La honestidad, la lealtad y la equidad son principios fundamentales que pueden transformar las dinámicas de las relaciones empresariales, no solo en términos de eficiencia operativa, sino también en la creación de una confianza profunda que favorezca la innovación y el trabajo colaborativo. Estos principios, aunque a menudo se dan por sentados, son esenciales para forjar asociaciones estratégicas duraderas que no solo beneficien a las partes involucradas, sino que también optimicen el proceso mismo de hacer negocios.

La honestidad es la piedra angular de cualquier relación sólida, ya sea personal o profesional. En los negocios, la transparencia y la sinceridad no solo se limitan a compartir información sin ocultar detalles cruciales, sino que también son esenciales para prevenir la erosión de la confianza. Dan Ariely, psicólogo y economista conductual, ha resaltado la importancia de confrontar la deshonestidad de manera inmediata. Según su investigación, cuando la mentira se convierte en una norma dentro de un grupo, sus efectos pueden ser devastadores no solo a nivel individual, sino también para la organización en su conjunto. La deshonestidad genera un ciclo vicioso: cuando una parte desconfía de la otra y opta por retener información, la otra parte reacciona de la misma manera, lo que alimenta la desconfianza mutua. De esta forma, la honestidad no solo fortalece la relación, sino que reduce la incertidumbre y permite que las partes compartan riesgos y responsabilidades de manera más equitativa.

La lealtad, por otro lado, se refiere no a una adhesión ciega a una parte o a un interés individual, sino al compromiso con la relación misma. Ser leal significa priorizar el bienestar de la relación y trabajar de manera conjunta para maximizar los beneficios para ambas partes, sin que esto implique que una de ellas deba sacrificar sus propios intereses de manera innecesaria. En este contexto, la lealtad se convierte en un principio fundamental para la asignación de riesgos y recompensas, lo que a su vez fomenta la cooperación continua. Este principio obliga a las partes a reconocer que la relación misma es más que la suma de los intereses individuales, y a gestionar los riesgos de manera que los costos se minimicen y la calidad de los servicios se mantenga alta.

En muchas situaciones de negocio, se observa que una de las partes tiende a trasladar el riesgo al otro, intentando minimizar su propia exposición. Este comportamiento, aunque comprensible en apariencia, no siempre es beneficioso. Al transferir el riesgo de manera unilateral, a menudo se aumenta el costo general del proyecto, ya que la parte que asume el riesgo puede añadir un "premium" por la incertidumbre. La lealtad, entonces, promueve una distribución de riesgos más equitativa, de modo que cada parte asuma lo que le corresponde, ya sea para eliminar o mitigar el riesgo. Un buen ejemplo de esto se encuentra en los contratos de externalización de procesos de negocio, donde la asignación de riesgos, como el de la inflación o las fluctuaciones monetarias, debe ser gestionada por quien mejor pueda afrontarlos.

Por otro lado, la equidad, aunque a menudo malinterpretada como igualdad, se refiere a un tratamiento justo de los intereses de cada parte en función de sus contribuciones. La equidad exige que las recompensas se distribuyan en proporción a lo que cada parte aporta en términos de recursos, esfuerzo y riesgos asumidos. Esto no siempre significa dividir las ganancias de manera igualitaria, sino reconocer las distintas aportaciones y distribuir las recompensas de manera justa en función de ellas. Esta visión más matizada de la equidad puede prevenir conflictos y garantizar que cada parte sienta que se le ha tratado de manera justa.

Además, la equidad también se manifiesta en la resolución de conflictos. En ocasiones, los contratos no pueden prever todas las contingencias posibles, lo que deja a las partes en situaciones complejas. En esos casos, la equidad permite encontrar soluciones justas que, aunque no estén explícitamente estipuladas en el contrato, buscan restaurar el equilibrio entre las partes. Esto significa que, aunque la ley común y los contratos formales no siempre prevén todos los escenarios, la ética de la equidad facilita encontrar soluciones justas cuando surgen discrepancias imprevistas.

La integridad, finalmente, aporta la consistencia necesaria para consolidar estos principios. Ser íntegro implica tomar decisiones coherentes, basadas en principios claros, y actuar de acuerdo con esos principios, tanto a nivel individual como colectivo. En los negocios, la integridad es un indicador de estabilidad, ya que permite a las partes actuar con la confianza de que las decisiones se basan en un estándar común de valores, independientemente de las circunstancias cambiantes.

Es crucial que las organizaciones adopten estos principios no solo como parte de su cultura corporativa, sino también como fundamentos estratégicos que guíen sus relaciones externas e internas. Esto no solo mejora la eficiencia operativa, sino que también fortalece la capacidad de la organización para adaptarse y prosperar en un entorno de constante cambio.

Para que estos principios se implementen efectivamente, es necesario que las partes involucradas se comprometan a ser transparentes, a distribuir riesgos y recompensas de manera justa y a actuar siempre con integridad, independientemente de las situaciones imprevistas que puedan surgir. Solo cuando se logre un equilibrio entre la honestidad, la lealtad, la equidad y la integridad, las relaciones empresariales podrán transcender el interés inmediato y volverse verdaderamente sostenibles en el largo plazo.

