Trump, en su ascenso político y durante su presidencia, representó la culminación de un proceso largo y complejo dentro del Partido Republicano, que se había ido radicalizando durante décadas. Su éxito en la apelación a los temores raciales y demográficos de la población blanca no fue simplemente una estrategia electoral, sino un reflejo de una tendencia profunda que ha ido transformando la política estadounidense, alimentada por la frustración económica y el miedo a un futuro incierto. No se trató solo de apelar a la xenofobia de los blancos, sino también de canalizar viejas corrientes de racismo, supremacía masculina, y nacionalismo blanco que venían fermentándose desde hace tiempo.

En la campaña de Trump, se intensificaron los sentimientos de resentimiento hacia las comunidades no blancas. Su retórica estuvo llena de promesas dirigidas a restablecer un "orden natural" que muchos de sus votantes blancos sentían que se les estaba escapando. De hecho, el discurso de Trump encontraba eco en los temores de muchos conservadores religiosos, que, ante lo que percibían como una creciente secularización de la sociedad, veían en sus promesas una restauración de valores tradicionales. Al mismo tiempo, su rechazo abierto hacia las minorías y los inmigrantes marcaba una ruptura explícita con los métodos más moderados de la derecha estadounidense, quienes solían enmascarar estas ideologías con una retórica de "neutralidad racial". Para Trump, no había necesidad de disimular ni de suavizar su discurso.

Lo que se destacó, además, fue la capacidad de Trump para vincular el descontento económico con la idea de que la pérdida de privilegios de la clase blanca estaba relacionada con el ascenso de las comunidades no blancas y la inmigración. En lugar de abordar los problemas económicos como una cuestión estructural, él orientó el enojo hacia lo que percibían como un "enemigo común": los inmigrantes, las minorías y, más recientemente, la "élite liberal" que promovía políticas que, según Trump, afectaban negativamente a los estadounidenses de origen europeo. Su promesa de "Hacer América Grande de Nuevo" apelaba a un pasado idealizado en el que Estados Unidos estaba compuesto casi exclusivamente por blancos, nativos y conservadores.

La aparición de Trump no fue un fenómeno aislado, sino que fue el punto culminante de una serie de transformaciones dentro del Partido Republicano, que, a lo largo de los años, fue abandonando las posiciones conservadoras tradicionales sobre la raza para abrazar una forma de nacionalismo blanco más explícito. A medida que la política racial del Partido Republicano se radicalizaba, se pasó de la promesa de proteger el statu quo racial a la afirmación de que el poder político debía ser utilizado en beneficio de los blancos. Trump no inventó estas ideas, pero las utilizó y amplificó de una manera que resultó ser enormemente efectiva. Su campaña y su presidencia reflejan un punto de inflexión en el que los conceptos de supremacía blanca y la exclusividad racial dejaron de ser temas marginales, convirtiéndose en la base misma de un nuevo tipo de política conservadora.

Es fundamental comprender que el uso de la raza por parte de Trump no fue una estrategia política novedosa, sino que encontró un terreno fértil en un contexto histórico de inseguridad económica y cambios demográficos. Durante décadas, las políticas republicanas ya se habían centrado en hacer eco de los miedos de la población blanca ante la posibilidad de perder su supremacía social y política. Trump simplemente supo canalizar esos miedos con una fuerza inusitada, utilizando los temores hacia la inmigración y el cambio demográfico como armas políticas poderosas. Su mensaje llegó a millones de votantes blancos que, preocupados por su futuro económico y por el cambio en el perfil racial del país, encontraron en su discurso una respuesta fácil y directa a sus frustraciones.

Lo que es más preocupante es que, al mismo tiempo, Trump también fue la figura que consolidó una plutocracia emergente, en la que las grandes riquezas y el poder político estaban concentrados en manos de una élite que no solo ignoraba, sino que exacerbaba, las dificultades de las clases más bajas, en su mayoría blancas. A medida que el país se sumergía en crisis económicas y sociales, Trump representó una forma de política que, lejos de tratar de resolver los problemas estructurales, optaba por dividir a la población en "nosotros" y "ellos". De esta manera, su presidencia no solo redefinió el concepto de conservadurismo racial, sino también el de la lucha de clases, al hacer que los votantes blancos de clase trabajadora se identificaran más con las élites económicas que con las minorías a las que tradicionalmente se les culpaba de los males del país.

Es relevante también que, si bien el racismo de Trump jugó un papel crucial en su ascenso, otros factores como su misoginia, su hostilidad hacia los inmigrantes y su promesa de restaurar la industria estadounidense fueron igualmente significativos. El aspecto económico de su campaña, con su llamado a "recuperar el sueño americano", resultó ser otro punto de conexión clave con millones de votantes que sentían que sus expectativas de prosperidad se desmoronaban. Trump, al igual que sus predecesores republicanos, aprovechó la situación para ofrecer una explicación simplista: la culpa recaía en los inmigrantes y las minorías, y solo un gobierno fuerte, centrado en los intereses de los blancos, podía devolverles su lugar en el mundo.

