Bendix (1980) en su obra Kings or People ofrece una reflexión sobre los procesos por los cuales las naciones se transforman en monarquías o sistemas representativos. En la actualidad, instituciones internacionales como la Unión Europea o las élites estadounidenses de ambos partidos políticos pueden verse como una versión moderna de la clase guardiana aristotélica, cuyo objetivo parece ser sofocar la voluntad popular en nombre de un "bien" auto-definido. Estas élites, según su visión, creen que más integración conducirá a más estabilidad y que el Estado-nación pronto perderá relevancia en un mundo altamente interconectado. Sin embargo, esta visión pasa por alto un elemento crucial: el papel de la cultura y la identidad nacional en la comprensión cotidiana de las personas sobre el mundo.

Este fenómeno fue aprovechado de manera efectiva por Donald Trump, quien conectó con un sentimiento de desilusión popular. Similar a lo que sucedió con el Movimiento Cinco Estrellas en Italia, Trump planteó que la gente común sabía más que las élites, y que la comunicación directa podría reemplazar algunas de las instituciones estatales tradicionales. Mientras que el Movimiento Cinco Estrellas llevó esta crítica más allá, sugiriendo que los cambios tecnológicos hacían que fuera el momento adecuado para la democracia directa, Trump se limitó a cuestionar la inteligencia y moralidad de las élites, acusándolas de corruptas o simplemente desconectadas de las necesidades de la gente común.

El mensaje de Trump resonó principalmente con aquellos que se sentían olvidados por un sistema que favorecía a las élites. Su discurso atacaba no solo al ámbito político, sino también a las clases creativas ubicadas en las grandes ciudades costeras, que eran vistas como cosmopolitas y alejadas de la realidad de gran parte del país. Trump, en su retórica, posicionó a las élites como los responsables de la desigualdad, el maltrato económico y la falta de voz de los ciudadanos comunes.

La construcción de su marca personal fue esencial para su éxito. Trump supo combinar elementos de la izquierda y la derecha, convirtiéndolos en un mensaje emocionalmente atractivo. Mientras que sus promesas de crecimiento económico y seguridad reflejaban ideales conservadores, su mensaje también tocaba temas más cercanos a los populistas de izquierda, como la idea de que la economía está amañada y que el libre comercio ha beneficiado a las élites mientras perjudicaba a la gente común. Esta amalgama de ideas fue clave para atraer a un sector importante del electorado que no había votado en años, mientras mantenía el apoyo de una parte crucial del Partido Republicano.

A pesar de su origen en la élite de los Ivy League, Trump logró proyectar una imagen de hombre común, algo similar al protagonista de la serie de televisión All in the Family, Archie Bunker. Esta figura construida por Trump reflejaba la desconexión de las élites y la promesa de devolverle a la nación su orgullo y su fuerza, no solo en términos económicos, sino también en lo cultural, creando un contraste con las figuras cosmopolitas que dominaban la política estadounidense.

El populismo de Trump no se limitó solo a un rechazo de las élites políticas, sino que se extendió a un rechazo de la cultura globalista que esas élites habían creado. Trump, a través de su retórica y su imagen pública, logró construir una narrativa que apelaba a la clase trabajadora, aquellos que se sentían desplazados por la globalización y por un sistema político que parecía favorecer a unos pocos en detrimento de la mayoría. Su discurso no solo atacaba a las instituciones, sino que también hablaba de un renacer de la identidad nacional, de un retorno a lo que muchos consideraban los valores fundacionales de los Estados Unidos.

En cuanto a la identidad nacional, es importante comprender que los cambios tecnológicos y la globalización no solo han alterado las estructuras económicas, sino que también han reconfigurado la manera en que las personas perciben su lugar en el mundo. En este contexto, la defensa de la identidad cultural y nacional ha adquirido una relevancia central en los debates políticos. Mientras que la élite globalista promueve una visión del mundo interconectado y sin fronteras, muchas personas sienten que su identidad, sus valores y sus tradiciones están siendo amenazados. Esta tensión entre la globalización y el nacionalismo es uno de los factores clave en la política contemporánea y está detrás de fenómenos como el Brexit, la elección de Trump y el auge de movimientos populistas en todo el mundo.

En resumen, la política moderna, especialmente en contextos como el de los Estados Unidos, no solo se trata de un choque de ideologías, sino de una lucha por el control de la narrativa sobre la identidad nacional y la conexión de las personas con su cultura. Las élites, al intentar imponer una visión global y tecnocrática del futuro, a menudo subestiman la importancia de estas emociones y valores profundamente arraigados en las personas, lo que lleva a un creciente sentimiento de desconexión y desconfianza hacia las instituciones establecidas.

¿Cómo influye la construcción de la marca de Trump en su enfoque político y la narrativa pública?

La administración de Trump mostró cómo un enfoque de marca bien manejado puede influir directamente en la percepción pública y en los resultados políticos. Desde el principio, el equipo de Trump utilizó la figura del presidente no solo como un líder político, sino como un producto en constante evolución. La relación entre la política y el marketing de su marca se evidenció en la forma en que abordaron temas delicados, como la investigación de Mueller, el informe de la investigación sobre la posible intervención rusa en las elecciones de 2016.

