La noción de excepcionalidad americana, a menudo elevada a la categoría de una religión civil oficial, juega un papel crucial en la construcción de la identidad estadounidense. No se limita a ser una ideología secular disfrazada ni una forma moderna de religiosidad histórica como el cristianismo, el judaísmo o el islam. Lo que se denomina “excepcionalismo americano” puede considerarse una suerte de fe cuasi-religiosa no sectaria, que persiste a través de símbolos sagrados derivados de la historia nacional. Esta religión civil, como sugirió el sociólogo Robert Bellah, se constituye en una fuerza cohesionadora que integra a la sociedad estadounidense en un conjunto de valores y creencias comunes.

Bellah argumentaba que este fenómeno era una suerte de religión civil con creencias fundamentales, fiestas y rituales propios, paralelos a las religiones históricas, pero sin depender de ninguna tradición religiosa específica. Entre sus características se encuentran la piedad filial, símbolos como la Constitución y la bandera, y la creencia en un Dios soberano que otorga derechos divinos. Para Bellah, la religión civil estadounidense surgió como un intento de equilibrar el individualismo utilitario con la preocupación por el bien común, pero con el tiempo se transformó en un culto de la excepcionalidad estadounidense, en el que la crítica a la nación y sus propios defectos fue progresivamente silenciada.

Este culto tiene un espacio privilegiado en la esfera pública, especialmente si se elimina cualquier referencia religiosa específica. El “camino americano”, entonces, se presenta como un ideal que ha sido purificado de las influencias cristianas sociales más radicales, aunque su esencia se mantiene en la exaltación de la libertad, la prosperidad y la misión de Estados Unidos como “ciudad sobre una colina”. Esta expresión, tomada del Sermón del Monte de Jesús en el evangelio de Mateo, fue utilizada por el gobernador puritano John Winthrop en el siglo XVII para inspirar a los colonos a mantenerse fieles a un propósito superior. Sin embargo, la interpretación moderna de esta metáfora ha sido distorsionada hacia una idea de arrogancia y destino divino, presentando a América como un faro para el mundo.

La evolución de este concepto ha llevado a la construcción de un mito nacional en el que América no solo es un refugio de libertad, sino que también está predestinada a cumplir una misión divina. Durante décadas, se ha invocado este ideal para justificar las intervenciones extranjeras y la expansión del poder militar bajo la creencia de que Estados Unidos tiene el derecho y la obligación de traer “el bien” al resto del mundo, independientemente de las implicaciones morales o políticas.

Es relevante observar cómo, en este contexto, el excepcionalismo americano se asocia frecuentemente con un capitalismo sin restricciones, que se presenta como un reflejo directo de la providencia divina. Este capitalismo, defendido por los sectores más conservadores y la derecha cristiana, forma parte integral de la autoimagen de la nación. Sin embargo, este capitalismo, más que como un simple sistema económico, se ha convertido en una ideología casi sagrada, un componente esencial del autoconcepto nacional.

La religión civil estadounidense, aunque se autodenomina inclusiva y no sectaria, rechaza elementos no conformistas o radicales, especialmente aquellos que promueven una justicia social más profunda. Este rechazo se ha manifestado claramente en las políticas y discursos de la presidencia de Donald Trump, quien se erige como líder de una versión del excepcionalismo estadounidense que refuerza la supremacía blanca y la intolerancia hacia los movimientos progresistas. En este contexto, el capitalismo desregulado se presenta no solo como un sistema económico, sino como una bendición divina, un signo de la superioridad de la nación.

La crítica social y la justicia, valores centrales en muchas religiones históricas, son especialmente marginalizados en la religión civil estadounidense. Esta visión reduccionista de la fe y la política se aleja de las enseñanzas proféticas de la Biblia, como las de los profetas del Antiguo Testamento o las enseñanzas radicales de Jesús en el Nuevo Testamento. La pretensión de que Estados Unidos es una nación elegida por Dios para cumplir con un destino grandioso socava la importancia de la autocrítica y la reflexión moral. El ideal de la “ciudad sobre una colina” se convierte, en última instancia, en una forma de autocelebración y justificación moral que despoja a la nación de la necesidad de examinar sus propios defectos y pecados históricos.

Este fenómeno de excepcionalismo ha sido estudiado por varios filósofos y pensadores, como el español George Santayana, quien argumentaba que la vida americana tiene una capacidad de disolver elementos intelectuales ajenos, fusionándolos en una cultura de complacencia y optimismo. La afirmación de que Estados Unidos puede llevar a cabo experimentos sociales y políticos que otros países ni siquiera se atreven a imaginar se ha convertido en un dogma. La política exterior, en particular, refleja esta visión, al presentar las intervenciones militares como misiones divinas para erradicar el mal en el mundo, mientras que el “bien” es representado por la expansión del modelo capitalista estadounidense.

