Un misterioso suceso que involucraba la desaparición de un arquitecto y su extraña reaparición en circunstancias que desafiaban toda lógica, comienza a tomar forma con el relato de la señora Garley. Ella, una mujer que había trabajado durante años en la casa de Mr. de Milas, se vio sorprendida por su ausencia en varias ocasiones. La primera de estas ausencias fue el 16 de febrero, día en que la señora Garley recordó que se celebraba una importante carrera de caballos, en la que su sobrino había insistido en que apostara a un caballo llamado Halsettia, el cual terminó siendo fatalmente derrapado junto a su jinete. Sin embargo, Mr. de Milas regresó a la casa alrededor de las nueve de la noche, y ella no volvió a pensar en el asunto.

Más tarde, a finales de marzo, el arquitecto había mencionado a la señora Garley que podría ausentarse durante algunos días. A pesar de su frágil estado de salud, ella no se preocupó demasiado al verlo regresar tres días después, como si nada hubiera sucedido. En junio, cuando él volvió a desaparecer, no hubo motivo de alarma, ya que había empacado un pequeño bolso de mano, lo que parecía indicar que su ausencia no sería prolongada. Sin embargo, lo más extraño de todo es que en ninguno de estos casos la señora Garley lo vio salir o regresar a la casa.

La historia comenzó a tomar un giro aún más desconcertante cuando Mr. de Milas, aparentemente desaparecido, se comunicó por teléfono con la señora Garley. En la llamada, ella reconoció su voz y le informó que había notificado a la policía sobre su desaparición. A pesar de la aparente tranquilidad en la conversación, él le aseguró que regresaría pronto. La sensación que experimentó al colgar parecía ser de extraña calma, como si algo fuera a cambiar dentro de él.

Lo que sucedió a continuación es difícil de describir sin atribuirlo a una fuerza más allá de la comprensión humana. Una extraña sensación de vacío se apoderó de Mr. de Milas mientras yacía en su cama, una fuerza que lo envolvía, como si su cuerpo se vaciara, mientras al mismo tiempo se llenaba de una energía que no podía comprender. Sentía una conexión con algo más allá de lo físico, algo que pedía su cuerpo, su ser, algo que solicitaba generosidad en una entrega total. La sensación fue indescriptible, como si algo o alguien estuviera reclamando su alma.

La llamada telefónica que ocurrió más tarde, la cual parecía un simple contacto más de la señora Joan Averil, quien había estado tratando de localizarlo, marcó el final de una serie de eventos que parecía que solo podrían explicarse por lo sobrenatural. Ella, con un tono sabio, lo guió en la toma de decisiones necesarias, sin saber aún la magnitud del misterio que había comenzado a desvelarse.

Lo que sigue en la historia se torna aún más impactante. La señora Garley recibió varias llamadas telefónicas en las que una voz masculina, que se decía ser Mr. de Milas, se comunicaba para obtener información sobre él, sugiriendo que algo extraño estaba ocurriendo. La repetición de este fenómeno no hizo más que aumentar la tensión, hasta que, finalmente, el doctor Polder fue alertado sobre la existencia de una caja negra en la casa del arquitecto. Después de una búsqueda en la que la señora Garley lo acompañó, el doctor descubrió la caja en un pequeño armario, y cuando la abrió, encontró el cuerpo sin vida de Mr. de Milas, envuelto en una manta impermeable, como si hubiera sido preservado de alguna manera.

El diagnóstico del doctor Polder fue claro: el hombre había muerto a las seis de la tarde de ese mismo día. Sin embargo, no se descartó la posibilidad de que el arquitecto hubiera estado en un estado similar al de un trance, lo que provocaba que su cuerpo permaneciera intacto por horas, hasta que finalmente su vida se extinguió.

Es fundamental considerar la naturaleza de los hechos relatados. ¿Qué significa realmente el vacío que experimentó Mr. de Milas? ¿Cómo interpretar la sensación de que su cuerpo fue reclamado por algo o alguien más? Más allá de las explicaciones científicas y médicas, este relato nos invita a reflexionar sobre las fuerzas invisibles que podrían estar presentes en la vida humana, aquellas que no se pueden medir ni ver pero que, de alguna manera, moldean nuestro destino.

En este tipo de historias, lo importante no es solo la desaparición y el misterio que la rodea, sino la interpretación de lo que ocurre en esos momentos de transición, de crisis y de confrontación con lo desconocido. Tal vez la clave de la desaparición de Mr. de Milas radique no solo en los hechos tangibles, sino en la comprensión de que las líneas entre la vida y la muerte no siempre son tan claras, y que en los momentos de desesperación, lo inexplicable puede tomar forma y arrastrarnos hacia lugares oscuros y desconocidos.

