La globalización ha sido un proceso transformador a lo largo de las últimas décadas, y sus efectos han sido objeto de intensos debates. Si bien gran parte de la discusión se ha centrado en los beneficios y desventajas de la liberalización del comercio, pocas veces se observa su impacto desde una perspectiva integral, que tenga en cuenta no solo el crecimiento económico y la generación de empleo, sino también los efectos en los consumidores.

En este contexto, muchos economistas, como Zornitsa Kutlina-Dimitrova y Csilla Lakatos, defienden que la globalización tiene una consecuencia positiva directa para los consumidores al aumentar las opciones disponibles y reducir los costos. A menudo se asume que las poblaciones trabajadoras no se benefician de la globalización debido a la idea común de que la competencia internacional puede deprimir los salarios o reducir los empleos. Sin embargo, esta visión no contempla que, aunque los salarios puedan verse presionados en algunos sectores, los consumidores, incluidos los trabajadores, se benefician enormemente de una mayor diversidad de productos a precios más bajos. Desde un punto de vista puramente económico, la globalización ofrece un acceso a una mayor variedad de bienes y servicios, lo cual, a pesar de los retos que impone, representa una mejora sustancial en el poder adquisitivo general.

La eliminación de barreras arancelarias y la creación de acuerdos comerciales como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y la entrada de países en la Organización Mundial del Comercio (OMC) en las décadas de 1990 abrieron un vasto panorama para la economía mundial. La evidencia sugiere que las políticas proteccionistas, al intentar restringir el libre comercio y proteger industrias locales, suelen tener efectos perjudiciales tanto para los consumidores como para los propios trabajadores. La elevación de tarifas o el establecimiento de barreras comerciales incrementa los costos de producción, lo cual se traduce en precios más altos para los consumidores. De manera paradójica, la protección de ciertos sectores puede reducir las oportunidades para los trabajadores de acceder a productos más baratos y mejorar su bienestar. Este fenómeno resalta una realidad crucial: los trabajadores no solo son productores, sino también consumidores que se benefician de los precios reducidos y la diversidad de opciones que trae consigo el libre comercio.

Por otra parte, el crecimiento económico impulsado por la globalización ha generado un aumento en los ingresos y oportunidades laborales a nivel global, aunque con diferencias notables entre los países y dentro de los mismos. Según los estudios de Ana Revenga y Anabel Gonzales, la integración global ha permitido a muchos países, incluidos aquellos en desarrollo, mejorar sus niveles de vida, y los trabajadores de esas naciones han visto un incremento en sus ingresos. La apertura de mercados y la inversión extranjera directa han sido factores cruciales para este fenómeno, ya que han creado empleos en sectores como la manufactura, la tecnología y los servicios, sectores que antes podían haber estado cerrados para esas economías.

No obstante, los críticos de la globalización señalan que, a pesar de estos avances, existen desafíos sociales y culturales significativos que deben ser abordados. La globalización no solo se ha traducido en crecimiento económico, sino también en una creciente volatilidad financiera y en tensiones sociales derivadas de la rapidez con que algunos cambios se implementan. El aumento de la interdependencia económica entre países puede incrementar la exposición a crisis financieras globales, como se argumenta en los trabajos de Jonathan D. Ostry, economista del FMI, quien observa que la globalización financiera ha incrementado la inestabilidad de los mercados, lo cual puede tener repercusiones tanto para los consumidores como para los trabajadores.

A nivel cultural, la expansión de corporaciones multinacionales y la homogenización de los productos y servicios pueden diluir la diversidad cultural, especialmente en sociedades que luchan por mantener su identidad frente a un mercado global dominante. Según la UNESCO, este proceso de globalización económica puede amenazar las expresiones culturales locales, ya que las pequeñas industrias y tradiciones se ven presionadas por la necesidad de adaptarse a los estándares globales.

Es esencial también considerar los efectos en la salud mental de los trabajadores, particularmente en las culturas no occidentales, como señalan diversos estudios. A medida que la globalización promueve la adopción de sistemas médicos y psicológicos occidentales, muchos trabajadores provenientes de culturas no occidentales pueden encontrarse con que los tratamientos no se ajustan a sus necesidades o valores culturales, lo que resalta un área crítica en la que la globalización puede tener consecuencias negativas para el bienestar individual.

