Donald Trump se presentó a sí mismo como el líder de un movimiento populista que desafió las normas establecidas del sistema político estadounidense. Durante su discurso de nominación en la Convención Nacional Republicana de 2016, Trump criticó ferozmente a los "élites" que, según él, habían manipulado el sistema político y económico en su propio beneficio, mientras que el pueblo estadounidense sufría las consecuencias. En su visión, la corrupción había alcanzado niveles nunca vistos en el país, con políticos que anteponían sus intereses personales a los intereses nacionales. Trump expresó su frustración al señalar que no podía ignorar la injusticia y la incompetencia del gobierno, especialmente cuando las leyes no se aplicaban y las élites controlaban las decisiones políticas.

Trump se posicionó como el defensor de los estadounidenses comunes, aquellos que sentían que su voz había sido silenciada por una clase política corrupta y desconectada. Esta narrativa de "los olvidados" resonó en gran parte de la población, que veía a Trump como el único capaz de enfrentarse al sistema corrupto que, según él, favorecía a los intereses extranjeros y a los poderosos lobbistas, mientras que los ciudadanos estadounidenses quedaban atrapados en un ciclo de desempleo, salarios bajos y comunidades inseguras. La promesa de Trump de acabar con los acuerdos comerciales desfavorables y de priorizar los problemas internos sobre los conflictos internacionales resultó atractiva para una base considerable de votantes.

Lo que hizo que el mensaje de Trump fuera aún más potente fue su habilidad para conectar con la creciente desconfianza hacia las instituciones políticas tradicionales. Aunque muchos de los temas que abordó, como la corrupción y la incompetencia gubernamental, no eran nuevos, su forma de comunicarlos y su desafío directo a los "líderes establecidos" le dieron un aire de autenticidad que otros políticos no podían igualar. Trump no solo atacaba a los demócratas; su retórica incluía un asalto constante a los republicanos tradicionales, presentándolos también como parte del problema. Hillary Clinton, su principal oponente, fue retratada como el epítome de un sistema político fallido, cuyo uso de un servidor de correo electrónico no oficial y los escándalos asociados se convirtieron en símbolos de la corrupción política.

El lenguaje de Trump evocaba una variedad de populismos ya existentes en la historia de Estados Unidos, pero lo hacía de una manera que consolidaba varios de estos elementos en un solo mensaje: el de la lucha del pueblo contra las élites. A lo largo de su campaña, Trump reclamó ser la única voz verdadera de los olvidados, los trabajadores que ya no tenían representación. Su promesa de devolver el poder al pueblo y desafiar a las élites se convirtió en el núcleo de su campaña. En su discurso inaugural, Trump expresó de forma dramática su intención de transferir el poder desde Washington D.C. hacia el pueblo estadounidense.

Este mensaje fue respaldado por una estrategia comunicacional que explotó las redes sociales, particularmente Twitter, como una herramienta para mantenerse en contacto directo con su base de apoyo. Trump utilizó las plataformas digitales no solo para movilizar a sus seguidores, sino también para socavar a los medios de comunicación y a la clase política establecida. En lugar de seguir las convenciones de la campaña política tradicional, Trump aprovechó la plataforma digital para comunicarse de manera inmediata y sin filtros, lo que le permitió eludir la narrativa dominante y fortalecer su vínculo con los votantes.

La retórica anti-élites y la denuncia de un sistema político corrupto encontraron una audiencia especialmente en los votantes con menor nivel educativo y en aquellos que experimentaban dificultades económicas. Estos votantes, a menudo parte de la clase media baja y trabajadora, vieron en Trump un defensor de sus intereses y de sus preocupaciones, frente a una política que consideraban desconectada de la realidad de la vida cotidiana. Trump, al presentarse como un outsider, logró movilizar no solo a los republicanos, sino también a muchos votantes independientes e incluso a algunos demócratas desilusionados con la política tradicional.

Sin embargo, la naturaleza de este populismo y su apelación a la clase trabajadora también generaron debates sobre si realmente Trump estaba abordando las causas fundamentales de los problemas económicos de Estados Unidos o si simplemente estaba explotando las frustraciones existentes sin ofrecer soluciones profundas. Su enfoque en el nacionalismo económico, como su propuesta de construir un muro en la frontera con México, y su promesa de revocar acuerdos comerciales internacionales, fueron medidas que muchos de sus seguidores consideraban necesarias para restaurar el orden y la justicia social.

