El lenguaje de los "hechos alternativos" y la creación de términos despectivos son herramientas poderosas dentro de los mecanismos de manipulación discursiva que utilizan ciertos grupos para consolidar su identidad y reforzar su cohesión interna. Como escribió Aldous Huxley, la pertenencia a un grupo cerrado, cuyo objetivo es mantener el misterio y la exclusividad, se convierte en una fuente de satisfacción psicológica profunda. La necesidad de pertenecer a un círculo selecto, con su propio lenguaje y símbolos, contribuye no solo al placer del individuo, sino a la creación de una identidad colectiva sólida, casi mística.
Dentro de este fenómeno, la exclusividad lingüística juega un rol crucial. La alteración del significado de palabras y la creación de neologismos permiten que un grupo se distinga de los demás y, al mismo tiempo, perciba a los "no iniciados" como ajenos, inferiores o incluso enemigos. Este proceso de reestructuración del léxico genera una suerte de "solidaridad mecánica", como lo denomina Émile Durkheim, que asegura la cohesión del grupo al mismo tiempo que cierra cualquier espacio para la disidencia.
Un ejemplo claro de esta reestructuración se puede ver en el uso de términos como "Cuckservative", una mezcla de "cuckold" (cornudo) y "conservative" (conservador), usado como insulto hacia aquellos que, dentro del espectro político de la derecha, se perciben como traidores a los principios del grupo. Al igual que en la "neolengua" de Orwell, la creación de palabras compuestas y la adopción de expresiones cargadas de connotaciones negativas permiten que se simplifiquen los discursos y se eliminen matices.
Este uso estratégico del lenguaje también se refleja en expresiones como "total loser" o "bad hombres", términos que sirven para deslegitimar a los opositores y manipular la percepción del público. “Total loser”, una frase recurrente de Donald Trump, no solo ataca a quien discrepa, sino que invalida cualquier argumento en su contra. Es una forma de controlar el flujo del discurso, bloqueando cualquier respuesta eficaz y forzando al "perdedor" a adoptar una posición defensiva. Por otro lado, "bad hombres", usada para referirse a inmigrantes mexicanos, no solo apela a la xenofobia, sino que remite a la figura del villano clásico, el criminal, un término evocador que manipula la percepción de los inmigrantes como una amenaza.
Este tipo de lenguaje no solo es efectivo dentro de las fronteras de quienes lo comparten, sino que también se extiende a través de diferentes canales, como redes sociales y medios de comunicación. Los seguidores de estas narrativas no necesitan pruebas concretas; los "hechos alternativos" se convierten en una realidad aceptada sin necesidad de verificación empírica. La repetición constante de mentiras, como en el caso del muro fronterizo, no hace más que consolidar estas creencias. Al igual que Adolf Hitler en Mein Kampf afirmó, "la inteligencia de las masas es pequeña. Su olvido es grande. Deben serles repetidas las mismas mentiras mil veces".
La reestructuración del léxico, entonces, no es solo una táctica de propaganda, sino una herramienta de control social que permite a los líderes manipular la realidad. A través de esta estrategia, se distorsionan los hechos de tal manera que el seguidor llega a ver su narrativa como la única verdad posible, mientras que cualquier oposición es desacreditada de inmediato. Esto genera una realidad paralela que es difícil de romper, donde la capacidad de análisis crítico es sustituida por la aceptación acrítica de lo impuesto por el grupo.
Además de estos mecanismos de control, es importante entender cómo la propaganda no es exclusiva de regímenes autoritarios o fascistas. Aunque los métodos utilizados por figuras como Mussolini, Stalin o Hitler son más notorios por sus consecuencias devastadoras, las democracias también han utilizado técnicas de propaganda para reforzar sus agendas, especialmente en la guerra fría. La propaganda moderna, a través de medios como la radio, las redes sociales y los noticieros, sigue esta misma lógica: simplificar la información, crear dicotomías claras entre el "bien" y el "mal" y manipular las emociones del público para generar consenso y apoyo hacia determinadas políticas.