Cuando el informe de Mueller fue publicado, el equipo de Trump se movió rápidamente para dar forma a la narrativa en torno a su contenido. El fiscal general William Barr emitió un comunicado antes de que el Congreso pudiera examinar el informe, argumentando que aunque los rusos habían intentado influir en las elecciones, no había evidencia de que la campaña de Trump estuviera involucrada. Este movimiento fue una maniobra estratégica para moldear la opinión pública. La rápida respuesta del equipo de Trump no solo logró reducir el daño que pudiera ocasionar el informe, sino que también permitió poner en duda la credibilidad de sus oponentes.

En un paso más allá, Trump utilizó su cuenta de Twitter para reforzar su mensaje, tuiteando un “No hubo colusión, no hubo obstrucción, ¡exoneración total!”. De esta manera, no solo descalificó la investigación en sí, sino que también construyó una narrativa de victima política, desafiando a sus opositores a mantener la coherencia de sus acusaciones. Esta capacidad para controlar la narrativa y presentarse como una figura exonerada, a pesar de las evidencias en su contra, muestra cómo una estrategia de marca puede movilizar una base de apoyo leal y afectar la cobertura mediática.

Este patrón de respuesta rápida no se limitó al informe de Mueller. Durante su primer proceso de impeachment, Trump empleó una táctica similar. Cuando los demócratas comenzaron a cuestionar su llamada telefónica con el presidente de Ucrania, Trump no solo liberó la transcripción de la llamada, sino que la describió como “perfecta”. Esta acción desarmó parcialmente los argumentos de sus opositores, que inicialmente habían sostenido que había un quid pro quo o soborno. Al describir el contenido de la llamada como intachable, Trump también debilitó la credibilidad de los demócratas, quienes no pudieron presentar pruebas suficientes de un delito claro.

A lo largo de estos episodios, el manejo de la marca Trump dejó claro que su enfoque no se centraba únicamente en la política tradicional, sino en cómo mantener su presencia omnipresente en los medios y en la mente del público. La diferencia clave entre Trump y otros presidentes radica en su habilidad para controlar la narrativa en tiempo real, especialmente a través de plataformas como Twitter. Mientras que otros presidentes optaron por mantener un perfil bajo o limitarse a las convenciones políticas, Trump abrazó los conflictos públicos, los utilizó a su favor y convirtió a sus adversarios en personajes secundarios en una historia que él mismo escribía.

El manejo de su imagen también afectó sus relaciones internas dentro de la administración. Su estilo de liderazgo, más cercano a un pequeño negocio familiar que a una administración presidencial moderna, creó una estructura organizativa inusual. Los nombramientos en su gobierno se hicieron de manera temporal o por receso, lo que reflejaba su preferencia por mantener un control cercano sobre sus colaboradores. Esto, a pesar de que muchas veces generó incertidumbre en el funcionamiento de las agencias federales, se ajustaba a la forma en que Trump había manejado previamente sus negocios, como el de la Organización Trump o su participación en "The Apprentice". La falta de experiencia en el sector público y la curva de aprendizaje empinada para entender la política estadounidense le dificultaron la implementación de reformas que requerían una interacción más colaborativa con el Congreso.

Además, este enfoque hacia la gestión política tiene un paralelo claro con sus tácticas empresariales. Al igual que en sus negocios, Trump adoptó un enfoque personalista en su gobierno, buscando resultados inmediatos y priorizando su marca por encima de las estructuras y procesos tradicionales del gobierno federal. Esto lo llevó a enfrentar frecuentes tensiones con los líderes políticos y los medios, pero también a mantener una base de apoyo inquebrantable, dispuesta a seguirle en su narrativa, independientemente de las controversias.

Un aspecto que debe ser comprendido por el lector es cómo la política y el marketing de marca se entrelazan en la era moderna. Los eventos políticos no solo se deciden en los pasillos del Congreso o en las audiencias públicas, sino también en la arena mediática, donde los mensajes son curados, lanzados y rápidamente absorbidos por el público. La estrategia de Trump, con su habilidad para crear una narrativa alrededor de cada situación, nos recuerda que la política moderna no solo se trata de hechos, sino de cómo estos hechos son presentados, interpretados y consumidos por el electorado.

¿Cómo la política y la comunicación han transformado la presidencia de Estados Unidos?

La política estadounidense ha experimentado transformaciones profundas en las últimas décadas, sobre todo en cómo los políticos se comunican y cómo son percibidos por el público. En este contexto, el marketing político y los medios de comunicación han jugado roles fundamentales en la construcción de una nueva realidad política, una en la que las campañas no solo buscan movilizar a los votantes, sino también construir un “producto político” que sea vendible, recordable y emocionalmente atractivo.

