nacional, autónomo y no subsumido al relato imperial británico, fue más fuerte que cualquier lógica unificadora.

La magia de este soldado desconocido no reside en su ausencia de nombre, sino en la imposibilidad de atribuirle uno. Identificarlo sería negar la función simbólica que cumple: ser todos y ninguno, un cuerpo anónimo rodeado de coronas de flores dejadas por niños, veteranos, gobiernos y ciudadanos comunes. Es a través de esta interacción con los objetos, los espacios y las performances silenciosas que el pasado bélico australiano se rearticula continuamente en el presente.

Los estudiantes que visitan el memorial no se limitan a escuchar pasivamente una narrativa. Algunos siguen el consejo del guía y buscan su propio apellido entre los nombres grabados. Otros juegan a lanzar monedas inexistentes en la pileta de reflexión, ojos cerrados, como si expresaran deseos futuros. Estos gestos, aparentemente banales o incluso irreverentes, son parte del ensamblaje de significados que se activa en el lugar. La herencia de guerra, entonces, no está contenida únicamente en los nombres ni en los objetos expuestos, sino en la forma en que los visitantes se relacionan con ellos.

Todo esto nos conduce a entender el patrimonio como un ensamblaje de cuerpos, emociones, objetos, narrativas y performances. La memoria colectiva no es fija, ni pertenece exclusivamente al Estado o a las élites culturales. Se construye día a día, mediante pequeños actos de consumo performativo de la cultura, mediante gestos de respeto o desacato, mediante silencios y miradas compartidas. La geopolítica popular del día a día no se manifiesta solo en las pantallas o en los discursos oficiales, sino también en el modo en que el ciudadano común camina en silencio alrededor de una tumba vacía, y encuentra allí una forma de reconocerse como parte de una historia compartida.

Es importante considerar que este tipo de patrimonio no se limita a narrar el pasado, sino que moldea el presente y prefigura el futuro. Al inscribirse dentro de estos ensamblajes de memoria, el individuo se convierte también en productor de sentido, no simplemente en receptor. La performance del duelo, del respeto, de la contemplación, no es una reproducción automática de rituales establecidos, sino una participación activa en la construcción simbólica de la nación. En este proceso, las emociones no son efectos colaterales, sino parte constitutiva del ensamblaje.

Del mismo modo, debemos entender que estos espacios, aunque se presenten como apolíticos o neutrales, están impregnados de decisiones políticas: quién es recordado, cómo, por qué y en qué términos. La Tumba del Soldado Desconocido no es solo un homenaje, sino una afirmación de identidad nacional frente a antiguos centros de poder. Gallipoli no es solo un recuerdo militar, sino un mito fundacional que sigue informando el posicionamiento de Australia en el mundo contemporáneo.