Por último, es crucial comprender que, aunque las democracias utilizan propaganda, la manipulación del lenguaje en estos contextos no es tan brutal como en los regímenes totalitarios. Sin embargo, el objetivo es el mismo: controlar la narrativa y restringir el debate público para mantener una visión del mundo unificada y cohesiva.
¿Cómo se construye un héroe cultural en una sociedad posmoderna?
El control del pensamiento colectivo no es posible sin el control del lenguaje. Las palabras forman los cimientos sobre los cuales se erigen mitos, ideologías y estructuras de poder. En el origen de toda cultura, los mitos operaban como explicaciones auténticas del mundo: relatos que otorgaban sentido al caos primordial y legitimaban tanto el presente como el porvenir. En este contexto, el mito no es una fantasía banal, sino una arquitectura simbólica de creencias compartidas. Desde los Zuñi que emergieron de la tierra hasta Rómulo amamantado por una loba, estas narraciones establecieron la conexión emocional e identitaria entre los pueblos y su mundo.
Los mitos, sin embargo, no han desaparecido. Persisten en nuevas formas, con nuevos personajes y nuevas urgencias. Uno de los mitos más poderosos es el esjatológico: aquel que describe el fin del mundo, el colapso moral, la extinción de la verdad. Frente a este abismo simbólico, surge una figura redentora, el héroe cultural, que restaura el orden mediante la destrucción del caos. Esta figura es esencialmente ambigua: no es un santo, sino un destructor necesario, un pecador con mandato divino.
En los Estados Unidos contemporáneos, Donald Trump ha sido investido de este rol por ciertos sectores religiosos, especialmente entre los evangélicos blancos. A pesar —o precisamente por— su conducta profana, es percibido como un enviado de lo alto, una figura mesiánica que lucha contra el supuesto desorden generado por el relativismo moral, el liberalismo y la modernidad. En entrevistas, sus seguidores no dudan en referirse a él como un "regalo de Dios", exhibiendo su imagen en lugares de honor en sus hogares, como si fuera una figura sacra.
Esta visión no es meramente simbólica. Para quienes creen en este mito, Trump representa la restauración de un orden moral divino. Su discurso, cargado de palabras como "vida", "familia" y "libertad religiosa", resuena profundamente con estos grupos. No importa si estas palabras son utilizadas de manera cínica o estratégica; su eficacia está asegurada por el poder emocional del mito que las enmarca.
Como héroe cultural, Trump se convierte en una figura que no puede equivocarse, porque su legitimidad no proviene de sus actos, sino de su papel en la narrativa sagrada. Su eventual caída del poder podría no ser interpretada como una derrota política, sino como una herejía, una injusticia que requiere ser vengada. De hecho, existe el peligro tangible de que sus seguidores, si se sienten traicionados, opten por la violencia real como expresión de lealtad a este mito viviente.
La historia ofrece paralelos esclarecedores. Mussolini, por ejemplo, también manipuló símbolos religiosos y morales para construir su poder. Cerró bares y clubes nocturnos, condenó el lenguaje obsceno en público, defendió el rol tradicional de la mujer, y se opuso al divorcio y la contracepción. Lo hizo no por convicción espiritual, sino como instrumento de dominio. Al igual que Trump, apeló a la restauración de una pureza moral ficticia como herramienta de control social.
El fenómeno de la creencia en estos líderes trasciende la razón. Estudios psicológicos revelan que la creencia está profundamente ligada al deseo. La correlación entre lo que se desea y lo que se cree supera el +0.88, demostrando la preponderancia de los factores emocionales sobre los racionales. Esta dinámica da lugar a un fenómeno de primacía: las primeras ideas que recibimos moldean nuestras creencias con tal fuerza que son casi imposibles de erradicar, incluso frente a evidencia contraria. Así, el mito se convierte en armadura cognitiva.
