La relación entre Donald Trump y Rusia es, por decir lo menos, enigmática. A lo largo de las décadas, la figura de Trump ha evolucionado desde un empresario en busca de poder y prestigio internacional, hasta un político que desafió todas las normas convencionales para llegar a la presidencia de los Estados Unidos. Uno de los episodios más misteriosos y significativos en esta trayectoria fue su vínculo con Vitaly Churkin, un diplomático ruso de alto rango cuya muerte repentina en 2017 dejó más preguntas que respuestas. Churkin, embajador de Rusia ante las Naciones Unidas, fue una figura clave en la defensa de Trump durante los últimos años de su campaña presidencial, incluso en circunstancias que sorprendieron a observadores internacionales.

La historia comienza en 1987, cuando Trump visitó Moscú por primera vez. En esa ocasión, fue recibido por el gobierno soviético y alojado en una suite que, como era común en esa época, estaba bajo el control de la KGB. El viaje a Moscú de Trump, aparentemente sin un objetivo claro, fue, sin embargo, el inicio de una serie de relaciones internacionales que moldearían su visión geopolítica en los años venideros. Durante esta visita, Trump mostró un interés particular en asociarse con la URSS en temas de armamento nuclear, buscando, según sus propias palabras, crear una alianza con el objetivo de “amenazar a otras naciones” y forjar un acuerdo que podría poner a naciones como Pakistán y Francia bajo presión. Este episodio revela algo fundamental sobre Trump: su deseo constante de forjar alianzas con potencias extranjeras, particularmente cuando estos acuerdos parecían poderosos y estratégicamente convenientes para sus propios intereses.

El impulso de Trump por asociarse con Rusia no se limitó a esa época. A lo largo de los años, su imagen fue construida alrededor de la figura de un hombre de negocios audaz que podía negociar acuerdos que otros no podían. En 2013, Trump se encontró nuevamente con Churkin, quien defendió públicamente al magnate estadounidense en las Naciones Unidas en 2016, un acto que desconcertó a muchos, dado que Trump no había sido objeto de críticas directas por parte de la comunidad internacional. La relación entre ambos sigue siendo un misterio, más aún después de la muerte súbita de Churkin en 2017. Pocos días después de su fallecimiento, las autoridades rusas y estadounidenses se unieron en un esfuerzo por mantener en secreto las circunstancias de su muerte, lo que solo aumentó la especulación sobre su papel en la defensa de Trump.

Lo que resulta aún más sorprendente es el hecho de que, tras la muerte de Churkin, se registraron varias muertes de diplomáticos rusos de manera inesperada y bajo circunstancias igualmente inciertas, lo que sugiere que, al menos en los círculos más cercanos a Putin y al gobierno ruso, el destino de ciertos individuos podría ser el resultado de circunstancias que van más allá de la mera coincidencia.

El ascenso de Trump a la presidencia no fue un accidente, ni una sorpresa, como se ha intentado retratar a veces. Desde 1988, Trump mostró su interés en la política, postulándose para la presidencia en varias ocasiones antes de finalmente ser elegido en 2016. En los años previos a su victoria, Trump ya había sido asesorado por figuras políticas clave, como Roger Stone, quien jugó un papel fundamental en las campañas presidenciales de Trump. A lo largo de este proceso, Trump se caracterizó por un enfoque peculiar hacia la política: su entrada a la contienda política nunca fue vista como una cuestión de ideales, sino como una extensión de su marca personal, un escenario donde la victoria debía estar garantizada de antemano.

Lo que define a Trump, más allá de su faceta como empresario o presidente, es su relación con el poder y la influencia. Desde sus inicios, Trump ha operado dentro de un entorno cerrado y controlado, rodeado de su familia y sus abogados, los cuales han jugado un papel crucial en la protección de su imagen y en la gestión de sus negocios. Es un hombre que ha aprendido a manipular la percepción pública, construyendo una narrativa que lo convierte en un producto de entretenimiento, algo que se adapta a las demandas de los medios y al gusto popular, sin que se le exija nunca una introspección real o una responsabilidad por sus actos.

Trump, como personaje, ha sido una constante en la cultura estadounidense desde la década de 1980. Para muchos, se convirtió en el símbolo de la avaricia y el egoísmo, una figura que representa todo lo que está mal en la sociedad estadounidense: el culto al dinero, el desprecio por la verdad y el aprovechamiento de las debilidades del sistema. La fascinación por Trump no solo proviene de su habilidad para amasar una fortuna, sino de su habilidad para manipular las emociones de la gente, siendo una constante fuente de polémica, escándalos y controversias que lo mantienen en el centro del escenario, ya sea como empresario o como político.

