La historia de Jeffrey Epstein, un individuo cuya fortuna y conexiones sociales le permitieron escapar durante años de las consecuencias legales de sus crímenes, refleja una realidad alarmante sobre el poder, la impunidad y la corrupción en los círculos más exclusivos de la sociedad. El caso de Epstein no solo expuso el abuso sexual de menores, sino también la manera en que los medios de comunicación, las élites económicas y políticas y figuras de la cultura pop contribuyeron a enmascarar y minimizar sus crímenes.
Epstein, que fue conocido por su riqueza y su capacidad para rodearse de personas influyentes, fue protegido en gran medida por su habilidad para manejar su imagen pública a través de un sistema de relaciones públicas sofisticado. Contrató a Howard Rubenstein, el publicista que también había trabajado con figuras como Donald Trump y Rupert Murdoch, para moldear su imagen. La narrativa dominante en los medios a lo largo de los años fue la de un "genio secreto" o un hombre de sofisticación y éxito, ocultando intencionadamente las atrocidades que cometía. Los periodistas, en lugar de investigar su verdadera naturaleza, destacaban su jet privado, su estilo de vida lujoso y sus conexiones, sin mencionar que esos mismos vehículos de lujo eran utilizados para perpetrar abusos sexuales.
Uno de los aspectos más inquietantes es cómo las élites neoyorquinas, incluidos personajes como Wilbur Ross y Woody Allen, se relacionaban con Epstein sin mostrar ninguna preocupación por sus antecedentes. Incluso después de que Epstein fuera condenado por delitos de abuso, continuaban invitando a sus hijos a sus fiestas y celebraciones, con una actitud descaradamente indiferente ante el sufrimiento de las víctimas. La cultura de la impunidad estaba tan arraigada que, en lugar de cuestionar a Epstein, las personas a su alrededor lo veneraban, convirtiéndolo en un hombre de "gran gusto y fortuna". Para muchos, las víctimas no eran más que un obstáculo en el camino hacia el lujo y la satisfacción personal.
La indiferencia hacia las víctimas, especialmente las jóvenes, se reflejaba en el trato que recibían. En la cima de la jerarquía social, las mujeres y niñas eran vistas como algo prescindible, algo que podía ser utilizado y desechado sin que se hiciera ruido si el agresor estaba en la posición adecuada. Este enfoque utilitario de la víctima fue respaldado por un sistema mediático que no solo estaba dispuesto a ignorar los crímenes, sino que también ayudaba a proteger a los culpables. A través de su relación con los medios, Epstein logró difundir la imagen de un hombre de poder y carisma, mientras ocultaba el hecho de que estaba operando una red de tráfico sexual de menores.
La complicidad de los medios en este proceso fue clave. La cobertura de Epstein no fue una excepción, sino un reflejo de una práctica común entre los poderosos para manipular la percepción pública. Los medios de comunicación, a menudo más interesados en proteger a las figuras públicas que en hacer justicia, estaban dispuestos a minimizar las atrocidades cometidas por alguien que era considerado parte del círculo privilegiado. En el caso de Epstein, su manipulación de la narrativa fue tan efectiva que incluso cuando las víctimas finalmente comenzaron a hablar, la respuesta de muchos sectores fue de escepticismo o desprecio hacia ellas.
El caso de Epstein también subraya una verdad incómoda sobre la desigualdad en el sistema judicial: aquellos con poder y recursos no solo tienen la capacidad de evadir la justicia, sino que también pueden reformular la narrativa que rodea sus crímenes. Epstein no solo compró silencio, sino que compró respeto. Incluso cuando su historia salió a la luz, muchos en la élite lo consideraban un hombre admirable por su éxito y sus contactos. A través de la manipulación de los medios y las relaciones públicas, logró crear una capa de protección que lo rodeaba como una barrera impenetrable.
Además de su red de apoyo en los medios y la cultura de las élites, Epstein también mostró cómo las instituciones judiciales pueden ser ineficaces ante la magnitud del poder de los individuos ricos. A lo largo de dos décadas, las víctimas tuvieron que enfrentarse no solo al trauma de los abusos, sino también a un sistema que, en muchos casos, estaba dispuesto a ignorarlas o descalificarlas. La justicia no estaba interesada en escuchar a las víctimas, sino más bien en proteger a los poderosos que, al final, siempre parecían tener la última palabra.
Es fundamental reconocer que el caso de Epstein no es solo un ejemplo de abuso y explotación sexual, sino también un reflejo de un sistema profundamente corrupto que favorece a aquellos con poder y dinero. Los crímenes de Epstein fueron facilitados no solo por su capacidad para manipular a jóvenes vulnerables, sino también por la cultura de complicidad que permitió que su red prosperara durante tantos años. Este caso ilustra cómo las élites no solo protegen a los perpetradores, sino que también contribuyen a crear una narrativa en la que las víctimas son olvidadas y las injusticias son minimizadas.