¿Por qué los contratos relacionales son ejecutables?

En el mundo de los contratos, la figura de la "buena fe" juega un papel crucial, especialmente en los contratos relacionales, que se han desarrollado como una alternativa a los enfoques tradicionales de contratación. Los contratos relacionales implican una relación más allá de lo estrictamente legal, buscando establecer una cooperación y confianza a largo plazo entre las partes. Estos contratos no se limitan solo a los términos expresos del acuerdo, sino que incorporan una serie de principios implícitos, que guían la interpretación de las intenciones y comportamientos de las partes involucradas.

La premisa básica de los contratos relacionales es que, cuando el acuerdo es incompleto o no aborda específicamente ciertos aspectos, el tribunal interpretará el contrato con base en las intenciones originales de las partes al momento de la firma. Es aquí donde entra en juego la importancia de la buena fe, un principio fundamental en muchas jurisdicciones, que establece la obligación de que las partes actúen con honestidad, consideración y transparencia. Al introducir un concepto moral en el ámbito legal, la buena fe conecta las expectativas contractuales con los principios éticos que guían las relaciones comerciales.

En el contexto de los contratos relacionales, los tribunales no solo se limitan a interpretar los términos explícitos de un contrato, sino que también consideran los principios generales y las intenciones de las partes, especialmente cuando no se ha previsto expresamente una solución para situaciones imprevistas. Es decir, la función de los tribunales es la de llenar los vacíos del contrato, guiándose por lo que, razonablemente, se puede interpretar como una expectativa común entre las partes. En este sentido, el contrato relacional permite una mayor flexibilidad y adaptación ante circunstancias cambiantes, en comparación con los contratos más rígidos y formales.

El concepto de buena fe ha sido especialmente relevante en el ámbito de los contratos internacionales. La Convención de las Naciones Unidas sobre los Contratos de Compraventa Internacional de Mercaderías (CISG), por ejemplo, establece la importancia de la buena fe en la interpretación y ejecución de los contratos, lo que subraya la influencia de este principio en el derecho contractual global. En muchos sistemas jurídicos, la buena fe no solo obliga a las partes a cumplir con las condiciones acordadas, sino que también las insta a colaborar y actuar de manera que no perjudiquen los intereses legítimos de la otra parte.

Aunque no todos los contratos relacionales son formalmente vinculantes, es importante señalar que, en algunos casos, incluso acuerdos informales pueden tener implicaciones legales. Esto se debe a que, dependiendo de la jurisdicción, un acuerdo basado en principios relacionales podría ser considerado como un contrato vinculante, incluso si no está expresamente formalizado. Un ejemplo de esto es el caso del Reino Unido, donde la Corte Suprema estableció en el caso "Alan Bates vs. Post Office" que un acuerdo relacional no necesariamente tiene que estar formalizado para que se le otorgue validez legal. En situaciones como estas, las partes involucradas deben ser cuidadosas al momento de definir sus intenciones y expectativas para evitar malentendidos o litigios.

Uno de los aspectos más interesantes de los contratos relacionales es que permiten a las partes establecer guías claras sobre cómo se debe interpretar la buena fe en su relación. En lugar de dejar todo al arbitrio del tribunal, las partes pueden incluir en el contrato principios rectores que orienten la interpretación de sus expectativas. De esta manera, se reduce la incertidumbre y se aumenta la probabilidad de que el contrato se ejecute conforme a lo que ambas partes originalmente pensaron y acordaron.

A pesar de los beneficios que los contratos relacionales ofrecen, no todas las organizaciones están dispuestas a formalizarlos. Algunas prefieren mantener relaciones informales basadas en principios de confianza, sin convertirlas en acuerdos jurídicamente vinculantes. Sin embargo, deben tener en cuenta que, en ciertos casos, incluso acuerdos no formales pueden ser considerados como contratos ejecutables, dependiendo de la interpretación de los tribunales. De hecho, si una organización elige seguir una carta relacional, como lo hizo la Real Armada Australiana en el programa FFG, es posible que dicha carta sea vista como parte de un contrato relacional, lo que podría tener consecuencias legales. Por ello, es fundamental que las organizaciones comprendan las implicaciones legales de adoptar un enfoque relacional, incluso si no desean formalizar completamente su relación.

Es crucial entender que los contratos relacionales no son simplemente una adaptación superficial de los contratos tradicionales. La incorporación de elementos relacionales debe ir más allá de copiar y pegar cláusulas de otros contratos que hayan tenido éxito en otro contexto. El verdadero valor de los contratos relacionales radica en el proceso profundo y reflexivo que implica la creación de estos acuerdos. Esto requiere un análisis detallado de las expectativas, intereses y valores de ambas partes, además de un compromiso explícito con la buena fe y la colaboración continua. Solo mediante un enfoque serio y bien estructurado los contratos relacionales pueden alcanzar su máximo potencial y garantizar relaciones comerciales más sostenibles y efectivas.