Es fundamental comprender que el populismo de Trump no fue una simple reacción a un sistema político defectuoso. En su núcleo, Trump presentó una alternativa radical, una que no solo buscaba corregir el sistema desde dentro, sino también desafiar y redefinir las normas políticas, económicas y culturales establecidas. Este tipo de discurso apeló a un sector amplio de la sociedad estadounidense que sentía que sus preocupaciones no eran tomadas en cuenta, y Trump les ofreció una nueva narrativa en la que él mismo representaba la solución a sus problemas.

Al final, la revolución populista de Trump transformó la política estadounidense, movilizando a una base sólida de seguidores y desafiando las estructuras tradicionales de poder. Este fenómeno sigue siendo un tema de debate, pues mientras algunos lo ven como una respuesta legítima a una clase política desconectada, otros cuestionan la sostenibilidad de su enfoque y las consecuencias a largo plazo para la democracia y la cohesión social en Estados Unidos.

¿Cómo se consolidó el fenómeno Trump como un movimiento populista contra el sistema político tradicional?

Trump supo conectar con una base de votantes que sentía que había sido ignorada por la élite política tradicional. En lugar de depender de las estructuras del partido o de los mismos asesores de campaña republicanos, su mensaje populista fue amplificado por figuras clave como Steve Bannon y David Bossie, quienes, junto a la originalidad de su campaña mediática, contribuyeron a darle la visibilidad necesaria para desafiar las convenciones del proceso electoral. Su capacidad para movilizar a las masas en contra de una élite que lo rechazaba consolidó su figura como la de un líder contra el sistema, fortaleciendo su mensaje populista no solo durante la campaña sino también en su eventual victoria contra Hillary Clinton, especialmente en los estados del Medio Oeste, que se consideraban bastiones demócratas.

El ascenso de Trump al poder se percibió como la irrupción de un movimiento anti-establishment, capaz de desafiar las estructuras políticas tradicionales de Washington. En sus primeros días en la Casa Blanca, muchos medios, como The Economist, describieron su llegada como un fenómeno revolucionario, en el que sus decisiones y su estilo de gobernar sembraron caos en un sistema acostumbrado a la estabilidad. Trump no solo extendió su estilo disruptivo de campaña a su presidencia, sino que abrazó lo que se denominó la "política del conflicto", un enfoque que convirtió la confrontación en una herramienta política útil, especialmente con la designación de figuras como Bannon y Stephen Miller en su equipo.

Su promesa de cambiar Washington fue explícita desde el inicio. Durante su campaña, proclamó con firmeza que "las cosas deben cambiar, y deben cambiar ahora". Este mensaje no era solo una crítica superficial a las políticas, sino una declaración de guerra a la estructura misma del poder. Trump aspiraba a derribar no solo a los líderes políticos, sino también a las políticas y principios que, según él, habían fallado. Su eslogan "drenar el pantano" se convirtió en una llamada a movilizar al pueblo contra lo que él consideraba una casta política corrupta.

El estilo de liderazgo de Trump, que se presentaba como una ruptura radical con la política tradicional, apelaba a un mandato personal directo del pueblo. Su habilidad para conectar con su base, a pesar de las críticas y la condena de los expertos, le otorgó una imagen de líder capaz de transformar el sistema político. La percepción de que él podía gobernar fuera de las normas tradicionales –así como su habilidad para romper las reglas de la política electoral– consolidaron la idea de que, si podía desafiar el sistema para ganar, podría hacer lo mismo para gobernar.

Uno de los aspectos más notables de su ascenso fue su ataque constante a las instituciones que sustentaban el sistema político tradicional. Trump no se limitaba a criticar las políticas o las élites políticas, sino que extendió su desdén a instituciones fundamentales, como los medios de comunicación y el sistema judicial. La denominación de "noticias falsas" a los medios y sus ataques al poder judicial, como en el caso de la demanda de Trump University, marcaron un punto de inflexión en su estrategia para deslegitimar las estructuras que él veía como obstáculos para sus objetivos. Su negativa a aceptar los resultados de las primarias republicanas si no era él el vencedor y su afirmación de que solo aceptaría el resultado de las elecciones si él ganaba, dejaron claro que no solo cuestionaba las decisiones de la élite, sino que también ponía en duda la legitimidad de las instituciones democráticas.