La política racial en Estados Unidos no comenzó con Trump, pero él fue quien la transformó en una fuerza movilizadora fundamental de la política nacional. En lugar de ocultar el racismo, lo hizo central en su estrategia electoral y gubernamental. Esto no solo cambió el Partido Republicano, sino que, de manera más amplia, alteró el panorama político estadounidense, marcando una era de polarización racial y política que continúa dando forma al país hoy en día.

¿Cómo la política racial transformó al Partido Republicano en los EE. UU.?

En el contexto de un cambio demográfico y social profundo, el Partido Republicano se vio obligado a confrontar una realidad cada vez más compleja: su base electoral se estaba volviendo más joven, diversa y menos blanca. El informe "Growth and Opportunity Project", publicado por el Comité Nacional Republicano (RNC), señalaba que el Partido debía adaptarse a estos nuevos tiempos si deseaba sobrevivir. Su base tradicional, formada principalmente por votantes blancos, hombres y rurales, estaba demandando políticas que resultaban inaceptables para las nuevas mayorías de votantes urbanos y minoritarios. El Partido necesitaba cambiar su enfoque si quería mantenerse relevante.

El informe recomendaba una serie de ajustes fundamentales: en lugar de reforzar su apoyo a una base más conservadora y tradicional, el Partido debía extender su alcance a comunidades que históricamente le habían sido ajenas, como las comunidades hispanas, negras, asiáticas y LGBTQ+. Era esencial que los republicanos se comprometieran genuinamente con estas comunidades y, en lugar de seguir una política de exclusión, demostraran que también se preocupaban por sus intereses. La necesidad de diversificar el perfil de sus candidatos, incorporando más voces provenientes de estos grupos minoritarios, se convirtió en una de las prioridades de la propuesta.

Sin embargo, este enfoque inclusivo fue rápidamente rechazado por figuras clave dentro del Partido, como los líderes del Tea Party y diversos comentaristas y activistas de derecha. Estos opositores argumentaron que la clave para asegurar el futuro del Partido no estaba en modificar sus políticas, sino en intensificar el enfoque en los votantes blancos, especialmente mediante el uso de una retórica que apelaba al miedo y la indignación racial. La narrativa sobre los "criminales negros" y los "inmigrantes ilegales" que robaban empleos a los ciudadanos blancos se convirtió en un tema central en la estrategia de campaña de muchos republicanos, especialmente en los círculos nacionalistas blancos. Este enfoque resultó ser más popular entre ciertos sectores de la base republicana y terminó sepultando la propuesta de expansión del informe de "Growth and Opportunity Project".

La reconfiguración del Partido Republicano se fue profundizando a medida que líderes como Newt Gingrich, Pat Buchanan y figuras asociadas al Tea Party reforzaban una política de confrontación cultural. El Partido comenzó a transformarse de un aparato político en una agrupación sectaria de derecha, cada vez más distante de sus raíces institucionales. Esta transformación no solo tuvo un impacto en la política interna de Estados Unidos, sino que empezó a dar forma a un tipo de liderazgo político que apostaba por el resentimiento y la confrontación en lugar del compromiso y la resolución.

Esta estrategia llegó a su punto culminante con la candidatura de Donald Trump. Al rechazar la legitimidad de la elección de Barack Obama, Trump logró canalizar un profundo sentimiento de resentimiento racial que había estado incubándose durante años en ciertos sectores de la sociedad estadounidense. Trump no solo apeló a la nostalgia de un orden social tradicional, sino que también asumió el papel de líder de un movimiento que buscaba vengar las pérdidas percibidas por parte de los votantes blancos. Su mensaje, cargado de promesas de restauración de la "grandeza" perdida, resonó especialmente entre aquellos que sentían que el país ya no les pertenecía.

El ascenso de Trump no fue un accidente. Fue el resultado de décadas de políticas que, si bien inicialmente intentaron apelar a principios como el localismo o los derechos de los estados, en última instancia se centraron en alimentar el miedo y el resentimiento. La combinación de la polarización económica, los conflictos geopolíticos y los problemas sociales que azotaron al país contribuyó a la radicalización de una parte significativa de la población, a la cual el Partido Republicano no solo dejó de atender, sino que empezó a movilizar activamente mediante una retórica divisiva.

Es fundamental comprender que esta transformación del Partido Republicano no fue simplemente un cambio en las tácticas políticas, sino un cambio profundo en la forma en que se entendía la identidad política estadounidense. Mientras el Partido insistía en la defensa de una "América blanca" tradicional, la realidad del país seguía cambiando, y los votantes de color, los inmigrantes y las minorías seguían siendo una parte creciente de la población. El desafío del Partido no era solo adaptar sus políticas, sino también superar una visión cada vez más arcaica de la identidad nacional.