Desde la presidencia de Eisenhower, pasando por la era Reagan, hasta llegar a la de Donald Trump, la presidencia de los Estados Unidos ha sido marcada por un proceso continuo de adaptación al entorno mediático, económico y social. Cada presidente ha tenido que enfrentarse a los desafíos de presentar una imagen pública que pudiera conectar con las diferentes facciones de la sociedad, mientras navegaba entre las expectativas y críticas de los medios y la oposición política. En este proceso, la gestión de la comunicación presidencial ha dejado de ser una simple herramienta informativa para convertirse en una extensión de la estrategia política misma.

En la actualidad, la política está cada vez más determinada por la narrativa que los políticos logran construir a través de los medios, y sobre todo, a través de las plataformas digitales. Las campañas electorales se han transformado en competiciones en las que no solo se promueven ideas y propuestas, sino también emociones, identidades y símbolos que apelan al imaginario colectivo. La construcción de un “brand” presidencial se ha vuelto casi tan importante como las propuestas de gobierno mismas.

El fenómeno de la presidencia de Donald Trump es uno de los ejemplos más reveladores de cómo la política se ha convertido en un negocio de imagen. Su éxito en las urnas no solo fue el resultado de una sólida base ideológica, sino también de una campaña de marketing en la que la controversia, la polarización y el uso de los medios de comunicación fueron factores determinantes. Trump supo construir una marca sólida, una identidad que apelaba a los sentimientos más profundos de frustración, enojo y desconfianza hacia el establishment político y mediático. Su habilidad para dominar el ciclo de noticias, constantemente atrapando la atención de los medios y lanzando mensajes que resonaban con una parte significativa de la población, le permitió superar a su competencia en las elecciones de 2016 y mantenerse relevante durante su mandato.

Sin embargo, este tipo de estrategia no es nuevo, y puede rastrearse hasta las primeras décadas del siglo XX, cuando figuras como Franklin D. Roosevelt y John F. Kennedy aprovecharon los nuevos medios, como la radio y la televisión, para crear imágenes poderosas que conectaran con los electores. Kennedy, por ejemplo, no solo ganó la presidencia en 1960 gracias a su habilidad para comunicarse eficazmente a través de la televisión, sino también por su capacidad para proyectar una imagen de juventud, dinamismo y optimismo que contrastaba con la imagen de su oponente, Richard Nixon.

Las campañas presidenciales de hoy en día también han integrado en su arsenal de estrategias el uso de datos, algo que se ha consolidado como una herramienta fundamental en la política moderna. La ciencia de los datos políticos, que combina análisis estadístico con psicología social, permite segmentar al electorado de formas extremadamente precisas, lo que genera campañas mucho más personalizadas y, por ende, mucho más efectivas en términos de persuasión. De hecho, las campañas de Obama en 2008 y 2012 marcaron un hito en el uso de estos métodos, transformando la manera en que los candidatos se dirigen a los votantes y generando expectativas sobre la efectividad de este tipo de marketing político.

Este fenómeno, sin embargo, ha traído consigo grandes desafíos. La polarización política ha aumentado, y los ciudadanos están cada vez más divididos, no solo por ideologías, sino por las diferentes narrativas que se construyen alrededor de los mismos hechos. El fenómeno del “post-verdad” es un claro reflejo de esta dinámica: en un contexto donde las emociones superan los hechos, la política se convierte en una batalla constante por la creación de relatos que no necesariamente se basan en la realidad, sino en lo que las personas quieren creer.

Además, los políticos modernos deben enfrentarse a un electorado cada vez más escéptico, que no solo exige propuestas concretas, sino también autenticidad. La percepción de que los políticos son parte de un sistema corrupto y desconectado de la realidad de la gente ha generado una crisis de confianza en las instituciones democráticas. Esta desconfianza ha sido aprovechada por figuras como Donald Trump, quien logró posicionarse como un outsider en un sistema que muchos percibían como ineficaz y corrupto. A través de su retórica populista y su habilidad para conectar con los votantes que se sentían marginados, Trump logró atraer a millones de personas que previamente no se sentían representadas por los partidos tradicionales.

Es importante reconocer que esta transformación de la política también tiene efectos sobre la democracia misma. Si bien el marketing y la comunicación política han permitido a los políticos conectar de manera más directa con sus electores, también han generado un clima de superficialidad y manipulación. La pregunta sobre el grado de sinceridad detrás de las promesas y las políticas es cada vez más relevante, pues las campañas tienden a centrarse más en la imagen que en la sustancia. Este enfoque puede debilitar la calidad del debate político y aumentar la polarización social, ya que las personas tienden a consumir información que refuerza sus creencias preexistentes y se sienten menos dispuestas a considerar puntos de vista opuestos.

A medida que los medios de comunicación y las redes sociales continúan evolucionando, la política seguirá cambiando. Es probable que veamos un mayor enfoque en la construcción de identidad política y en la manipulación de las emociones de los votantes. Los partidos y candidatos que entiendan cómo manejar estos elementos serán los más exitosos, pero no sin desafíos. La clave estará en equilibrar la necesidad de conectar emocionalmente con el electorado y la responsabilidad de ofrecer propuestas concretas que puedan mejorar la vida de las personas de manera real.