La noción de que Trump representaba un desafío a la legitimidad del sistema político tradicional no solo fue un elemento de su discurso, sino que se consolidó en su estilo de liderazgo. Trump proyectaba una visión en la que cualquier institución que no apoyara su visión era parte de un "sistema amañado". Este rechazo al sistema democrático y a sus instituciones clave, como los tribunales y los medios, formó parte integral de su estrategia para movilizar a sus seguidores, quienes veían en él a un líder dispuesto a desafiar las reglas del juego establecidas.

Es importante reconocer que, más allá de los elementos provocadores de su discurso, el ascenso de Trump puede ser interpretado como una expresión de una profunda insatisfacción de sectores de la población con un sistema político que consideran corrupto y desconectado de sus necesidades. La consolidación de su figura como un líder populista no se limitó a su discurso de campaña, sino que se materializó en su estilo de gobernar, que se basó en un enfoque agresivo, polarizador y desafiante hacia todo lo que representaba el statu quo político. Este enfoque no solo marcó un cambio de tono en la política estadounidense, sino que también dejó claro que Trump estaba dispuesto a reescribir las reglas del sistema político estadounidense según su propia visión.

¿Cómo Trump Reinició la Agenda Conservadora en Estados Unidos?

El periodo de la presidencia de Donald Trump estuvo marcado por un enfoque económico y legislativo que, en muchos aspectos, continuó la tradición conservadora en Estados Unidos. Durante su primer año en el cargo, Trump impulsó políticas que favorecían la reducción de impuestos, la desregulación y la remodelación del sistema de salud, siguiendo líneas trazadas por sus predecesores republicanos, en particular Ronald Reagan y George W. Bush. Sin embargo, su enfoque no estuvo exento de críticas, incluso dentro de su propio partido, especialmente en lo que respecta a promesas que no logró cumplir, como la eliminación de ciertos beneficios fiscales para los más ricos.

Una de las promesas más destacadas de Trump durante la campaña presidencial de 2016 fue eliminar el "carried interest deduction", una deducción fiscal que permite a los inversionistas, especialmente aquellos en el sector de fondos de cobertura, pagar una tasa impositiva más baja sobre las ganancias obtenidas. Trump, en su discurso en Detroit del 4 de agosto de 2016, dejó claro que, bajo su administración, se erradicaría este beneficio que él calificaba de injusto, pues favorecía a Wall Street y a personas de su mismo perfil económico. Sin embargo, a pesar de sus declaraciones, esta deducción permaneció intacta en la reforma fiscal que aprobó su gobierno en 2017, algo que fue duramente criticado, incluso por figuras conservadoras como Ann Coulter, quien le reprochó por no haber cumplido con su promesa.

El paquete de reformas fiscales de Trump, aprobado en diciembre de 2017, representó una victoria legislativa significativa, pero también reflejó una desconfianza entre el presidente y una parte del electorado. En las encuestas, solo un 32% de los estadounidenses apoyaban estas reformas, lo que las hacía menos populares que otras reformas fiscales de figuras republicanas como George H. W. Bush y Ronald Reagan. La disminución de impuestos a las corporaciones y a los individuos de mayores ingresos fue un paso en línea con la agenda de la derecha, que tradicionalmente ha buscado reducir la carga fiscal sobre el capital. Sin embargo, muchos de los votantes que apoyaron a Trump en su campaña, esperaban un beneficio más tangible para las clases medias y bajas, algo que no se materializó.

A pesar de las críticas y la falta de popularidad, Trump logró otra victoria legislativa que afectó profundamente la ley de salud del país: la derogación del mandato individual del Obamacare. Esta medida fue vista como un triunfo para los conservadores, pues representaba una reducción de la intervención del gobierno en el mercado de seguros médicos. De nuevo, la aprobación de esta ley mostró una polarización política muy marcada: solo republicanos en el Congreso apoyaron la medida, mientras que los demócratas se opusieron en bloque.

El estilo de liderazgo de Trump, en gran medida, se alineó con el de los presidentes republicanos anteriores en términos de políticas económicas y sociales. Sus acciones, como la designación de jueces conservadores para la Corte Suprema, el recorte de impuestos a las grandes corporaciones y el ataque a las regulaciones, fueron elementos continuistas dentro de la tradición del Partido Republicano. Sin embargo, la polarización que trajo consigo su mandato se destacó por su intensidad, ya que las divisiones no solo se daban entre partidos, sino dentro de su propio partido, donde las diferencias sobre la reforma del sistema de salud y el estilo de liderazgo de Trump causaron fricciones internas.