Aunque la globalización ha generado numerosas oportunidades para los consumidores al facilitar el acceso a productos más baratos y diversos, también ha traído consigo desafíos económicos y culturales. El proteccionismo, por ejemplo, no ofrece una solución efectiva a largo plazo, y más bien suele perjudicar a los propios trabajadores al aumentar los costos de los bienes y servicios esenciales. Además, el impacto de la globalización en la salud mental y cultural de los individuos demuestra que este fenómeno debe ser abordado de manera multidimensional para maximizar sus beneficios y mitigar sus efectos adversos. La clave, en última instancia, reside en encontrar un equilibrio entre los beneficios económicos de la globalización y la preservación de las particularidades culturales y el bienestar social.

¿Cómo impactan los aranceles y la liberalización comercial en la desigualdad y el bienestar social?

La liberalización del comercio y la apertura de los mercados internacionales tienen impactos profundos en las economías y las sociedades. Si bien este fenómeno puede ser una fuente significativa de crecimiento económico, los beneficios no siempre se distribuyen equitativamente entre todos los sectores de la población. En algunos países, la liberalización comercial puede reducir la desigualdad, mientras que en otros puede aumentar las disparidades económicas, especialmente cuando las políticas de apoyo a los trabajadores afectados son insuficientes o inexistentes.

En muchos países, como Egipto, Pakistán y Sudáfrica, la liberalización comercial ha sido un motor importante para aumentar los ingresos nacionales, con costos mínimos en términos de desigualdad. Sin embargo, existen países en los que los efectos negativos son más palpables. En los Estados Unidos, por ejemplo, la concentración de los trabajadores en comunidades que enfrentan una alta competencia de importaciones chinas ha resultado en una pérdida de empleos y una caída de los salarios. Entre 1990 y 2010, un periodo marcado por la globalización, la desigualdad en EE. UU., medida por el índice de Gini, aumentó de 43 a 47 puntos, un reflejo de las tensiones internas generadas por el comercio internacional.

Este fenómeno no es exclusivo de las economías avanzadas. Los efectos de la liberalización comercial y la deslocalización de empleos pueden ser igualmente perjudiciales en países en desarrollo. Sin embargo, la diferencia entre países como los EE. UU. y Dinamarca radica en la respuesta política ante los efectos adversos del comercio. Mientras que en EE. UU. el sistema de asistencia a los trabajadores afectados por el comercio (TAA, por sus siglas en inglés) no ha sido suficientemente efectivo, con una baja inversión en políticas activas del mercado laboral, Dinamarca ha logrado mitigar los efectos negativos mediante un sistema de flexibilidad laboral conocido como "Flexicurity". Este sistema está diseñado para proteger a los trabajadores, no solo de los efectos del comercio, sino de cualquier tipo de choque en el mercado laboral. La clave del éxito de este sistema radica en su enfoque integral: un mercado laboral flexible que permite tanto la contratación como el despido de trabajadores con relativa facilidad, un sistema generoso de beneficios por desempleo y políticas activas que fomentan la búsqueda de empleo y mejoran la empleabilidad de los trabajadores.

La cuestión de si el libre comercio beneficia a los inversionistas a expensas de los trabajadores es central en los debates contemporáneos sobre la globalización. En países donde el comercio ha generado perdedores, es fundamental implementar políticas redistributivas que permitan que las ganancias del comercio se compartan de manera más equitativa. Sin políticas de protección social que aseguren una mejor calidad de vida para aquellos afectados negativamente por la globalización, las tensiones sociales y económicas pueden aumentar. Estas políticas incluyen redes de seguridad social más generosas, mayores inversiones en la adquisición de habilidades laborales y medidas para mejorar la capacitación y adaptación de los trabajadores.

