La ascendencia de Elise Stefanik sobre Liz Cheney en la conferencia republicana de la Cámara de Representantes refleja un cambio significativo en la dinámica interna del Partido Republicano, que ya no se basa en principios o valores ideológicos compartidos, sino en la lealtad a una figura central, en este caso, Donald Trump. Este fenómeno puede entenderse mejor al analizarlo desde una perspectiva estructuralista y funcionalista clásica. En lugar de operar bajo un sistema democrático o una estructura de valores, el Partido Republicano parece haberse transformado en una especie de jerarquía basada en la lealtad al líder, similar a una estructura de pandilla. En este modelo, la lealtad y la adhesión a las órdenes de los niveles superiores son esenciales para el funcionamiento del sistema. Así, la legitimidad del poder no se encuentra en principios democráticos o republicanos, sino en la devoción inquebrantable al líder, que gobierna en función de sus intereses y no en función del bienestar colectivo.

Durante su mandato, Donald Trump encarnó la figura del líder autoritario, algo que no solo se reflejaba en su estilo de liderazgo, sino también en la manera en que sus seguidores se alineaban con él. La etiqueta de "autoritarismo" se ha usado ampliamente para describir su gobierno, pero, como argumentó el politólogo Matthew C. MacWilliams, este término no solo se aplica al comportamiento del propio Trump, sino también al de sus seguidores. La lealtad al líder, impulsada por el miedo y el control sobre la narrativa política, se convirtió en un factor determinante para movilizar a los ciudadanos y mantener a los actores políticos dentro del círculo de poder de Trump.

En su análisis, MacWilliams subraya cómo el miedo, especialmente el miedo creado por un líder paranoico que tiene el poder de imponer represalias, puede movilizar políticamente a una nación. Este tipo de miedo, alimentado por las falsas representaciones de conspiraciones ocultas, fortalece la división social y aumenta la polarización política. Este fenómeno no es exclusivo de los Estados Unidos; en Europa, el auge de la derecha autoritaria ha sido igualmente alimentado por el miedo, tal como lo ha analizado la lingüista austriaca Ruth Wodak. En ambos casos, los partidos de derecha han logrado una notable popularidad mediante el discurso del miedo, que divide a la sociedad y crea un ambiente propicio para que líderes autoritarios puedan consolidar su poder.

El ascenso de Elise Stefanik dentro de la jerarquía republicana es un ejemplo claro de cómo la lealtad incondicional al líder puede alterar la estructura interna del partido. A pesar de que Cheney poseía una posición privilegiada, tanto por su antigüedad como por su linaje, fue reemplazada por Stefanik, quien se alineó abiertamente con Trump y le brindó apoyo durante su juicio de impeachment y en la promoción de las falsas afirmaciones de fraude electoral tras las elecciones de 2020. Este cambio no se debe únicamente a una diferencia de principios o valores, sino a la dinámica estructural dentro del partido, donde la lealtad personal al líder es más valiosa que cualquier consideración ideológica o ética.

El fenómeno de la lealtad ciega al líder también puede explicarse en términos de "entitlement" o derecho de privilegio. El término "entitlement" se refiere a la creencia de que uno merece ciertos privilegios o beneficios, incluso si, bajo otros estándares, no tiene derecho a ellos. Esta actitud no solo es personal, sino que se extiende a un colectivo, como es el caso de los políticos republicanos que, al alinearse con Trump, acceden a una mayor visibilidad y poder, a pesar de que sus creencias y comportamientos previos puedan no haberse alineado con los principios tradicionales del partido.

El "entitlement", o la sensación de derecho, se combina con la interpretación de lo que es justo. Trump, proveniente de una familia económicamente privilegiada, aplicó este concepto de manera evidente durante su presidencia, donde las reglas parecían ser flexibles y solo se aplicaban cuando beneficiaban sus propios intereses. Esto generó una especie de cultura de privilegio donde las reglas y la moralidad podían ser dobladas para servir a un propósito más grande: el mantenimiento del poder y la protección del líder. La práctica del "entitlement" se asocia estrechamente con la falta de respeto por las reglas, lo que puede verse como un factor atractivo para aquellos que, dentro de la política, han pasado años respetando normas y siguiendo procedimientos. El contraste con Trump, quien parecía salirse con la suya sin consecuencias, fomenta un sentimiento de admiración entre aquellos que ven en él un modelo de ruptura de reglas.

Finalmente, la relación entre "entitlement", reglas y justicia es crucial para entender la dinámica del poder en este tipo de sistemas. Los líderes autoritarios como Trump no solo creen que están por encima de las reglas, sino que logran que otros también lo crean. La sensación de que los privilegios y derechos de un grupo selecto son merecidos, independientemente de las normas establecidas, fomenta una cultura de impunidad y desconexión con las bases democráticas que históricamente han sostenido al sistema político estadounidense.