Un aspecto crucial del mandato de Trump fue el uso del poder ejecutivo. En su visión, uno de los principales objetivos era reducir la burocracia federal y el tamaño del estado. La administración Trump fue impulsada por figuras como Steve Bannon, quien veía la expansión del estado y de las agencias reguladoras como una amenaza para el espíritu empresarial estadounidense. La retórica de "deconstrucción del estado administrativo" se convirtió en un mantra de la administración Trump, y muchas de las iniciativas que tomaron forma bajo su mandato tenían como fin reducir la regulación sobre los negocios, en especial los sectores financieros y energéticos.

Trump y su administración trabajaron incansablemente para implementar estas ideas, aunque muchos de estos esfuerzos no lograron cambiar sustancialmente la estructura del estado a largo plazo. Si bien las órdenes ejecutivas podían modificar el rumbo de la política federal, su durabilidad era cuestionable, pues un futuro presidente podría revertirlas. La capacidad de un presidente para cambiar el comportamiento de la burocracia federal es significativa, pero las acciones que tomaron los presidentes republicanos, incluida la presidencia de Trump, se caracterizaron por un enfoque pragmático que, en última instancia, no desafió los fundamentos del sistema federal, sino que más bien buscó moldearlos a sus intereses políticos inmediatos.

En términos de sus logros legislativos y ejecutivos, Trump siguió la tradición republicana: recortes fiscales, desregulación, y un fuerte enfoque en las políticas conservadoras sobre el control de la inmigración y el sistema de salud. Sin embargo, estos logros se dieron en un clima de creciente polarización y división dentro de su propio partido y entre el pueblo estadounidense. Trump no rompió radicalmente con las políticas de sus predecesores republicanos, pero sí introdujo una nueva dinámica de gobernanza, caracterizada por una retórica incendiaria, un estilo de liderazgo personalizado y una toma de decisiones que estaba, a menudo, más orientada hacia la imagen mediática que hacia la cooperación con otros actores políticos.

Es crucial entender que, aunque las políticas de Trump parecían alinearse con las de otros presidentes republicanos, la naturaleza de su implementación y su impacto fueron profundamente influenciados por las circunstancias sociopolíticas de su tiempo. Los cambios que introdujo no fueron solo económicos, sino que transformaron las dinámicas políticas en una era de división y desencanto que marcó su presidencia. Si bien las reformas fiscales y las desregulaciones fueron beneficiosas para las grandes corporaciones, el legado de Trump en cuanto a la política económica y la gestión pública sigue siendo un tema de debate en los Estados Unidos.

¿Es la política exterior de Trump realmente revolucionaria o simplemente ordinaria?

La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca marcó un giro en las expectativas sobre la política exterior de los Estados Unidos. Si bien muchos se apresuraron a calificar su enfoque como "revolucionario", al compararlo con el de su predecesor Barack Obama, una mirada más detallada sugiere que, a pesar de su estilo agresivo y directo, la política exterior de Trump no es tan distinta a la de otros presidentes estadounidenses.

Trump, al igual que otros nuevos presidentes, intentó distinguirse de su antecesor, pero en su caso, este deseo de separación fue aún más pronunciado. En gran parte, construyó su campaña presidencial sobre la promesa de rechazar la política tradicional de Washington, adoptando un enfoque unilateral bajo el lema de "America First" (América Primero). Esta postura contrastaba fuertemente con el enfoque multilateral de la administración de Obama, que se basaba en la cooperación internacional y el compromiso con los aliados globales.