La globalización, aunque una fuerza poderosa para el crecimiento económico, no está exenta de retos. Aunque las naciones industrializadas han sido las principales beneficiarias de los procesos de liberalización comercial, los países en vías de desarrollo pueden ser tanto receptores de beneficios como de costos. En muchos casos, el mayor desafío para los países en desarrollo es cómo gestionar las transiciones laborales y garantizar que el crecimiento económico llegue a todos los estratos sociales. Es fundamental que estas naciones fortalezcan sus instituciones laborales, mejoren la calidad de su educación y diversifiquen sus economías para aprovechar mejor las oportunidades que ofrece la globalización.

El comercio internacional ha permitido la creación de mercados globales interconectados, donde las empresas tienen acceso a una mayor variedad de productos, servicios y tecnologías. Sin embargo, este acceso no siempre se traduce en beneficios equitativos para todas las partes involucradas. En lugar de adoptar políticas proteccionistas que frenen el motor del crecimiento, los países deben trabajar en la implementación de estrategias que equilibren los beneficios del comercio con la necesidad de proteger a los trabajadores y a las economías vulnerables.

El papel de los gobiernos, por lo tanto, es crucial en este proceso. La política pública debe centrarse en la creación de redes de seguridad social que ayuden a los trabajadores afectados a hacer la transición hacia nuevos sectores productivos. A medida que el comercio se expande, los países deben asegurarse de que las ganancias derivadas de la globalización no solo beneficien a las grandes empresas y a los inversionistas, sino que también lleguen a las comunidades más vulnerables.

¿Cómo la globalización financiera afecta a los países en desarrollo y qué soluciones existen?

El mercado de capitales internacional es una herramienta crucial para canalizar los ahorros globales hacia los usos más productivos a nivel mundial. Los países en desarrollo, al contar con escasos recursos de capital, pueden endeudarse para financiar inversiones, lo que fomenta su crecimiento económico sin necesidad de aumentar de manera proporcional su nivel de ahorro interno. Sin embargo, la apertura a los flujos financieros extranjeros conlleva riesgos que no pueden ser ignorados. Esta dualidad de beneficios y riesgos es una característica inherente del mundo real. La experiencia de los países que han abierto sus mercados financieros confirma esta dualidad.

Como se ha demostrado en diversos estudios, entre ellos el de Ostry et al. (2009), la relación entre la globalización financiera y el crecimiento económico es compleja. Si bien algunos flujos de capital, como la inversión extranjera directa, impulsan el crecimiento a largo plazo, el impacto de otros flujos es más débil y depende en gran medida de las instituciones nacionales de cada país, tales como el marco legal, la protección de los derechos de propiedad, el nivel de desarrollo financiero y la calidad de la supervisión financiera. Además, la apertura a los flujos de capital ha tendido a incrementar la volatilidad económica y la frecuencia de crisis en muchas economías emergentes y en desarrollo. Un estudio reciente muestra que, aproximadamente el 20% de las veces, los aumentos abruptos de capital terminan en una crisis financiera, de las cuales la mitad también están asociadas con grandes caídas en la producción, lo que podría denominarse una crisis de crecimiento.

La omnipresencia de los aumentos repentinos de capital y las caídas subsiguientes refuerza la afirmación del economista de Harvard, Dani Rodrik, quien sostiene que “los ciclos de auge y caída no son un espectáculo secundario o una pequeña mancha en los flujos de capital internacionales; son la historia principal”. Aunque los impulsores de estos aumentos y caídas son múltiples, la apertura de las cuentas de capital se presenta consistentemente como un factor de riesgo: aumenta la probabilidad de un auge y, posteriormente, de una crisis. Además de elevar las probabilidades de una crisis, la apertura financiera tiene efectos distributivos, incrementando la desigualdad, especialmente cuando ocurre una caída.

La globalización financiera también interactúa con otras políticas, como la política fiscal. El deseo de atraer capital extranjero puede desencadenar una "competencia a la baja" en las tasas impositivas corporativas, reduciendo la capacidad de los gobiernos para proporcionar bienes públicos esenciales. La consolidación fiscal ha mostrado aumentar la desigualdad. Estos efectos distributivos, tanto directos como indirectos, podrían generar un ciclo de retroalimentación adverso: el aumento de la desigualdad podría socavar el crecimiento, que es precisamente lo que la globalización pretende fomentar. Hay una creciente evidencia de que la desigualdad reduce tanto el nivel como la durabilidad del crecimiento económico. Así, la existencia de tal ciclo no es una curiosidad teórica, sino una posibilidad muy real.

