En el debate contemporáneo sobre el poder político, el concepto de tiranía sigue siendo central para entender los peligros inherentes a las democracias constitucionales. En el caso de Donald Trump, su lema “Make America Great Again” revela no una preocupación por la bondad, sino por la grandeza. La grandeza, a diferencia de la bondad, no presupone virtud moral ni justicia. Está vinculada con el poder, la visibilidad y la popularidad. Esta obsesión por la grandeza es típica del tirano: aquel que seduce a las masas mediante la adulación y maniobras populistas, no para servir al bien común, sino para elevarse a sí mismo.

Sin embargo, acusar a Trump de ser un tirano en sentido pleno requiere una precisión conceptual. Aunque haya mostrado claros impulsos autoritarios y una personalidad narcisista, el sistema constitucional de los Estados Unidos impidió que consolidara una tiranía completa. Esta resistencia institucional es fundamental: la existencia de límites constitucionales robustos es lo que evita que una figura ambiciosa se convierta en un déspota. La figura de Trump, más que confirmar una tiranía consumada, sirve como advertencia viva del riesgo siempre latente.

No es el único político contemporáneo señalado como tiránico. Barack Obama también fue acusado de concentrar poder, particularmente en su impulso por reformar el sistema de salud mediante la Ley de Atención Asequible. Críticos como Ted Cruz lo acusaron de actuar al margen del Congreso y priorizar la ideología sobre la legalidad. Sin embargo, más allá de las acusaciones cruzadas, lo que emerge es una transformación más profunda del rol presidencial: una evolución hacia una presidencia imperial. La expansión del poder ejecutivo, mediante órdenes ejecutivas, nombramientos en recesos o acciones militares sin declaración formal de guerra, es un fenómeno bipartidista y sostenido.

Este fenómeno plantea una cuestión clave: ¿cómo deben reaccionar los otros poderes del Estado frente a la acumulación presidencial de poder? La respuesta técnica puede provenir del derecho y la ciencia política, pero la filosofía tiene un papel distinto y crucial: analizar la dimensión moral del líder. Aquí entra en juego la idea del alma del presidente, su carácter, sus virtudes y su comprensión del poder. Desde esta perspectiva ética, Trump parece representar un caso particular. Su comportamiento revela una fusión de codicia, ambición y orgullo egocéntrico —rasgos emblemáticos del alma tiránica.

Aunque es difícil analizar el alma ajena a distancia, las acciones y discursos de Trump permiten observar patrones: una constante autopromoción, una sensibilidad extrema a la crítica, y un deseo obsesivo de dominio y reconocimiento. Es una personalidad incapaz de articular una visión moral coherente, centrada exclusivamente en la autopreservación y la celebración del propio éxito. Intelectuales como Jason Stanley y Jeffrey Sachs han señalado los rasgos protofascistas en su retórica y comportamiento, aunque la distinción entre fascismo y tiranía no debe diluirse: el primero busca una unidad nacional mediante el partido; el segundo, la autoexaltación individual.

Desde la filosofía clásica hasta la contemporánea, la tiranía ha sido comprendida como una expresión del carácter degradado del líder. Mientras los antiguos vinculaban la tiranía con la falta de virtud personal, las interpretaciones modernas la ven como la imposición arbitraria de fines ajenos al bien común. En Trump coexisten ambas dimensiones: un alma desprovista de virtud y una voluntad política centrada exclusivamente en su propio interés.

La ambición desmedida y el orgullo patológico no son problemas exclusivos de los líderes. Son tentaciones humanas universales. Padres, sacerdotes, directores de empresa, cualquiera puede caer en la arrogancia de querer dominar. El problema de la hybris —ese orgullo excesivo y destructivo— es profundamente antidemocrático, porque destruye la igualdad, desprecia la ley y corroe la empatía. En su forma más corrosiva, la hybris conlleva un relativismo moral peligroso: el desprecio por el bien en nombre del poder.

La verdadera solución está en la tradición de la virtud: aquella que enseña que el orgullo auténtico no se basa en la grandeza visible, sino en la bondad interior. Es la bondad la que otorga legitimidad moral al poder, no al revés. El tirano confunde estos órdenes y coloca la ambición por encima del deber, la dominación por encima del servicio. La tiranía, como dice Leo Strauss, es esencialmente el gobierno sin ley: un fenómeno fuera de órbita, imprevisible, violento, nacido de una libertad mal entendida. Como un rayo que irrumpe en la calma, la tiranía aparece en el mundo no solo como una anomalía política, sino como un trastorno del alma.

¿Cómo la soberbia y la tiranía están conectadas con el crimen y la caída moral?

La tradición occidental enseña que la soberbia, la ambición desmedida y la vanagloria son las que originan los crímenes y conducen a la ruina. En la obra de Shakespeare Macbeth escuchamos hablar de la "ambición desmesurada" que termina superándose a sí misma. El libro de Proverbios de la Biblia lo explica (16:18) con la conocida frase: "La soberbia precede a la caída". En la versión King James, se expresa de manera más extensa: "La soberbia precede a la destrucción, y el espíritu altivo antes de la caída". La palabra griega hubris aparece en la traducción griega del hebreo junto con el término kakophrosyne, que significa mal juicio o necedad. En la Biblia latina, hubris se traduce como superbia, que alude a la presunción, el orgullo o la altivez. Esta noción de la altivez nos da una pista importante: está relacionada con la idea de altura, como en la palabra francesa haut, que significa "alto". Así, el hubris es un vicio de las alturas. Lo podríamos considerar como un "complejo de superioridad". Se manifiesta cuando uno se coloca por encima de los demás, cuando se sobrepone a ellos, tal como Macbeth podría decir. De esta manera, la idea de que la soberbia precede a la caída implica caer desde una gran altura.