Es necesario comprender que la figura de Trump no puede reducirse a un simple empresario convertido en político, ni a un outsider que desafía el sistema político tradicional. Su éxito radica en un entendimiento profundo de las dinámicas de poder, las redes de influencia y, sobre todo, en su capacidad para proyectar una imagen que seduce a grandes masas, mientras oculta sus verdaderas motivaciones. El personaje de Trump ha sido, por tanto, una construcción meticulosa, una marca que ha sabido gestionar a lo largo de los años, en colaboración con aliados clave, como Churkin, y con la habilidad de adaptarse a las circunstancias cambiantes del poder y la política internacional.

¿Por qué fracasó la investigación de Mueller y qué revela sobre la consolidación autocrática en EE. UU.?

La investigación de Robert Mueller sobre la posible colusión entre la campaña de Donald Trump y Rusia fue una oportunidad crucial para la democracia estadounidense. Sin embargo, desde el principio, muchos observaron con escepticismo las probabilidades de éxito de esta indagatoria. El proceso de consolidación autocrática no se rige por protocolos o procedimientos, sino por el ejercicio del poder en su forma más pura. Y cuando los encargados de investigar no logran distinguir entre ambos, el resultado es predecible: una investigación débil que no puede ni confrontar ni detener las prácticas criminales que desmantelan las instituciones democráticas. Mueller, como institucionalista, se mostró como tan fuerte como las propias instituciones que debía proteger, pero esas instituciones ya estaban al borde del colapso. Mientras el país se deslizaba hacia un régimen más autoritario, una investigación decidida y transparente podría haber limitado la criminalidad y salvado vidas. En cambio, el proceso encabezado por Mueller fue lento, débil y, lo que es peor, alimentado por una cobardía institucional que permitió que los hallazgos de la investigación quedaran sin acción alguna por parte del Congreso.

En lugar de ser un líder audaz, Mueller se comportó como un facilitador inconsciente de la corrupción que debía investigar. Al dirigir el FBI entre 2001 y 2013, permitió que los comportamientos criminales de los operativos de su propio partido político pasaran desapercibidos. Un claro ejemplo de esta negligencia es su trato con Paul Manafort, quien fue acusado en 2017 de crímenes cometidos en la década de 2000. ¿Por qué Mueller no había arrestado a Manafort antes? Si era tan consciente del peligro que representaban las organizaciones transnacionales criminales, como afirmó en su discurso de 2011, ¿por qué no hizo nada para detenerlas? La explicación más benévola es que, en 2017, la negligencia parecía perdonable, dadas las circunstancias. La sociedad estadounidense estaba dispuesta a perdonar la falta de acción con tal de mantener la esperanza en un sistema que, en teoría, podría aún ser capaz de corregir sus errores. Así, el lema “Mueller nos salvará” se convirtió en una especie de mantra, repetido por expertos legales y usuarios en internet, mientras la administración de Trump seguía erosionando el país. Las promesas de justicia no se cumplían, pero la esperanza persistía, alimentada por la expectativa de un giro milagroso que nunca llegaba.

A lo largo de los años de la investigación, surgieron rumores sobre acusaciones inminentes y planes secretos, mientras el fenómeno QAnon se expandía entre los seguidores de Trump. Este culto alimentaba una ilusión de que algo trascendental estaba por ocurrir: una revuelta subterránea que acabaría con el régimen y traería justicia, impulsada por figuras como un JFK Jr. supuestamente vivo. Este síndrome del salvador, que florece durante la consolidación autocrática, se nutre de la desesperación de los ciudadanos ante la inacción de sus líderes. Cuando un líder se muestra incompetente o corrupto, los seguidores se aferran a la idea de que en realidad está “jugando al ajedrez en tres dimensiones”, en lugar de reconocer la realidad de su ineptitud. Así, tanto los seguidores de Trump como aquellos que confiaban en Mueller, se aferraban a la esperanza de que alguien, en algún momento, actuaría con la valentía necesaria para restaurar el orden. Ninguna de las dos partes alcanzó lo que deseaba.