Los antiguos griegos distinguían entre pistis (confianza) y doxa (opinión). Ambas formas de creencia guían la acción, no en función de la verdad empírica, sino de la cohesión simbólica. En este marco, la realidad se reduce a elecciones binarias: orden o caos, bien o mal, salvación o condena. No hay espacio para los matices. Esta visión dicotómica no es casual, sino estructural: es inherente a la forma en que se construyen los sistemas de creencias.
Es importante comprender que el mito no se destruye con datos. Se disuelve, si acaso, con narrativas alternativas de igual fuerza emocional. La lucha por la verdad en una sociedad posmoderna no es una batalla entre hechos y mentiras, sino entre ficciones rivales. En este terreno, la palabra es más que un medio: es el campo de batalla mismo.
¿Cómo las metáforas moldean la narrativa política y la manipulación del pensamiento?
Las metáforas juegan un papel crucial en la construcción de narrativas políticas. En el caso de Donald Trump, el uso de la metáfora del "estado profundo" ilustra cómo los elementos de su discurso se conectan de forma astuta para reforzar una narrativa conspirativa. Esta metáfora no solo sugiere la existencia de un grupo secreto de poderosos manipuladores, sino que también lo vincula directamente con la izquierda política y los medios de comunicación, a quienes califica de falsos, creando así un enemigo común. Al hacerlo, Trump transmite la idea de que su ascenso al poder ha comenzado a debilitar esta supuesta conspiración, y señala sus logros como indicios de su éxito en esta lucha. En su mensaje, la metáfora no es solo una forma de embellecer su discurso, sino una herramienta que construye una realidad alternativa en la que él es el principal protagonista de un enfrentamiento épico contra fuerzas ocultas y destructivas.
Históricamente, el estudio de la metáfora comenzó en las primeras décadas del siglo XX, con la obra influyente de I. A. Richards, The Philosophy of Rhetoric (1936). Richards argumentaba que las metáforas no eran simples adornos del lenguaje, sino que eran fundamentales para la interpretación del significado de las palabras en contextos específicos de comunicación. Esta perspectiva fue profundizada por el trabajo de George Lakoff y Mark Johnson en su libro Metaphors We Live By (1980), que mostró cómo las metáforas no solo reflejan el pensamiento humano, sino que lo estructuran y pueden ser utilizadas para manipularlo. De hecho, estudios más recientes indican que las metáforas están presentes en el habla cotidiana más de lo que se podría imaginar, y su poder reside en la capacidad de convertir experiencias concretas en abstracciones que guían el pensamiento y la acción.
El ejemplo del "estado profundo" muestra cómo una metáfora puede evocar imágenes de conspiración secreta con raíces profundas que necesitan ser erradicadas. Esta visión permite que el orador sugiera que es necesario un "erradicador", como Trump, para poner fin a esta amenaza. Tal discurso no solo reside en la mente de sus seguidores, sino que incita a la acción, como si la lucha fuera contra una amenaza real y tangible. La metáfora, en este sentido, no solo informa, sino que también impulsa a la acción, a veces incluso violenta, como ha indicado Trump al afirmar que cuenta con el apoyo de la policía, el ejército y sus seguidores más radicales para defender su posición.
Otro ejemplo emblemático de esta estrategia verbal es la promesa de Trump de construir un "muro" para impedir la entrada de inmigrantes ilegales. Esta metáfora, más que un simple proyecto de infraestructura, se convierte en un símbolo de seguridad y protección. El "muro" no solo se entiende como una barrera física, sino como un elemento cultural que representa la lucha contra lo que él percibe como una invasión de diversidad. Esta imagen de defensa se asocia sutilmente con la Gran Muralla China, lo que le da un toque de grandeza histórica. Sin embargo, como se ha demostrado, la mayoría de las drogas no entran por la frontera sur, lo que pone en duda la efectividad real de esta medida. A pesar de ello, la metáfora del muro se inserta en una narrativa más amplia sobre lo que está "mal" en América y cómo se puede restaurar su grandeza.