Al leer sobre los crímenes de Epstein, no debemos olvidar que su historia no es un caso aislado. La indiferencia hacia las víctimas, la manipulación mediática y la complicidad de las élites son elementos que se repiten en muchos otros casos de abuso y explotación. Es esencial que se mantenga la conciencia crítica sobre estos mecanismos de poder, ya que son los que permiten que la impunidad se perpetúe.
¿Cómo las redes sociales y las tecnologías digitales transformaron la política global y el poder?
Las redes sociales, como Facebook, Twitter y VKontakte en Rusia durante las décadas de 2000 y 2010, facilitaron la propagación de la desinformación a una velocidad y escala sin precedentes. La llegada de los memes permitió que las mentiras más llamativas se difundieran a través de teléfonos móviles, lo que significaba que los usuarios sin acceso a computadoras de escritorio pudieran eludir por completo el internet tradicional. En ese contexto, antes de abandonar el mundo académico, me enfoqué en lo que denominé autoritarismo en red, no solo por el peligro que representaba para los ciudadanos de los estados autoritarios, sino también porque percibí la utilidad de este modelo en los estados occidentales, donde se vivía una erosión similar de la confianza en las instituciones.
En un artículo de 2011 para The Atlantic, describí el internet político de Uzbekistán, centrándome en una cuenta falsa de Facebook que había engañado a la comunidad disidente uzbeka. Era una anticipación del tipo de persona ficticia en línea que se utilizaría como arma en Occidente en 2016. Escribí lo siguiente: "Las personas involucradas en la política uzbeka están acostumbradas al rumor y la mentira. Es una práctica común suponer que toda la información es poco confiable y todas las fuentes están sesgadas, lo que asegura que todos los rumores sean tomados en serio. El rumor no se cree automáticamente, claro, sino que se comparte, analiza y discute, a veces mucho más allá de lo que sus dudosos orígenes podrían justificar. El resultado de la paranoia ubicua no es la incredulidad. Es la credulidad."
Cuando redacté estas palabras en 2011, no sabía que ocho años después podría sustituir "Uzbekistán" por "América" y que esto serviría como un resumen adecuado de la política en la era Trump. En ese momento, el internet aún parecía un potencial agente de la democracia, antes de que las empresas de Silicon Valley se entregaran al sucio dinero obtenido espiando a los ciudadanos y recopilando datos personales para beneficio de estados hostiles. Vivíamos en una época en la que la gente todavía podía aprender que el eslogan de Google era "No seas malvado" sin estallar en risas irónicas. El excepcionalismo estadounidense había sido siempre una ilusión, y los estadounidenses siempre habían sido propensos a conspiraciones paranoicas, pero ni siquiera yo anticipé la rapidez con la que la cultura política de EE. UU. comenzaría a reflejar la de los estados de vigilancia.
Uno de los pocos que vio la amenaza con claridad fue el científico informático Jaron Lanier, quien en 2010 advirtió al público sobre un nuevo peligro: WikiLeaks. En ese momento, los defensores de la libertad de expresión celebraban a WikiLeaks y su fundador, Julian Assange, como defensores de la transparencia gubernamental. Sin embargo, Lanier predijo lo contrario, señalando que WikiLeaks acabaría aliándose con dictadores y que las redes sociales facilitarían este proceso. "El método de WikiLeaks castiga a una nación —o a cualquier actividad humana— que no alcance una transparencia absoluta, lo cual es todo emprendimiento humano, pero perversamente recompensa la absoluta falta de transparencia", decía Lanier.
Este pronóstico, aparentemente ajeno a los ideales de libertad, era una visión del futuro que observamos de manera casi premonitoria. A medida que avanzaron los años, las redes sociales se convirtieron en los centros de poder digital que Lanier había predicho, mientras que las mismas plataformas que en su momento se mostraban como liberadoras, se transformaron en cómplices del ataque a la democracia. Las redes sociales no cambiaron la arquitectura de la sociedad; más bien, la sociedad cambió debido a la influencia de esta nueva arquitectura digital.
Este fenómeno no fue solo una cuestión interna, ya que los estados hostiles utilizaron estas tecnologías no solo para atacar a sus propios ciudadanos, sino también para intentar transformar democracias extranjeras en dictaduras. Vimos esto con las operaciones de influencia rusas en las elecciones de los Estados Unidos, Francia y el referéndum del Brexit, entre otros. Las corporaciones de redes sociales, que alguna vez se jactaron del poder liberador de Internet, ahora ayudaban a los secuestradores de la democracia, ya fuera intencionalmente o no, en un proceso que socavaba los valores democráticos.