Este fenómeno refleja un profundo desconcierto y desilusión, pues quienes aún mantenían su fe en el sistema institucional, ya fueran analistas políticos o académicos, se veían obligados a ignorar las deficiencias de la investigación. Señalar los errores de Mueller o reconocer las fallas de la administración Trump se convirtió en una herética violación de las normas, en una traición a la fe en las instituciones. Pero ser herético es a veces más honesto que ser un mentiroso, y los que señalaban la verdad no podían evitar hacerlo, incluso si eso significaba ser marginados. La investigación de Mueller tiene fallas evidentes que no pueden ser ignoradas, como su negativa a entrevistar a actores clave o su falta de acción contra figuras cruciales como Jared Kushner. Sin embargo, el informe de Mueller documenta múltiples crímenes, entre ellos al menos diez instancias de obstrucción a la justicia, lo que confirma que el sistema está roto. Es claro que, incluso cuando el informe señala la necesidad de que el Congreso inicie un proceso de juicio político, este nunca ocurrió de manera efectiva, y las oportunidades para responsabilizar a los responsables se desvanecieron.

Es fundamental entender que el fracaso de la investigación de Mueller no se debe únicamente a las limitaciones del informe en sí, sino a la falta de consecuencias para los involucrados. La cuestión más grave es la omisión deliberada de ciertos detalles clave y la inacción frente a evidentes delitos. La falta de juicio político no fue un error del informe, sino una omisión del Congreso, que prefirió no actuar incluso después de la publicación del reporte. En la práctica, la negación de la acción contra Trump y sus colaboradores mostró un nivel alarmante de complacencia y desinterés por parte de las figuras políticas encargadas de actuar.

A pesar de estas fallas, el informe de Mueller sigue siendo una herramienta invaluable para comprender la extensión de la corrupción y los crímenes cometidos. Pero es esencial leerlo con una comprensión crítica, sabiendo que la verdadera responsabilidad no solo recae en Mueller, sino en un sistema que permitió que estas conductas se produjeran sin rendir cuentas. La omisión deliberada, la falta de voluntad para actuar y la indiferencia institucional son las verdaderas tragedias que salieron a la luz, poniendo en evidencia que la verdadera lucha por la justicia no solo depende de los individuos que lideran investigaciones, sino de la voluntad colectiva de una nación para corregir su rumbo.

¿Cómo se construye el autoritarismo a través de las redes y los sistemas económicos globales?

El auge de la autoritarismo contemporáneo está intrínsecamente ligado a la manipulación de los sistemas económicos y de comunicación. No es un fenómeno aislado; se nutre de complejas redes de poder transnacional que operan en el ámbito político y económico. La emergencia de oligarquías en países poscomunistas, como Rusia, o la existencia de regímenes autocráticos en lugares como Azerbaiyán o Turquía, no solo es producto de la historia local, sino de un contexto más amplio de influencia global, en el que actores corporativos y políticos se entrelazan para mantener estructuras de poder hegemónicas.

Las empresas de comunicación, por ejemplo, han sido clave en la construcción de un discurso que favorece el autoritarismo. El uso de plataformas digitales y de medios como Fox News en Estados Unidos ha creado una narrativa profundamente polarizada que no solo apoya a figuras como Donald Trump, sino que también promueve un modelo de "globalización autoritaria" donde los medios de comunicación se convierten en herramientas de propaganda. La creación de narrativas alrededor de movimientos como #Ferguson o la distorsión de los hechos relacionados con el asesinato de Jamal Khashoggi es una manifestación de este fenómeno. Las grandes corporaciones mediáticas, al igual que las plataformas digitales, han sido diseñadas para moldear las percepciones públicas, incidir en el comportamiento electoral, y justificar las prácticas autoritarias bajo el pretexto de seguridad nacional o estabilidad.

Pero la estrategia autoritaria no solo se manifiesta a través de la manipulación mediática. La corrupción sistémica, la privatización de recursos públicos y la creciente concentración de la riqueza son otros elementos fundamentales. El concepto de "kleptocracia", donde una élite financiera toma el control de los recursos del estado, es esencial para comprender cómo se perpetúan los sistemas autoritarios. Figuras como Jared Kushner y su vínculo con el gobierno de Netanyahu en Israel, o la interconexión entre el presidente Donald Trump y oligarcas rusos como Oleg Deripaska, reflejan cómo las élites transnacionales usan su poder económico para garantizar la permanencia de un orden político que favorece sus intereses, independientemente de las consecuencias sociales o económicas para las mayorías.