Es importante subrayar que, si bien el término hubris se traduce como "orgullo", el orgullo no siempre es un vicio. Hay ocasiones en las que la falta de orgullo es precisamente el vicio, como ocurre con el llamado complejo de inferioridad. El orgullo justificable surge como reflejo del valor propio. Cuando alguien gana una carrera, debe sentirse orgulloso. Cuando alguien hace un descubrimiento, debe sentirse orgulloso. Cuando alguien ha vivido una buena vida, debe estar orgulloso. Pero el orgullo adecuado implica una correcta autoevaluación o autoestima: una comprensión veraz de lo que hemos logrado, de lo alto que hemos llegado y de lo que realmente merecemos. La verdadera autoestima está relacionada con las virtudes que Aristóteles señala en sus Ética a Nicómaco, particularmente la virtud del orgullo propio, la magnanimidad o megalopsiquía ("grandeza de alma"). Este orgullo verdadero se opone a la falsa humildad y a la vanidad desmesurada, tal como lo define Aristóteles. Es inmune a los halagos y la adulación, pues quien tiene una comprensión adecuada de sí mismo y de lo que ha logrado no necesita la validación de los que carecen de virtudes. La bondad y la virtud son las que proporcionan una autoestima legítima. La falsa humildad y la baja autoestima impiden reconocer nuestros méritos genuinos. Por otro lado, el hubris y la vanidad buscan recibir crédito cuando en realidad la persona no es digna de él. Es bueno considerarse bueno cuando realmente lo somos. Es hubris pensar que uno es superior cuando no lo es.

Si profundizamos un poco más, encontramos una distinción entre dos conceptos relacionados: autoestima y respeto propio. La autoestima surge de la valoración de uno mismo como alguien bueno, mientras que el respeto propio tiene su raíz en considerarse como un agente moral autónomo digno del respeto básico que merecen todos los seres humanos. En este sentido, todos los seres humanos merecen respeto, pero no todos son dignos de estima. Sería extraño, por ejemplo, que un criminal tuviera una alta autoestima, aunque a veces esto ocurra debido a un exceso de orgullo o hubris. Un criminal debería tener una baja autoestima, aunque debe reconocer su valor como ser humano y respetarse lo suficiente como para ver que merece ser castigado. Siguiendo a Kant, aprendemos que todos los seres humanos son dignos de respeto, pues todos poseemos la capacidad de ser autónomos.

Este exceso de autoestima en criminales y tiranos se conecta directamente con el hubris y ayuda a comprender cómo esta arrogancia puede derivar en crimen y tiranía. El problema para el criminal o el tirano con una autoestima inflada es que subestiman su verdadera valía. No admiten sus fracasos morales. En lugar de ello, creen que merecen lo que arrebatan. Este sentimiento de superioridad es erróneo, pero el hubris es una especie de delirio, una confusión entre grandeza y bondad. No se comprende adecuadamente el concepto de dignidad y respeto. El tirano, por ejemplo, cree que solo él merece respeto y, por ende, desprecian a los demás, insultándolos y abusando de ellos. No tiene ningún respeto moral hacia otras personas. Puede "estimar" a las personas, pero este tipo de estima no se refiere a un reconocimiento moral; es meramente instrumental. Para el tirano, las demás personas son simples herramientas que utiliza. Un alma verdaderamente tiránica posee una autoestima inflada que coloca su dignidad y valía por encima de la de los demás seres humanos.

El hubris se traduce a menudo como "orgullo excesivo", lo que implica presunción, confianza excesiva o vanidad. La palabra "excesivo" proviene de una raíz germánica; está relacionada con la palabra alemana Wahn o Wahnsinnig, que significa insano, delirante o frenético. Por tanto, el hubris puede definirse como la creencia delirante de que uno merece el poder y que es fundamentalmente superior a los demás. Esta es una visión delirante porque contradice el hecho de que "todos los hombres son mortales" y que ninguno de nosotros es un dios.

Además, el hubris está estrechamente vinculado a la violencia, la crueldad y el comportamiento tiránico. Según el diccionario griego estándar, hubris se refiere a "violencia gratuita, surgida del orgullo de la fuerza o de la pasión". En una entrada adicional, se conecta con comportamientos indignantes y crueles, como la violación y otros actos que dañan a los demás. Un artículo reciente de Mark Button enfatiza que el hubris conlleva violencia y crueldad. El autor explica:

"El hubris implica la afirmación de superioridad a través de la exuberante, descarada y despreciativa violación de la igualdad moral de otra persona, a menudo mediante violencia (como la violación o la tortura) u otras formas de maltrato diseñadas para denigrar o disminuir a los demás."

Esta visión nos muestra que el hubris es un vicio esencialmente antidemocrático. Es irrespetuoso con los demás, pues lleva al tirano a tratarlos como si fueran menos que humanos. El tirano busca poder, no bondad. Desea alabanzas y reconocimiento externos como validación de su poder. Los aduladores le brindan esto, al igual que las masas ignorantes. Pero el individuo con hubris no entiende que los halagos de aduladores y tontos son inútiles. Tampoco comprende que el origen del orgullo legítimo radica en la virtud, la justicia y el bien, y no en los reconocimientos externos.

El concepto de grandeza, asociado a figuras como Alejandro Magno, está vinculado a poder y superioridad, no a moralidad o ética. La grandeza es algo externo, cuantificable, mientras que la bondad es interna, un principio moral basado en el respeto, la dignidad y el valor moral, no en el poder o la gloria.