Durante este tiempo, experimenté una experiencia personal que ejemplifica la tensión entre lo que esperaba y la cruda realidad del cambio global. En enero de 2011, mientras mi hijo recién nacido luchaba en la unidad de cuidados intensivos neonatales debido a complicaciones del parto, la televisión mostraba imágenes de una revolución en Egipto. Era un momento de esperanza para muchos, ya que parecía que las dictaduras de larga duración estaban cediendo ante la resiliencia de una nueva generación de manifestantes. Pensé, en ese momento, que estábamos presenciando el inicio de un movimiento global por la libertad, similar a las revoluciones que derribaron a los regímenes comunistas a finales de los años 80 y principios de los 90. Sin embargo, en retrospectiva, esa visión de un futuro luminoso fue opacada por la cruda realidad: las dictaduras, ahora más que nunca, contaban con nuevas herramientas tecnológicas que podían utilizar para perpetuarse en el poder.
El cambio tecnológico trajo consigo no solo el acceso a la información y la libertad de expresión, sino también la creación de nuevas formas de control y manipulación. Las plataformas digitales se transformaron en una arena donde el poder y la corrupción no solo se disputaban, sino que se fortalecían mutuamente, creando un mundo cada vez más difícil de navegar para aquellos que aún creían en la transparencia y la verdad.
El impacto de las redes sociales en la política global y el poder no es solo una cuestión de desinformación o de influencia extranjera en las elecciones. Es un reflejo de cómo la tecnología, que se prometió como un medio para ampliar la libertad y la democracia, se ha convertido en una herramienta que favorece la opacidad, la manipulación y la concentración del poder en manos de pocos actores, tanto estatales como privados.
¿Qué significa ser estadounidense en tiempos de crisis?
En el otoño de 2016, tuve una conversación con una amiga en la que le dije: “No sé quién lo tiene peor: las personas que entienden lo que va a pasar o las que no.” Su respuesta fue simple: “Ninguno de ellos, son los niños.” Durante los últimos cuatro años, he estado llevando a mis hijos en viajes por carretera a través de Estados Unidos, con la idea de preservar algo de lo que podría desaparecer. Este impulso comenzó en septiembre de 2016, cuando me convencí de que el autoritarismo estadounidense se avecinaba. Los monumentos nacionales, que antes daba por sentados, parecían ahora vulnerables a la destrucción o a la profanación. Era importante para mí que mis hijos vieran Estados Unidos con sus propios ojos y no a través de los míos. Quiero que mis hijos tengan recuerdos propios del país, para que, si en el futuro se enfrentan a una versión distorsionada de la historia, puedan decir: “No, yo lo vi. Lo tuvimos. Eso era real. Ese Estados Unidos era real.”
Comencé a llevar a mis hijos a sitios históricos en Missouri e Illinois siempre que podía. Quería que vieran estos lugares junto a otros estadounidenses que, independientemente de nuestras diferencias políticas, deseaban que sus hijos también los conocieran. Los llevé a la corte de Dred Scott en St. Louis, donde se debatían los derechos de los esclavos; a la finca de Ulysses S. Grant y sus cuartos de esclavos; al Trail of Tears State Park en el sur de Missouri, en memoria de las muertes de los nativos americanos; a la casa rural de Daniel Boone, el pionero y dueño de esclavos; a la tumba de Abraham Lincoln en Springfield, Illinois. Mi hija menor no entendía del todo; la mayor reconocía la incongruencia entre la virtud y la crueldad. ¿Cómo podían los líderes políticos traicionar lo que se suponía que eran los valores nacionales? ¿Cómo podían las prácticas brutales ser aceptadas por los estadounidenses comunes? O, como ella lo expresó: “¿Por qué no se detuvo a la gente de hacer cosas malas?”
La respuesta que se supone que debes dar a los niños, una que yo mismo escuché de niño, es “Así eran las cosas entonces.” Se espera que digas “Mucha gente buena poseía esclavos” o “Era legal en ese momento.” Se espera que finjas que las injusticias históricas han sido resueltas o que nunca fueron tan graves, que no persistieron ni estructuraron la política del presente. Se espera que normalices la crueldad, exonerando a quienes la practicaron. Sin embargo, mientras trataba de responder a su pregunta, mi mente se proyectaba al futuro, a lo que mis hijos podrían estar preguntándose treinta años después, cuando sus propios hijos intenten entender qué sucedió con Estados Unidos. ¿Cómo pudo un presidente cometer delitos que merecían ser juzgados semanalmente, negándose a deshacerse de sus negocios, abusando de ciudadanos y migrantes, obstruyendo la justicia, sin enfrentar consecuencias? ¿Cómo pudo un grupo de mafiosos infiltrarse en las instituciones de EE. UU. sin que los funcionarios federales lo advirtieran? ¿Cómo pudieron los supremacistas blancos salir de las sombras hacia el centro de la escena, siendo tolerados por el presidente y sus asesores? ¿Cómo un político pudo mostrar más respeto a dictadores extranjeros que a los veteranos estadounidenses y a los líderes de derechos civiles, y aún ser tratado como legítimo por su partido?