Lo esencial para comprender este fenómeno es que el excepcionalismo americano no es solo una ideología nacionalista o una teoría política, sino una forma de religión civil que se infiltra en todos los aspectos de la vida estadounidense. Esta religión es, en su mayoría, una autoafirmación de la nación, que se disfraza de una misión moral divina. A través de sus símbolos, sus rituales y su propia visión del capitalismo, crea una narrativa que justifica el statu quo, evitando un examen más profundo de sus contradicciones y fallas internas.

¿Qué tipo de comunidades requiere el amanecer del tercer milenio?

Las comunidades del pasado, como las que vestían túnicas blancas con cruces rojas y se organizaban bajo un liderazgo laico celibatario, reflejaban una visión clara de cohesión y propósito común. Sin embargo, al finalizar el segundo milenio, la idea misma de comunidad sufrió un grave déficit de imaginación moral. El pensamiento utópico fue desplazado por un cálculo utilitario que exaltaba la libertad individual, la autonomía y la autoactualización, pero perdió la comprensión cultural de que una sociedad justa y un nuevo mundo solo pueden surgir cuando nuevas comunidades reúnen su capital social en beneficio de todos. Las sociedades buenas requieren, en esencia, aldeas: grupos humanos capaces de compartir y construir colectivamente.

¿Podrían los lectores convertirse en una comunidad? La pregunta va más allá de la simple convivencia; se trata de superar diferencias, tensiones, y prejuicios para crear coaliciones efectivas. En un mundo fragmentado por tradiciones religiosas, políticas y culturales, la verdadera comunidad debería permitir un encuentro plural, una experiencia pentecostal donde las diversas voces se entienden y enriquecen mutuamente. Como en los primeros capítulos de los Hechos de los Apóstoles, el nacimiento del cristianismo fue precisamente un acto de comunión en medio de la diversidad lingüística y cultural.

La idea del "punto de inflexión" social nos invita a reflexionar sobre el poder transformador que tienen pequeñas mayorías comprometidas. Cuando alrededor del 10% de la población asume y actúa sobre una nueva idea, puede volcar la sociedad hacia un cambio profundo. Esta dinámica ya ha sido observada en movimientos como el Proyecto Hambre, que apostaba a la creencia colectiva para erradicar el hambre. Por ello, la pregunta no es si es posible formar comunidades renovadas, sino si estamos dispuestos a ser nosotros quienes encabecemos esa transformación.

Respecto a las iniciativas basadas en la fe, estas no deben verse simplemente como recursos que descargan la responsabilidad social del Estado hacia el sector privado. Si se convierten en simples parches caritativos que ocultan la injusticia sistémica o en excusas para desmantelar políticas públicas justas, su función se vuelve perjudicial. Sin embargo, estas iniciativas tienen un valor innegable cuando trabajan en la esfera pública con transparencia, eficacia y sin discriminar a quienes sirven, demostrando que la acción religiosa puede ser un motor de cambio social.

Las iniciativas religiosas también acostumbran a la sociedad a la presencia de la fe en el espacio público, lo cual es una parte inevitable de una democracia que valora la diversidad, incluyendo la espiritual y religiosa. Negar esa pluralidad en nombre de una separación absoluta entre Iglesia y Estado es un enfoque simplista que no responde a las complejidades de un mundo multicultural y postmoderno. La sociedad contemporánea celebra la multiplicidad y debe permitir que las voces religiosas compitan y dialoguen en igualdad de condiciones.

Este libro defiende un rol cada vez más vigoroso para una religión progresista, radical, resistente o insurgente, que imite el espíritu crítico y transformador del cristianismo primitivo. Esta religión debe ser capaz de construir puentes, fomentar comunidades inclusivas y provocar una reimaginación social que trascienda las estructuras rígidas y fragmentadas del pasado.

Además, es fundamental entender que la comunidad no es solo una cuestión organizativa o ideológica, sino un compromiso profundo con la empatía, la solidaridad y la responsabilidad compartida. La verdadera comunidad exige que los individuos renuncien a un individualismo excluyente y se reconozcan como parte de un todo más amplio. No se trata solo de coexistir, sino de colaborar para crear un bien común tangible y sostenible.

Es imprescindible que el lector comprenda que la reconstrucción comunitaria es un proceso dinámico que requiere paciencia, diálogo y la capacidad de escuchar, así como la valentía de enfrentar conflictos internos sin caer en la división. La pluralidad debe ser vista no como un obstáculo, sino como la materia prima para construir un nuevo tejido social, donde cada voz tenga un espacio legítimo y seamos capaces de aprender unos de otros.

¿Cómo pueden los movimientos religiosos ser una alternativa a la política tradicional?

El exilio, como el movimiento que simboliza la liberación de la opresión, y el movimiento de Jesús, que subyace en la formación del Nuevo Testamento, ofrecen a los cristianos y judíos una clave para entenderse a sí mismos en términos de justicia y paz: como movimientos religiosos y morales, movimientos de resistencia, disidentes y comunidades contraculturales dentro del cuerpo político. Estos movimientos no deben aliarse o identificarse sin reservas con ningún partido o plataforma política. En este sentido, se podría argumentar que una cosmovisión cristiana o bíblica debe siempre estar "en oposición", en contra de la corriente de la sociedad. Lo que más necesita la sociedad de la iglesia no es, ante todo, activismo político, sino la imaginación profética de realidades alternativas, proyectadas sobre el imaginario social, en el que nuevas comunidades y nuevos tipos de personas se convierten en nuevas instituciones.