Sin embargo, la visión de Obama sobre los límites del poder de los Estados Unidos era fundamental para su estrategia en política exterior. Obama comprendió que, a pesar de la inmensa potencia militar, económica y política de EE. UU., existen limitaciones reales a lo que el país puede lograr en el ámbito global. Este realismo le permitió navegar por un entorno internacional cada vez más complejo y construir alianzas que fortalecieran la seguridad y la estabilidad económica de la nación. En contraposición, Trump, que llegó a la presidencia sin experiencia significativa en asuntos internacionales, no dudó en rechazar lo que consideraba como fracasos previos de los políticos estadounidenses, tanto demócratas como republicanos. Para Trump, los líderes de EE. UU. eran responsables de los problemas del país y del desdén global hacia los intereses estadounidenses. Según él, había llegado el momento de que alguien con su "talento" y "habilidades para negociar" resolviera estos problemas de forma efectiva. Trump estaba convencido de que las políticas previas habían sido erróneas y que él, como gran "negociador", podría cambiar el curso de la política exterior.

A pesar de su autoconfianza, la política exterior de Trump ha sido objeto de críticas tanto por su falta de una visión estratégica coherente como por su tendencia a tomar decisiones impulsivas, muchas veces sin consultar a sus asesores o incluso a sus propios aliados. A diferencia de Obama, que se caracterizaba por un enfoque deliberativo y colaborativo, Trump ha mostrado una actitud agresiva y unilateral, rechazando la diplomacia convencional y despreciando las recomendaciones de expertos en política exterior. Su estilo, que a menudo se expresa a través de tuits y declaraciones públicas, ha provocado tensiones con aliados cercanos, lo que ha dejado al mundo preguntándose si el enfoque de Trump realmente es "revolucionario" o simplemente una ruptura con el pasado reciente sin un rumbo claro.

Además, el estilo personal de Trump, caracterizado por su postura beligerante y su desdén por la complejidad de los problemas internacionales, ha acentuado la polarización política dentro de los Estados Unidos. Su tendencia a simplificar los temas internacionales a través de un enfoque de "todo o nada" ha creado un ambiente de inseguridad y desconfianza tanto a nivel interno como en el ámbito internacional. En muchas ocasiones, sus decisiones parecen estar guiadas más por impulsos personales que por un análisis profundo de las consecuencias a largo plazo, lo que genera preocupaciones sobre la estabilidad global.

La política exterior de Trump, por tanto, no se puede considerar una revolución en el sentido clásico de la palabra. Aunque ha cambiado el tono y la forma de abordar los problemas internacionales, su enfoque sigue siendo el de priorizar los intereses nacionales por encima de todo, sin tener en cuenta las dinámicas interdependientes del mundo globalizado. Mientras que Obama buscaba soluciones a través de alianzas y el compromiso multilateral, Trump parece centrarse en la competitividad y el enfrentamiento directo, incluso con aquellos países que tradicionalmente han sido aliados de los Estados Unidos. Este enfoque, si bien puede parecer más directo o "decisivo", también ha generado un mayor riesgo de desestabilización en regiones clave, como Europa, Asia y el Medio Oriente.

Es fundamental comprender que, aunque la retórica de Trump y su rechazo a la política tradicional pueden haber creado la ilusión de un cambio radical, sus acciones han demostrado que la política exterior de EE. UU. sigue guiándose por principios de poder, intereses nacionales y una visión reduccionista del mundo. Esta estrategia podría tener consecuencias graves para las relaciones internacionales y, a largo plazo, podría incluso minar la posición de los Estados Unidos en el orden mundial.

¿Por qué un presidente extraordinario tiene una presidencia ordinaria?

El contraste entre las políticas exteriores de Obama y Trump pone de manifiesto una de las diferencias más claras en cuanto a enfoques presidenciales en la historia reciente de Estados Unidos. Mientras que la administración de Obama se caracterizó por una visión multilateralista, reconociendo la interdependencia global y tratando de construir una política exterior sofisticada que pusiera énfasis en los beneficios de la cooperación internacional, la presidencia de Trump se fundamenta en una visión mucho más tradicional y nacionalista. Trump, en gran medida, rechaza el globalismo, promueve la soberanía de los estados-nación y es escéptico respecto a las organizaciones internacionales y los acuerdos multilaterales. Su enfoque está basado en una visión del mundo donde los intereses son esencialmente un juego de suma cero.

Si bien podría parecer que la presidencia de Trump representa una ruptura radical con la política exterior de su antecesor, en realidad se trata de un retorno a los objetivos tradicionales republicanos, particularmente a la idea de lograr la paz a través de la fuerza. Al compararlo con los presidentes republicanos anteriores, desde los Bush hasta Nixon y Reagan, las diferencias son menos profundas de lo que podría parecer a primera vista. Trump, en este sentido, más que un revolucionario, está corrigiendo lo que percibe como un exceso de cooperación internacional en los años de Obama, guiando a Estados Unidos de vuelta a un camino republicano más familiar.