No hay una respuesta como “Así eran las cosas” para explicar lo que sucedió con Estados Unidos. Es “Así fue como llegaron a ser las cosas,” cuando un sindicato criminal transnacional reemplazó al gobierno. Existe una diferencia entre que las instituciones se debiliten, como ocurrió a lo largo de las guerras y recesiones del siglo XXI, y que las instituciones que protegen la libertad y la seguridad nacional sean secuestradas o desmanteladas por actores hostiles y antiestadounidenses. La historia de EE. UU. ha estado marcada por divisiones partidistas y corrupción, pero nunca antes hemos sido gobernados por un hombre cuya única lealtad más allá de sí mismo es a un poder autoritario extranjero.
No sé qué recordarán mis hijos del Estados Unidos que he mostrado. Estoy tratando de enseñarles mientras pueda, para que conozcan la diferencia entre una democracia profundamente defectuosa y un país que deja de ser una democracia. Ellos saben que prácticas como la esclavitud, que se aceptaban como “normales” en la historia de EE. UU., hoy se consideran una abominación, y que racionalizar la crueldad fue lo que permitió que perduraran tanto tiempo. Les he dicho que nunca consideren las políticas crueles como normales, sin importar lo que digan los políticos y los comentaristas. Estoy tratando de mostrarles que nuestro país siempre fue vulnerable, siempre imperfecto, pero que hubo gente que luchó. Hemos sobrevivido tanto tiempo gracias a la autocrítica y el sacrificio, la voluntad de examinar nuestros fallos y tratar de corregirlos.
En el pasado, sobrevivimos porque los buenos estadounidenses respondieron a la pregunta “¿Por qué no se detiene a la gente de hacer cosas malas?” con leyes y acciones que impidieron que eso ocurriera. Si sobrevivimos a la era actual, no será gracias a un salvador desde arriba, sino a la negativa de la gente común a aceptar la impunidad criminal de la élite como algo normal.
Cuando mi familia y yo tenemos la oportunidad de viajar fuera de Missouri, como muchas familias del Medio Oeste, lo hacemos en coche. No hay nada que me guste más que estar en la carretera; si tuviera la opción, esto es lo único que haría. En el Medio Oeste, la distancia se mide en tiempo, no en millas. Tres horas para llegar a un destino y regresar es una excursión agradable; un viaje de quince horas es “factible.” Esta mentalidad resulta ajena para aquellos de las regiones costeras más densamente pobladas, cuyos carreteras están atestadas de tráfico y resultan desagradables para conducir. No los culpo por elegir volar sobre nosotros, pero se están perdiendo de algo. Cuando tu viaje comienza en Missouri, puedes ver América desde todas las direcciones.
Mis hijos nunca han salido de los Estados Unidos—dejar el país es un lujo incomprensible que, con suerte, no se convertirá en una necesidad repentina—pero han visto, de maneras grandes y pequeñas, la determinación y las tragedias de nuestra población diversa. Han estado en reservas nativas en Oklahoma y Dakota del Sur, y han escuchado Cherokee y Lakota hablados por miembros de las tribus. Han visto la casa donde vivió Martin Luther King Jr. en Montgomery, Alabama, y el cráter de una bomba en su porche, y han escuchado las grabaciones de él negándose a abandonar su causa. Han visto los sitios de los juicios de brujas de Salem en Massachusetts, y aprendido cómo el miedo paranoico hacia las mujeres y la mentalidad de la multitud culminaron en muerte y vergüenza.
Han visitado iglesias centenarias en Santa Fe y se fascinaban, en Nuevo México, al escuchar más personas hablando español que inglés —y se asombraron al descubrir que los hispanohablantes estuvieron allí antes que los angloparlantes. Han estado en la mezquita más antigua de Estados Unidos, en Cedar Rapids, Iowa, donde un amable imam les dio dulces de Ramadán. Han estado en incontables ciudades y pueblos del Sur, el Suroeste, el Medio Oeste y las Grandes Llanuras. Su estado favorito para visitar es Texas, porque muchos de los restaurantes y tiendas están cubiertos con objetos con el tema de Texas y artículos con forma del estado, por si alguna vez se olvida por un segundo que están en el asombroso estado de Texas.
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