A lo largo de su campaña presidencial, Donald Trump presentó una estrategia claramente delineada y diferente de las convencionales. No solo se promovió a sí mismo como una figura excepcional, sino que además utilizó el lenguaje del "excepcionalismo" para deslegitimar a sus oponentes políticos, incluidos los medios de comunicación y figuras clave de la política estadounidense. Esta estrategia, marcada por la afirmación constante de su singularidad y superioridad, fue una de las características definitorias de su campaña.

Desde el inicio, Trump se construyó como la única respuesta posible a la decadencia del país, un movimiento "nunca antes visto" en la historia de Estados Unidos. Los mítines estaban llenos de seguidores entusiastas, y él se presentaba como el líder que iba a cambiar el rumbo de la nación rápidamente. La figura de Trump estaba, por tanto, inextricablemente ligada a la idea de "excepcionalismo": él y su campaña representaban lo mejor, lo único capaz de corregir los errores cometidos en años anteriores. Sin embargo, esta construcción de la excepcionalidad no solo se centraba en él, sino también en sus opositores, a quienes siempre describió en términos de fracaso y mediocridad.

Un componente fundamental de esta estrategia fue la representación de sus oponentes como personas y políticas profundamente "no excepcionales". Trump atacó a Barack Obama desde diversos frentes, utilizando un lenguaje directo y despiadado. Consideraba que la gestión de Obama había sido desastrosa en múltiples áreas, desde la economía hasta la política exterior. Según Trump, Obama había sido "el presidente más ignorante en la historia de los Estados Unidos", y su legado estaba marcado por una serie de fracasos, como la crisis en Siria, la gestión de la migración y el fallido acuerdo nuclear con Irán.

La crítica a Hillary Clinton fue incluso más virulenta. Trump la atacó repetidamente, calificándola como "la peor" en una amplia gama de cuestiones. A menudo citaba su tiempo como Secretaria de Estado, aludiendo a la transformación negativa del mundo tras su mandato. Iraq, Libia, Siria y la amenaza de ISIS, según Trump, se habían empeorado notablemente bajo su influencia. La estrategia de Trump, en estos casos, era no solo destacar las falencias de sus oponentes, sino también resaltar sus propias "victorias" como la única solución viable. Por ejemplo, no perdía la oportunidad de enaltecer su política migratoria o su postura respecto al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA), que, según él, había sido "el peor acuerdo comercial jamás firmado".

Además de atacar a sus adversarios políticos, Trump dirigió su ira contra los medios de comunicación, a los que consideraba desleales y corruptos. Los describió repetidamente como "los peores" y "los más deshonestos" del mundo. En sus discursos, se quejaba de la forma en que los medios no mostraban el tamaño de sus multitudes o la magnitud de su apoyo popular. Esta acusación se convirtió en un mantra durante la campaña, alimentando el desdén hacia los medios de comunicación tradicionales y reforzando la narrativa de que solo él podía ofrecer la verdad genuina al pueblo estadounidense.

Lo que hacía que la estrategia de Trump fuera particularmente efectiva fue su habilidad para contraponer su excepcionalidad frente a la mediocridad de los demás. No había espacio para la ambigüedad o la moderación en su discurso. Según Trump, el país se encontraba en una situación extrema, y solo él, con su excepcionalidad, podía salvarlo. Así, su campaña no solo se basó en ofrecer soluciones políticas, sino en construir una narrativa de extrema polarización, donde todo lo relacionado con él era excepcional, y todo lo relacionado con sus opositores era lo contrario.

A diferencia de los candidatos tradicionales, que operan dentro de los límites del jeremiada moderna, Trump creó una versión personalizada de esta estrategia. Los jeremiadas modernas típicamente giran en torno a tres tácticas retóricas: la exaltación del excepcionalismo estadounidense, la crítica al partido en el poder y la presentación del candidato como la solución a los problemas nacionales. Sin embargo, Trump fue más allá de esta estructura, distorsionando la narrativa para colocar su propia figura en un pedestal incomparable. No se limitó a criticar a sus oponentes, sino que constantemente los pintó como responsables de la decadencia de la nación, haciendo su contraste con él aún más pronunciado.

Para comprender plenamente el impacto de la estrategia del "Yo Excepcional" de Trump, es esencial reconocer el grado de polarización que genera. Esta táctica no solo buscaba ganar seguidores, sino también crear una división tajante entre los que apoyaban su visión y aquellos que no. La lógica subyacente era simple: si los opositores eran "los peores", entonces solo quedaba una opción para el futuro de la nación: él mismo. La excepcionalidad de Trump no era solo una cuestión de liderazgo político, sino también de identidad nacional.

