El gasto militar de Estados Unidos ha sido históricamente uno de los pilares de su poder global. Sin embargo, a pesar de los niveles de inversión elevados, existe una creciente preocupación sobre la efectividad de esa inversión en términos de los objetivos estratégicos globales. La idea de un aumento constante en el presupuesto militar estadounidense—que podría llegar a los 972 mil millones de dólares para 2024—surge como una respuesta ante las crecientes demandas de seguridad. Sin embargo, este enfoque se enfrenta a varias complicaciones, tanto financieras como estratégicas.

Los costos de mantener el aparato militar estadounidense no solo están relacionados con los gastos directos de personal y equipo, sino también con la creciente necesidad de operación y mantenimiento. En 2017, la Oficina de Presupuesto del Congreso reportó que casi la mitad del presupuesto de defensa se destinaba a estas áreas, un porcentaje que ha aumentado con el paso de las décadas, incluso cuando el número de personal militar activo se ha mantenido constante o ha disminuido. Además, el costo de desarrollar y mantener equipos militares de alta tecnología continúa ascendiendo, lo que contribuye a una carga financiera cada vez mayor.

Los defensores de la primacía argumentan que, como porcentaje del Producto Interno Bruto (PIB) y en comparación con otros sectores del gasto público, el gasto militar no es particularmente alto, lo que sugiere que aún sería posible generar más poder militar. Sin embargo, este argumento ignora el hecho de que el gasto militar compite directamente con programas domésticos populares y con las crecientes necesidades fiscales del país. La combinación de un gasto creciente y un déficit fiscal en aumento constituye una amenaza mucho mayor para el futuro económico de Estados Unidos que la de cualquier enemigo extranjero.

La Comisión de la Estrategia de Defensa Nacional advierte que las tendencias actuales de crecimiento del gasto público y la disminución de los ingresos fiscales no son sostenibles. Sin un ajuste en los ingresos fiscales o una reducción en el gasto obligatorio—en áreas como la seguridad social y el Medicare—será imposible estabilizar las finanzas nacionales y financiar una defensa adecuada. De hecho, si no se toman medidas correctivas, la falta de acción para asegurar la defensa del país podría tener consecuencias más graves que el déficit mismo.

Sin embargo, la propuesta de aumentar los impuestos o recortar el gasto en programas domésticos no parece ser una opción popular. Aunque los líderes políticos defienden la necesidad de un presupuesto militar robusto, la realidad política es que la mayoría de los estadounidenses no están dispuestos a sacrificar programas sociales para mantener la política exterior de Estados Unidos tal como está. La mayoría de la población cree que el ejército estadounidense ya es lo suficientemente fuerte y no considera necesario aumentar el gasto en defensa, especialmente cuando se trata de proteger los intereses de otros países.

Además, la primacía militar de Estados Unidos no está diseñada únicamente para la defensa de sus propios intereses vitales, sino que también busca garantizar la seguridad global, algo que no es una prioridad para muchos ciudadanos estadounidenses. La defensa de los aliados, por ejemplo, rara vez se considera una prioridad de gasto importante, y la idea de que los contribuyentes estadounidenses sufran un aumento de impuestos o un recorte en programas sociales para financiar la defensa de países aliados parece poco realista.

Otro aspecto clave en el debate sobre la primacía es la creciente facilidad con la que actores más pequeños y menos poderosos pueden desafiar a Estados Unidos. Desde la proliferación de tecnologías militares de bajo costo hasta el desarrollo de armas nucleares por parte de naciones como Corea del Norte, los riesgos para la seguridad estadounidense se han diversificado y volverse más complejos. Las fuerzas armadas estadounidenses se ven obligadas a hacer frente a un campo de batalla cada vez más letal y disruptivo, como ha señalado la Estrategia de Defensa Nacional bajo la administración Trump.

En términos de recursos, Estados Unidos ya gasta más en defensa que los siguientes nueve países combinados, casi tres veces más que China y Rusia juntas. Sin embargo, los líderes del Pentágono y los comisionados de la Estrategia de Defensa continúan pidiendo un aumento del gasto militar, argumentando que el costo de la primacía no solo es razonable, sino necesario. Esta perspectiva se basa en la creencia de que la dominación militar es esencial para la estabilidad global y la seguridad de Estados Unidos.

Sin embargo, el principal problema con la primacía no es tanto el alto costo, sino que no es necesario para la seguridad nacional ni para el mantenimiento de la economía estadounidense. Aunque los primeros defensores de la primacía creían que el poder militar estadounidense era crucial para evitar carreras armamentistas y para asegurar el comercio global, no contemplaron que este enfoque podría quedarse sin recursos o ser menos efectivo con el tiempo. De hecho, el modelo de primacía ha fallado al no considerar otras alternativas viables para la seguridad nacional.

La estrategia de primacía, que pone demasiado énfasis en el uso de la fuerza militar para garantizar la paz y la estabilidad mundial, está basada en una concepción errónea de cómo debe actuar un poder global en el siglo XXI. A medida que la naturaleza de las amenazas evoluciona y los actores internacionales se diversifican, es crucial replantear la dependencia de la primacía militar para una política exterior más equilibrada y sostenible.