Los regímenes autoritarios también han entendido que el control de la narrativa a través de los medios no es suficiente. La capacidad de manipular el discurso público se amplifica mediante el uso de plataformas digitales y la construcción de "cámaras de eco". Wikileaks y el uso de datos de empresas como Cambridge Analytica han mostrado la magnitud de la influencia de la información digital, donde no solo se manipula a la opinión pública, sino que también se crean redes de desinformación que afectan directamente a los procesos democráticos. La filtración de correos electrónicos de Hillary Clinton en 2016, por ejemplo, no fue solo un acto de espionaje, sino parte de una estrategia mucho más amplia para afectar el comportamiento electoral de los ciudadanos estadounidenses, favoreciendo la polarización.

El control de la economía global también es un factor crítico. El colapso económico de 2008 y su impacto en el periodismo, por ejemplo, ilustran cómo las crisis económicas se pueden utilizar como pretextos para impulsar reformas que favorezcan a las élites. La crisis de las hipotecas subprime y el consiguiente rescate financiero se convirtieron en oportunidades para que grandes corporaciones reforzaran su poder. La narrativa de la recuperación económica, que se presentó como una forma de restaurar la estabilidad, escondió las profundas desigualdades que se crearon, dejando a millones de personas en condiciones precarias, mientras que unos pocos seguían acumulando poder y riqueza.

Las amenazas externas también han jugado un papel en la consolidación del poder autoritario. La relación entre actores como el gobierno de Recep Tayyip Erdoğan y Rusia, o el conflicto prolongado en Siria, demuestra cómo las tensiones internacionales pueden servir para consolidar el poder interno. En muchos casos, los líderes autoritarios utilizan la retórica nacionalista o antioccidental para movilizar el apoyo popular, al mismo tiempo que explotan las fragilidades de los sistemas democráticos en países como Estados Unidos, donde figuras como Vladimir Putin o la élite política rusa han intervenido directamente en los procesos electorales.

Sin embargo, es crucial no perder de vista las formas de resistencia. Los movimientos de base, aunque frecuentemente desorganizados o reprimidos, siguen siendo una amenaza al poder autoritario. La importancia de la memoria colectiva en contextos como el de la Primavera Árabe o el levantamiento de Ferguson no debe subestimarse. A pesar de los esfuerzos por parte de los regímenes autoritarios para controlar la narrativa, siempre existe la posibilidad de que surjan contra-narrativas que busquen recuperar el control sobre el relato histórico, sobre todo cuando la opresión se vuelve demasiado evidente.

Es esencial entender que la lucha contra el autoritarismo no es solo una cuestión política, sino también cultural y económica. Las redes de corrupción, los flujos de dinero oscuros que atraviesan fronteras, las alianzas entre políticos y corporaciones, y el control de los medios son las herramientas a través de las cuales el autoritarismo encuentra su permanencia. Para desafiarlo de manera efectiva, se requiere un enfoque multifacético que no solo apunte a los líderes, sino también a los sistemas económicos que permiten que estas estructuras de poder florezcan sin oposición.

¿Cómo la desindustrialización del Medio Oeste transformó la economía y cultura de Estados Unidos?

St. Louis, a pesar de su apariencia deteriorada, era un lugar accesible y lleno de comodidades gratuitas cuando llegué allí, atraído por la cercanía de mis suegros, quienes vivían en la ciudad. A pesar de su aspecto desgastado, la ciudad había logrado recuperar algo de su gloria de los años 80 y 90, con momentos destacados como el éxito de los raperos de St. Louis, como Nelly, y el triunfo de los Rams en el Super Bowl. En cierto modo, St. Louis me recordó a mi ciudad natal, Meriden, Connecticut, un lugar de transición postindustrial que se había ido desmoronando lentamente, aunque la historia de sus días de gloria aún era contada por mis abuelos, con un aire de incredulidad reverente. Meriden ya estaba en declive mucho antes de que naciera, pero no podía lamentar lo que no recordaba. Disfrutaba de los restos que quedaban: centros comerciales, comida rápida y el ajetreo tranquilo de un pequeño centro urbano.