Estos hallazgos sugieren una reconfiguración de la globalización. El primer paso es reconocer las fallas inherentes a la globalización, especialmente en relación con la globalización financiera. Los efectos adversos de esta sobre la volatilidad macroeconómica y la desigualdad deben ser contrarrestados. Entre los responsables de la política económica, cada vez existe una mayor aceptación de los controles de capital para restringir los flujos de capital extranjeros que podrían desencadenar o agravar una crisis financiera. Aunque no son las únicas herramientas disponibles, los controles de capital podrían ser la opción más adecuada cuando el endeudamiento externo sea la causa de un auge crediticio insostenible.

A corto plazo, también se podría aumentar la redistribución de los recursos. Esto podría lograrse mediante una combinación de aumentos en las tasas impositivas, con una mayor progresividad en los impuestos sobre la renta, y un mayor enfoque en impuestos sobre la riqueza y la propiedad. Adicionalmente, se podrían implementar programas para apoyar a aquellos que resultan desfavorecidos por la globalización. Existen programas de asistencia en el caso del comercio, aunque no siempre han funcionado bien en el pasado; la solución no radica en desecharlos, sino en mejorar su eficacia. Las políticas de “trampolín”, tales como la capacitación laboral y la asistencia para la búsqueda de empleo, son esenciales para ayudar a los trabajadores a recuperar su estabilidad tras la pérdida de su empleo.

En el ámbito de la migración, también se podría ampliar la compensación para los potenciales perjudicados, especialmente en áreas de alta concentración de trabajadores extranjeros. Esto podría lograrse mediante la mejora de los beneficios del seguro de desempleo y una mayor asignación de recursos a políticas laborales activas que ayuden a los trabajadores desplazados a encontrar nuevos empleos.

A largo plazo, las soluciones no deben centrarse solo en la redistribución, sino en mecanismos que logren una "pre-distribución". Garantizar un acceso más equitativo a la salud, la educación y los servicios financieros asegura que los ingresos del mercado no dependan únicamente del punto de partida de cada individuo en la vida. Esto no asegura que todos terminarán en el mismo lugar, pero ofrecer oportunidades para tener éxito en la vida, independientemente del nivel de ingresos inicial, junto con la promesa de redistribución para quienes se rezagan, probablemente genere más apoyo para la globalización que simplemente ignorar el descontento generalizado con ella.

¿Son los aranceles y las políticas proteccionistas realmente rentables?

El mundo agrícola europeo se caracteriza por una fuerte protección. La Unión Europea (UE) opera bajo un conjunto integrado de políticas destinadas a asegurar un nivel de vida decente para los agricultores europeos, al tiempo que garantiza el suministro confiable de alimentos para los ciudadanos del continente. Entre estas políticas se encuentran los pagos directos a los agricultores, la financiación para el desarrollo rural y también los aranceles, incluidos algunos que afectan profundamente los bolsillos de los agricultores estadounidenses. Cuando los productos de EE. UU. llegan a Europa, los agricultores enfrentan un arancel promedio del 13,7%, casi tres veces más de lo que los agricultores europeos deben pagar al exportar sus productos a EE. UU.

Este trato preferencial para la agricultura nativa tiene, por supuesto, un costo significativo: más de un tercio del presupuesto de la UE se destina al apoyo de aproximadamente el 5% de los ciudadanos involucrados en la agricultura, lo que significa que ese dinero no se puede usar para otras prioridades urbanas o industriales. Sin embargo, lo que realmente importa es si los europeos creen que estos costos se ven superados por los beneficios que traen los aranceles y otros apoyos agrícolas. En una reciente encuesta de Eurobarómetro, el 52% de los encuestados afirmó estar de acuerdo con la existencia de barreras comerciales para los productos agrícolas de la UE, frente al 34% que se mostró en desacuerdo.