El muro, al igual que el "estado profundo", puede considerarse una historia construida sin base real, lo que lo convierte en una metáfora tipo "Just So Story". Este término, tomado de los relatos de Rudyard Kipling, describe historias inventadas para explicar características o fenómenos, como el origen de las manchas de los leopardos. En el caso de Trump, la metáfora del muro se utiliza para evocar una narrativa simplificada y emocionalmente poderosa que, aunque carente de fundamentos sólidos, moviliza a la opinión pública y fomenta una visión polarizada del mundo.
Para que este tipo de mentiras y metáforas sean efectivas, no basta con crear un mensaje; es necesario también saber cómo entregarlo. Al igual que un comediante profesional sabe cómo hacer una broma para maximizar el efecto, el político manipulador debe dominar la entrega de su mensaje para evocar la respuesta esperada. Durante sus mítines, Trump a menudo utiliza cambios repentinos en el tono de su discurso para captar la atención de su audiencia, haciendo uso de giros inesperados que tienen un impacto emocional inmediato. Un ejemplo claro de esto fue su comentario sobre los jugadores de fútbol que protestaban durante el himno nacional, una "broma" que fue recibida con entusiasmo por sus seguidores, no solo por la sorpresa del comentario, sino también por la forma en que tocaba un tema altamente sensible, apelando a las emociones patrióticas de su público.
Además de su poder verbal, el discurso de Trump está diseñado para crear una atmósfera de emergencia y acción, en la que sus seguidores se sienten motivados a actuar para defender la nación y proteger sus valores. Este tipo de manipulación es efectiva porque apela tanto a la razón como a las emociones, movilizando a las personas no solo a pensar de una determinada manera, sino a tomar medidas concretas en el mundo real.
Para los seguidores de este tipo de discursos, lo importante no es necesariamente la verdad de los hechos, sino la sensación de estar involucrados en una causa trascendental. Las metáforas construyen una visión del mundo donde todo es parte de una narrativa mayor, y cada acción que realicen los seguidores parece ser una contribución vital a la lucha por la restauración del orden. Esto transforma el discurso político en una poderosa herramienta de persuasión, que puede generar lealtades intensas y movilizar a grandes masas en apoyo de objetivos muy específicos.
¿Cómo la Retórica de Trump Se Conecta con la Historia del Populismo y la Manipulación Social?
Las concentraciones de Donald Trump son un claro ejemplo de la construcción de un discurso que apela directamente a las emociones del público. Al igual que los eventos religiosos de avivamiento, donde el orador busca crear un vínculo espiritual con la audiencia, los mítines de Trump son performances diseñadas para generar una fuerte conexión emocional con sus seguidores. Esto se logra mediante la repetición de eslóganes y frases que permiten a los asistentes sentirse parte de una causa mayor. En este sentido, los mítines de Trump funcionan como un tipo de "bricolaje" discursivo, donde se ensamblan y reinterpretan elementos del pasado y del presente para generar una sensación de cohesión y propósito entre los presentes. Esta estrategia de manipulación verbal, como apunta el sociólogo Wilson Bryan Key, tiene el poder de modificar la percepción de la realidad, convirtiéndose en un ritual de reafirmación emocional y moral.
El lema "Make America Great Again" (MAGA) es un claro ejemplo de cómo un mensaje aparentemente sencillo puede ser cargado de un significado profundo y simbólico. En su superficie, MAGA evoca una nostalgia por un pasado idealizado, libre del relativismo moral que, según muchos, comenzó a invadir América durante la presidencia de Barack Obama. Sin embargo, detrás de esta imagen de un "pasado dorado", el lema también plantea una respuesta a la creciente pluralidad racial y cultural en los Estados Unidos, alimentando una cierta fobia hacia lo "otro", hacia aquellos que no encajan en el molde racial y cultural de la América blanca.