Este fenómeno es clave para comprender cómo los individuos en el ámbito político pueden reconfigurar sus creencias y comportamientos para alinearse con un líder autoritario, incluso cuando sus principios previos se vean comprometidos. La seducción del poder, la lealtad y el privilegio, junto con el miedo a la exclusión, son motores fundamentales que impulsan el comportamiento dentro de este tipo de estructuras jerárquicas.

¿Es útil calificar a Donald Trump como "corrupto"?

El concepto de corrupción, especialmente en lo que respecta a figuras públicas como Donald Trump, es un tema que ha generado mucha controversia. La corrupción, en su definición más general, se entiende como la violación de la confianza pública para obtener un beneficio privado, y en este sentido, Trump parece ajustarse a esa descripción. Desde sus años como empresario hasta su tiempo en la Casa Blanca, Trump ha sido señalado por sus acciones que no solo sugieren, sino que a veces exhiben con orgullo, una transgresión de esa línea entre lo público y lo privado. Un ejemplo claro de ello fue cuando, en 2015, predijo su postura frente a Arabia Saudita, expresando que no podría rechazar el dinero que el gobierno saudí gastaba en sus propiedades. Este tipo de actitudes, que definen sus interacciones con ciertos actores políticos y económicos, se repitieron a lo largo de su presidencia.

El beneficio de llamar a Trump "corrupto" es evidente: el término tiene una resonancia directa con las conductas que muchos perciben como violaciones del orden público, un acto de aprovecharse del poder para beneficio personal. Sin embargo, también existen riesgos inherentes a utilizar esta etiqueta. Uno de los principales peligros radica en que llamar a Trump "corrupto" podría, paradójicamente, jugar a su favor, ya que él mismo parece no solo aceptar, sino celebrar estas transgresiones. La acusación de corrupción podría en realidad consolidar la imagen que él ha cultivado de ser un líder que desafía las normas establecidas, un hombre fuera de control que, al violar los códigos de conducta tradicionales, muestra su poder sobre las estructuras normativas de la sociedad.

Esta dinámica plantea una reflexión importante sobre la naturaleza de la corrupción en sí misma. En lugar de ser simplemente una serie de hechos y comportamientos corruptos, la corrupción puede entenderse también como un marco interpretativo que nos permite conceptualizar ciertas acciones como desviaciones de un supuesto orden moral. Es decir, la corrupción no es solo un mal en sí mismo, sino una representación de ese mal en términos de un desplazamiento de valores a través de una especie de "pendiente moral". La noción de "corrupción" implica que aquellos que la practican tienen acceso a esferas superiores de valor, ya sean económicas, sociales o psicológicas, y las transfieren ilícitamente a esferas más bajas.

Este marco de corrupción como un "flujo hacia abajo" de valores, ilustrado por las metáforas de la pendiente o la liquidez, es útil para entender cómo diferentes culturas perciben este fenómeno. La corrupción no solo representa un mal comportamiento, sino una alteración de cómo los valores deben circular dentro de una sociedad. Por ejemplo, en algunas culturas, la corrupción es vista como una especie de drenaje de los "líquidos vitales" de la nación, en una imagen que evoca una pérdida de vitalidad o energía colectiva. El uso de estas metáforas subraya la noción de que la corrupción es un proceso de degradación que socava las estructuras de poder establecidas, haciendo que el valor se derrame y pierda su dirección y propósito.

Sin embargo, una acusación de corrupción no siempre tiene las mismas connotaciones. Mientras que los defensores de un sistema liberal, como Transparency International, pueden ver la corrupción como un abuso del poder público para fines privados, también reconocen que lo privado no es inherentemente negativo. La distinción entre lo público y lo privado, en términos de corrupción, implica una violación de los principios republicanos, como la subordinación de un líder al estado de derecho. Esta visión liberal, sin embargo, no debe ser vista como la única perspectiva válida, dado que la corrupción en muchos contextos puede involucrar otros elementos que trascienden la simple cuestión de los intereses privados frente a los públicos.

En resumen, llamar a Trump "corrupto" tiene un valor semántico claro, pero también involucra una serie de implicaciones más profundas, relacionadas con las representaciones morales y culturales de la corrupción. La forma en que entendemos este término no solo refleja nuestras concepciones sobre lo que es moralmente aceptable, sino también sobre el tipo de valores que deben regir nuestras sociedades y las dinámicas de poder que estas estructuras crean. Sin embargo, es crucial no olvidar que las etiquetas y acusaciones de corrupción no siempre actúan de la forma que se espera, y pueden incluso fortalecer las figuras contra las que se dirigen, ayudándolas a consolidar su identidad como forasteros que desafían un sistema corrupto que ellos mismos ayudan a definir.