Este panorama nos lleva a la decisión de Trump de imponer un arancel del 25% sobre las importaciones de acero fuera de América del Norte y un 10% sobre el aluminio. Aquí, la pregunta definitoria no debería ser "¿Cuánto costará?", sino más bien "¿Cuál es el objetivo subyacente y se puede lograr a un costo razonable?" El objetivo elegido podría ser bastante específico, tal como Trump mismo lo expuso al firmar las proclamaciones arancelarias: "Una industria del acero y aluminio fuerte es vital para nuestra seguridad nacional". Garantizar que EE. UU. pueda producir suficiente acero para seguir construyendo aviones y barcos en caso de una emergencia militar parece un objetivo claro y bien definido, similar al de los aranceles específicos aplicados a Harley Davidson. Sin embargo, los esfuerzos demasiado específicos no siempre son los más exitosos.

La última vez que EE. UU. impuso aranceles al acero para proteger su industria, bajo la presidencia de George W. Bush, los efectos reales fueron bastante modestos. Las importaciones cayeron, pero siete empresas estadounidenses de acero quebraron, y la cantidad de trabajadores en la industria también disminuyó. Parte de esto podría deberse a que los aranceles no duraron lo suficiente como para permitir una reestructuración significativa de las acerías estadounidenses; fueron levantados dentro de dos años, luego de que la Organización Mundial del Comercio los declarara ilegales. Además, es posible que la industria necesitara más ayuda de la que los aranceles por sí solos podían ofrecer, debido a altos costos de pensiones y a una historia de inversión inadecuada.

Con el tiempo, parece que el momento durante la presidencia de Bush era adecuado para perseguir un objetivo más ambicioso: no solo ayudar a la industria del acero de EE. UU., sino también proteger a muchas otras industrias estadounidenses de la fuerza imparable del "shock chino", la súbita aparición de importaciones chinas de todo tipo tras la entrada de China a la OMC y el acceso ampliado a los mercados estadounidenses. Entre 2000 y 2007, EE. UU. perdió alrededor de un millón de empleos manufactureros, afectando a sectores mucho más allá del acero. Un plan más ambicioso, que incluyera aranceles al acero junto con otras protecciones y apoyos, podría haber ayudado a defender a las industrias estadounidenses en general. Trump podría tener en mente un objetivo más grande, en cuyo caso los aranceles al acero y al aluminio serían solo el primer paso.

A veces, parece estar dispuesto a aceptar una guerra comercial más amplia, diciendo que si Europa responde con represalias contra las importaciones de acero, EE. UU. podría imponer un nuevo impuesto a los autos europeos. Durante su campaña, incluso mencionó la posibilidad mucho más disruptiva de un arancel del 45% a las importaciones chinas. Pero si el objetivo es más amplio—una reestructuración del comercio global que abra espacio para más exportaciones e industrias manufactureras en EE. UU.—probablemente los aranceles por sí solos no sean suficientes. Recordemos que para construir un sistema unificado de apoyo agrícola, la UE creó un paquete complejo de aranceles, subsidios, regulaciones y ayudas para el desarrollo rural que operan de manera conjunta. Para avivar un renacimiento de la manufactura estadounidense, se tendrían que dar muchos otros cambios: probablemente el dólar necesitaría caer aún más, lo que impulsaría las exportaciones; países como China y Alemania tendrían que empezar a ahorrar menos y gastar más, creando así una mayor demanda de bienes extranjeros, incluidos los fabricados en EE. UU.; y EE. UU. probablemente tendría que reducir su propio apetito por las importaciones, lo que incluiría fomentar el ahorro de los estadounidenses.

Cualquiera que sea el objetivo, debe ir acompañado de las tácticas adecuadas. Para algunos objetivos, los aranceles tienen sentido, aunque vengan con costos. Al final, la única forma de evaluar los planes arancelarios de Trump no es con un libro de contabilidad comparando los beneficios para los productores de acero con los costos para los usuarios de acero, sino identificando el objetivo más amplio y viendo si se cumple.