Trump aprovechó esta fobia desde sus primeras campañas, sobre todo a través de la infame teoría de la conspiración sobre el "lugar de nacimiento" de Obama, conocida como el "birtherism". Aunque más tarde abandonó este tema, la idea de que Obama no era "auténticamente" estadounidense quedó impregnada en la narrativa MAGA, transformándose en un componente invisible pero central de su discurso. Este tipo de mentira, que al principio parecía ridículo, se solidificó como una verdad no cuestionable para los seguidores de Trump, estableciendo una visión del mundo donde los afroamericanos y otras minorías no deberían ocupar posiciones de poder, como la presidencia.
El paralelismo con figuras históricas como Benito Mussolini no es fortuito. Al igual que el dictador italiano, Trump ha adoptado una forma de discurso que repite constantemente eslóganes y clichés que conectan con las masas. Mussolini, quien se presentaba como un outsider político, utilizó un lenguaje crudo y directo, alejado del elitismo intelectual de su tiempo, para ganar el apoyo de aquellos que sentían que los intelectuales y políticos liberales los miraban con desdén. Trump, por su parte, también se presenta como un outsider dispuesto a desmantelar un sistema corrupto y restaurar la grandeza de América, apelando a las emociones y frustraciones de su base.
Ambos líderes, Trump y Mussolini, comparten la misma estrategia de construir una "guerra cultural". Utilizan el miedo y el resentimiento como herramientas para movilizar a sus seguidores, posicionándose como los campeones de un pueblo que se siente excluido del discurso oficial. Además, ambos se rodean de sus familias, confiando en ellas más que en cualquier otra figura fuera de su círculo íntimo, lo que refuerza la idea de un liderazgo personalista y autoritario.
En este contexto, la promesa de Trump de acabar con el crimen y la violencia que "afectan" a la nación tiene un eco claro en los discursos de Mussolini, quien también prometió resolver los problemas de Italia a través de un gobierno fuerte y centralizado. Trump, al igual que Mussolini, se presenta como un salvador, alguien que puede resolver los problemas del país, ya sea construyendo un muro en la frontera con México o "drenando el pantano" de la corrupción en Washington. Cada uno de estos eslóganes está cuidadosamente diseñado para resonar con diferentes segmentos de la población, utilizando la retórica para apaciguar a sus seguidores y ofrecerles un mundo simplificado y maniqueo donde ellos son los "buenos" y sus enemigos los "malos".
Sin embargo, la figura de Trump no es solo la de un político, sino la de un "tártuffe" moderno, como el personaje de la obra de Molière, quien finge virtud mientras engaña a los demás para su propio beneficio. Trump ha utilizado su retórica populista para crear una falsa imagen de rectitud, mientras mantiene una vida personal que contradice sus discursos morales. Esta duplicidad es una de las características más distintivas de su liderazgo y una de las razones por las cuales sus seguidores continúan apoyándolo, a pesar de las contradicciones evidentes en su comportamiento.
Lo que resulta especialmente peligroso en este tipo de discurso es su capacidad para desmantelar las instituciones democráticas desde dentro. Al igual que Mussolini utilizó el discurso para dividir a la sociedad italiana y justificar el uso de la violencia política, Trump también ha creado una cultura de desinformación y polarización, donde la verdad se diluye y la crítica se convierte en un acto de traición. Al posicionarse como el único verdadero defensor de la nación, Trump no solo ha deslegitimado a sus opositores, sino que ha alterado la forma en que los ciudadanos perciben el propio sistema político.
Es fundamental entender que el poder de este tipo de retórica no radica simplemente en la manipulación de hechos, sino en su capacidad para alterar la percepción colectiva de la realidad. El MAGA no es solo un eslogan político, sino una construcción cultural que toca los nervios más sensibles de la sociedad estadounidense, y cuya efectividad depende en gran medida de su capacidad para evocar sentimientos primarios de identidad, pertenencia y miedo.

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