¿Cómo la Política Exterior de Trump se Aleja de las Estrategias de Resistencia y Realismo?

Desde la Segunda Guerra Mundial, la política exterior estadounidense ha estado dominada por una tendencia activa, orientada hacia la intervención, que se ha visto reforzada por un enfoque que favorece la expansión de intereses nacionales mediante alianzas y una postura global de policía. Incluso después del ascenso de Donald Trump al poder, su visión de la política exterior, aunque en algunos puntos parecía desviarse de la corriente principal, no es comparable con la estrategia de restricción que promueve una retirada selectiva y una disminución de la presencia internacional de Estados Unidos. Trump, a pesar de compartir algunas críticas comunes a la estructura tradicional, presentó una visión contradictoria, donde los principios de restricción y realismo no se corresponden del todo con su postura más errática y centrada en intereses inmediatos.

Trump, por ejemplo, cuestionó la política de garantizar la seguridad a países poderosos y ricos en Europa o Asia, una política costosa para Estados Unidos, que, según él, debería revaluarse. Se mostró escéptico de mantener miles de tropas estadounidenses desplegadas en todo el mundo y criticó el papel de Estados Unidos como "policía global". Este enfoque, que apuntaba a priorizar los intereses nacionales sin la carga de intervenciones innecesarias, en ciertos momentos coincidió con las ideas defendidas por los proponentes de la restricción, quienes abogan por una política exterior más centrada en los intereses domésticos, con una mínima intervención militar y una política exterior basada en la diplomacia.

Sin embargo, aunque compartía ciertos puntos en común con los defensores de la restricción, como su crítica a los costos de la intervención extranjera, las diferencias entre ambas posturas son evidentes. A diferencia de los proponentes de la restricción, que abogan por una diplomacia robusta y un enfoque más liberal hacia el comercio y la inmigración, Trump adoptó una postura mucho más agresiva y proteccionista. Sus políticas, como el proteccionismo económico, la restricción de la inmigración y una postura más confrontacional con ciertos adversarios, se distancian considerablemente de la visión de los defensores de la restricción, quienes buscan una política exterior más inclusiva y menos beligerante.

Algunos analistas han intentado encasillar a Trump dentro de la tradición aislacionista que precedió a la Segunda Guerra Mundial, comparándolo con figuras como el senador Robert Taft o el aviador Charles Lindbergh, conocidos por sus posturas contrarias a la intervención militar y la ayuda internacional. Aunque Trump ciertamente resucitó el lema "America First", que también usaron los aislacionistas en la década de 1940, su política fue claramente diferente. Lejos de adoptar una política que busque evitar cualquier intervención, Trump demostró ser más inclinado a un tipo de intervencionismo selectivo, en el que las intervenciones, como las de Irak y Siria, estaban orientadas hacia objetivos específicos, como la apropiación de recursos naturales y la desestabilización de actores percibidos como débiles.

Además, algunos observadores han sugerido que la visión de Trump se aproxima más al realismo, un enfoque que destaca la importancia de la competencia por el poder entre las naciones y la necesidad de que los estados protejan sus propios intereses frente a un sistema internacional anárquico. El realismo, sin embargo, aboga por una toma de decisiones calculada y estratégica, basada en una evaluación racional de las amenazas y los intereses. En contraste, la política exterior de Trump a menudo ha sido errática, impulsiva y carente de una visión coherente a largo plazo, lo que la aleja del enfoque clásico realista, que pone énfasis en la racionalidad y el pragmatismo.

A pesar de las similitudes superficiales con ciertas tendencias del realismo, como su escepticismo hacia los aliados que dependen de la protección estadounidense o su enfoque en la autosuficiencia económica, Trump no presentó una postura basada en el análisis estratégico de largo plazo. Su enfoque, más bien, respondía a la lógica de intereses inmediatos y a menudo se basaba en percepciones subjetivas e impulsivas, lo que lo aleja de las tradiciones del realismo más formal.

Para entender mejor la visión de Trump, es crucial reconocer que su enfoque no puede ser fácilmente encasillado dentro de las categorías tradicionales de la política exterior estadounidense. Más allá de la retórica de "America First", su política se definió por una mezcla de intervencionismo selectivo, proteccionismo económico, y un enfoque desafiante hacia los acuerdos internacionales y las instituciones multilaterales.

Es importante que el lector comprenda que, a pesar de sus críticas a las intervenciones extranjeras y a las cargas impuestas a Estados Unidos en el escenario internacional, Trump no abogó por una retirada total o por la creación de un "muro" internacional. En lugar de una política aislacionista, la administración Trump favoreció una aproximación basada en un tipo de intervencionismo pragmático y selectivo, sin la coherencia estratégica que caracteriza a las teorías de la restricción o el realismo.

¿Está cambiando el excepcionalismo estadounidense o simplemente muta su forma de expresión?