Los inciertos pasos al principio del tercer milenio reflejan, en su mayor parte, una falta de imaginación, mientras que los tiempos requieren de un nuevo espacio público para la acción moral. A diferencia de los partidos políticos, estos movimientos religiosos no son comprados ni financiados por nadie, excepto por el Dios que actúa a través de Jesucristo. El movimiento, por tanto, se opone a la quietud, a la regresión; el futuro es su modo predeterminado. La historia de los Estados Unidos ha visto numerosos movimientos: el de los abolicionistas, los estudiantes, los trabajadores del campo, los anti-guerra, los derechos civiles, el feminismo, el ambientalismo y la liberación homosexual. Todos estos movimientos privilegian la acción y la flexibilidad sobre el orden fijo y la institucionalización, aunque algunos de estos puedan fortalecer a los primeros.

Es evidente que los movimientos como Occupy Wall Street, aunque fracasen en ciertos aspectos, subrayan la necesidad de un análisis profundo, organización y acción política. Por otro lado, el movimiento Tea Party se integró rápidamente al proceso político y logró victorias electorales significativas, mientras que Occupy optó por no hacerlo. ¿Qué logró más? Los caminos contemporáneos de los movimientos se encuentran en las calles y en las redes sociales, donde personas con ideas afines se descubren mutuamente y colaboran para convertirse en un punto de inflexión que propicie un cambio estructural.

La religión progresista puede apoyarse en toda una historia de acción ritual judía y cristiana, en la que el culto se convierte en un acto performativo, cuando las personas salen de los confines de los bancos eclesiásticos y se dirigen hacia los campos, las calles y las ondas radiales. Los rituales casi siempre surgen de experiencias comunitarias, y luego estos rituales producen mitologías, que son las historias que nos contamos sobre nosotros mismos. En la práctica, la liberación ocurre en comunidad, generando más comunidad, como sucedió en eventos históricos como Seneca Falls, Selma, Stonewall y en el Monumento a Washington.

El exilio, como el prototipo de todo movimiento liberador, fue empoderado por un Dios liberador. El Movimiento de Jesús se extendió por todo el mundo mediterráneo, y cada pocos siglos surgían movimientos monásticos para recordar al catolicismo medieval su responsabilidad de no caer en la asimilación a los poderes establecidos. La Reforma Protestante, a través de la imprenta y las universidades, extendió el cristianismo reformador por el norte de Europa. El movimiento jesuita surgió para reformar la espiritualidad católica, y John Wesley desarrolló un “método” espiritual para ampliar y redirigir la Reforma Protestante.

Por lo tanto, no es necesario ansiar un nuevo partido político, aunque esto pueda ser tentador. Para los cristianos, lo suficiente es desfilar por las calles, hacer nuestra presencia una característica indiscutible del espacio común, trabajar por el bien de todos y sugerir, sin descanso, que este es, en realidad, el plan de Dios para el mundo. Estamos del lado de los ángeles. Y con esto basta, al principio. Mientras tanto, recordemos cada domingo que la primera tarea de la iglesia es ser la iglesia, hablar su lenguaje y testimoniar la salvación que Dios ofrece en Cristo. A partir de esto, puede surgir un nuevo evangelio tras Trump.

Los movimientos religiosos tienen un papel crucial en el futuro de la humanidad. Aunque los partidos políticos y las instituciones son importantes, lo que la sociedad necesita es una visión profética y una acción decidida en los espacios donde las estructuras sociales se están transformando. La iglesia no solo debe preocuparse por la salvación individual, sino también por la justicia social y la reconciliación. La tradición de los grandes movimientos reformistas en la historia cristiana muestra cómo el cristianismo, a lo largo de los siglos, ha desafiado las normas sociales y ha propuesto alternativas radicales para la transformación del mundo. Estos movimientos no solo abogan por un cambio espiritual, sino por una verdadera revolución social que afecte las estructuras políticas, económicas y culturales.

Es importante comprender que los movimientos religiosos no deben buscar un lugar dentro de los sistemas de poder establecidos, sino que deben ser, por naturaleza, contraculturales. Así como el exilio fue una manifestación del rechazo a la opresión y el Movimiento de Jesús desafió las estructuras de su tiempo, los movimientos religiosos actuales deben comprenderse como parte de una tradición de resistencia, de lucha por la justicia y la dignidad de todas las personas, sin comprometerse con los intereses políticos del momento. La iglesia y los movimientos religiosos tienen la responsabilidad de ser portadores de una visión alternativa, radicalmente inclusiva y transformadora, capaz de cuestionar las estructuras injustas y de proponer un camino hacia una sociedad más justa y humana.