Además de lo dicho, es crucial que los lectores comprendan que la política racial no es un fenómeno aislado ni reciente en la historia de Estados Unidos. Desde los primeros días de la República, la cuestión racial ha sido un tema constante en la política estadounidense, y las tensiones raciales continúan moldeando no solo las decisiones electorales, sino también la estructura misma de las instituciones políticas. El actual auge de movimientos como el nacionalismo blanco y la polarización racial refleja la persistencia de dinámicas de poder históricas, que no se han resuelto a pesar de los avances significativos en derechos civiles y políticas inclusivas.

¿Cómo el conservadurismo moderno estadounidense se construyó sobre la raza, el miedo y la memoria histórica?

La genealogía del conservadurismo moderno en Estados Unidos no puede comprenderse sin trazar una línea directa desde la reacción racial del sur profundo hasta la consolidación del poder republicano a nivel nacional. La figura de George Wallace representa un punto de inflexión: el uso deliberado de la identidad blanca como instrumento de movilización política. Su populismo reaccionario, que mezclaba resistencia a los derechos civiles con una apelación emocional a las clases medias blancas empobrecidas, sentó las bases ideológicas y retóricas que luego adoptaría el Partido Republicano en su viraje hacia la derecha. Wallace, como demuestra Dan Carter, no fue una aberración, sino un precursor.

Esta transición no fue espontánea. Fue planificada, articulada y sistemáticamente ejecutada. Los trabajos de Thomas y Mary Edsall ya en los años 90 advertían sobre el efecto en cadena (chain reaction) que producía la combinación de raza, derechos y carga fiscal como catalizador de una política conservadora agresiva. En el corazón de esta estrategia estaba la idea de que los avances de las minorías raciales eran una amenaza directa al bienestar de la clase media blanca. La política se volvió, más que nunca, una gestión del resentimiento.

El lenguaje racista no siempre fue explícito. A partir de las campañas de Nixon y Reagan, lo racial se codificó: se hablaba de “seguridad”, de “dependencia del Estado”, de “valores tradicionales”. Era lo que Ian Haney López denominó “dog whistle politics”: silbatos para perros que sólo ciertos oídos sabían interpretar. Esta táctica se intensificó con la “estrategia sureña” que, como muestran Maxwell y Shields, se convirtió en el eje estructurante de la política republicana. El sur no fue simplemente ganado electoralmente, fue moldeado ideológicamente para producir un nuevo electorado definido por una identidad blanca asediada.

Mientras tanto, los intelectuales conservadores como Barry Goldwater y más tarde Patrick Buchanan ofrecían un marco moral y apocalíptico: la civilización occidental estaba en peligro, no sólo por fuerzas externas, sino por la pérdida de una identidad racial, cultural y nacional coherente. “La muerte de Occidente”, según Buchanan, no era metafórica: era una lectura demográfica convertida en arma ideológica. Este discurso permitió legitimar políticas xenófobas, antiinmigrantes y autoritarias bajo el ropaje de la autodefensa cultural.

El Tea Party, el trumpismo y el actual populismo de derecha no son anomalías ni excesos: son la culminación de este proceso. Como afirman Parker y Barreto, el Tea Party encarnó una reacción contra un Estados Unidos que dejaba de parecer blanco y protestante. Más que propuestas políticas, ofrecía una narrativa de pérdida y restauración. Stuart Stevens lo resume con crudeza: “Todo fue una mentira”. El partido de Lincoln se convirtió en el partido de la identidad blanca.

En este contexto, la economía se volvió secundaria. Hacker y Pierson muestran cómo la derecha logró gobernar en una era de desigualdad extrema no a pesar de ella, sino gracias a ella. La retórica identitaria permitía distraer, dividir y desmovilizar. El ciudadano empobrecido no se rebelaba contra los ricos, sino contra los otros pobres: inmigrantes, afroamericanos, mujeres, liberales urbanos. La desigualdad se volvía sostenible gracias al racismo.

Al fondo de este edificio ideológico, la historia se reescribía constantemente. La memoria blanca, como analizan Maly y Dalmage, no es neutral: selecciona, borra y resignifica. La historia del “sueño americano”, reconstruida por Sarah Churchwell, se entrelaza con el eslogan “America First”, hoy sinónimo de aislamiento, supremacía y confrontación. La identidad nacional ya no se define por ideales compartidos, sino por exclusiones sistemáticas.

Es imposible entender el presente político sin considerar cómo el conservadurismo estadounidense fue, en su esencia, un proyecto de restauración racial. Heather McGhee expone con precisión cómo el racismo no sólo hiere a las minorías, sino que empobrece a toda la sociedad. La “inversión posesiva en la blancura”, como la denomina George Lipsitz, no es un fenómeno marginal: es el motor del orden social, económico y político.

Importa comprender que este sistema no fue una reacción momentánea, sino una arquitectura ideológica sostenida por décadas de discursos, políticas y prácticas institucionales. La resistencia al cambio racial fue transformada en una visión coherente del mundo, y sobre ella se edificó una coalición política duradera. Comprender esta evolución no es sólo un ejercicio historiográfico: es una herramienta indispensable para enfrentar el presente.