Las actitudes internacionales de los estadounidenses no están desapareciendo, sino transformándose con una claridad cada vez más marcada. Lo que durante décadas fue una narrativa hegemónica basada en la superioridad moral, económica y militar de Estados Unidos en el orden global, hoy se fragmenta bajo el peso de nuevas generaciones que no comparten esa visión. No se trata de una retirada del mundo, como temen algunos pesimistas, sino de un reajuste profundo en las preferencias sobre cómo relacionarse con él.

La generación millennial, más escéptica ante el uso de la fuerza y menos propensa a aceptar la noción de un Estados Unidos “el mejor país del mundo”, revela una tendencia hacia el rechazo de las herramientas tradicionales de la hegemonía. Para ellos, el poder militar no es una solución evidente, y por ende, los conflictos internacionales no se perciben como amenazas inmediatas. El terrorismo internacional, los programas nucleares de Corea del Norte o Irán, o incluso los ciberconflictos, generan una preocupación significativamente menor que en generaciones anteriores.

Esto se explica, en parte, por la desconfianza hacia el instrumento bélico como vía legítima de acción exterior. Si el martillo ya no se ve como útil, entonces pocos problemas parecen clavos. Además, la identidad nacional ya no carga el peso simbólico que movilizaba a las generaciones del baby boom o de la posguerra: apenas la mitad de los millennials consideran extremadamente importante su identidad como estadounidenses, frente a casi el 80% de la generación silenciosa.

En este contexto, el nacionalismo agresivo de la doctrina America First encontró, paradójicamente, un efecto contrario al buscado. Aunque se intentó imponer una visión de repliegue, proteccionismo y confrontación con aliados y adversarios, las reacciones internas apuntaron a una reafirmación del compromiso internacional, especialmente en los ámbitos del comercio y la cooperación multilateral. El respaldo al libre comercio alcanzó niveles históricos: un 82% de los estadounidenses lo consideraba beneficioso para la economía nacional en 2018, un salto notable respecto a 2016. Incluso tratados vilipendiados por Trump, como el NAFTA o el TPP, vieron incrementarse su popularidad durante su mandato.

En el ámbito migratorio, otro pilar central de la retórica de Trump, la opinión pública también se distanció de su visión. A pesar de las campañas de miedo y criminalización, solo un 39% de los ciudadanos veía a los inmigrantes y refugiados como una amenaza crítica. Muy al contrario, más del 70% los consideraba un elemento positivo para el país, y una clara mayoría apoyaba vías para que los inmigrantes ilegales pudieran regularizar su situación y acceder a la ciudadanía. El caso de los Dreamers —jóvenes traídos por sus padres en situación irregular— es especialmente revelador: casi el 80% de los estadounidenses respaldaba su permanencia y legalización.

Incluso medidas icónicas como el muro fronterizo fueron rechazadas por una mayoría constante. Nunca lograron superar el 40% de apoyo desde el inicio de la administración Trump, y en enero de 2019, un 55% de los encuestados se oponía abiertamente a su construcción. Solo en cuestiones donde la percepción de amenaza era más directa, como la entrada de refugiados sirios o el veto migratorio a países musulmanes, Trump logró apoyos más significativos, aunque con un trasfondo de seguridad más que ideológico.

Este panorama revela una transformación generacional e ideológica que empuja a Estados Unidos hacia una forma de internacionalismo más pragmático, menos militarizado y más colaborativo. Las nuevas generaciones no renuncian al papel global de su país, pero quieren ejercerlo desde otros valores: cooperación, legalidad, y responsabilidad compartida.

Importa reconocer que este giro no es un simple cambio de humor político, sino un desplazamiento estructural en la conciencia nacional. La idea de excepcionalismo no desaparece, pero se redefine. Deja de ser un mandato unilateral y se convierte en un compromiso con ideales globales. La defensa de la democracia, el comercio justo, la acogida al migrante o el multilateralismo ya no son vistos como concesiones, sino como expresiones del verdadero liderazgo.

La evolución de estas actitudes refleja que el poder blando, el prestigio moral y la diplomacia vuelven a ganar terreno frente a la coerción, la imposición y el repliegue. La pregunta ya no es si Estados Unidos debe liderar, sino cómo y para qué. Y cada vez más, la respuesta parece inclinarse hacia una influencia basada en principios compartidos, no en la fuerza.

Lo importante para el lector es comprender que este cambio no es ni circunstancial ni reversible. Representa el inicio de un nuevo paradigma, en el que la legitimidad del liderazgo estadounidense dependerá menos de su capacidad para imponer y más de su disposición a colaborar, escuchar y reformular su rol en un mundo cada vez más interdependiente. Quienes analizan la política exterior de EE.UU. deben dejar de ver este giro como una debilidad o una anomalía: es, más bien, la adaptación inevitable de una potencia global a los límites de su hegemonía y a las exigencias de una ciudadanía más crítica, más globalizada y menos impresionable ante símbolos vacíos de contenido.