El hecho de que Trump haya llegado a la Casa Blanca no ha supuesto una transformación radical del sistema político estadounidense, sino más bien una manifestación más de la división tradicional entre republicanos y demócratas. A pesar de la forma extraordinaria en la que Trump llevó a cabo su campaña electoral, el resultado final fue el esperado: una victoria republicana dentro de las líneas tradicionales de la política estadounidense. No se produjo un cambio profundo en las lealtades partidistas ni una reconfiguración de los sistemas electorales que estructuran el país. Las promesas de Trump de hacer "grande nuevamente a América" y devolver el país a su posición dominante en el escenario mundial se encontraron con una realidad más compleja, donde la entrega de resultados no fue tan grandiosa como sus discursos habían prometido.

Esto no significa que Trump no haya logrado éxitos durante su presidencia, pero esos logros parecen mucho más ordinarios cuando se comparan con la magnitud de las promesas que hizo durante su campaña. Trump, que se considera a sí mismo un "genio muy estable" con las mejores habilidades de negociación y un intelecto superior, ha tenido dificultades para hacer realidad esas afirmaciones grandiosas. El contraste entre la grandiosidad de sus promesas y la realidad de sus logros muestra la limitación de su enfoque y su incapacidad para ofrecer resultados extraordinarios.

Aunque su presidencia es percibida como un giro hacia un conservadurismo tradicional, el contexto institucional de Estados Unidos y las restricciones inherentes a la Constitución han limitado su capacidad para transformar realmente el país. La separación y limitación de poderes, una característica clave del sistema político estadounidense, ha mermado la capacidad de Trump para llevar a cabo una agenda transformadora. Las estructuras de poder diseñadas hace más de dos siglos continúan frenando a los presidentes, incluidos aquellos como Trump, cuya ambición por cambiar radicalmente el sistema parece chocar contra una realidad constitucional que busca evitar la concentración excesiva de poder.

Además de las restricciones institucionales, Trump ha tenido dificultades debido a su falta de redes políticas en Washington. A diferencia de presidentes anteriores que podían apoyarse en un grupo cercano de asesores y expertos para desarrollar políticas y coaliciones, Trump ha tenido que enfrentar la resistencia no solo del partido opositor, sino también de su propio partido. La falta de consenso interno dentro de su administración ha sido uno de los obstáculos más grandes para llevar a cabo una gobernanza efectiva. La polarización política ha dificultado aún más la creación de políticas coherentes que puedan ser implementadas de manera efectiva.

En cuanto a sus atributos personales, la principal paradoja de Trump radica en cómo su naturaleza como outsider, su estilo de liderazgo único, e incluso su confianza desmesurada en sus habilidades, lo han convertido en un presidente "extraordinario" en términos de su figura pública, pero al mismo tiempo han contribuido a que su presidencia sea percibida como más bien ordinaria. Su falta de experiencia política y sus decisiones estratégicas han limitado sus posibilidades de éxito. La ironía de todo esto es que los atributos que lo han hecho destacar como una figura excepcional en la política estadounidense son los mismos que lo han colocado en una posición difícil dentro del sistema político establecido.

El enfoque personalista que Trump ha adoptado para gobernar, centrado en su propia figura y su relación con los medios de comunicación, ha socavado el trabajo institucional de la Casa Blanca. A diferencia de otros presidentes que han construido una infraestructura institucional fuerte para apoyar sus políticas, Trump ha debilitado las estructuras que deberían haber facilitado su liderazgo. Este estilo de gobierno ha creado un equipo fragmentado a su alrededor, dificultando aún más la capacidad de tomar decisiones políticas coherentes y de largo alcance.

Es crucial entender que, más allá de la figura de Trump como una personalidad mediática y controvertida, la política de su presidencia ha estado moldeada por un conjunto de limitaciones estructurales, tanto dentro como fuera de la Casa Blanca. Estos obstáculos han hecho que su presidencia sea más "ordinaria" de lo que él mismo podría haber anticipado, y más allá de los escándalos y las promesas incumplidas, el legado de Trump probablemente se caracterice por su incapacidad para transformar de manera profunda el país o el sistema internacional en el que opera.