¿Cómo la administración Trump negoció la vida humana durante la pandemia de COVID-19?

La corrupción política adquiere una nueva dimensión cuando la vida humana es puesta en la balanza de intereses políticos y económicos, especialmente cuando la gestión de una crisis sanitaria se convierte en una oportunidad para manipular los resultados de una reelección. Este capítulo aborda cómo la administración de Donald Trump, durante el año 2020, utilizó un discurso de "costo-beneficio" para justificar decisiones políticas que deshumanizaban las víctimas de la pandemia del COVID-19. En este contexto, la vida humana no solo se negociaba en términos de salud pública, sino que también se veía como un activo de explotación política.

El punto de inflexión en la respuesta de la administración Trump ocurrió cuando, después de las primeras directrices destinadas a mitigar la transmisión del coronavirus, Trump y sus aliados decidieron priorizar la recuperación económica a toda costa. Esta postura involucró la desactivación de las medidas de confinamiento y la presión sobre los gobiernos estatales y las empresas para que adoptaran una estrategia que favoreciera la reactivación económica, incluso si ello implicaba un aumento en el número de contagios y muertes. En este punto, el gobierno comenzó a desestimar deliberadamente el impacto del virus, especialmente en los grupos más vulnerables: los ancianos, los niños y las comunidades de color. Esta minimización de las víctimas de la pandemia se convirtió en una herramienta política, permitiendo que Trump continuara con su campaña de reelección bajo la premisa de que la economía era lo más importante, incluso por encima de la vida humana.

La administración no solo ignoró las consecuencias devastadoras del virus en determinadas comunidades, sino que también creó una narrativa que racializaba el sufrimiento, asociando a los afroamericanos y otros grupos minoritarios con la propagación del virus y la oposición política. Al mismo tiempo, las protestas sociales derivadas del asesinato de George Floyd por la policía en Minneapolis en el verano de 2020 proporcionaron un terreno fértil para que la administración Trump utilizara la crisis sanitaria como una herramienta de polarización política. Los conflictos en las calles se intensificaron mientras el discurso político se radicalizaba, convirtiendo la pandemia en un problema no solo de salud, sino de poder y control.

El concepto antropológico de humanidad ofrece una perspectiva crítica en este escenario, ya que permite ver cómo la política de Trump trató la vida humana como una mercancía negociable. La humanidad, entendida como un principio básico de conexión social y generacional, fue explotada para fines electorales. En la práctica, se trataba de ver las vidas perdidas como intercambiables, de modo que algunas muertes se justificaron como "aceptables" para lograr un beneficio político o económico. A través de esta visión, la política de Trump se distanció completamente de una ética de cuidado social, propia de la antropología, que considera la vida como un bien compartido y esencial para el bienestar colectivo.

Este enfoque no es solo un reflejo de la distorsión de la moralidad política, sino también un ejemplo claro de cómo la corrupción puede transformar las relaciones humanas en transacciones frías, calculadas y deshumanizantes. Al tratar la vida como un recurso explotable, la administración Trump no solo despreció a los más vulnerables, sino que también alentó un discurso de desconfianza y división que amplificó las desigualdades sociales ya existentes.

Además, al integrar las ideas neoliberales sobre la autonomía individual y el libre mercado, que ven el involucramiento del gobierno en la vida social como una intrusión, la administración Trump promovió una narrativa en la que la vida humana se subordinaba a los intereses económicos. Esta ideología se intensificó durante la pandemia, ya que el gobierno federal adoptó una postura de laissez-faire, promoviendo la "libertad" empresarial a expensas de las vidas de los ciudadanos más vulnerables. En su discurso, los líderes políticos que apoyaban a Trump no solo ignoraban las consecuencias de sus decisiones, sino que las presentaban como parte de un sacrificio necesario para garantizar el bienestar económico.

Es crucial entender que este enfoque no solo fue un cálculo de costo-beneficio de las vidas humanas, sino un ataque directo a la dignidad humana. La vida no es un recurso a ser manejado o minimizado, sino el fundamento de todas las relaciones sociales. Las decisiones políticas que se toman durante crisis como la pandemia deben basarse en la ética de la vida colectiva, no en la explotación de la vulnerabilidad humana para fines políticos o económicos.

Este análisis también destaca la importancia de examinar cómo la corrupción puede afectar los cimientos de la sociedad misma, transformando el bien común en un medio para el poder y la acumulación de riqueza. A medida que la administración Trump adoptaba esta perspectiva, el vínculo entre los ciudadanos y el gobierno se erosionaba, y la confianza en las instituciones democráticas se desmoronaba.

¿Por qué Donald Trump es popular en el sureste de Nigeria?