Como niño, caminaba todos los días por la misma calle que pasaba frente a una tienda de armas y una tienda de pornografía para llegar a la farmacia, en la que solía perderme durante horas entre las revistas, mientras la gente de los alrededores iba y venía. No me preocupaba la violencia de las calles que presenciaba a diario. No veía nada raro en ello, a menos que leyera libros para niños que mostraban un Connecticut suburbano y próspero, completamente ajeno a mi entorno. Crecí en una ciudad que luchaba por sobrevivir, pero encontraba belleza en lo ordinario, en lo que otros veían como ruinas.

Años más tarde, al observar las similitudes entre mi ciudad natal y la ciudad que había adoptado, me sentí escéptico respecto a la idea de una profunda división entre las costas y el centro del país. En realidad, la verdadera división no es entre las costas y el centro, sino entre unas pocas ciudades desorbitadamente caras y el resto de América, una fractura que fue creciendo con los años. En los años 70, cuando nací, tanto en St. Louis como en Nueva York, los ingresos eran similares y el costo de vida también. Vivir en ambas ciudades era barato y algo decadente. Cuando el director John Carpenter filmó su película Escape from New York en 1981, ambientada en una Nueva York post-apocalíptica, eligió St. Louis porque no necesitaba crear un set artificial. La ciudad ya tenía esa atmósfera, un paisaje deteriorado que encajaba perfectamente con la visión del fin del mundo que quería mostrar.

Sin embargo, los años 80 trajeron consigo una transformación radical. La avaricia rampante de la era Reagan y el ascenso de los gigantes corporativos, como los buitres financieros de Wall Street, marcaron el principio de una nueva era. Durante este período, figuras como Carl Icahn compraron empresas como Trans World Airlines (TWA) de St. Louis, despojando a la ciudad de sus recursos y de su orgullo. TWA fue descrita por una revista local como "un pájaro con alas rotas, indefenso ante el ataque de un depredador corporativo". La historia de St. Louis, marcada por una rápida desindustrialización, se reflejaba en los ecos de las grandes ciudades costeras, pero en la década de 1990 la brecha se amplió: mientras que Nueva York trataba de renovarse, el centro del país, especialmente las ciudades del Medio Oeste, se veían como áreas desechables.

La creciente desigualdad de ingresos no solo fue económica, sino también geográfica. Los antiguos centros industriales del Medio Oeste fueron catalogados como parte del "Rust Belt", una región postindustrial que perdió relevancia en el discurso cultural estadounidense. A partir de los años 2000, la representación del Medio Oeste en la cultura popular estadounidense comenzó a desaparecer. Las figuras culturales más prominentes, como Prince, Michael Jackson, y Madonna, que alguna vez representaron a esta región, fueron sustituidas por otras voces. Las series de televisión y películas que solían mostrar un mundo rural o urbano del Medio Oeste ya no consideraban a la región tan relevante. En este vacío cultural, surgieron narrativas que no solo ignoraban, sino que también distorsionaban la compleja realidad de esas áreas.

Con el tiempo, la ideología política también se fue polarizando, marcando la escena con una narrativa de América dividida en dos: “roja” y “azul”. Este concepto no solo reflejaba una división política, sino que reducía los matices de la vida estadounidense a un enfrentamiento entre opuestos. Esta simplificación facilitaba la manipulación política, como en el caso de Missouri, un estado que una vez fue considerado un fiel reflejo de la democracia estadounidense, pero que con el tiempo se vio envuelto en prácticas de corrupción como las de los donantes del Partido Republicano, con figuras como los hermanos Koch. La influencia de dinero oscuro, especialmente después de la decisión de la Corte Suprema en el caso Citizens United en 2010, exacerbó aún más esta situación.

El caso de Missouri no es aislado, sino una advertencia de cómo el dinero, tanto nacional como internacional, puede influir en las decisiones políticas, erosionando lentamente las bases de la democracia representativa. Entre 2006 y 2012, el dinero oscuro en las campañas políticas aumentó de forma exponencial, creando un ambiente donde los intereses corporativos y políticos se fusionaron aún más, afectando la representación de los ciudadanos.

La desindustrialización, el declive cultural y la corrupción política que afectaron al Medio Oeste no solo tuvieron repercusiones en la región, sino que reconfiguraron el panorama político y social de toda la nación. Hoy, lo que fue una tierra de prosperidad para las clases medias y trabajadoras se ha convertido en un terreno abonado para la explotación, un reflejo de las tensiones que siguen marcando el corazón de Estados Unidos.