¿Puede el mal adoptar el rostro de la inocencia y desafiar la fe más firme?

La madrugada era oscura, apenas un resplandor gris insinuaba el día, cuando regresé a casa tras presenciar una escena que, en vez de desesperación, me dejó una serenidad casi sagrada. No pensaba en Kennion, sino en aquel joven que había sufrido injustamente, un mártir cuya muerte me parecía un error lastimoso, pero no más que eso. Su espíritu, intocado, parecía haber alcanzado una expiación secreta, y yo agradecía con humildad haber obrado según mi deber. Si hubiera intervenido, si Wadham hubiese vivido y Kennion hubiese sido entregado a la justicia, mi culpa habría sido el más terrible de los crímenes que un sacerdote pueda cometer.

Tras una noche en vela, dormité unos minutos. En ese breve sopor soñé con Wadham, encarcelado, consciente de que yo poseía pruebas de su inocencia. La hora de su muerte se acercaba, y los pasos en el corredor de piedra anunciaban a quienes venían por él. Me señaló con una acusación que cortó el aire como un cuchillo: “Estás dejando morir a un inocente, cuando podrías salvarlo”. Su grito, mi nombre pronunciado con desesperación, me despertó de golpe. El eco de aquella voz era demasiado real para ser sólo un sueño. Pero estaba solo en mi cuarto, y el tenue día que entraba por la ventana me recordaba que la vigilia y el sueño son fronteras frágiles.

Pasaron días tranquilos, hasta que una tarde, en una calle llena de sol y gente, un cambio súbito en el aire me envolvió en un miedo indescriptible. Mi alma se oscureció bajo una presión invisible, y allí, avanzando hacia mí, vi a Wadham. Sonreía con despreocupación, pero su mirada, al cruzarse con la mía, se transformó en un odio palpable. “Nos veremos a menudo, padre Denys”, murmuró. Desde entonces, su presencia me siguió como una sombra. Al anochecer, al abrir la puerta de mi habitación, oía el crujido de una cuerda, y lo veía balancearse con el rostro cubierto por la capucha de la muerte. En ocasiones, la puerta se abría y cerraba suavemente mientras yo leía, y aunque nada visible entraba, sabía que él estaba allí. Estas apariciones no eran constantes, sino esporádicas, lo que las hacía más perturbadoras: cuando creía haberlas superado, regresaban para sembrar dudas en mi fe.

Un domingo, mientras predicaba en una iglesia llena de luz y fervor, una nube oscura cubrió el sol y un presentimiento de tormenta espiritual me envolvió. Las lámparas se encendieron, y la luz artificial iluminó el banco frente al púlpito. Allí, con el rostro hinchado, los ojos desorbitados y el lazo mortal al cuello, Wadham me miraba fijamente. Mi voz vaciló; una noche eterna parecía envolverme. Sentí el peso de mi culpa, el castigo por haber dejado morir a un inocente. Pero, como una estrella en la oscuridad, una certeza me atravesó: como sacerdote, no pude actuar de otro modo. Aquello que veía no era de Dios, sino una impostura diabólica destinada a quebrar mi fe. Me aferré a esa convicción y continué mi sermón, cumpliendo el único deber que me correspondía.

Esa misma noche, en la quietud de mi habitación, la temperatura descendió, la luz eléctrica palideció hasta volverse un resplandor rojizo, y un rostro se delineó en el aire: morado, grotesco, con la lengua colgante. El cuerpo oscilaba suspendido de una cuerda invisible, vivo en su muerte, animado por una fuerza no humana. Padre Denys, con el crucifijo en las manos, se enfrentó a esa aparición. Su voz, firme como una espada, ordenó: “Vuelve a tu tormento hasta que la misericordia de Dios te conceda el descanso eterno”. Un alarido desgarró el aire, la habitación tembló, y de pronto el calor regresó, la luz se restableció, y sólo quedábamos nosotros dos. En su rostro exhausto brillaba una claridad indescriptible, la victoria de una fe que había resistido la embestida del mal.

Este relato revela que el verdadero peligro no reside en las visiones, sino en la sutil tentación de confundir la justicia con la piedad, de creer que la compasión humana puede superar el misterio de un designio divino. Comprender la diferencia entre la culpa que nace del amor y la que engendra el demonio es esencial para no sucumbir ante el terror disfrazado de inocencia. La mente humana, frágil ante lo inexplicable, busca siempre una salida, pero sólo una fe templada en la duda puede resistir el asedio de lo invisible. El mal adopta formas humanas, pero su esencia es la de una fuerza que corrompe la percepción, y sólo la certeza de lo sagrado permite reconocer su engaño y enfrentarlo sin claudicar.