La popularidad de Donald Trump en el sureste de Nigeria, particularmente entre la etnia Igbo, puede parecer desconcertante para muchos. En su país natal, Trump es conocido por sus comentarios polémicos y a menudo racistas, como su calificación de ciertos países africanos como "agujeros de mierda", lo que le ha valido críticas internacionales. Sin embargo, entre los Igbos, una de las tres principales etnias de Nigeria, su retórica polarizadora y xenófoba ha encontrado una base de apoyo inusitada. Esto puede parecer paradójico, considerando que las palabras de Trump son evidentemente despectivas y racistas. Pero al analizar más profundamente la situación, se entiende que hay factores históricos, sociales y políticos que explican esta fascinación.

Para los Igbos, Trump no solo encarna el rechazo hacia las naciones no blancas, sino que representa un modelo de lucha contra la opresión y la marginalización, aunque en un contexto muy diferente. En Estados Unidos, el discurso de Trump apelaba a un sector de la población blanca trabajadora y de clase media, que veía en los inmigrantes no blancos una amenaza a su estabilidad económica y cultural. Sin embargo, en Nigeria, la atracción hacia Trump proviene de una historia compartida de frustración y resentimiento. Al igual que sus seguidores en los EE. UU., los Igbos también sienten que sus derechos y su lugar en la política y la economía de su país han sido sistemáticamente ignorados y menospreciados.

Desde la independencia de Nigeria en 1960, los Igbos han enfrentado una serie de desafíos políticos y sociales. Aunque representan a uno de los grupos más grandes del país, su influencia política ha sido históricamente limitada. En la época colonial, los Igbos se destacaron por su adopción temprana del cristianismo y la educación occidental, lo que les permitió ocupar un número desproporcionado de puestos en la administración colonial británica. Sin embargo, esta prominencia en el servicio civil y los negocios generó resentimientos, especialmente en el norte de Nigeria, donde los Igbos eran percibidos como una fuerza externa poderosa y "avariciosa". La tensión alcanzó su punto culminante con la Guerra Civil de Biafra (1967-1970), un conflicto devastador que dejó cicatrices profundas en la memoria colectiva de los Igbos.

A pesar de que la región sureste de Nigeria ha experimentado un relativo progreso económico, los Igbos siguen sintiendo que están siendo marginados. Su percepción de que fueron abandonados por el gobierno nigeriano después de la guerra civil se ve reforzada por la falta de representación en el liderazgo político del país. Desde la derrota de Biafra en 1970, no ha habido un presidente o líder militar de etnia Igbo, ni han ocupado cargos clave como el de ministro de Petróleo, un puesto crucial en un país productor de petróleo como Nigeria. Además, la falta de infraestructura y la deficiencia en los servicios públicos en el sureste alimentan aún más el sentimiento de abandono.

Es en este contexto de marginación que la retórica de Trump encuentra eco entre muchos Igbos. Su discurso de "nosotros contra ellos", especialmente su postura contra los musulmanes, resuena con aquellos que consideran que su relegación política es el resultado de la dominación musulmana en el norte de Nigeria. Aunque Trump también atacó a los nigerianos en general con su comentario sobre los "agujeros de mierda", la crítica hacia los musulmanes y su enfoque en la exclusión de ciertos grupos sociales ofrecen una narrativa que se alinea con las experiencias de los Igbos.

La admiración por Trump entre los Igbos no se limita solo a su estilo político agresivo, sino que también refleja una sed de reivindicación. Para muchos, su éxito personal y su capacidad para desafiar las normas políticas establecidas le otorgan una legitimidad que otros líderes no parecen poseer. La actitud desafiante de Trump, su confianza en su propio poder y su rechazo a las normas tradicionales, son vistos por algunos como ejemplos de lo que Nigeria necesita: un cambio radical en la estructura de poder.

Es importante entender que la relación de los Igbos con Trump no es un fenómeno aislado ni una simple imitación de la política estadounidense. Es una reacción a siglos de exclusión, de frustración por una falta de reconocimiento y de deseo de ver a su pueblo en una posición de poder. La popularidad de Trump en esta región puede ser vista como una manifestación de este deseo de venganza simbólica y de recuperar un espacio que consideran les ha sido arrebatado.

El fenómeno de Trump en el sureste de Nigeria invita a reflexionar sobre cómo el discurso político, aunque a menudo es visto desde un marco específico, puede tener resonancias inesperadas en contextos distintos. En Nigeria, la figura de Trump no solo representa la arrogancia de un líder extranjero, sino la encarnación de un modelo de lucha política para un grupo que se siente históricamente oprimido. La política de "nosotros contra ellos", aunque divisiva, se adapta perfectamente a un contexto donde los sentimientos de exclusión son profundos y persistentes. A través de la figura de Trump, algunos Igbos encuentran una forma de lucha contra lo que perciben como una opresión continua, tanto interna como externa.