¿Cómo Trump construyó la narrativa de su presidencia como la más grande en la historia de EE. UU.?

Desde el principio de su presidencia, Donald Trump se dedicó a construir una narrativa en la que se presentaba no solo como un presidente excepcional, sino como el más grande de la historia de Estados Unidos. Esta obsesión con posicionarse como el líder más exitoso de la nación comenzó casi inmediatamente después de asumir el cargo, y se convirtió en uno de los sellos distintivos de su tiempo en la Casa Blanca. No solo comparaba sus logros con los de sus predecesores, sino que de manera sistemática afirmaba haber superado en pocos meses lo que otros presidentes lograron durante todo su mandato.

A los dos meses de haber asumido la presidencia, Trump ya afirmaba sin titubeos: "Hemos hecho mucho más, creo que tal vez más que nadie en este cargo en 50 días, te lo puedo asegurar". Cuatro meses después, su declaración era aún más enfática: "Creo que con pocas excepciones, ningún presidente ha hecho lo que hemos hecho en sus primeros seis meses. Ni cerca". A lo largo de su presidencia, esta narrativa de "más grande, mejor y más rápido" se repetía continuamente, construyendo una imagen de su administración como la más eficiente y transformadora en la historia del país.

Este impulso por presentarse como el presidente más grande no se limitaba solo a los logros tangibles de su gobierno, sino que se extendía al ámbito de la popularidad, especialmente en relación con dos de las figuras más veneradas dentro del Partido Republicano: Abraham Lincoln y Ronald Reagan. Trump parecía sentir la amenaza de que estos dos presidentes, cuya figura es casi mitológica entre los republicanos, pudieran ser considerados más grandes que él. Por lo tanto, buscaba, mediante una serie de afirmaciones y comparaciones, superar su estatus en la historia de su partido.

Trump recurría a los sondeos de opinión para justificar su supremacía. En uno de sus mítines, mencionó un sondeo que lo colocaba como la figura más popular en la historia del Partido Republicano, incluso por encima de Lincoln. De manera similar, se refería a su aprobación como un indicio de su estatus excepcional, declarando que su popularidad superaba la de Reagan, el ícono de la derecha estadounidense. En sus discursos, se esforzaba en destacar que sus logros, como las reformas fiscales, eran más grandes que los de Reagan. En un discurso, incluso sugirió que sus reformas fiscales eran "más grandes que las de Reagan, más grandes que cualquier cosa hecha antes". Esta constante comparación con Reagan no solo respondía a una necesidad de destacarse, sino también a una estrategia calculada para posicionarse como el líder más influyente de la historia republicana.

En este contexto, su afirmación de que eventualmente debería estar en el Monte Rushmore no parecía una simple broma, sino una manifestación de su creencia en su lugar preeminente en la historia. Incluso antes de haber completado su primer mandato, Trump ya estaba convencido de que su legado sería comparable al de los presidentes más admirados de la nación.

Sin embargo, su narrativa no solo se construía sobre una base de logros, sino también sobre una constante identificación como víctima. A lo largo de su presidencia, Trump se presentó como el líder más injustamente atacado y maltratado por los medios y sus oponentes políticos. Acusaciones como la intervención rusa, el juicio político y las numerosas críticas que recibió durante su mandato fueron vistas por él no como desafíos legítimos, sino como parte de una conspiración para derribarlo. Trump repetía una y otra vez que su tratamiento era el más injusto en la historia de la política estadounidense, usando expresiones como "la peor caza de brujas" y "la mayor farsa política de la historia".

Este enfoque no solo le permitió construir su imagen como un presidente excepcional, sino también como un mártir de la política estadounidense. En su retórica, se posicionaba como el líder que, a pesar de ser víctima de un ataque constante, logró avanzar más que cualquier otro presidente. En este sentido, se convirtió en un héroe para sus seguidores, que veían en él no solo al líder más capaz, sino también al más perseguido.

Además de los logros tangibles y las comparaciones estratégicas con presidentes pasados, es crucial entender cómo este enfoque en la excepcionalidad y la victimización moldeó la percepción pública de Trump. Al posicionarse como el presidente más grande y más maltratado, no solo manipulaba la narrativa histórica, sino que también apelaba a un sentimiento de desconfianza hacia las instituciones tradicionales. Esto fortaleció su base de apoyo, al tiempo que consolidaba su figura como el outsider que había desafiado el sistema establecido.